Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEXTO

GRADOS DE COERCIÓN

Ha llegado el momento de considerar algunas inferencias que sededucen de la teoría de la coerción anteriormente expuesta; inferencias que conceptuamos de vital importancia para la felicidad, la virtud y el progreso de la especie humana.

Ante todo resulta evidente que la coerción constituye una penosa necesidad, incompatible con el genio y la esencia del espíritu humano; necesidad temporal que nos imponen la corrupción y la ignorancia que hoy reinan entre los hombres. Nada más absurdo que presentarla como medio de mejoramiento social, ni más injusto que acudir a ella en los casos en que no sea absolutamente indispensable hacerlo. En lugar de propender a la multiplicación de esos casos y de emplear la coerción como un remedio para todos los males, el estadista ilustrado tratará de reducirlos a los más estrechos límites, disminuyendo en lo posible sus motivos de aplicación. Hay un solo caso en que el empleo de la coerción puede justificarse y es cuando la libertad del delincuente puede causar un notorio daño a la seguridad pública.

Al examinar el concepto de la prevención como la única razón justificable de la acción coercitiva, obtendremos un criterio claro y satisfactorio para juzgar del grado de justicia que contiene la pena.

La inflicción de una muerte lenta y dolorosa no puede de ningún modo ser vindicada desde ese punto de vista, pues esa pena sólo es inspirada por los sentimientos de odio y venganza, así como por el vano afán de exhibir un terrible escarmiento.

Quitar la vida a un delincuénte es desde luego un acto injusto, puesto que existen fuera de esa terrible pena muchos otros medios para impedir que aquél continúe causando daño a sus semejantes. La privación de la vida, aun cuando no sea la pena más horrible que pueda sufrirse, constituye un daño irreparable, puesto que cierra definitivamente a la víctima toda posibilidad de disfrutar de los goces y los bienes propios deL ser humano.

En la biografía de esos pobres seres a quienes las despiadadas leyes de Europa condenan al aniquilamiento, encontramos con frecuencia personas que, después de haber cometido un delito, observaron una vida normal y tranquila, alcanzando un apreciable patrimonio. La historia de cada uno de ellos es, con ligeras variantes, la historia de la mayoría de los violadores de la ley. Si hay un hombre a quien, en resguardo de la seguridad general, es preciso poner entre rejas, ello implica un alegato en favor suyo dirigido a los miembros más influyentes de la sociedad. Ese hombre es el que con mayor apremio necesita su ayuda. Si se le tratara con bondad, en vez de hacerlo con ultrajante desprecio; si le hicieran comprender con cuánta repugnancia se vieron obligados a emplear contra él la fuerza colectiva; si le instruyeran con calma, serenidad y benevolencia en el conocimiento del bien y de la verdad; si se adoptaran todos los cuidados que una disposición humanitaria sugiere, a fin de librar su espíritu de los móviles de corrupción, la enmienda del desdichado sería casi segura. A tales cuidados le hacen acreedores sus desgracias y su miseria. Pero la mano del verdugo salda brutalmente la cuestión.

Es un error suponer que un tratamiento semejante de los criminales haría aumentar los crímenes. Por el contrario, pocos hombres osarían iniciar una carrera de violencias, con la perspectiva de verse obligados a abjurar de sus errores, tras un lento y paciente proceso de esa índole. Es la inseguridad del castigo en sus formas actuales lo que determina la multiplicidad del delito. Eliminad esa incertidumbre y veréis que habrá tanta disposición para la delincuencia como la que pudiera haber para el deseo de quebrarse una pierna, a fin tener la satisfacción de ser curados por un hábil cirujano. Pues sea cual fuera la gentileza que desplegara el médico del espíritu, no es de imaginar que la curación de los hábitos viciosos pueda producirse sin una penosa impresión por parte de quien los haya sustentado.

Los castigos corporales tienen su origen en la corrupción de las instituciones políticas o en la inhumanidad de las mismas, independientemente de la consideración de su eficacia en relación con el fin propuesto, en cuanto a la enmienda del delincuente. Salvo cuando se intentan a guisa de ejemplo, constituyen un evidente absurdo, desde que procuran expeditivamente comprimir el efecto de muchos razonamientos y de un largo confinamiento en un espacio sumamente breve. Es atroz el sentimiento con que un observador ilustrado contempla las huellas de un látigo, impresas en el cuerpo de un hombre.

La justicia de la represión se basa en este sencillo principio: todo hombre está obligado emplear cuantos medios estén a su alcance a fin de prevenir hechos contrarios a la seguridad general, habiéndose comprobado por la experiencia o por deducciones pertinentes que todos los medios persuasivos resultan ineficaces en ciertos casos. La conclusión que de ahí se deriva es que nos vemos obligados, en determinadas circunstancias, a privar al trasgresor de la libertad de que ha abusado. Ningún otro hecho nos autoriza a ir más allá en ese sentido. El que se encuentra prisionero (si es éste el medio más justo de segregación) no está en condiciones de turbar la paz de sus semejantes. Y la inflicción de mayores daños a esa persona, después que su capacidad delictiva ha sido prácticamente eliminada, sólo se explica por salvaje y despiadado afán de venganza, y constituye un desenfrenado ensañamiento de la fuerza.

En verdad, desde que el delincuente ha sido prendido, surge de inmediato el deber de corregirlo para aquellos que han asumido la responsabilidad de aplicar el castigo. Pero esto no constituye la cuestión fundamental. El deber de contribuir a elevar la salud moral de nuestros semejantes, es un deber de índole general. Aparte de esta salvedad, hemos de recordar una vez más lo que tantas veces repetimos en el curso de esta obra: la coerción en todas sus formas es siempre impotente para corregir a una persona. Retened al delincuente, en tanto que la seguridad general así lo requiera. Pero no le impidáis de ningún modo obtener su propia regeneración, pues ello es contrario a la moral y a la razón.

Existe, sin embargo, un punto en el cual la prevención y la enmienda del culpable se conectan estrechamente. Hemos dicho que el delincuente debe ser apartado de la sociedad para evitar peligros para la seguridad pública. Pero ésta dejará de estar amenazada tan pronto como las inclinaciones y propensiones de aquél hayan experimentado un cambio favorable. Habiéndose establecido esa conexión por la naturaleza de las cosas es preciso, al fijar la pena, tener en cuenta ambas circunstancias: ¿de qué modo ha de promoverse la corrección del delincuente y cuándo ha de restituírsele plenamente su libertad?

El procedimiento más común seguido hasta ahora consiste en erigir una gran cárcel pública, donde los delincuentes de la más diversa especie son arrojados en tremenda promiscuidad. Todas las circunstancias existentes tienden a inculcarles allí hábitos más viciosos y a ahogar cualquier resto de laboriosidad, sin que se haga nada por mejorar o modificar ese estado de cosas. No creemos necesario extendemos más acerca de la atrocidad que significa ese sistema. Las cárceles son proverbialmente los seminarios del vicio. Ha de estar extraordinariamente endurecido en la iniquidad o bien constituir un exponente de virtud suprema, el que salga de una cárcel sin haber empeorado en ella.

Un atento observador de los problemas humanos (1), animado por las más sanas intenciones, que ha dedicado especial atención a este tema, fue rudamente impresionado por la lamentable situación que reina en el actual sistema carcelario y, con objeto de aportar un remedio, interesó al espíritu público en favor de un plan de segregación solitaria. Este plan, aun exento de los defectos que aquejan al régimen vigente, es merecedor, sin embargo, de muy serias objeciones.

De inmediato impresiona a todo espíritu reflexivo como un sistema extraordinariamente severo y tiránico. No puede, por consiguiente, ser admitido entre los métodos de suave coerción que constituyen el objeto de nuestro estudio. El hombre es un animal social. Hasta qué punto lo es realmente, es cosa que surge de la consideración de las ventajas que confiere el estado social, de las cuales despoja al prisionero el encierro solitario. Independientemente de su estructura originaria, el hombre es eminentemente social por los hábitos adquiridos. ¿Privaréis al prisionero de papel, de libros, de herramientas y distracciones? Uno de los argumentos que se esgrimen en favor del sistema de segregación solitaria es que el delincuente debe ser sustraído a sus malos pensamientos y obligado a escrutar la propia conciencia. Los defensores del sistema de encierro solitario creen que esto podrá ocurrir cuanto menos distracciones tenga el prisionero. Pero supongamos que se ha de suavizar el rigor en ese sentido y que sólo se le privará de la presencia de sus semejantes. ¿Cuántos hombres hay que puedan satisfacer sus necesidades de sociabilidad en la compañía de los libros? Somos naturalmente hijos del hábito y no es lógico esperar que individuos comunes se amolden a un género de vida que siempre les fue extraño. Incluso aquel que más apego tiene al estudio, siente momentos en que el estudio no le complace. El alma humana tiende con anhelo infinito a buscar la compañía de un semejante. Por el hecho que la seguridad pública reclame el encierro de un delincuente, ¿ha de estar éste condenado a no iluminar jamás su rostro con una sonrisa? ¿Quién medirá los sufrimientos del hombre obligado a permanecer en constante soledad? ¿Quién podrá afirmar que esto no constituye para la mayoría de los hombres el peor tormento que pueda imaginarse? Es indudable que un espíritu superior podrá superar tal circunstancia. Pero las facultad de un espíritu sublime no entra en las consideraciones de este problema.

Del examen de la prisión solitaria considerada en sí misma, nos vemos naturalmente llevados a estudiar su valor en relación con la reforma del delincuente. La virtud es una cualidad que se comprueba en las relaciones mutuas de los hombres. ¿Será acaso requisito previo para convertir a un hombre en un ser virtuoso, el excluido de toda sociedad humana? ¿No se incrementarán, así, por el contrario, sus inclinaciones egoístas y antisociales? ¿Qué estímulos tendrá hacia la justicia y la benevolencia el que carece de oportunidades para ejercerlas? El ambiente en que suelen incubarse los más atroces crímenes, es el mismo que determina un ánimo áspero y sombrío. ¿Qué corazón podrá sentirse ensanchado y enternecido al respirar la densa atmósfera de una mazmorra? Más cuerdo sería a ese respecto imitar el orden universal y trasladar a un estado natural y razonable de sociedad a aquellos hombres a quienes deseamos instruir en los principios de humanidad y justicia. La soledad sólo puede incitarnos a pensar en nosotros mismos, no a servir a nuestros conciudadanos. La soledad impuesta por severos reglamentos, podrá ser adecuada para un asilo de alienados o de idiotas, nunca para producir seres útiles a la sociedad.

Otro procedimiento empleado para castigar a quienes han causado daños a la sociedad, consiste en someterlos a un estado de esclavitud o de trabajo forzado. La refutación de ese sistema ha sido anticipada en lo que hemos dicho más arriba. Eso es absolutamente innecesario para la seguridad social. En cuanto al logro de la enmienda del delincuente, representa un medio absurdamente concebido. El hombre es también un ser intelectual. No es posible volverlo virtuoso sin apelar a sus facultades intelectivas. Tampoco puede ser virtuoso sin disfrutar de cierto grado de independencia. Debe compenetrarse de las leyes de la naturaleza y de las consecuencias necesarias de sus propias acciones, no de las órdenes arbitrarias de un superIor. ¿Queréis lograr que trabaje? No me obliguéis a ello por medio del látigo, pues si anteriormente tuviera inclinaciones a la holganza, seguiré después doblemente esa tendencia. Apelad a mi inteligencia y dejadme libertad de elección. Sólo la más deplorable perversión del espíritu puede hacernos creer que cualquier especie de esclavitud, desde esa forma atenuada que pesa sobre nuestros escolares, hasta la que sufren los desdichados negros de las Indias Occidentales, puede producir efectos favorables para la virtud humana.

Un sistema altamente preferible a cualquiera de los anteriores y que ha sido ensayado en diversos casos, es el de destierro o traslado a países lejanos. También ese sistema es susceptible de algunas objeciones y en verdad sería extraño que cualquier método de coerción no fuera de por sí objetable. Pero hay que notar que ese sistema ha sido impugnado más de lo que por su naturaleza intrínseca correspondería, en razón de la manera cruda e incoherente con que ha sido aplicado.

El destierro constituye en sí una evidente injusticia. Pues si juzgamos que la residencia de una persona determinada es perniciosa para nuestro país, no tenemos derecho a imponerla a otro país cualquiera.

Algunas veces el destierro ha sido acompañado de esclavitud, tal como aconteció con la práctica de Gran Bretaña en sus colonias americanas, antes de que éstas se independizaran. Creemos que esto no requiere una refutación especial. El método más conveniente de destierro es el que se efectúa hacia un país aún no colonizado. El trabajo que más contribuye a libertar el espíritu de los malos hábitos adquiridos en una sociedad corrompida, no es aquel que se cumple bajo las órdenes de un carcelero, sino el que se realiza por la necesidad de proveer a la propia subsistencia. Los hombres que se sienten libres de las opresoras instituciones de los gobiernos europeos y se ven impelidos a comenzar una nueva vida, se hallan por esto mismo en el camino más conducente a la regeneración y la virtud. La primera fundación de Roma por Rómulo y sus vagabundos es una feliz ilustración de esa idea, ya se trate realmente de un hecho histórico o de una ingeniosa leyenda creada por alguien que conocía a fondo el corazón humano.

Hay dos circunstancias que hasta ahora han hecho fracasar todas las tentativas en ese sentido. La primera consiste en que la madre patria persigue siempre con su odio la instalación de taleS colonias. Nuestra esencial preocupación es la de hacer allí la vida más dura e insoportable, con la vana idea de aterrorizar de ese modo a los delincuentes. En realidad debiera consistir en resolver las dificultades que encuentran los nuevos pobladores y en propender en todo lo posible a su futura felicidad. Debemos recordar siempre que ellos son merecedores de toda nuestra compasión y simpatía. Si fuéramos seres razonables, sentiríamos la cruel necesidad que nos obligó a tratarlos de un modo contrario a la esencia del alma humana; pero una vez consumada esa ingrata necesidad, nuestro más vivo anhelo sería otorgades todo el bien que estuviera a nuestro alcance. Pero no somos razonables. Tenemos arraigados en nosotros salvajes sentimientos de rencor y de venganza. Confinamos a esos desgraciados en los lugares más remotos de la tierra. Los exponemos a perecer de hambre y de privaciones. Desde un punto de vista práctico, la deportación a las Hébridas equivale a una deportación a las antípodas.

En segundo lugar, sería conveniente que, después de haber provisto a los colonos de lo necesario para comenzar su nueva vida, se les dejara librados a su propia responsabilidad. Es contraproducente en absoluto perseguirlos hasta su lejano refugio con la perniciosa influencia de las instituciones europeas. Constituye un signo de crasa ignorancia de la naturaleza humana el suponer que se destrozarían entre sí en el caso de sentirse libres de vigilancia. Por el contrario, un nuevo ambiente favorece la creación de un nuevo espíritu. Los más endurecidos criminales, cuando se hallan expuestos a las contingencias del azar y sufren los duros aguijones de la necesidad, suelen comportase del modo más razonable, dando pruebas de una sagacidad y de un espíritu público capaces de hacer abochornar a las monarquías más orgullosas.

No olvidemos, sin embargo, los vicios inherentes a toda especie de coerción, sea cual sea el modo con que se efectúe. La colonización es la forma más deseable en ese caso, pero ofrece sin duda numerosos inconvenientes. La sociedad juzga que la residencia de cierto individuo en su seno es nociva para el bien general. ¿Pero no se excede acaso cuando le niega el derecho a elegir otro lugar de residencia? ¿Qué pena se le aplicará si vuelve del destierro por propia voluntad? Estas reflexiones traen nuevamente a nuestro espíritu la convicción de la absoluta injusticia que el castigo encierra y nos inducen a desear fervientemente el advenimientO de un orden de cosas que elimine semejante iniquidad.

Para concluir. Las observaciones contenidas en el presente capítulo tienen relación con la teoría según la cual es deber de los individuos y no de las comunidades ejercer cierto grado de coerción política, fundando ese deber en necesidades de seguridad pública. De acuerdo con esa teoría, el individuo sólo ha de consentir en aquella coerción que sea estrictamente indispensable para ese objeto. Su deber consistirá en mejorar las instituciones defectuosas, de cuya superación no ha logrado aún convencer a sus conciudadanos. Rehusará la colaboración en todo cuanto signifique la invocación de la seguridad pública para el cumplimiento de propósitos inicuos. En todos los códigos del mundo hay leyes que, en virtud de sus injustas prescripciones, llegan a caer en desuso. Todo verdadero amante de la justicia hará cuanto esté a su alcance por repudiar esas leyes, que mediante su infinidad de restricciones y penalidades, invaden arbitrariamente los fueros de la libertad y de la independencia individual (2).




Notas

(1) Mr. Howard.

(2) El capítulo VII, De la evidencia, es breve y trata de establecer principalmente que la razón por la cual los hombres son castigados por la conducta pasada y no por su actitud presente, reside en la notoria inseguridad de la evidencia.

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