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La sociedad futura

Jean Grave

Después de la revolución


Habiamos publicado ya este estudio, con el título de: La Sociedad después de la revolución. Pero semejante epigrafe, adoptado a causa de diferentes polémicas de actualidad, no respondia en absoluto a nuestra manera de ver; por eso, al dar nuevo desarrollo a nuestro estudio, lo sustituimos por un titulo más en armonia con nuestro concepto.

En efecto, dada la idea que nos formamos de la revolución, ésta no puede tener un después. Pueden tenerlo las revoluciones hechas en tres días, una semana, un mes o un año; la revolución social, como nosotros la comprendemos, sólo tendrá término el dia en que la autoridad haya desaparecido por completo de la tierra; no tendrá ya que intervenir para asegurar la evolución cuando esta última se realice libremente y sin trabas. Pero hasta conseguir ese resultado, la revolución es cosa de todos los instantes y lugares. Es el combate diario del porvenir contra el pasado, de lo futuro contra lo estacionario, de la justicia contra la iniquidad. Comenzó con el primer acto de independencia de la iniciativa individual; no se sabe cuándo acabará.

Por otra parte: el título La Sociedad después de la revolución parecería dar a entender una transformación completa é inmediata, una sociedad que, como por encantamiento, sustituyese a la sociedad actual. Y este es el gran cargo que nos dirigen los evolucionistas, acusándonos de no tener en cuenta las leyes naturales que sólo consienten el progreso lento y gradual de las cosas.

Debemos, pues, evitar lo que pudiera dar materia a confusiones: sabemos cómo la sociedad con la cual soñamos no ha de surgir espontáneamente, por arte mágico; que, por el contrario, sólo podrá establecerse de un modo progresivo, por los esfuerzos de las generaciones que arranquen a sus señores una concesión o una victoria que les permita prescindir del asentimiento de éstos.

Las revoluciones políticas que se contentan con derribar a los hombres que están en el poder y sustituirlos por otros nuevos, limitándose a cambiar los nombres de los organismos aborrecidos y conservando sus funciones, esas revoluciones pueden realizar con más o menos rapidez su obra, pero se inmovilizan una vez conseguidos sus resultados. Cuando los que han hecho la revolución (o, con más frecuencia, mandado hacerla) han expulsado a los monopolizadores del antiguo poder, para instalarse ellos y sus secuaces, queda consumada por completo; el después de su revolución llega cuando pueden mangonear a sus anchas por estar asegurado su dominio.

La revolución social, según la comprendemos nosotros, no puede realizarse de una manera tan expedita; las revoluciones políticas no son sino episodios de ella. Triunfen o fracasen, de ningún modo influye eso en el resultado final. Algunas veces, como aconteció con la insurrección comunalista de 1871, su derrota puede ser el punto de partida para un movimiento de ideas mucho más fecundo, mucho más grandioso, y el cual hubiera sido incapaz de realizar si hubiese triunfado. La represión que siguió a su derrota pareció, en aquellos momentos, un retroceso. La reacción parecía triunfante y mostrábase regocijada: el proletariado maltrecho iba a doblegar la cabeza para siempre bajo el yugo de sus dueños políticos y económicos. Desde aquella época, las reclamaciones obreras han adquirido marcadísimo carácter económico; y los trabajadores han comprendido, al fin, que los cambios políticos no ejercen influencia ninguna en su situación económica; que la autoridad sólo es el instrumento, siendo el capital el verdadero amo y señor.

La revolución social procede de la evolución. Cuando esta última va a estrellarse contra las instituciones sociales que le cierran el paso, se transforma en revolución.

Semejante, al río cuyas aguas se deslizan por el llano, sin corríente perceptible, siguiendo insensiblemente su camino, pareciendo adormecerse bajq los cálidos rayos del sol que lo iluminan y calientan, haciendo brillar con sus caricias cual un grandioso espejo la tersa superficie de sus aguas, así la evolución transforma las ideas y cambia poco a poco las costumbres, de una generación a otra, sin que los individuos lo noten en el breve espacio de su vida. Pero si sus costumbres, tendencias y aspiraciones cambian, permanecen inmóviles las instituciones fundamentales y estalla el conflicto.

De igual manera se despliega el río libremente; mas, héte ahi que al final de la llanura, allá lejos, elévanse sus márgenes y se estrechan de pronto y sin transición obligan al río a apretar sus ondas, a canalizar su corriente. Ese lago antes tranquilo, inmóvil en apariencia, apresura su marcha; las ondas rugen contra los obstáculos que obstruyen el cauce, se quiebran en las peñas que detienen su curso, derriban las riberas que las aprisionan, arrancan los materiales, que les servirán para asaltar otros obstáculos más sólidos. Y el rio tranquilo e inofensivo, se trueca en un torrente tumultuoso que todo lo arrasa a su paso.

Esto es lo que los gobernantes no han sabido comprender; y por eso (fieles a su papel, dicho sea de paso), siempre han intentado poner obstáculos a la corriente de las ideas regeneradoras, para obligarla a encauzarse entre los diques alzados por su ignorancia. Y cuando irritado el río y más poderoso que sus obstáculos los barre, derrumbando los muros que aquéllos creían ser tan firmes, la ceguedad de esos ignorantes es tan profunda que la emprenden contra el río; sin advertir que la catástrofe sólo es el resultado fatal y necesario de sus trabajos de contención y que el desastre deben achacarlo a su torpeza y no a las aguas que solo desean fertilizar el suelo.

Cuando hablamos de revolución, no pretendemos referirnos sólo a la lucha armada. Toda lucha contra la autoridad existente, contra la actual organización social, sea agresiva o pasiva, obra de la fuerza o de la idea, desde el momento en que tiende a que desaparezca una iniquidad o un prejuicio, ayuda a la revolución social, es un paso adelante y un empuje que se da a su marcha.

Cuando, después de estudiar de buena fe la organización actual, el crítico sincero llega a deducir que los desheredados sólo podrán emanciparse por la fuerza, y sólo ésta los redimirá de la explotación económica de que son víctimas, no saca de sus observaciones una conclusión arbitraria, no quiere decir con eso ser más partidario de los medios violentos que de los pacíficos. Sabe muy bien que las revolucíones no se decretan, ni se improvisan; es una verdad lo que se desprende de sus observaciones, y que se apresura a registrar sin ocuparse de que agrade a los explotadores o a los explotados. Los acontecimientos probarán si se equivoca.

En nuestros días no puede pretenderse organizar una revolución. Ya pasaron aquellos tiempos en que los tribunos veían a las muchedumbres enardecerse a su voz y en que podían arrojarlas al asalto del poder a la voluntad suya. Si alguna vez pudo existir ese poderío, hoy es más modesto su alcance.

Cierto es que los oradores y escritores influyen sobre las inteligencias, y esa acción puede ser más o menos grande, inmediata, duradera o aplazada para lo futuro, según sus cualidades elocutivas, sus propias convicciones, su facilidad para explanarlas, y lo intenso de su lógica; pero en nuestros tiempos de crítica, esa acción es limitadísima siempre, y aunque su participación es grande con respecto a otras influencias, es bastítnte pequeña si con el conjunto de esfuerzos, tiempos y medios se compara.

Hoy (probablemente como siempre) no se llega a leader de la muchedumbre, sino a condición de no mostrarse más avanzado que ella. La multitud no camina sino tras de aquellos que han sabido ir al mismo paso que ella. Y si la historia nos muestra agitadores arrastrando las turbas al combate, estemos seguros de que las turbas fueron las primeras en reconocer la necesidad de la lucha, y quienes probablemente echaron a aquellos a la calle.

Cuando se persigue la investigación de la verdad, no hay que ocuparse de si la muchedumbre nos sigue, Cuando a la vez que esta investigación se acomete una labor de propaganda (y así se hace siempre), quien está rendidamente prendado de su idea, trata de ponerla al alcance de la multitud se afana en hacérsela comprender; y para eso procura hacerla clara y comprensible, considerándose dichoso si consigue que una pequeña minoría desprendida de la muchedumbre, acepte esta verdad. Pero, ahí termina la acción inmediata del propagandista; al tiempo y a los acontecimientos toca hacer todo lo demás.

El filósofo que saca como consecuencia la necesidad de la revolución para transformar la sociedad, puede trabajar en hacer que comprendan esta idea aquellos a quienes se dírige, pero sus predicaciones no harán que avance ni un ápice la revolución. Y aun en el absurdo supuesto de que consiguiese convencer a la multitud de la necesidad de una revolución, ésta no se realizaría sino cuando la hubieran hecho inevitable las circunstancias.

Una revolución no se decide como una partida de juego de naipes. No basta estar a ella resuelto, síno que también hace falta la ocasión. ¡Y cuántos individuos, que hoy ni por lo más remoto piensan mezclarse en ella, serán tal vez sus más ardientes defensores cuando llegue el día!

Por eso, cuando los gobernantes dictan leyes represivas contra los sociólogos que de sus estudios deducen la fatalidad de la revolución, imitan el movimiento atribuído al avestruz, que esconde la cabeza debajo del ala para conjurar el peligro. Puede prohibirse formular con libertad esa consecuencia, pero pueden sacarla todos cuantos meditan.

No se necesita pregonarla a gritos, para que todo el mundo pueda verla. Tampoco será capaz de detener los acontecimientos ninguna ley prohibitiva.

Es, pues, fatal la lucha entre quienes aspiran a emanciparse, y quienes quieren perpetuar su dominación. Esta lucha puede retrasarse o adelantarse según las medidas tomadas por los detentadores del poder, según el grado de energía y de conciencia que desplieguen los que quieren libertarse; pero, ya se facilite o se dificulte, ora se adelante o se retrase, no por eso es menos inevitable.

Pues bien; ya lo hemos dicho al principio, y trataremos de demostrarlo luego: la revolución social no puede ser obra de unos cuantos días. Puede durar algunos años solamente o quizás varias generaciones. ¿Quién es capaz de saberlo? Sería forjarse locas ilusiones el imaginar que es posible transformar de la noche a la mañana y destruir el podrido estado social que nos aplasta. Dados todos los prejuicios e instituciones que la revolución tiene que derribar, ¿quién podrá decir cuándo terminará la lucha?

Nosotros no vemos la revolución sino bajo el aspecto de una larga serie de escaramuzas y combates contra la autoridad y el capital; luchas llenas de alternativas, de triunfos y derrotas, de avances y retrocesos, que parecerán llevarnos otra vez a las épocas de peor barbarie.

Reprimido el progreso en un lugar, no por eso se dejará de seguir luchando por él en otra parte. Vencidos hoy sus partidarios, sabrán mañana sacar de su derrota lecciones para combinar mejor sus esfuerzos en otra serie de batallas. Sus vecinos sabrán inspirarse en los esfuerzos consumados, para coordinar mejor los suyos propios.

Hoy una preocupación que cae, mañana una reacción que arrebata parte de los que caminan en las avanzadas del progreso; aquí una institución que se derrumba, allí leyes represivas que refuerzan las penalidades: todo eso es la lucha, la revolución que prosigue su obra, resultando de ella la eliminación gradual de los prejuicios y descrédito de las instituciones que nos aplastan; hasta el día en que, derrotados en todas partes, se rendirán bajo el peso de sus propias culpas, tanto como por los golpes de los asaltantes. En todo caso, iniciada está la lucha, y no acabará sino cuando, abatidos todos los obstáculos, pueda por fin evolucionar la humanidad sin traba ninguna.

Para pasar de la idea al hecho y verla desarrollarse en todas sus fases, nosotros y nuestros descendientes tendremos que atravesar por un largo período de lucha, de actos de fuerza y de progresos pacíficos; y la revolución misma hará las veces para la humanidad, de esta fase evolutiva que reclaman los partidarios del aplazamiento.

Este modo de considerar las cosas difiere mucho del convencimiento que tienen algunos de que se organizan las revoluciones y que basta recurrir a la fuerza para cambiar la sociedad. Los que así piensan no son en el fondo sino políticos, y además de las razones que llevamos dichas, hay que añadir esta: siendo los más absolutos partidarios de la libertad más completa, nuestra fuerza sólo puede servirnos para destruir los obstáculos que se nos presenten, y la constitución del nuevo orden social sólo puede surgir de la libre iniciativa individual.

Pero ante esta manera de considerar la revolución se viene abajo la objeción de los que dicen que la violencia no puede ni ha podido nunca fundar nada, y que todo debemos esperarlo de la evolución y de la lucha pacífica.

Muchos de los que esto dicen saben con certeza que la lucha para obtener pacíficamente reformas es una pura farsa, que hace el juego a los detentadores del capital y del poder, quienes no cejarán en su explotación sino el dia en que se les quiebre entre las manos la posibilidad de valerse de ella; pero otros muchos son sinceros, y no viendo más que un lado de las cosas, no comprenden que a veces resulta útil, necesario, hasta fatal, que la evolución se trueque en revolución, a reserva de reanudar luego su curso natural y corriente.

La fuerza sola no puede fundar nada: esto es evidente. Lo establecido por la fuerza puede la fuerza destruirlo; y la fuerza misma no es eficaz ni puede tener duración, sino cuando junto a ella y para facilitar su funcionamiento hay una tendencia, una disposición de ánimo en los individuos, que los impele a considerar como una necesidad ineludible el orden de cosas que se les impone.

Entiéndase bien que aquí hablamos de los fenómenos políticos y económinos en que la fuerza sirve a una minoría para avasallar a la masa general, y no de las conquistas y opresión de los pueblos en que el número de los invasores, y, por consiguiente, sólo la fuerza, hacía segura la conquista y era el único agente de dominación, aun cuando esa fuerza haya sido tambíén secundada en muchos casos por el menor grado de desarrollo de los sojuzgados.

Aun en las épocas del más absoluto imperio de la fuerza bruta, ésta hubiera sído impotente si las preocupaciones, la superstición, la creencia en una protección, no hubiesen llegado a prestarle un apoyo moral mucho más eficaz todavía que la espada y la lanza de los señores feudales. Pero así como la autoridad tiene razón al reclamar la fuerza para asentarse y sostenerse en el poder, los partidarios de la libertad darian una prueba de inconsecuencia si esperasen instaurar su ideal imponiéndolo por la fuerza.

Pero si la fuerza es incapaz de asegurar la creación de un orden de cosas en el cual debe ser la libertad el motor único, en cambio la paciencia y la resignación pesan muy poco en el ánimo de los explotadores para inducirles a que abandonen sus privilegios.

El presentar la mejilla derecha después de recibir una bofetada en ia izquierda no está al alcance de todos los caracteres y temperamentos. Además, para un agresor a quien pudiese corregir esta humildad, ¡cuántos otros abusarían de ella para redoblar sus golpes! Y lo que sería eficaz entre dos individuos, no tiene ya ningún valor cuando quien da la bofetada está a doscientas leguas de quien la recibe y cuando todo se ejecuta por una serie de recodos y de intermediarios, como sucede en nuestras sociedades.

Los pueblos de carácter más bondadoso, que han recibido con los brazos abiertos a los europeos, no han tardado en verse subyugados y pasados a cuchillo, lo mismo que si les hubiesen enseñado los dientes. Los que se resistieron, si bien han sido derrotados, fuéronlo con la ventaja de retardar su esclavitud, y su suerte no fue peor por eso. La fuerza conduce el mundo; si el raciocinio nos enseña que no debemos abusar de ella para oprimir a los demás, también nos enseña que puede sernos útil para rechazar las tentativas de opresión y romper la esclavitud que ha podido imponérsenos en periodos de debilidad física o intelectual.

Desde la antigüedad hasta la guerra de secesión, sólo por medio de múltiples insurrecciones han conseguido transformar su situación los esclavos. A través de las persecuciones y oponiendo la fuerza contra la fuerza es como pudo establecerse el cristianismo, hasta que, a su vez, trocóse en opresor.

¡Cuántos combates han tenido que sostener los siervos del terruño antes de llegar a conseguir su situación actual! ¿Pudo la reforma protestante lograr hacerse reconocer de otro modo que con las armas en la mano? La idea de la unidad monárquica pudo realizar su obra derrocando los castillos y segando cabezas de barones feudales. Arrasando también bastillas y fortalezas, decapitando a clérigos, nobles y reyes, confiscando tierras y dominios, es como la clase media, a su vez, llegó a salir de tutela; y abusando de la fuerza conquistada, para explotar en provecho suyo a los que vienen detrás de ella, provoca, por parte de éstos, el empleo de esa misma fuerza para resistirse a sus pretensiones. La violencia engendra violencia: es una ley que sufrimos. ¿Quién tiene la culpa?

La organización social, con su división antagónica de intereses, nos lleva a la revolución. La fuerza de los acontecimientos hará más para conducir a ella a los trabajadores que la convicción de la imposibilidad de una redención pacífica: esto es un hecho reconocido hoy y sólo negado por quienes quisieran hacernos creer que la revolución de 1789, elevando a la clase media al poder, cerró para siempre la puerta a las reivindicaciones. Por tanto, los explotados tendrán que valerse fatalmente algún día, para emanciparse, de esa fuerza que hoy sirve para mantener a los trabajadores bajo la férula de la autoridad y las iniquidades de la explotación. Pero sólo quienes quieren labrar la felicidad de los individuos a pesar suyo, sólo los pretenciosos que tienen la jactancia estúpida de creer que en su cerebro compendian la suma de los conocimientos humanos; en una palabra, sólo los ambiciosos y los imbéciles son capaces de proponerse emplear la fuerza en el establecimiento de la sociedad futura.

Los partidarios de la libertad no piden tanto a la fuerza. Que barra el capital, la autoridad y sus instituciones, que rompa todos los obstáculos; esto es cuanto de ella esperamos. Y por eso no queremos más centralismo, más delegación de poder, más mandato a individualidades para que obren o deliberen por nosotros y en lugar nuestro. Que a toda tentativa de rebajar a todos los individuos hasta un mismo nivel responda la insurrección del yo, se alce la iniciativa individual que no acepta trabas.

Que los hombres sean libres para agruparse entre ellos. Si esos grupos tienen necesidad de federarse entre sí, que se les deje dueños de hacerlo dentro de los límites que crean conveniente realizarlo. Que quienes quieran quedarse fuera, sean libres para obrar a su antojo. Que cada cual aprenda a respetar la libertad de su vecino, si quiere estar en condiciones de hacer que respeten la suya.

Todo esto no requiere ninguna fuerza coercitiva, y estará en condiciones de resistir toda fuerza opresora.

Sólo la iniciativa individual puede asegurar el triunfo de la revolución. Todo centralismo es un freno contra la expansión de las ideas nuevas; lejos de tratar de ponerles trabas, por el contrario, es preciso trabajar para que se difundan libremente.

Por eso es necesario enseñar a los individuos que deben pensar y obrar bajo su propia responsabilidad sin aguardar impulsos de nadie. Si se acostumbran a contar solamente consigo mismos; para manejar sus propios asuntos, SI saben hacer que se respete su autonomía y respetar la de los otros eso será un elemento de buen éxito para la realización de su felicidad futura.

La destrucción de todo el mecanismo del actual orden social no deben esperarla por los decretos de un gobierno centralizador, sino por su energía propia.

Cuando haya comenzado la lucha, su primer trabajo será el de emprender en torno suyo la propaganda del movimiento iniciado por ellos; no, como en las revoluciones políticas pasadas, enviando proclamas a los habitantes de las campiñas circunvecinas, sino remitiéndoles todos los

Como los hechos concretos hablan más alto que las promesas vagas, este es el único modo de hacer comprender al obrero agricola que su suerte está intimamente ligada con la del trabajador industrial, que sus intereses son idénticos, que sus esfuerzos deben ser comunes.

Es muy probable que esos movimientos se verifiquen bajo todas las formas; los habrá puramente locales, que se limitarán a la aldea donde estallen, y serán reprimidos en seguida; otros podrán extenderse por toda una comarca, y se sostendrán por algún tiempo, comenzando un ensayo de realización de diversas formas de concepciones sociales.

Pueden ser diversas las causas que los produzcan, económicas o políticas; pero, sea cual fuere la causa que sirva de punto de partida, adquirirá forzosamente carácter económico si prosigue la lucha. ¿Quién es capaz de prever dónde, cuándo y porqué comenzará el combate? Pueden cometerse las más grandes iniquidades sociales, sin que aparentemente hayan impresionado a la muchedumbre; y la causa más futil puede ocasionar una conflagración general.

Puede acontecer y de seguro acontecerá, que muchos de esos movimientos sean sofocados antes de que los trabajadores de otras localidades respondan a los esfuerzos de los insurgentes; pero, en el terreno de la idea como en el de la física, ninguna fuerza se pierde; puede transformarse, mas no extinguirse. Su conmoción repercutirá en todos aquellos que sufran los efectos de las mismas causas perturbadoras, y que aspiren al mismo objetivo cuya tentativa de realización hara fracasado.

El ejemplo es contagioso; y, una vez dadas al viento, las ideas se exparcen con rapidez. Llegan momentos en los cuales la tirantez de la situación y la fuerza de los sucesos arrastran a los individuos, a pesar suyo, dentro de su torbellino. Las mismas causas engendran los mismos efectos: en todas partes, los trabajadores están cansados de la explotación de que son víctimas, aspiran a ser tratados como iguales y no como inferiores; en todas partes empiezan a comprender su fuerza, a adquirir conciencia de su dignidad; en todas partes son idénticos los sufrimientos y las aspiraciones semejantes. En la actualidad, el mundo se asemeja a un lugar lleno de fuegos artificiales, donde, según la dirección que tome la primera chispa, las ruedas pueden encenderse unas después de otras, o quemarse todas a la vez. Puede bastar que se agiten una vez las ideas para que el equilibrio, mantenido por la fuerza, se rompa con el sacudimiento que reciba.

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