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La sociedad futura

Jean Grave

La Revolución y el Darwinismo


Cuando Darwin formuló sus teorías sobre la evolución, los sabios oficiales no vieron en ellas más que la negación del dogma religioso de la creación divina y se apresuraron á menospreciarle. Habían ya desacreditado á Lamarck, pero esta vez los espíritus estaban preparados, la idea de la evolución resistió a sus ataques e hizo su entrada triunfal en el mundo de la ciencia.

Por el contrario, en ciertas esferas se creyó encontrar en ella la justificación del régimen político actual, la condenación de la revolución de] proletariado, la justificación de la explotación que sufre y se apresuraron a aderezar la lucha por la existencia, la selección y la evolución con tales salsas, que ni el mismo sabio inglés acertaría a conocer sus teorías.

Apoderándose de las ideas expuestas por el continuador de Lamarck, de Goethe y de Diderot, la turba de los comentaristas ha querido aplicar a las sociedades humanas sus teorías sobre la lucha por la existencia y darle una extensión en la cual seguramente el autor nunca había pensado.

En vista de las dificultades que ofrece la existencia -dicen-, es natural que la sociedad esté dividida en dos clases: los privilegiados y los productores. Demostrado que la tierra no produce lo suficiente para asegurar la satisfacción de las necesidades de todos, debe haber lucha entre los individuos y, por consecuencia, vencedores y vencidos. Que los vencidos sean esclavizados por los vencedores, es la consecuencia natural de la lucha, pero ésta ayuda al progreso de la humanidad, obligando a los individuos a desenvolver su inteligencia si no quieren desaparecer.

En los tiempos prehistóricos -añaden- el vencedor devoraba al vencido; hoy le emplea en producir en beneficio de la sociedad y en aumentar los goces que ésta pueda proporcionar; hay, pues, progreso real. Es deplorable -continúan hablando los economistas-, pero las condiciones de la existencia son así y los víveres tan escasos que es imposible satisfacer las necesidades de todos. Preciso es, por lo tanto, que alguien se prive de ellos. Es una ley natural que a un pequeño número de elegidos esté reservada la satisfacción integral de todas sus necesidades. Por el hecho solamente de ser los vencedores, son también los mas aptos y los mejor dotados.

Es muy sensible -causa admiración que estas gentes deploren unos hechos que tratan de justificar y eternizar por todos los medios posibles-, es muy sensible que desaparezcan tantas víctimas en la lucha; sin duda la sociedad tiene necesidad de reformas, pero éstas han de ser producto del tiempo, resultado de la evolución. ¡Este antagonismo fue siempre y continúa siendo una de las causas del progreso humano!

Y los burgueses se extasían con la lectura de estas líneas, tantas veces citadas, y mueven la cabeza y guiñan los ojos, saboreando esta confesión que compendia admirablemente su feroz egoísmo:

... Un hombre que nace en un mundo ya ocupado, si su familia no tiene medios de proporcionarle el sustento, o si la sociedad no le necesita, no tiene el menor derecho a reclamar nada, está de sobra en la tierra. En el gran banquete de la naturaleza no hay sitio para él. La naturaleza le manda irse y no tarda en poner en ejecución este mandato. Cuando la naturaleza se encarga de gobernar y castigar, sería una ambición ridícula pretender arrancarle el cetro de las manos. Este hombre debe, pues, sufrir el castigo a que por su indigencia le condena la sociedad. ¡¡¡Es preciso hacerle comprender que las leyes de la naturaleza le condenan, lo mismo que a su familia; a los sufrimientos, y que si no mueren de hambre, lo deben solamente al compasivo bienhechor que, socorriéndoles, desobedece a las leyes naturales!!!

(Malthus, Ensayo sobre la población).

La declaración es contundente y la amenaza de las más categóricas:

¡El indigente no tiene derecho a la vida! ¡Si consigue mantenerse con ayuda de los mendrugos que le arroja la caridad pública o privada, lo debe sencillamente a la bondad de los amos! Trabajadores a quienes el paro obliga a recurrir al préstamo y al crédito, acordáos de que no tenéis derecho a vivir si carecéis de un capital de reserva. No vengáis, pues, a rompernos la cabeza con vuestro derecho a la existencia. No lo proclaméis muy alto. ¡Tened cuidado! Podrían recordaros que es un crimen haber nacido indigente, que vuestra existencia no es más que un acto de tolerancia por parte de los ricos.

Trabajadores, que morís de hambre en la vejez, cuando vuestras fuerzas se han agotado en producir las riquezas que aumentan la suma de goces de vuestros explotadores, es un crimen haber nacido hijos de padres pobres y no haber sabido enriquecerse. Contentáos con que compasivos protectores hayan querido emplear vuestros servícios, cuando erais capaces de aumentar las riquezas que sin vosotros no hubieran servido para nada. Han tenido a bien dejaros vivir cuando erais útiles, cuando se podía explotar vuestras facultades productivas, ha sido una generosidad; pero ahora que estáis agotados, apresuráos a desaparecer, estorbáis la circulación, nada se os debe.

Esta declaración va acompañada de otras; escuchemos:

El Darwinismo lo es todo, menos socialista ... Si se le quiere atribuir una tendencia política, esta tendencia no puede ser más que aristocrática. ¿No enseña la teoría de la selección que en la vida de la humanidad, como en la de las plantas y la de los animales, únicamente una pequeña minoría privilegiada consigue vivir y desarrollarse, mientras que la inmensa mayoría padece y sucumbe más ó menos prematuramente? La cruel lucha por la existencia reina en todas parted. Sólo el escaso número de los elegidos, de los más fuertes o de los más aptos se encuentra en condiCiones de sostener con éxito esta concurrencia. La gran mayoría de los desgraciados concurrentes debe necesariamente perecer. La selección de los mejores va unida a la derrota del gran número de seres que han sobrevivido ...

Haeckel (citado por E. Gautier en el Darwinismo social).

El desenvolvimiento de la burguesía lleva consigo fatalmente la extinción de los proletarios, cuando no la del proletariado; cada goce nuevo conseguido por la ciencia en provecho de la burgúesía corresponde a un sufrimiento nuevo para los trabajadores.

Para que la existencia de la burguesía esté asegurada, es preciso que haya sujetado definitivamente al proletariado al yugo con que le domina. No somos nosotros quienes se lo hacemos decir, es Mr. Haeckel, un burgués, un sabio que debe saber estas cosas, puesto que para eso ha estudiado.

¿No es inicuo ver a los burgueses hacer gala de ser los mejores, cuando su única superioridad consiste en haber venido al mundo en medio del lujo, de las riquezas, de todos los medios de desenvolvimiento, sin tener que realizar más esfuerzos que vivir y gozar?

En otros tiempos, también la nobleza se creía superior. Porque podía citar de sus antepasados, más o menos lejanos, algunos hechos dignos de un capitán de bandidos, un gentil-hombre se creía infinitamente superior al villano que no poseía los anales de sus ascendientes. Hoy la nobleza ha cedido el paso al dinero. Los hombres ya no valen por su linaje, sino por sus haciendas. El noble fundaba su superioridad en las existencias que sus abuelos habían cortado violentamente; el capitalista se enorgullece de las explotaciones que ha realizado.

Para ellos, en fin, la parte más distinguida de la humanidad son los matones y los estafadores.

¡Nada más ridículo que esta pretendida superioridad de los burgueses, cuando apenas hace un siglo que su clase está en el poder y ya se encuentra en plena decadencia!

¿Si no estuviese constantemente robustecida por el refuerzo de los trabajadores, tránsfugas que la sed de goces y de dominación arroja en sus filas, dónde se encontraría ya?

¿Consiste su superioridad en la sabiduría? Su ciencia oficial ha sido siempre una barrera; contra el verdadero progreso. Todos los descubrimientos científicos han sido combatidos por ella en un principio y no han sido aceptados hasta que la evidencia se ha impuesto. La principal preocupación de sus sabios es tergiversar los hechos científicos para justificar por medio de ellos la explotación actual.

¿Consiste en las artes, en la literatura? No ha habido más obras serias que las que combatían sus prejuicios, sus instituciones y rechazaban toda solidaridad con la clase explotadora. Ella ha menospreciado siempre a los que introducían una nota nueva en su arte, reservando todos sus favores para las insignificantes medianías.

¿Se ha distinguido al menos en la política, que es la fuerza de su sistema? Hablemos de ello. Son los políticos un conjunto de petardistas y de rufianes sin ninguna idea noble, ni ningún pensamiento generoso que al menos sirva de disculpa a su osadía. Hombres que no ven en el poder más que un medio de traficar con su influencía y de enriquecerse más pronto. Tienen de tal modo conciencia de su abyección, que hasta en la defensa de su clase no osan hacer alarde de la feroz energía de los convencionales del 93, que, sectarios fanáticos de su casta, fueron crueles con las clases que desposeían, injustos y feroces con la clase trabajadora que contribuyó a su victoria, pero que, al menos, tuvieron el valor de sus actos, pagaron con su vida y tuvieron el mérito de no ser vulgares. Sus descendientes son quizás más feroces, pero demasiado cobardes para exponer su pellejo. Tratan de escurrir el bulto hasta con las leyes que ellos mismos hacen.

¿Qué ha sido de los descendientes de aquella raza fuerte que contaba entre sus gloriosos antepasados a los tenaces comuneros de la Edad Medía? Han desaparecido de la escena de la historia; han caído en el olvido y han sido reemplazados por los aventureros de la política, que no se mantienen en la escena parlamentaria más que por una carencia absoluta de vergüenza, que les permite tragarse las burlas y las afrentas más escandalosas con la misma tranquilidad que se beben un vaso de agua, y cuya superioridad sobre los demás sólo consiste en una refinada astucia, con la cual disimulan perfectamente su falta de inteligencia.

La clase burguesa se ha hecho parásita, vive a expensas de los que se agitan, de los que trabajan y ha perdido de este modo la facultad de producir. Y cuando los hombres de un saber superior como los que acabamos de citar y cuya lista podríamos hacer más extensa; hombres que han tenido a su disposición todos los medios de desenvolvimiento de que están privados los trabajadores, llegan a deducir de los hechos científicos que su educación les permite analizar, conclusiones semejantes a las que hemos citado, estamos en el derecho de preguntarnos cuál sería el grado de cultura que habrían alcanzado si hubiesen estado privados de los medios de instruirse.

¡Ellos los mejores! Al lado de los pocos que realmente aprovechan estos medios que procuran la riqueza y la posición social, riqueza producida por el esfuerzo de los trabajadores, cuántas inteligencias obscuras que se verían en la imposibilidad de vivir si tuviesen que emplearse en algo Útil para asegurar su existencia.

Cuántos obreros, en cambio, que sucumben, extenuados por un excesivo trabajo, tendrían derecho a exclamar, golpeándose la frente, como el poeta Andrés Chenier al subir al patibulo: ¡Aquí hay algo!

¡Ah! sería curioso hacer la estadístíca de las celebridades de que se enorgullece la civilización actual y saber las que han llegado con su ayuda y las que han surgido a pesar suyo, y, sobre todo, comparar los valores respectivos.

Perteneciendo a una clase cuya emancipación no es posible sino con la ayuda de la fuerza, para apoyar nuestras reivindicaciones, vamos a apoderarnos de los argumentos suministrados por los sabios oficiales; volviendo contra ellos su propia dialéctica, vamos a demostrar que nos bastará con sus aseveraciones para justificar el derecho que tienen los trabajadores a recurrir a la fuerza para emanciparse. Cuando con las propias armas con que pretenden defender el orden burgués hayamos demostrado que, semejante a la lanza de Aquiles, su argumentación cura al que ha herido, probaremos que la lucha por la existencia no explica más que una mínima parte de los hechos de la evolución aplicada a las cosas en general y que es absurda en el seno de las sociedades, puesto que estas últimas ponen en práctica la ley de solidaridad y de apoyo mutuo contraria a aquella. Demostraremos, en fin, que la sociedad actual, lejos de favorecer a los más aptos y los mejor dotados, reserva sus goces para una raza raquítica y agotada; que esta escasez de víveres, en la que se apoyan, es un fantasma de su imaginación del cual se sirven para justificar sus rapiñas, y que es su propia organización quien la crea, a fin de someter al trabajador a su dominio, sabiendo que éste dejaría de ser esclavo el día que no tuviese hambre o no temblase por la existencia de los suyos.

Aun cuando la lucha por la existencia entrase de algún modo en los factores del progreso de la evolución humana, es falso que baste a explicarla; únicamente desfigurando los hechos llegan a justificarse las pretensiones de la ambición y la codicia; la historia y la ciencia niegan de común acuerdo esta supremacía que pretenden arrogarse ciertas razas, ciertas clases y ciertos individuos apoyados por la fuerza y por el número.

Como la religión está desacreditada entre las masas, los burgueses han buscado otra cosa en que apoyar su dominación. Si pudiesen consagrar su régimen por la ciencia, probar a los trabajadores que su situación es la consecuencia fatal de un orden natural, tan lógico como la ley de gravitación o que una ecuación matemática, habrían dado un gran paso. Por esto se han apoderado de la lucha por la existencia para tranquilizar sus conciencias.

La lucha, dicen, obligando a los individuos a ingeniarse para encontrar los medios de subsistencia, les ha hecho desenvolver sus facultades; la concurrencia individual les obliga a tenerlas siempre despiertas, a conservarlas y a adquirir otras nuevas. La lucha por la existencia es, pues, la madre de todo adelanto, porque obliga a los individuos a progresar indefinidamente bajo pena de ser eliminados. Haciendo desaparecer a los más débiles, a los menos aptos y a los peor dotados, desembaraza el camino para los más inteligentes.

Y según ellos, siempre debe suceder lo mismo:

Pues si los individuos viviesen en un estado social en que la satisfacción de todas sus necesidades estuviese asegurada, en que todos fuesen iguales, en que nadie obedeciese, ni nadie mandase y' cada cual produjese a su capricho, no habría emulación ni iniciativa; una sociedad semejante no podría menos de caer en la barbarie, en el desorden y bajo el peso de la fuerza brutal.

Para combatir estas afirmaciones nos valdremos de los mismos burgueses:

Un gran inconveniente de la guerra social comparada con la guerra ordinaria, es que las influencias de la ley natural están más o menos combatidas por la voluntad y las instituciones humanas, y no es siempre el mejor, el más robusto, el mejor adaptado el que tiene la suerte de triunfar. Al contrario, por lo regular suele sacrificarse la grandeza individual del espiritu a preferencias personales inspiradas por la posición social, la raza, y la riqueza.

(Büchner, El hombre según la ciencia, págs. 207-208).

Por lo mismo la lucha, lejos de ser producto de las desigualdades sociales, viene a ser causa de ellas; y los defensores de los burgueses no andan en lo cierto al prevalerse de la misma para justificar su sociedad.

Todas estas desigualdades, estas monstruosidades, es preciso atribuirlas a la lucha por la existencia, lucha no reglamentada todavía por la razón y la justicia, y particularmente mantenida por los numerosos actos de opresión política, de violencia, de espoliación, de conquistas que llenan la historia del pasado y parecen á los ojos del espíritu obscurecido de los contemporáneos una inevitable consecuencia del movimiento social.

(Büchner, El hombre según la ciencia, pág. 222).

En aquellos tiempos en que el hombre, confundido con el resto de los animales, no poseía más armas que sus instintos, quizás la lucha por la existencia fuese para él condición de vida o de muerte a la cual no tuviera más remedio que doblegarse. Matar para no ser matado, devorar para no ser devorado, si tales han sido los principiQs de la humanidad, debió ser aquella la edad de oro de la economía política, pues la concurrenciá sería, según ciertos naturalistas, la sola ley de los seres que vivían entonces.

Cuando los primeros seres organizados, después de una seríe continua de transformaciones y adaptaciones, aparecieron sobre la tierra, es evidente que entre todos estos organismos sín razonamiento, sin inteligencia, impulsados exclusivamente por la necesidad de vivir y de reproducirse, debió existir una guerra incesante y sin piedad para los vencidos.

Pero tampoco fue aquella la lucha por la existencia de los economistas. Las especies se hacen la guerra entre sí, pero no entre individuos de la misma clase: el vegetal desgasta al mineral; el anímal herbívoro devora el vegetal; el animal carnívoro devora al herbívoro o al carnívoro de especies más débiles y por consiguiente diferentes a la suya.

Unicamente en una catástrofe imptevista, en circunstancias excepcionales, que colocan al animal en la imposibilidad de buscar su alimento ordinario, se le ve atacar a los individuos de su especie. R. Wallace, en su Darwinismo, demuestra, (págs. 146-148) que las especies más cercanas habitan territorios distintos, muy lejanos, lo que prueba que en vez de luchar entre si las especies afines han preferido separarse para buscar su alimento.

Basta hojear un tratado de historia natural para convencerse de que la lucha entre individuos de la misma especie es sumamente rara, mientras que la asociación para la lucha-ataque o defensa, -el mutuo apoyo, la solidaridad, en una palabra, son la regla general. Y ésta se practica, no solamente entre individuos de la misma especie, sino que también se asocian especies diferentes para procurarse el sustento. Hasta algunos vegetales se agrupan inconscientemente para resistir mejor a los elementos destructores de los individuos aislados.

Los economistas y otros pretendidos evolucionistas conocen perfectamente el lado débil de su razonamiento y tratan de explicar la lucha de un modo diferente.

La lucha -dicen- no se realiza siempre de un modo brutal; puede haberla entre individuos de la misma especie sin que sea cuerpo a cuerpo entre los concurrentes.

Y citan, entre otros, los caballos salvajes del Thibet, que, sorprendidos por las nieves del invierno, sufren hambre cuando la nieve cubre la hierba de los pastos; y los menos robustos, después de algún tiempo de este régimen, no teniendo fuerzas para romper la corteza de hielo que les impide buscar su alimento, perecen de inanición, mientras que los más vigorosos resisten y sobreviven.

Nos contentamos con señalar este ejemplo, pues los demás son de la misma especie.

Ahora los señores economistas nos permitirán decirles que su ejemplo sólo demuestra que algunos individuos han perecido allí donde otros han resistido; pero esto no prueba de ningún modo que los que han sobrevivido han ganado algo con la muerte de los que han desaparecido; además, esta desaparición proviene de perturbaciones atmosféricas naturales y no de concurrencia entre ellos. Al contrario, si el apoyo mutuo se hubiese practicado por ellos en mayor escala, es muy probable que hubieran podido sobrevivir más.

Hacen también el cálculo -los economistas, no los caballos- que dada la fecundidad de ciertas especies, no tardarían en invadir en muy poco tiempo toda la superficie terrestre, con detrimento de otras especies, y que los individuos de la misma especie se verían forzados a devorarse entre ellos, si todos los gérmenes que se forman pudiesen brotar y llegar a la madurez.

Los que llegan a desenvolverse -dicen- no sobreviven sino con detrimento de los que desaparecen, y son siempre los más fuertes, los más aptos los que triunfan.

Que las especies viven unas a costa de las otras, que por causas fisiológicas gran número de individuos desaparecen en germen, esto depende de causas naturales que nosotros no podemos evitar y nadie ha pensado en recriminarlas, pero convendria saber:

1° Si un individuo de nuestra especie, una vez que ha visto la luz, tiene virtualmente el derecho de vivir, de desenvolverse en las mismas condiciones que cualquier otro individuo de su especie;

2° Si es más provechoso a los individuos de la especie luchar unos contra otros, para explotarse y esclavizarse;

3° Si un individuo puede ser completamente feliz teniendo a su lado semejantes que sufren.

Creemos que basta hacer estas preguntas para que la respuesta esté pronta en los labios de todo individuo que no esté cegado por el espíritu de autoridad y de explotación, por lo cual no nos detendremos aquí, pues bastantes ocasiones tendremos de tratar de este asunto en el curso de los diferentes capítulos que siguen.

Si las sodedades humanas han evolucionado en el sentido de la concurrencia indivídual llevada al último grado, si en medio de sus asociaciones los individuos han continuado tratándose como enemigos, es inútil perder el tiempo en deplorarlo, pero estudiando las causas de esta evolución, se nota pronto, en contra de las afirmaciones de los interesados, que no es ésta una ley inevitable, que hubiera podido ser de otro modo y que es más provechoso a los individuos y a la especie que al presente sea distinta.

Esta estrecha solidaridad que vemos se practica entre ciertos vegetales, entre ciertos animales, entre algunos insectos, tales como las hormigas, las abejas y las avispas, que se encuentra tan desarrollada entre ciertas tribus primitivas, podía tomar la ventaja en la lucha de los instintos en el hombre, dar otra dirección a su evolución y otras hubieran sido las sociedades humanas. Es, pues, absurdo decir que la lucha por la existeneia -entre individuos- es una ley inevitable.

El hombre, saliendo de la animalidad desnudo y desarmado enfrente de sus enemigos, poderosamente armados, ha sido lo bastante fuerte para proteger y asegurar su existencia. Ha debido recurrir a la astucia, a los expedientes que le sugería su cerebro, hasta que esta inteligencia fue lo bastante poderosa para suplir a su debilidad nativa, permitiéndole fabricar las armas defensivas y ofensivas que la naturaleza le había negado.

Esta vida precaria, esta lucha incesante contra la naturaleza y las otras especies mejor armadas, contra las cuales estaba obligado a disputar su alimento y el derecho de vivir, contribuyeron a amasar en él una fuerte dosis hereditaria de instintos de acometividad y de dominación. Esto nos explica por qué en los primeros ensayos de solidarización de esfuerzos y de intereses, aun cuando los hombres comprendían los beneficios de la asociación, puesto que la practicaban, los más astutos se sirvieron de ella para dominar a los demás y constituirse en parásitos sobre esta organización nueva: La sociedad.

Pero hoy el hombre es un ser consciente, compara y razona. Para transmitir a sus descendientes sus conocimientos y sus descubrimientos poSee un lenguaje hablado y escrito, un material maravilloso para multiplicarlo, un cerebro capaz de los razonamientos más abstractos -demasiado abstractos a veces, por desgracia-. ¿Debe continuar siendo así? Evidentemente no. Debe reconocer que sus antepasados han errado el camino, matándose, robándose y explotándose, debe volver a las prácticas de solidaridad, cuyos gérmenes no han podido ahogar en él miles de siglos de luchas.

¿No nos ofrece la naturaleza bastantes obstáculos que vencer, para que la humanidad, reuniendo todos sus esfuerzos, dirija sus instintos de pelea contra las dificultades naturales y encuentre en ellas los elementos de una lucha más ventajosa, sin tener necesidad de desgarrarse ella misma?

Asi, fuertes con los argumentos suministrados por los sabios oficiales, cuando los burgueses vienen a hablarnos de progreso, de los derechos de la Sociedad, etc., tendríamos que reirnos en sus narices, contestándoles con los derechos del individuo, que se cuidaría muy poco del progreso, si debía continuar siendo la víctima.

Pero veremos más adelante que una sociedad en que el hombre tuviese asegurada la satisfacción de todas sus necesidades, lejos de ser un obstáculo para el progreso, iría en su ayuda, pues la naturaleza del hombre es crearse necesidades nuevas a medida que encuentra facilidad para satisfacer sus fantasías. Por el momento, contentémonos con probar que la sociedad actual, lejoS de reservar sus goces a los más inteligentes, a los más aptos, a los más fuertes, a los que deben contribuir al mejoramiento de la raza humana, los reserva solamente a una clase de individuos cuyo éxito seguro es un factor de decadencia, para la clase de que forman parte y para la humanidad entera.

Mientras que la burguesía tuvo que luchar con la nobleza, mientras tuvo que luchar para conquistar su puesto, forzosamente desarrolló cualidades que le permitieron llegar a donde quería y obtener el poder, objeto supremo de sus ansias; pero una vez conseguido esto, le ha sucedido lo que sucede en el reino animal a todo parásito, especialmente a ciertos crustáceos citados por Haeckel en su Historia de la Creación, que viven sobre los moluscos, y cuyas larvas están más desarrolladas que el animal perfecto; el animal, una vez instalado sobre su huésped, pierde todos sus medios de locomoción para desarrollar los tentáculos que le sirven para agarrarse al que debe explotar y sacar de él su alimento. Después de haber sido un animal activo que nada y lucha, pierde todas estas facultades para transformarse en un simple saco digestivo. Tal es ya el estado de la burguesía, al menos como clase, sino todavía como individuos.

Lo que en la sociedad actual hace la fuerza, no son ni las facultades físicas, ni las facultades morales e intelectuales, es simplemente el dinero. Se puede ser escrofuloso, raquítico, idiota; deforme en lo físico y lo moral; si se tiene dinero se consigue todo y se está seguro de encontrar mujer.

Pero el proletario, aunque nazca con un cerebro de una capacidad extraordinaria, de nada le servirá si sus padres no han tenido los recursos suficientes para darle la instrucción que debía desarrollar su inteligencia. Si llega a adquirir esta instrucción y no tiene los medios de hacerla valer, irá a aumentar el número de los déclassés o deberá contentarse con ponerse a las órdenes de un explotador que poseerá lo que a él le falta: el capital. Deberá renunciar a dar la medida de lo que hubiese sido capaz de producir.

Dotado de todas las ventajas físicas, un trabajo prematuro, las privaciones y las miserias, lo inutilizarán antes de tiempo, y si, por casualidad, encuentra alguna desgraciada que consienta en compartir su suerte, de esta unión nacerán seres raquíticos y enfermizos; pues el trabajo forzado de la mujer y su debilidad se unirán al prematuro agotamiento del hombre para contribuir a la postración de la raza. También ella deberá trabajar mientras la sostengan sus piernas, deberá permanecer en el taller mientras que los dolores del alumbramiento no la hagan caer sobre su lecho de dolores. Añádase a esto las condiciones malsanas en las cuales se efectúa el trabajo actual, y se comprenderá que hay motivos de sobra para atrofiar una raza por largo tiempo.

Ciertamente la suerte de algunos trabajadores no alcanza esta intensidad de miseria; hay gradaciones desde el individuo que muere literalmente de hambre, hasta el millonario que gasta, para divertirse, miles de francos en enterrar un perro y la gama continúa de un modo insensible.

Y el servicio militar ¿no es también una selección a la inversa, que condena a los hombres más fuertes y más sanos al celibato, a la podredumbre de la prostitución de las ciudades, a la atrofia moral e intelectual que produce el cuartel y la disciplina?

Es completamente a la inversa de la selección artificial de los indios y de los antiguos espartanos como se hace en nuestros modernos Estados militares la elección de los individuos para el reclutamiento de los ejércitos permanentes. Nosotros consideramos esta elección como una forma especial de la selección, y le daremos el nombre de selección militar. Desgraciadamente, en nuestra época más que nunca el militarismo desempeña el primer papel en lo que se llama la civilización; la fuerza y la riqueza de los Estados civilizados más prósperos se emplean en llevar a este militarismo al más alto grado de perfección.

Al contrario, la educación de la juventud, la instrucción pública, es decir, las bases más sólidas de la verdadera prosperidad de los Estados y del ennoblecimiento del hombre, vénse abandonados y sacrificados de la manera más lamentable. ¡Y esto pasa en los pueblos que pretenden ser los representantes más distinguidos de la más alta cultura intelectual y se creen a la cabeza de la civilización! Es sabido que para engrosar los ejércitos permanentes se escoge por un riguroso alistamiento a todos los jóvenes sanos y robustos. Cuanto más vigoroso es un joven y mejor constituido, más probabilidades tiene de ser matado por los fusiles de aguja, los cañones rayados y otros Instrumentos civilizadores de la misma especie.

Al contrario, todos los jóvenes enfermos, débiles, afectados de vicios corporales son desdeñados por la selección militar; quedan en sus casas en tiempos de guerra, se casan y se reproducen. Mientras que la flor de la juventud pierde su sangre y su vida en los campos de batalla, el desperdicio rechazado, aprovechándose de su incapacidad, puede reproducirse y transmitir a sus descendientes todas sus debilidades y todas sus enfermedades. Y en virtud de las leyes que rigen la herencia, resulta necesariamente de esta manera de proceder que las debilidades corporales y las debilidades intelectuales que son inseparables, deben, no solamente multiplicarse, sino agravarse. Por este género de selección artificial se explica perfectamente el hecho doloroso pero real que, en nuestros Estados civilizados, la debilidad de cuerpo y de carácter están en vía de crecimiento y que la alianza de un espíritu libre e independiente a un cuerpo sano y robusto es cada vez más rara.

Si alguien, a semejanza de los espartanos y de los pieles-rojas, se atreviese a proponer que se diera muerte a los niños pobres y raquíticos, condenados a una vida miserable, antes que dejarlos vivir con daño suyo y el de la colectividad, nuestra civilización soi-disant humanitaria lanzaría un grito de indignación. Pero esta civilización humanitaria encuentra muy sencillo y admite sin murmurar a cada explosión guerrera, que centenares y millares de hombres jóvenes y vigorosos, los mejores de la generación, sean sacrificados en el juego de azar de las batallas. ¿Y por qué, pregunto yo, se sacrifica esta flor de la población? Por intereses que no tienen nada de común con los de la civilización, por intereses dinásticos completamente extraños a los de los pueblos que lanzan a despedazarse sin piedad. Con el progreso constante de la civilización en el perfeccionamiento de los ejércitos permanentes las guerras se harán naturalmente cada vez más frecuentes. ¡Y, sin embargo, escuchamos a esta civilización humanitaria ensalzar la abolición de la pena de muerte como una medida liberal!.

(Haeckel, Historia de la creación natural).

En todos los países donde existen ejércitos permanentes, el servicio militar se apodera de los jóvenes más robustos, que se exponen a morir en caso de guerra, que se dejan arrastrar por el vicio y que no pueden casarse a tiempo. Los hombres pequeños, débiles, permanecen, al contrario, en sus casas y tienen, por consecuencia, mucha más probabilidad de casarse y de dejar hijos.

(Darwin, Deseendencia del hombre, páginas 145, 146).

Para que la clase proletaria haya resistido durante tantos siglos a todas estas causas de debilitamiento y continúe suministrando hombres robustos e inteligentes, era preciso que poseyese una fuerza de vitalidad absolutamente incomparable; y la burguesía que, después de tan poco tiempo de poder y de dominación, ha llegado en pleno goce a tal grado de decadencia, no tiene derecho a proclamar que da la vida a los más aptos y a los mejores.

Por lo que precede se ve que la libertad de la lucha por la existencia de que hablan los burgueses no es más que una libertad ilusoria, y que este combate por la existencia, que querrían ver perpetuado entre nosotros, es semejante a los combates con que la aristocracia romana se deleitaba en sus sangrientas orgías y en los cuales, cuando ella se dignaba tomar parte, ponia enfrente de los caballeros armados de todas armas pobres esclavos completamente desnudos, armados con un sable de hoja de lata.

Y a los burgueses que nos dicen que la vida es un eterno combate en que los débiles están destinados a desaparecer para dejar lugar a los más fuertes, nosotros podemos responderles: Aceptamos vuestras conclusiones. ¿Decís que la victoria es para los más fuertes y para los mejor organizados? Sea; nosotros los trabajadores pretendemos la victoria poniendo en práctica vuestras teorías.

Vuestra fuerza consiste en el respeto que habéis sabido levantar alrededor de vuestros privilegios, vuestro poder estriba en las instituciones que habéis levantado como una muralla entre vosotros y la masa y que reducidos a vosotros mismos no podríais defender; vuestra perfección reside en la ignorancia en que, hasta el presente, nos habéis tenido, de nuestros verdaderos intereses; vuestra aptitud está en la habilidad que sabéis desplegar para obligarnos a ser los defensores de vuestros privilegios, que llevan los nombres de: ¡Patria! ¡Moral! ¡Propiedad! ¡Sociedad! etcétera.

Hoy vemos claro vuestro juego y comenzamos a comprender que nuestro interés es completamente contrario al vuestro; sabemos que vuestras instituciones, lejos de protegernos, no sirven sino para sumirnos cada vez más en nuestra miseria, y por eso gritamos:

Abajo los prejuicios estúpidos, abajo el respeto idiota a las instituciones seculares, abajo la falsa moral; nosotros somos los más fuertes, los mejor dotados, puesto que después de una serie innumerable de siglos luchamos contra el hambre y la miseria bajo un trabajo abrumador, en condiciones mortales de higiene, de insalubridad manifiesta, y estamos todavía vivos; somos los más aptos, puesto que nuestra producclón y nuestra actividad son las que permiten mantenerse a vuestra sociedad.

Pretendemos la victoria como los mejor adaptados, pues vuestra clase podría desaparecer del globo sin que esto nos impidiese producir, y entonces consumiríamos más, mientras que el día en que nos neguemos a producir para vosotros, sería imposible a gran número de los vuestros dedicarse a ningún trabajo productivo.

Pretendemos, en fin, la victoria porque somos los más numerosos, los que, siempre, según vosotros, basta para legitimar todas las audacias y para absolver todas las injusticias. El día de la batalla tendremos el derecho de aplicaros vuestra sentencia haciéndoos desaparecer de la sociedad, de la cual no sois más que los parásitos y los microbios disolventes.

Vosotros lo habéis dicho: La victoria es para los más fuertes.

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