Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO QUINTO

DE LA COERCIÓN COMO RECURSO TEMPORAL

Hasta aquí hemos considerado los efectos generales de la coerción como instrumento para el gobierno de los hombres. Examinemos ahora el valor de los argumentos que se aducen para justificar su aplicación a título temporal. Suponemos que el amplio análisis que acerca de este tema hemos hecho previamente, será suficiente para inspirar al lector atento una saludable aversión contra ese sistema, a la vez que una firme disposición a oponerse a sus aplicaciones, en todos los casos en que su necesidad no fuera claramente demostrada.

Esos argumenos son, en verdad, bien simples. Se afirma generalmente que por deseable que fuera la plena libertad desde el punto de vista den espíritu absoluto, es impracticable con respecto a los hombres en las condiciones en que hoy se encuentran. Ellos se sienten afectados por mil vicios, fruto de la injusticia vigente. Son generalmente presa de apetitos desenfrenados y de hábitos perversos ...; encarnizados en el mal, inveterados en el egoísmo, carecen de simpatía y de tolerancia hacia sus semejantes. Es posible que alguna vez escuchen la voz de la razón, pero hoy se muestran sordos a sus mandatos y ansiosos de cometer toda especie de injusticias.

Una observación que ante tal argumento surge de inmediato y poderosamente en nuestro espíritu, es que la coerción no tiende en modo alguno a capacitar a los hombres para prescindir de ella en su convivencia. Es insensato considerar que la fuerza puede iniciar una tarea cuyo término corresponde a la sabiduría y que mediante el rigor y la violencia se habilita a los hombres a vivir bajo el reinado de la razón.

Pero dejando a un lado ese grosero error acerca de la supuesta utilidad de la coerción, es de primordial importancia destacar que existe un remedio indiscutible para todos los males cuya curación se ha buscado en vano en el empleo de la fuerza: remedio que se halla al alcance de cualquier comunidad que se sienta dispuesta a aplicado. Consiste en una forma de sociedad cuyas líneas generales ya hemos esbozado (1), en la cual la simplificación de la estructura ha de llevar necesariamente a la extinción del delito; una sociedad donde no habrá incitaciones al mal, donde la verdad estará al alcance de todos los espíritus y el vicio será suficientemente combatido por la desaprobación general y la serena censura de cada uno. Tales serán las consecuencias que habrán de resultar necesariamente de la abolición del artificio y del ministerio del gobierno; por otra parte, los innumerables crímenes que diariamente se cometen en nombre de la ley son consecuencia forzosa del concepto de un vasto Estado, de los sueños de gloria, de imperio y de grandeza nacional, sueños que han constituido siempre un azote para la humanidad, sin producir verdadero beneficio y felicidad para ningún individuo.

Otra reflexión que surge al respecto, es relativa a la ninguna necesidad de que la especie humana atraviese por un período de purificación y se depure de las inclinaciones viciosas que le han impuesto los gobiernos, antes de que pueda librarse del sistema de coerción que hoy la deprime. Si así fuera, el porvenir de la humanidad sería ciertamente desesperado, puesto que la curación habría de realizarse antes de que se pudieran eliminar los factores que han contribuido a crear la enfermedad que la aqueja. En cambio, es propio de una sociedad bien constituída, no sólo conservar en sus miembros aquellas virtudes de que se encuentran ya dotados, sino extirpar sus errores y hacerlos benevolentes unos con otros. Nos libra de los fantasmas que nos han extraviado, nos enseña a conocer nuestro verdadero bien, consistente en la independencia y la rectitud y nos liga a los dictados de la razón, a través del libre consenso de nuestros conciudadanos, con más fuerza que si lo hiciera con grilletes de hierro. El remedio urgente no se requiere para aquellos que disfrutan de una excelente salud moral, sino para aquellos que más padecen de enfermedades del espíritu. Las malas inclinaciones de los hombres sólo tienden a impedir la abolición de la violencia coercitiva, en la medida que impiden la comprensión de las ventajas que traería aparejadas la simplificación de las formas políticas. En el preciso momento en que los hombres se convenzan de la necesidad de adoptar un plan racional para la supresión de la violencia coercitiva, tal supresión podrá ser llevada a cabo.

De lo expuesto se deduce, además, que la coerción de índole local y preventiva no puede ser en ningún caso un deber de la comunidad. La comunidad tiene siempre derecho a cambiar sus instituciones y de ese modo puede llegar a extirpar el delito mucho más eficazmente que mediante la coerción. Si en ese sentido se ha estimado necesaria la coerción, a modo de recurso temporal, hemos visto que semejante opinión puede ser adecuadamente refutada. Sea permanente o temporal, la coerción será siempre incompatible con todo sistema político basado en los principios de la razón.

Pero si en ese aspecto no podemos admitir la coerción ni siquiera a título temporal, hay otro bajo el cual debemos aceptarla. Ejercida en nombre del Estado, en contra de los ciudadanos, la coerción no puede ser un deber de la comunidad; pero puede constituir un deber de los individuos dentro de la comunidad. Es un deber del ciudadano exponer con la mayor claridad posible las ventajas de una sociedad más perfecta y descubrir infatigablemente los defectos del régimen bajo el cual vive. Pero, por otra parte, debe tener siempre en cuenta que sus esfuerzos no pueden tener éxito inmediato; que el progreso del conocimiento ha sido siempre gradual; que su obligación de contribuir al bien de la sociedad durante el período de transición, no es menos imperiosa que la de promover su futuro é indefinido perfeccionamiento. En verdad, no es posible procurar el mejoramiento futuro si se permanece indiferente ante la seguridad del presente. En tanto las naciones sufran el error de soportar gobiernos complicados, sobre vastas extensiones territoriales, la coerción será indispensable para la seguridad general. Por consiguiente es un deber de los ciudadanos tomar una responsabilidad activa en la parte de coerción. que sea preciso y en aquellos aspectos del orden actual que lo requieran, a fin de impedir la irrupción de una violencia general y caótica. Es indigno de un pensador racional decir que tal o cual cosa es necesaria, pero yo no estoy obligado a participar en ella. Si se reconoce la necesidad de una cosa, es porque ella es conveniente para el bien general; por tanto, se trata de algo útil y virtuoso y ningún hombre justo podrá negarse a cumplirlo.

El deber de los individuos es en ese caso similar al deber de las comunidades independientes ante una situación de guerra. Se sabe bien cuál ha sido la política dominante de los príncipes en este aspecto. Ellos -y especialmente los más activos y emprendedores- fueron siempre impulsados por un irresistible afán de extender sus dominios. La actitud más pacífica e inofensiva de los vecinos jamás fue garantía suficiente frente a la ambición de aquellos. Procuran ciertamente justificar su violencia mediante diversos pretextos, pero aun cuando no hallaran pretexto alguno, no por eso desistirán de su afán codicioso. Supongamos, pues, un país de hombres libres invadido por uno de esos déspotas. ¿Qué actitud corresponde adoptar a los primeros? No somos aún lo suficientemente sabios para hacer caer la espada de las manos de los opresores por la sola fuerza de la razón. Si nos decidiéramos, a modo de los cuáqueros, a no resistirles ni obedecerles, es de suponer que se evitaría mucha efusión de sangre, pero soportaríamos otros males de carácter permanente. El invasor establecería guarniciones en nuestro país y nos atormentaría con sus perpetuas injusticias. Aun admitiendo que la nación invadida se comportara con inalterable constancia, de acuerdo con las normas más razonables, haciendo que los invasores se cansasen de su infructuosa usurpación, poco se habría conseguido. Debemos tratar actualmente, no con naciones compuestas de filósofos, sino con naciones integradas por hombres cuyas virtudes se hallan mediatizadas por la debilidad, la inconstancia y la incertidumbre. Por consiguiente, debemos acudir a los medios más adecuados frente a tal especie de pueblos. En el caso supuesto, es perfectamente lógico, pues, que elijamos los medios más conducentes para obligar al enemigo a abandonar cuanto antes nuestro territorio. El caso de la defensa individual es de igual naturaleza. Indudablemente no aparece que pueda resultar una ventaja mi tolerancia de las desventajas de que, mi propia vida o la de otro, pueda ser presa del primer rufián que quiera destruirla. La tolerancia sería aquí fruto de una actitud individual y sus resultados habrían de ser deleznables. Resulta claro, en cambio, que tenemos el deber de impedir al malvado la ejecución de sus designios, aunque sea a costa de cierto grado de coerción.

El caso del delincuente endurecido en el crimen y habituado a violar la seguridad social, es claramente similar al anteriormente citado. Me veo obligado a tomar las armas contra el déspota que ha invadido mi patria, porque no puedo lograr, mediante la exposición de razones convincentes, que aquel abandone su arbitraria empresa y porque mis conciudadanos no podrán mantener su independencia intelectual bajo la opresión. De igual modo, me veo obligado a armarme contra el bandido interior, pues soy incapaz de disuadirlo de su criminal actividad, así como de convencer a la comunidad de que debe adoptar instituciones políticas más justas, mediante las cuales la seguridad de todos pudiera ser garantizada, aboliendo al mismo tiempo la coerción. Para comprendet plenamente el sentido de este deber, es necesario puntualizar que media una gran diferencia entre la anarquía, tal como es generalmente entendida, y una forma de sociedad racional, sin gobierno. Si el gobierno de Gran Bretaña se disolviera mañana, estaría muy lejos de significar eso la abolición de la violencia, a menos que tal disolución fuera consecuencia de la previa asimilación de sólidos conceptos de justicia política, por parte de los habitantes del país. Muchos individuos, librados del terror que anteriormente los inhibía y sin sentir aún el freno más noble y racional de la censura pública, ni comprender la sabiduría de la mutua tolerancia se lanzarían a cometer actos de injusticia y violencia, en tanto que otros, movidos por el propósito de hacer cesar cuanto antes tal irregularidad, se verían obligados a organizarse con el objeto de reprimir los desmanes por la fuerza. Tendríamos así todos los males que se derivan de un gobierno regular, sin el orden y la tranquilidad que son sus únicas ventajas.

No estará demás examinar aquí más detenidamente de lo que hasta ahora hemos hecho, los males de la anarquía. Ello nos permitirá discernir acerca del valor relativo de diferentes instituciones, así como sobre el grado de coerción que sea necesario emplear, a fin de impedir el desorden y la violencia universales.

La anarquía es, por su propia naturaleza, un mal de breve duración. Cuanto más grandes son los horrores que causa, más rápidamente se extingue. Es necesario, sin embargo, que consideremos tanto el grado del mal que ella produce en un período determinado, como el escenario en el cual se desarrolla. La seguridad personal es la primera víctima que se sacrifica en su altar. Toda persona que tiene un secreto enemigo, debe temer el puñal de ese enemigo. No hay duda que en el peor estado de anarquía, muchos hombres dormirán tranquilos, en una obscura felicidad. Pero, ¡ay de aquél que por cualquier motivo excite la envidia, el celo o la sospecha de su vecino! La ferocidad desenfrenada lo señalará de inmediato como su presa. Precisamente lo más lamentable de tal estado de cosas es que el hombre más sabio, el más sincero, generoso y valiente, es el que más se halla expuesto a sufrir una suerte injusta. En tal situación debemos despedimos de las tranquilas elucubraciones del filósofo y de la paciente labor del investigador. Todo es entonces precipitado y temerario. El espíritu irrumpe a veces en ese estado de cosas, pero su resplandor es rápido y violento como el de un meteoro, no suave y permanente como la luz del sol. Los hombres que surgen súbitamente a la notoriedad pública, se identifican con las circunstancias que los llevaron a la inesperada grandeza. Son rigurosos, insensibles y fieros. Sus irrefrenadas pasiones no se detendrán con frecuencia apte la equidad, sino que, por encima de todo, los incitarán a tomar el poder.

A pesar de todo eso, debemos cuidamos de la apresurada conclusión de que los males de la anarquía son más graves que los que puede producir el gobierno. En lo que a la seguridad personal se refiere, la anarquía no es ciertamente peor que el despotismo. Con esta diferencia: mientras la anarquía constituye un estado de cosas transitorio, el despotismo es, por naturaleza, de carácter permanente. El despotismo, tal como existió bajo los emperadores romanos, practicaba la confiscación de bienes y el hecho de ser rico constituía a menudo un agravante en muchas acusaciones. Esta forma de despotismo se mantuvo durante siglos. El que dominó en la moderna Europa, propicio a toda clase de intrigas, fue arma fatal de la ambición de los cortesanos y de sus favoritas. El que se atrevía a pronunciar una sola palabra contra el tirano o procuraba instruir a los ciudadanos en el conocimiento de sus derechos, no podía estar jamás seguro de no verse en el próximo instante arrojado en una mazmorra. Allí el despotismo cosumaba a gusto su venganza, no bastando a veces cuarenta años de soledad y miseria para calmar su odio. Y aún no era todo. La tiranía, que desafiaba todas las reglas de justicia, se veía obligada a comprar su propia seguridad, haciendo partícipes de sus privilegios a diversas capas jerárquicas inferiores. De ahí los derechos de la nobleza, el vasallaje feudal, la primogenitura, el mayorazgo y las sucesiones. Cuando la filosofía de la ley sea debidamente comprendida, la verdadera clave para la interpretación de su espíritu y de su historia se hallará, no en el deseo de asegurar la felicidad del género humano, como bondadosamente han supuesto ciertas personas, sino en ese complejo venal que hace que los tiranos superiores consigan el apoyo y la alianza de los tiranos inferiores.

Queda otro aspecto donde anarquía y despotismo contrastan violentamente entre sí. La anarquía despierta las mentes, suscita energías y difunde el espíritu de empresa entre la comunidad, si bien no lo cumple del mejor modo posible, ya que sus frutos, de apresurada madurez, no pueden ofrecer la vigorosa fibra de una auténtica perfección. Bajo el despotismo, por el contrario, el espíritu es pisoteado del modo más odioso. Todo lo que exhala un hálito de grandeza, se halla condenado a caer bajo la acción exterminadora de la envidia y la sospecha. Bajo el despotismo, no hay estímulo alguno para la perfección. El espíritu sólo puede expandirse allí donde el afán de superación no encuentra trabas. Un sistema politico bajo el cual todos los hombres son divididos en clases o son nivelados a ras del suelo, no ofrece posibilidad alguna de desarrollo espiritual. Los habitantes de tales países llegan a constituir una viciosa especie de brutos. La opresión los empuja hacia la perversidad y la depredación y la fuerza superior del espíritu suele manifestarse sólo en una traición más perfecta, en una injusticia más descarada.

Una de las cuestiones más interesantes relativas a la anarquía, es el modo como puede tener término. Las posibilidades son al respecto tan amplias como las diversas formas de sociedad que la imaginación puede concebir. La anarquía puede finalizar y a menudo finaliza en despotismo, en cuyO caso sólo habrá servido para causar nuevas especies de calamidades. Púede conducir a una modificación del despotismo, a un gobierno más moderado y equitativo que el que existía anteriormente (2). Y no es imposible que conduzca hacia la forma más perfecta de sociedad humana que el más profundo filósofo haya podido concebir, pues en verdad hay en ella algo que sugiere una viva, aunque extraña semejanza con la auténtica libertad. Generada comúnmente por el odio a la opresión, la anarquía lleva implícito un vigoroso espíritu de independencia. Libera a los hombres de los lazos del prejuicio y de la ciega obediencia y los incita en cierto grado a un examen imparcial de las razones de sus propios actos.

La situación en que termina la anarquía depende principalmente del estado de cosas que le ha precedido. La humanidad toda vivió alguna vez en estado de anarquía -esto es, sin gobierno- antes de pasar a las etapas de la organización política. No es difícil hallar en la historia de todos los pueblos cierto período de anarquía. El pueblo inglés vivió en situación de anarquía inmediatamente antes de la Restauración. El pueblo romano, cuando la seccesión en el Monte Sacro. De todo ello se desprende que la anarquía no es tan aborrecible ni tan excelente, en relación con sus consecuencias, como muchas veces se ha afirmado.

No es razonable esperar que un breve lapso de anarquía cumpla la labor que corresponde a un largo período de investigación y de estudio. Cuando decimos que ella libera a los hombres del prejuicio y de la fe ciega, debe ser comprendido eso con cierto beneficio de inventario. Tiende ciertamente a atenuar la virulencia del espíritu, pero no convierte de inmediato en filósofos a individuos comunes. Destruye algunos prejuicios que no han sido incorporados enteramente a nuestros hábitos intelectuales, pero arma con furia a muchos otros y los convierte en instrumentos de venganza (3).

Menguado bien podría esperarse de cualquier género de anarquía que subsistiera, por ejemplo, entre los salvajes de América. Para que la anarquía fuera simiente de futura justicia, el estudio y la reflexión debieran haberla precedido, haciendo para todos asequibles las altas regiones de la filosofía y dejando abierta para todos la escuela de la sabiduría política. Por esta razón, las revoluciones de la presente época (pues toda revolución total implica una especie de anarquía) prometen resultados más felices que las revoluciones de épocas anteriores. Por lo mismo, también, cuanto más posible sea controlar la anarquía, tanto mejor será para la humanidad. El error puede salir ganancioso precipitando una crisis. Pero una verdadera e ilustrada filantropía esperará con serena paciencia que madure la cosecha del conocimiento. El momento de la madurez podrá tardar, pero llegará infaliblemente (4). Si la sabiduría y la reflexión obtuvieran éxito en su oposición a la anarquía, sus beneficios serán (5) finalmente alcanzados, inmaculados de sangre y violencia.

Estas observaciones han de llevamos a una justa estimación de los inconvenientes de la anarquía y también a demostrar que existen formas de gobierno y coerción mucho más perjudiciales en su tendencia que la falta completa de organización. Asimismo, se demuestra que hay formas de gobierno preferibles a la anarquía. Es un axioma indiscutible que cuando se trata de elegir entre dos males, el hombre prudente y justo elegirá el menor de ellos. No pudiendo introducir la forma de sociedad que su conciencia reclama, contribuirá a sostener el grado de coerción justamente necesario para evitar lo que sería peor, la anarquía.

Si, por consiguiente, es admisible la violencia en oposición a la violencia, en determinados casos y bajo circunstancias temporales, será conveniente determinar cuál de los tres fines corrientes de la coerción, que fueron ya enumerados, debe ser perseguido por las personas que la emplean. Para el objeto, será suficiente recordar brevemente los razonamientos que fueron expresados al tratar cada uno de esos casos.

No es posible reformar el espíritu por la violencia. Reformar el espíritu de un hombre es cambiar los sentimientos que en el mismo alberga. Los sentimientos pueden ser modificados para bien o para mal, por obra de la verdad o por influjo de la mentira. El castigo, como ya lo hemos demostrado, equivale a injusticia. Si me castigáis, dejando cardenales en mi cuerpo, ello no arrojará nueva luz en la cuestión existente entre nosotros. Por el contrario, sólo me convencerá de vuestra ignorancia, de vuestro error, de vuestro apasionamiento. Lo único realmente convincente serán vuestras razones y argumentos. Si éstos son deficientes, los cardenales sobre mi cuerpo no les conferirán mayor validez. Sea cual sea la amplitud o la estrechez de vuestra inteligencia, es el único instrumento de que disponéis para influir en la mía. No podéis darme aquello que no poseeis. Sea como fuere, no podréis agregar nada al valor intrínseco de las verdades que abonen vuestra opinión. La violencia que acompañe la exposición de tales verdades, podrá predisponerme contra un examen imparcial de las mismas, pero nunca podrá agregar fuerza de convicción a la que por sí contengan. Estos argumentos son terminantes contra la coerción como instrumento de educación privada o individual.

Pero, considerada la cuestión desde un punto de vista político, podría aducirse que, por justas y sanas que sean las ideas que expongamos ante la persona cuya reforma moral requerimos, podría tratarse de un ser refractario a todo razonamiento, por lo cual sea menester emplear la fuerza hasta que se logre inculcar en su espíritu principios saludables. Tengamos en cuenta que aquí no se trata de la acción preventiva encaminada a impedir que la persona en cuestión cometa entretanto actos delictuosos, pues ello correspondería a otro de los tres fines de la coerción, que es el punitivo. Pero dejando de lado tal propósito, hemos de afirmar que dicho argumento es particularmente inconsistente. Si las verdades que tengo que trasmitir a otras personas son claras y expresivas; si se manifiestan luminosamente en mi propio espíritu, será extraño que no despierten de inmediato la atención y la curiosidad de aquellos a quienes van dirigidas. Mi deber consiste en buscar el momento más adecuado para trasmitirlas, evitando perjudicar mi propia causa, en razón de una impaciencia inoportuna. Sin duda habré de emplear semejante prudencia si tratara de lograr algo que implica para mí la satisfacción de un interés personal. ¿Por qué he de ser menos hábil cuando lo que está en litigio es la causa de la eterna razón y la justicia? Obligar a un hombre a escuchar por la fuerza ciertas reconvenciones que quiere eludir, es un medio harto dudoso para convencerle. En suma, no se trata de abandonar la idea de reformar espiritualmente a los hombres, sino de establecer que la coerción es un instrumento inadecuado para ese objeto.

La teoría de la coerción a modo de ejemplo, tampoco puede ser sostenida seriamente. La coerción a emplearse, considerada en sentido general, puede ser justa o injusta. Si fuera justa, habría de aplicarse en razón de su valor intrínseco. Si fuera injusta, ¿qué especie de ejemplo habría de ofrecer? Realizar algo a modo de ejemplo, significa ejecutar una acción digna de ser repetida posteriormente. Ningún razonamiento ha sido más groseramente tergiversado que el relativo al valor del ejemplo. Ello ocurre como en el caso de la guerra (6), cuando se trata de probar la bondad de una acción que es de por sí injusta, con el objeto de convencer a la parte contraria de que en otra oportunidad similar procederemos con justicia.

Ofrecerá el más alto ejemplo quien más cuidadosamente estudie los principios de justicia y más asiduamente los practique. Ejerceremos una influencia más saludable sobre la sociedad mediante una concienzuda adhesión a tales principios que suscitando una expectación particular en torno a nuestra futura conducta. Estas consideraciones habrán de adquirir aun más fuerza, si se recuerda lo que ya dijimos respecto a las irreductibles diferencias que existen entre los diversos casos concretos de conducta individual y la imposibilidad de someterlos a reglas uniformes (7).

El tercer objeto de la coerción, de acuerdo con la enumeración anterior, consiste en constituir un freno preventivo. Si la coerción ha de justificarse en algún caso, sólo lo será con tal objetivo. Las serias objeciones que cabe oponer, aún desde ese punto de vista, han sido expresadas en otro luegar de este estudio (8); asimismo se han puntualizado los casos que implican un levantamiento de dichas objeciones.

El tema de este capítulo es de la mayor importancia, teniendo en cuenta el tiempo que posiblemente ha de transcurrir antes que una considerable parte de la humanidad se persuada de la conveniencia de cambiar las complicadas instituciones políticas actuales, por otras que eliminarán la necesidad de la coerción. Sería indigno de la causa de la verdad suponer que entretanto no tendremos deberes activos que cumplir, que no estaremos obligados a cooperar al bienestar presente de la comunidad, tanto como a su futura regeneración. La obligación temporal que surge de las presentes circunstancias, corresponde exactamente a lo que dijimos acerca del cumplimiento del deber. Éste constituye la mejor aplicación de un deber conducente a la promoción del bien general. Pero mi poder depende también de la disposición de los hombres que me rodean. Si estoy enrolado en un ejército de cobardes, mi deber podrá consistir en retroceder, si bien el deber del ejército como tal consistirá en combatir. Pero sean cuales fueran las circunstancias externas, es mi deber contribuir al bien general por todos los medios que aquéllas me permitan.




Notas

(1) Libro V, cap. XXII.

(2) En la tercera edición este párrafo termina así: No puede conducir de inmediato a la mejor forma de sociedad, pues provoca en los espíritus un estado de sobreexitación, lo que crea la necesidad de una mano fuerte para controlarlos y un lento proceso para volver a la normalidad.

(3) Este párrafo se encuentra omitido en la tercera edición.

(4) En la tercera edición: casi infaliblemente.

(5) En la tercera edición: podrán.

(6) Libro V, cap. XVI.

(7) Tercera edición: Cap. IV.

(8) Cap. III.

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