Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO QUINTO

DE LOS DEMÁS JURAMENTOS

Las mismas razones que han probado lo absurdo de los juramentos de fidelidad, son aplicables a todos los demás juramentos que se exigen para el desempeño de cargos y el cumplimiento del deber. Si ocupo un cargo público sin prestar juramento, ¿cuál será mi deber? El juramento que me es impuesto, ¿será capaz de alterar el cumplimiento de mi deber? En el supuesto negativo, ¿no significa implícitamente la imposición de una mentira? La falsa afirmación de que un compromiso directo crea un deber no dejará de producir un efecto pernicioso sobre la conciencia de la mayoría de los hombres afectados por ello. ¿Cuál es la verdadera garantía de que desempeñaré fielmente el cargo que se me ha confiado? Indudablemente, mi vida pasada y no la solemne declaración que se me obliga a hacer en el momento. Si mi pasado ha sido intachable, esa compulsión constituye una afrenta inmerecida. Si no lo fue, constituye algo peor.

No sin profunda indignación recordamos la prostitución de los juramentos que ofrece la historia de los modernos países europeos y particularmente del nuestro. Vemos ahí uno de los medios de que se valen los gobernantes para librarse de responsabilidades, descargándolas sobre los demás ciudadanos. Es también un recurso que idearon los legisladores para cubrir la ineficacia de sus leyes, obligando a los individuos a prometer el cumplimiento de lo que el poder era incapaz de realizar. Equivale a mostrar con una mano la tentación para el pecado y con la otra la orden perentoria de no ceder a la tentación. Se obliga a un hombre a comprometerse, no sólo por lo que respecta a su propia conducta, sino también por la de las personas que de él dependen. Oblígase a ciertos funcionarios (en particular a los guardianes de iglesia) a prometer una inspección que está por encima de los límites de las facultades humanas y les obliga a responder de la actividad de individuos que están bajo su jurisdicción, a quienes no pueden ni desean obligar. ¿Creerá alguien, en edades futuras, que todo comerciante de alguna importancia, en artículos sujetos a impuesto, ha sido inducido por la ley del país a conciliar su conciencia con el pecado de perjurio, como una necesidad para el ejercicio de su profesión?

Queda por considerar una clase de juramento que encuentra defensores entre personas bastante ilustradas para rechazar los de otra índole. Nos referimos al juramento que presta un testigo ante un tribunal de justicia. Por su carácter particular, no le son aplicables las objeciones opuestas a los juramentos de fidelidad, de cumplimiento del deber y de desempeño de un cargo. No se trata ya de obligar a un hombre a comprometer su asentimiento a una proposición que el legislador ha elaborado previamente. Se le pide simplemente que dé fe de ciertos hechos que son de su conocimiento, expresándose con sus propias palabras. No se le exige ningún compromiso respecto a acontecimientos futuros, ni se le obliga, por consiguiente, a cerrar su mente a nuevos conceptos que pudieran regular su conducta. Simplemente se le pide dar prenda de veracidad acerca de hechos que han ocurrido.

Tales circunstancias atenúan el mal, pero son incapaces de convertirlo en un bien. Los hombres de firme carácter y alto sentido de dignidad, han de sentir como una afrenta la obligación de reforzar sus afirmaciones con un juramento. La constitución inglesa reconoce, en forma parcial e imperfecta, la verdad de este hecho. Establece que, en tanto el común de los hombres están obligados a declarar bajo juramento, los nobles sólo serán requeridos a hacerlo bajo su honor. ¿Podrá la razón justificar esta diferencia?

En verdad, no hay nada más lleno de falsa moralidad que la recepción de juramentos en los tribunales de justicia. Se dice al testigo: No te creemos bajo tu simple palabra. Pocas son las personas de espíritu bastante fuerte para no sentirse rebajadas cuando en momentos solemnes se les trata con desprecio. Para las de espíritu débil, ello equivale a concederles una indulgencia plenaria que les autoriza a pisotear la verdad en las contingencias de la vida diaria, cuando no se sienten ligadas a la solemnidad de un juramento. Nos atrevemos a afirmar, sin temor a equivocarnos, que no hay fuente más abundante de engaños, de insinceridad y prevaricato que la práctica del juramento en los tribunales de justicia. Ella enseña a considerar la verdad, en las cuestiones del trato cotidiano, como algo trivial, carente de valor. Se tiene por supuesto qué ningún hombre, al menos de la clase plebeya, merece ser creido bajo su sola palabra. Y lo que se admite por supuesto, tiene una tendencia irresistible a producirse.

Agréguese a esto una corruptela común a todas las instituciones políticas, la inversión de los eternos principios de moral. ¿Por qué he de sentirme particularmente cuidadoso de lo que afirmo delante de un tribunal? Porque ello afecta la libertad, la reputación y quizás la vida de un semejante. Esta legítima razón es relegada mediante un artificio a lugar secundario, para destacar que debemos decir la verdad, sólo porque la autoridad nos exige que lo hagamos bajo juramento, prestado en la forma y el momento que la autoridad disponga. Todas las tentativas de reforzar las obligaciones morales por medios espúreos y estímulos ficticios, sólo tendrán como consecuencia relajar dichas obligaciones.

Los hombres no actuarán con ese noble espíritu de justicia y la consciente rectitud que constituye su mayor galardón, si no adquieren la plena comprensión de lo que la condición humana significa. El que haya contaminado sus labios con un juramento, deberá contar con el apoyo que confiere una profunda educación moral para poder sentir después la nobleza de la simple y llana sinceridad. Si nuestros directores políticos hubieran dispuesto de la mitad del ingenio y del saber que emplearon en corromper a la humanidad, en la misión más digna de enaltecer la virtud y la justicia, nuestro mundo sería un paraíso terrenal, en lugar de parecerse a un matadero ...

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