Índice de La sociedad futura de Jean GraveLa lucha contra la naturaleza y el auxilio mutuo La revolución es hija de la evoluciónBiblioteca Virtual Antorcha

La sociedad futura

Jean Grave

La revolución y el internacionalismo


En el curso de este trabajo desarrollaremos los diversos argumentos que hemos enunciado; mas, para no apartarnos de nuestro plan, debemos proseguir el estudio acerca de la revolución. Y aquí se presenta la gran objeción de los partidarios de la autoridad, burgueses o socialistas: que a una sociedad no centralizada, sin ejércitos permanentes, sin tener a la cabeza hombres providenciales encargados de pensar y obrar por el común de los mortales, le sería imposible sostenerse en medio de las nacionalidades circunvecinas que hubiesen permanecido bajo la dominación capitalista. Y de ahí deducen los teóricos burgueses que es preciso seguir dejándose explotar, en espera de que los capitalistas tengan a bien ser algo menos glotones. Los socialistas nos incitan para que nos libremos de nuestros amos actuales y les entreguemos a ellos el poder que a su vez se encargarán de fabricarnos una dicha a su más justo precio, la cual será respetada por nuestros suspicaces vecinos.

Si la revolución se localizase en un solo país, ninguna duda cabe de que las plutocracias circundantes no tardarían en hacerle la guerra, tal vez hasta sin cumplir con la formalidad de declarársela de antemano como actualmente se acostumbra entre enemigos de buen tono, en que los adversarios son tanto más corteses cuanto que se limitan a disponer que se batan los demás, mientras ellos se hacen cortesías diplomáticas; y entre tanto se venden mutuamente los artefactos destructores que hacen fabricar por aquellos a quíenes enviarán más tarde a que experimenten los efectos en su cuerpo.

La revolución de 1789, que era la emancipacíón económica de una clase, está ahí para probarnos que la nobleza, el clero y la monarquía imperantes en el resto de Europa se sintieron solidarios de la nobleza, el clero y la monarquía franceses, siendo conocida de todos la formidable coalición que organizaron contra la joven República naciente, y que no fue culpa de la primera si esta última no fue ahogada antes de haber vivido.

La plutocracia, que es tan rapaz como aquellas instituciones, si no lo es más aunque con otras muchas cualidades de menos, no se quedaría a la zaga como se viese amenazada de muerte. Ninguna duda cabe de que las burguesías colindantes no iban a dejar formarse junto a ellas un foco de ideas nuevas que pudiesen infectar a sus esclavos. Sabemos de qué son capaces los burgueses cuando sus intereses materiales oorren peligro. No tardaría en extenderse una cortina de llamas y de metralla en derredor del país mal aconsejado que no quisiese engordar por más tiempo a ningún explotador.

Pero la revolución del 89 nos manifiesta también de qué es capaz un pueblo que defiende lo que él cree ser su libertad. Los hombres que se baten por una idea son invencibles cuando no tienen que luchar sino contra autómatas; y el convencimiento de defender su hogar y su independencia vale por muchos batallones.

Los partidarios de la autoridad nos replicarán que la República del 89 era una nación muy centralizada, que supo defender su unidad hasta contra sus enemigos interiores; y que para poderse defender como ella contra los ataques del exterior y del interior, es por lo que reclaman una organización análoga.

Para que el argumento de los autoritarios fuese verdadero, sería preciso estudiar bien la filosofía de la historia de aquella época y darse cuenta de si los que se nos aparecen con los rasgos de los más feroces partidarios de la autoridad central no sufrieron más de una vez, a pesar suyo y sin saberlo, la presión de la muchedumbre anónima; si a partir del momento en que la iniciativa individual quedó completamente ahogada, reducida a la impotencia la muchedumbre, no fue desde cuando comenzó la decadencia de la revoloción, para terminar pisoteada por las botas de un soldadote.

Pero esto importa poco para nuestra argumentación. Sea cual fuere la energía de los que llevaban la dirección de los negocios públicos, y aun cuando su ciencia hubiese sido cien veces más grande, poco hubieran pesado ambas si no las secundase la energía de los que permanecieron anónimos, los cuales supieron obligarles más de una vez a tomar las medidas necesarias para la salvación de todos y también ejecutarlas por su propia iniciativa, sin esperar el asentimiento de los jefes.

Habianse derribado las Bastillas, habíanse derrocado las leyes de la arbitrariedad (así se creía); rotas quedaban las trabas que sujetaban a los individuos en cada una de sus manifestaciones; confiscáronse los bienes de la nobleza y del clero, bienes que iban a ser devueltos a la nación: estas esperanzas y la creencia de que al cabo iba a lucir para todos la libertad más completa, eran sobrados motivos para dar alientos a individuos que la vispera no tenían ni la plena propiedad de su cuerpo y para hacerlos invencibles.

Y, sin embargo, aún hubiera sido insuficiente todo esto, si no hubiesen tenido que habérselas Con ejércitos mercenarios, que distaban mucho de batirse con el entusiasmo de aquéllos.

Sin duda también esto hubiera sido insuficiente, si en las naciones en nombre de las cuales se les combatía no hubiesén tenido simpatías que luchaban en pro de ellos y paralizaban los esfuerzos de sus adversarios. El nuevo orden de ideas tenia por enemigos a todos los privilegiados, pero tuvo junto a sí a todos los desheredados que reclamaban su liberación y la esperaban de los hombres nuevos que aparecían como salvadores sUyos.

Este es el secreto de la fuerza de la revolución. ¡Ahí debemos enderezar nuestras esperanzas y nuestros esfuerzos!

La revolucíón no puede ser obra de un solo pueblo, ni podrá encerrarse en un sólo pais. Si quiere vencer, es preciso que sea internacional. Los trabajadores de un pals no conseguirán librarse de sus explotadores sino a condición de que sus hermanos de las naciones próximas hagan la misma operación higiénica; es menester que abjuren al fin de los estúpidos odios en los cuales se les ha mecido desde la cuna; y que se decidan a borrar esas líneas ficticias con que los han rodeado para separar a unos pueblos de otros, aislándolos entre sí, y que sólo existen realmente en el papel de los mapas.

La revolución debe ser internacional y de ello deben convencerse los que aspiran a transformar la propiedad. Sea la reorganización pacífica o violenta, autoritaria o libertaria, en seguida se verá expuesta la nueva sociedad a los ataques de las plutocracias vecinas suyas, si los intereses de la burguesía se ven realmente heridos por el nuevo estado de cosas.

Hoy está de moda el llamarse internacionalista. Todos los socialistas lo son, los economistas lo son, gran número de burgueses lo son ... ¡de lengua! Con que ¡Viva la Internacional, señor!

Todos los pueblos son nuestros hermanos.

Así lo reza desde 1848 una canción de P. Dupont.

Los pueblos son hermanos para nosotros; pero a todos esos internacionalistas entusiastas, incluso un gran número de socialistas, no hay que rasparlos mucho para descubrir un patriotero, y no le costaria gran cosa a su internacionalismo compaginarse con una guerra de conquista. ¡Oh, nada más que para hacer la felicidad de los conquistados! ... ¡Como hermanos nuestros!

Ese internacionalismo no es más que un fantasmón; los demás pueblos valen tanto como nosotros, y nosotros valemos tanto como los demás pueblos; pero somos tan incapaces de labrar su dicha como la nuestra. Aparte de eso, ningún individuo es capaz tampoco de hacer venturoso a otro cualquiera, a pesar de éste. Podemos ayudarnos a emanciparnos de quienes nos hacen daño; debemos considerarnos como iguales que pueden y deben prestarse mutuos servicios cuando llega el caso, este es el verdadero internacionalismo. Pero desconfiemos de ese internacionalismo de pega que con el ojo derecho lanza tiernas miradas a nuestros hermanos del otro lado de la frontera, mientras que con el ojo izquierdo hace guiños risueños a nuestro valiente ejército nacional.

Franceses, alemanes, españoles, italianos, ingleses o rusos, todos somos explotados de idéntica manera; una minoria de parásitos es quien nos devora y nos conduce. Como el asno de la fábula de La Fontaine, recordemos siempre que nueshro enemigo, es nuestro amo y entonces ya no habrá odios internacionales. En Francia como en Alemania, en Inglaterra, en Italiá y en todos los países, los que nos explotan no miran para nada la nacionalidad de aquellos a quienes esquilan. Si tienen alguna preferencia, será por el que se deje esquilar con mayor mansedumbre. La humanidad, por tanto, sólo se divide en dos clases: los explotadores y los explotados. Aprovechen este recuerdo los desheredados de todos los países.

También en esto, el curso de los acontecimientos es el mejor educador de los individuos, obligándolos a amoldarse a las circunstancias que presenta. Nuestra época sabrá obligar a los individuos a que consideren la humanidad como su única patria.

Si el internacionalismo no ha penetrado aún en los entendimientos, ha penetrado ya en los hechos prácticos, lo cual vale más. En los tiempos actuales, todo es internacional. No hay ninguna nación que pueda aislarse y encerrarse dentro de sí; nuestros proteccionistas más furibundos no pueden protegernos con tanta energía como quisieran, obligados como se ven a tener en cuenta ciertas reciprocidades.

El telégrafo, el correo, los ferrocarriles, son internacionales. Hay tal trabazón en las relaciones del comercio, que ciertas casas parecen no tener ya nacionalidad: en este caso están algunos bancos y fábricas.

La fabricación de las armas de guerra, industria que, dentro de la lógica patriótica, debiera ser exclusívamente nacional, es acaso una de laS más cosmopolitas. Las casas francesas proveen de cañones y granadas a Estados que, cuando menos se piense, podrán tener que emplearlos contra Francia; casas italianas, alemanas e inglesas condúcense exactamente del mismo modo. Ciertos diputados están al frente de algunas de esas casas (Véase, Hamon, Ministerio y melinita, págs. 45 a 63). Esto parece tan natural, que a nadie le produce ya ninguna extrañeza.

Todos los ramos de la actividad humana están diariamente ocupados en organizar Congresos internacionales, por no poder ya obrar aisladamente por efecto de este vasto movimiento, las relaciones individuales mismas también sienten la necesidad de salir de sus fronteras.

El mismo progreso es internacionalista y puede realizarse al mismo tiempo a ambos lados de la frontera. Una idea emitida en un punto puede brotar a la misma hora a mil leguas de él y dar la vuelta en pocas horas por el resto del globo terráqueo. Tan pronto como se enuncia hoy una idea, en seguida se ve a muchos individuos disputarse su paternidad, aportando las pruebas de que tienen iguales derechos para reivindicarla como suya. Lo cual demuestra, dicho sea de paso, que un descubrimiento es obra de una generación, más bien que de un individuo. Cuando se realice seriamente la revolución social, en alguna parte resonará por fuerza en el corazón de las demás naciones; y eso es lo que la salvará.

Si no conociéramos las baladronadas de los autoritarios podríamos asombrarnos de sus pretensiones de asegurar el triunfo de la revolución, con sólo establecer un poder fuerte.

Como el poder fuerte se entretuviera en meter mano a los privilegios burgueses, cualesquiera que fuesen su poderío y su fuerza, tendria que habérselas con una tremenda coalición que le encerraría dentro de un circulo de bayonetas, coalición cien veces más terrible que la monárquica del 89. Es preciso ser un completo visionario para creer que basta organizarse como los enemigos para ponerse en condiciones de vencerles. El error de la Commune consistió en creer que podia jugar a los soldados como el gobierno de Versalles y darle batallas campales; ese error fue su perdición.

Si los trabajadores quisieran entretenerse también en ese juego, no tardarian en arrepentirse de ello. A ideas nuevas, medios nuevos; con elementos diferentes, hace falta una táctica adecuada a su modo de pensar. Dejemos los plumeros y la estrategia a quienes quieran jugar a los Bonaparte y a los Wellington; pero no seamos tan tontos que les sigamos. Sean cuales fueren la energía y actividad desplegadas por los revolucíonarios puestos en esas condiciones, y aunque la organízación y disciplina de sus fuerzas fuesen de lo más admirable, sucumbirían bajo el número de los adversarios que contra ellos levantaria el odio de los apetitos amenazados.

La esperanza de los autoritarios se funda en la idea que tienen de conseguir hacerse reconocer como un poder legítimo por los demás gobiernos. Políticastros en el fondo, y nada más que políticastros, esperan tratar bajo un pie de igualdad con los otros gobernantes y jugar a los diplomáticos.

Para hacerse tolerar, el gobierno que surgiese de un movimiento revolucionario tendría que renunciar a toda tentativa de reforma social. Para hacerse grato a sus caros primos en autoridad, tendría que emplear en reprimir la impaciencia de quienes le hubiesen subido al pináculo las fuerzas que éstos le hubieran puesto en las manos, e impedirles prestar auxilio a las tentativas de insurrección que pudieran presentarse en los países de sus nuevos aliados. Sólo desmintiendo asi su origen es como un gobierno popular tendría autoridad ante los poderes vecinos. Y si por su misma constitución, todo gobierno no fuese infaliblemente retrógrado, puesto que se establece para imponer y defender un orden de cosas cualquiera, esa sería otra razón más para rechazarlo; porque la fuerza de los hechos le impelerian a perjudicar a quienes le.hubieran elegido, creyendo serles útil.

Al desarrollarse las relaciones internacionales y hacerse cada vez más frecuentes y más íntimas, contribuyen a uniformar las mismas necesidades, a despertar en todas partes las mismas aspiraciones. El trabajador sufre en todos los países idénticos males y aspira a igual solución en todos ellos. Esto basta pára que al estallar en un sitio la revolución, provoque explosiones análogas en cien lugares diferentes.

Si los trabajadores saben de antemano solidarizar sus intereses y agrupar sus esfuerzos a despecho de sus amos, sabrán prestarse mutuo auxilio con muchisima más eficacia que sabria hacerlo un gobierno cualquiera.

Esos levantamientos o tentativas de insurrección, ocupando en su país a cada burguesía, le quitará la idea de ir a ver lo que acontece en los de las vecinas. Teniendo sobrado quehacer con defenderse contra sus propias víctimas, no le darán tentaciones de acudir en socorro de los gobiernos que junto a ella se derrumban. El esparcimiento de fuerzas es una táctica muy hábil, que los mejores estratégicos no han desdeñado, y puede emplearse sin poner en pie de guerra ningún ejército.

Los trabajadores de una localidad no podrán triunfar y emanciparse, sino a condición de que los trabajadores de las localidades próximas también se subleven. Esto es positivo, para los trabajadores de una misma nación con objeto de obligar a sus amos a dividir sus fuerzas; y es positivo para los trabajadores de nacionalidades diversas, con el fin de impedir a sus amos ayudarse mutuamente. Todo se enlaza. La solidaridad internacional de los trabajadores no debe ser una vana fórmula, ni debe remitirse su realización a un porvenir lejano, como algunos quisieran hacérnoslo creer. Esta es una de las condiciones sine qua non del triunfo de la Revolución.

Tal es la inflexible lógica de las cosas y de las ideas. Esta unión fraternal de los trabajadores de todos los países, propuesta como un sueño de lo porvenir, no sólo debe ser una aspiración, sino un medio de lucha contra nuestros amos y una prenda de triunfo si sabemos realizarla.

Esta idea de la unión internacional de los trabajadores no deja de preocupar a la burguesía. Sabe que en cuanto los pueblos cesen de mirarse como enemigos, ya no tendrá razón para sostener millones de hombres para su defensa, ni realizar esos formidables armamentos detrás de los cuales se cree inexpugnable; por eso ha tratado de erigir en un culto ese dogma de la patria, por eso sus turiferarios lanzan gritos de ganso cuando se dejan oir voces independientes para anatematizar las atrocidades que se encubren con el nombre de patriotismo, para afirmar que la verdadera patria del hombre es la Humanidad.

Agentes del extranjero, miserables, malvados: tales son los epítetos más suaves que nos regalan esos patrioteros feroces. Por supuesto, nada tiene de extrano ese desbordamiento de injurias: esos caballeros, juzgando por sí mismos a los demás, imaginan que sólo se escribe aquello que es bien pagado. Asalariados de la pluma o de la palabra, no conciben que haya quienes hablen o escriban solamente lo que piensan.

¡Vosotros no queréis amenguar las patrias de los demás en provecho de la vuestra: luego sois unos viles! ¡No queréis pregonar a voz en grito, Como nosotros; que vuestra patria es la reina de las naciones y que los habitantes de los demás países no son más que unos pordioseros; luego sois unos agentes del extranjero! Tal es el razonamIento de esos señores; partiendo de ahí para demostrar a los tontos que, si no se aceptan a ojos cerrados todas las infamias que se cometan en nombre de la patria, se es enemigo de ella.

Y he aquí por qué el epíteto de antípatriota tomado últimamente por los internacionalistas para combatir esa torpe campaña de militarismo y de patrioteria que pretende impulsar a los hombres a matarse entre sí, ha llegado a ser calumniosamente sinónimo de enemigo de Francia, si se aplica a los antipatriotas franceses; enemigo de Alemania e Italia o Inglaterra, si se aplica á los antipatriotas alemanes, italianos o ingleses; cuando sólo significa amante de la humanidad y aborrecedor de la guerra.

Los antipatriotas no pueden ser enemigos de su propio pais, puesto que quieren extender el amor del individuo a toda la humanidad. Haciendo la guerra a la autoridad y al capital, son adversarios de estas dos instituciones lo mismo en los demás países que en el suyo propio. Lo que reclaman no es un cambio de sitio de la autoridad en provecho de un pueblo y con exclusión de otro, sino que desaparezca por completo y en todas partes la autoridad.

¡Adversarios de la autoridad, se nos acusa de querer el caos; adversarios de las formas legales de la familia, de los impedimentos que la ley pone a su evolución natural, se nos acusa de querer destruir sus sentimientos afectivos; adversarios del estrecho concepto de patria, que hace considerarse como enemigos a los pueblos, partidarios de la fraternídad universal, se nos acusa de predicar la sumisión de nuestro país por sus vecinos y el odio a nuestros compatriotas!

Entendámonos. Sabemos que el hombre tendrá siempre ciertas preferencias, recordando con placer los lugares donde haya vivido o sido feliz, donde se hayan desarrollado sus afecciones; un sentimiento de particular benevolencia le llevará siempre a los lugares donde esté seguro de poseer amigos. Y esta simpatía, este amor, lo mismo pueden ponerse en la comarca más árida e ingrata, que en una comarca fértil y encantadora. Cuando se dice que se ama a tal o cual país, los recuerdos que os trae a la memoria, las emociones que os ha hecho sentir, los amigos que en él dejásteis, todo este conjunto de cosas es lo relacionado con ese amor y no el suelo por sí mismo.

Si los hombres creen deber estar más unidos al pueblo que les vió nacer, por el solo hecho de recordarles su nacimiento, ¿qué mal hay en ello, y quién ha pensado nunca en combatir ese sentimiento? ¿Conocemos siempre distintamente todos los móviles que dictan nuestros sentimientos?

Pero porque amemos más que a ninguna otra a tal o cual localidad, ¿es eso una razón para considerar como enemigos a los habitantes de los demás paises? Si el patriotismo fuese el sentimiento amoroso exclusivo del suelo, del país donde se ha nacido, no hay ninguna razón para que se extienda a todo un territorio como Francia, Alemania, Rusia, etc., que sólo son conjuntos de patrias más pequeñas. Sería más comprensible el amor a la provincia; y más aún el de la localidad donde se habita o donde se ha nacido. ¿Por qué no declarar legítimos también los odios entre los vecinos de una misma calle? Y si el amor del hombre se ha engrandecido hasta llegar a querer a quienes con él sólo tienen vínculos ficticios, ¿por qué restringirlos más bien a una parte que a otra? ¿Por qué no ensanchar esos vínculos hasta que abarquen la humanidad entera?

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