Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEXTO

DE LA DIFAMACIÓN

En el examen de la herejía política y religiosa (1), hemos anticipado algunas consideraciones relacionadas con uno de los principales aspectos de la ley contra los libelos; si los argumentos allí expuestos son válidos, se deducirá de ellos la imposibiliadd de castigar en justicia ningún escrito o discurso que se considere agraviante para la religión o el gobierno.

Es difícil establecer una base segura de distinción que permita precisar claramente la naturaleza del libelo. Cuando estoy penetrado por la magnitud de un tema, es imposible que se me diga que sea lógico, pero no elocuente. Ni que trate de comunicar a mis lectores la impresión de que determinadas teorías o instituciones son ridículas, cuando estoy plenamente convencido de que lo son ciertamente. Mejor fuera prohibir que trate el tema en absoluto, que impedirme hacerlo en la forma, a mi juicio, más adecuada a la índole del asunto. Sería en verdad una tiranía harto candorosa la que proscribiera: Podéis escribir contra las instituciones que defendemos, siempre que lo hagáis en forma estúpida e ineficaz; podéis estudiar e investigar cuanto os plazca, siempre que frenéis vuestro ardor cuando llegue el momento de publicar vuestras conclusiones, tomando especial cuidado en evitar que el público participe de las mismas. Por otra parte, las normas de discriminación al respecto serán siempre arbitrarias y podrán significar un instrumento de persecución y de injusticia en manos de un partido dominante. Ningún razonamiento parecerá lícito, a menos que sea trivial. Si hablo en tono enérgico, se me acusará de incendiario. Si impugno procedimientos censurables, en lenguaje sencillo y familiar, pero mordaz, seré tachado de bufón.

Sería verdaderamente lamentable que la verdad, favorecida por la mayoría y protegida por los poderosos, fuera demasiado débil para afrontar la lucha con la mentira. Es evidente que una proposición que puede sostener la prueba de un atento examen, no requiere el apoyo de leyes penales. La clara y simple evidencia de la verdad prevalecerá sobre la elocuencia y los artificios de sus detractores, siempre que no intervenga la fuerza para decidir la cuestión en algún sentido. El engaño se desvanecerá aunque los amigos de la verdad sean la mitad de lo perspicaces que suelen ser los abogados de la mentira. Es un alegato bien triste el que se expresa de este modo: somos incapaces de discutir con vosotros; por lo tanto os haremos callar por la fuerza. En tanto los enemigos de la justicia se limiten a lanzar exhortaciones, no hay motivo serio de alarma. Cuando comiencen a emplear la violencia, siempre estaremos a tiempo para contestarles con la fuerza.

Hay, sin embargo, una especie de libelos que requiere una consideración especial. El libelo puede no tener por objeto ilustración alguna en materia política, religiosa o de cualquier otra índole. Su finalidad consistirá, por ejemplo, en lograr la congregación de una gran multitud, como primer paso para la realización de actos de violencia. En general, se considera libelo público todo escrito que pone en tela de juicio la justicia de un sistema establecido. No puede negarse que una severa y desapasionada demostración de la injusticia sobre la cual descansan ciertas instituciones, tiende a producir la destrucción de tales instituciones, no menos que la más alarmante insurrección. No obstante, tengamos en cuenta que escritos y discursos son medios adecuados y convenientes para promover cambios en la sociedad, mientras la violencia y el tumulto son medios equívocos y peligrosos. En el caso de una específica tentativa de insurrección, las fuerzas regulares de la sociedad pueden intervenir legalmente. Esta intervención puede ser de dos tipos. O bien consistirá sólo en la adopción de medidas precaucionales destinadas a disolver la multitud insurrecta o en medidás punitivas contra los individuos acusados de atentar contra la paz de la comunidad. La primera de esas formas es aceptable y justa y, en caso de ser prudentemente ejercida, será adecuada para sus fines. La segunda ofrece algunas dificultades. El libelo cuyo confesado propósito es la inmediata provocación de la violencia, es algo muy distinto de una publicación donde las cualidades esenciales de una institución son tratadas con la mayor libertad; por consiguiente han de aplicarse normas distintas para juzgar ambos casos. La mayor dificultad surge aquí del concepto general sobre la naturaleza del castigo, el cual repugna a los principios normativos de la conciencia y cuya práctica, si no puede eliminarse por completo, debe confinarse a los límites más estrechos posibles (2). El juicio y la experiencia en los casos judiciales han llevado a establecer una distinción precisa entre crímenes que sólo existieron en la intención y los que se han manifestado en actos concretos. En lo que concierne exclusivamente a la necesidad de prevención, los primeros son tan acreedores a la hostilidad social como los últimos. Pero la prueba de las intenciones reposa por lo general sobre circunstancias inciertas y sutiles y los amigos de la justicia se estremecerán ante la idea de fundar un procedimiento sobre base tan dudosa. Puede admitirse que quien ha dicho que todo ciudadano honesto de Londres debe presentarse armado a St. George Field, sólo afirmó algo que creía sinceramente que era lo mejor que debía hacerse. Pero este argumento es de naturaleza general y es aplicable a todo lo que se denomina crimen, no sólo a la exhortación sediciosa en particular.

El que realiza una acción cumple lo que supone lo mejor, y si la paz de la sociedad hace necesario que por eso sufra una coacción, trátase ciertamente de una necesidad de índole muy penosa. Estas consideraciones se basan en el supuesto de que la insurrección es indeseable y que trae más males que beneficios, lo cual indudablemente ocurre con frecuencia, pero qúe puede no ser siempre cierto. Nunca se recordará demasiado que en ningún caso existe el derecho a ser injusto, a castigar una acción meritoria. Todo gobierno, como todo individuo, debe seguir sus propias nociones de la justicia, bajo riesgo de equivocarse, de ser injusto y, por consiguiente, pernicioso (3). Estos conceptos sobre incitaciones a la sublevación son aplicables, con ligeras variantes, a las cartas injuriosas dirigidas a particulares.

La ley de libelos, como ya dijimos, se divide en dos partes: libelos contra instituciones y medidas públicas y libelos contra personas privadas. Muchas personas que se oponen a que los primeros sean objeto de castigo, admiten que los últimos deben ser perseguidos y sancionados. El resto del presente capítulo será dedicado a demostrar que esta última opinión es igualmente errónea.

Debemos reconocer, sin embargo, que los argumentos en que se funda esa opinión, son a la vez impresionantes y populares. No hay bien más valioso que una honesta reputación. Lo que poseo, en tierras y otras riquezas, sólo son bienes convencionales. Su valor es generalmente fruto de una imaginación pervertida. Si yo fuera suficientemente sabio y prudente, el despojo de esos bienes me afectaría escasamente. En cambio, quien daña mi reputación, me produce un mal irreparable. Es muy grave que mis conciudadanos me crean desprovisto de principios y de honestidad. Si el daño se limitara a eso, sería imposible soportarlo con tranquilidad. Yo carecería de todo sentido de justicia, si fuera insensible al desprecio de mis semejantes. Dejaría de ser hombre si no me sintiera afectado por la calumnia, que me priva de amigos queridos y me quita toda posibilidad de expansión espiritual. Pero eso no es todo aún. El mismo golpe que destruye mi buen nombre reduce grandemente, cuando no aniquila por completo, mi valor en la sociedad. En vano trataré de probar mis buenas intenciones y de ejercer mi talento en ayuda de otros, pues mis propósitos serán siempre mal interpretados. Los hombres no escuchan las razones de aquel a quien desprecian. Tras haber sido vilipendiado en vida, será execrado después de muerto, en tanto perdure su memoria. ¿Qué conclusión habremos de derivar de todo eso, sino que un crimen peor que el robo, peor quizá que el asesinato, merece un castigo ejemplar?

La respuesta a todo eso será dada en forma de ilustración de dos proposiciones: primero, que es necesario decir la verdad; segundo, que es necesario que los hombres aprendan a ser sinceros.

Primero: es necesario decir la verdad. ¿Cómo podrá cumplirse esta máxima, si se nos prohibe hablar de ciertos aspectos de un tema? Se trata de un caso similar al de las religiones y al de las instituciones políticas. Si sólo hemos de escuchar elogios a las cosas, tales como están, sin permitir jamás una objeción, nos sentiremos arrullados en un plácido sopor, pero no alcanzaremos nunca la sabiduría.

Si un velo de parcialidad se extiende sobre los errores de los hombres, será fácil comprender que ello beneficiará al vicio y no a la virtud. No hay nada que amedrente tanto el corazón del culpable como el temor a verse expuesto a la observación pública. Por el contrario, no hay recompensa más digna de ser otorgada a las eminentes cualidades de un hombre que el pleno reconocimiento público de sus virtudes.

Si la investigación no restringida acerca de principios abstractos se considera de extrema importancia para la humanidad, tampoco debe descuidarse el cultivo de la investigación acerca del carácter individual. Si se dijera siempre la verdad acerca de las acciones humanas, la rueda y la horca habrían sido borradas ya de la faz de la tierra. El bribón desenmascarado se vería obligado, en su propio interés, a volverse honesto. Mejor dicho, nadie llegaría a ser un bribón. La verdad lo seguiría en sus primeros ensayos irresolutos y la desaprobación pública lo detendría al comienzo de la carrera.

Hay muchas personas que pasan por virtuosas y que tiemblan ante la audacia de una proposición semejante. Temen sentirse descubiertas en su molicie y su estolidez. Su torpeza es el resultado del injustificable secreto que las costumbres y las instituciones políticas han extendido sobre los actos individuales. Si la verdad fuera expresada sin reservas, no existirían personas de esa condición. Los hombres obrarían con decisión y claridad si no tuvieran el hábito del ocultamiento, si sintieran a cada paso sobre ellos el ojo de la colectividad. ¿Cuál no sería la rectitud del hombre que estuviera siempre seguro de ser observado, seguro de ser juzgado con discernimiento y tratado con justicia? La debilidad de espíritu perdería de inmediato su influencia sobre aquellos que hoy la sufren. Los hombres se sentirían apremiados por un poderoso impulso a mejorar su conducta.

Podría quizá replicarse: Este es un hermoso cuadro. Si la verdad pudiera decirse universalmente, el resultado sería, sin duda, excelente; pero tal posibilidad no pasa de ser una fantasía.

No. El descubrimiento de la verdad individual y personal puede efectuarse por el mismo método que el descubrimiento de una verdad general, es decir por el estudio y la discusión. Del choque de opiniones opuestas, la razón y la justicia saldrán gananciosas. Cuando los hombres reflexionan detenidamente sobre un objeto, terminan por formarse acerca del mismo una idea justa.

Pero ¿puede suponerse que los hombres tendrán suficiente capacidad de discernimiento para rechazar espontáneamente la difamación? Sí; la difamación no engaña a nadie por su contenido intrínseco, sino por la sugestión coercitiva que la rodea. El hombre que desde una sombría mazmorra es sacado a la plena luz del día, no puede distinguir exactamente, al principio, los colores, pero el que jamás estuvo soterrado puede hacerlo sin dificultad alguna. Tal es la situación de los hombres actualmente; su discernimiento es pobre, porque no se hallan habituados a la práctica del mismo. Las historias más inverosímiles tiene hoy gran acogida, pero no ha de ocurrir lo mismo cuando seamos capaces de discriminar justamente sobre las acciones humanas.

Es posible que al principio, si fueran eliminadas todas las trabas para la palabra escrita y hablada y los hombres se sintieran alentados a expresar públicamente todo cuanto piensen, la prensa fuese inundada por torrentes de maledicencia. Pero las calumnias correspondientes perderían importancia en razón de su multiplicidad. Nadie sería objeto de persecución, aunque cundiera la mentira a su costa. En poco tiempo el lector, habituado a la disección del carácter, adquiriría un criterio discriminativo. O bien descubriría la impostura en el absurdo intrínseco de la misma o no atribuirá finalmente a ninguna difamación más valor que el que surja de su propia evidencia.

La difamación, como cualquier otro asunto humano, hallaría remedio adecuado si no mediara la perniciosa intervención de las instituciones políticas. El difamador -el que difunde calumnias- o bien inventa las historias que relata o las cuenta con un tono de seguridad que no corresponde de ningún modo a las pruebas que posee sobre su certeza. En ambos encontrará su castigo en el juicio público. Las consecuencias de su miserable acción recaerán sobre él mismo. Pasará por un maligno calumniador o por un criticón temerario e irresponsable. La maledicencia anónima será casi imposible en un ambiente donde nada se ocultase. Pero si alguien intentara practicada, cometería una torpeza, pues allí donde no existe una excusa honesta y racional para la ocultación, el deseo de ocultarse probaría la bajeza de sus móviles.

La fuerza no debe intervenir en la represión de los libelos privados, porque los hombres deben aprender a ser sinceros. No hay rama de la virtud más esencial que aquella que nos obliga a dotar de lenguaje a nuestros pensamientos. El que está acostumbrado a decir lo que sabe que es falso y a callar lo que sabe que es verdadero, vive en estado de perpetua degradación. Si yo tuve la oportunidad de observar las malas acciones de alguien, mi sentido de justicia me incitará a amonestarlo y a prevenir a quienes esas acciones pudieran causar daño. Puedo tener suficientes motivos para presentar al individuo en cuestión como mala persona, si bien no lo sean para probar su culpabilidad ante un tribunal y para justificar una condena. No puede ser de otro modo; debo describir su carácter tal como lo veo: bueno, malo o ambiguo. La ambigüedad dejaría de existir si cada cual confesara sinceramente sus sentimientos. Ocurre aquí algo semejante a la relación amistosa. Una oportuna explicación evita siempre conflictos. Los malentendidos se disiparían fácilmente si no tuviéramos el hábito de rumiar afrentas imaginarias.

Las leyes represivas de la difamación son, propiamente hablando, leyes que restringen la sinceridad en las relaciones humanas. Crean una lucha permanente entre los dictados del libre juicio personal y el aparente sentir de la comunidad, relegan a la sombra los principios de la virtud y hacen indiferente la práctica de los mismos. Cuando chocan entre sí sistemas contradictorios, disputándose la dirección de nuestra conducta, nos volvemos indiferentes a todos ellos. ¿Cómo he de compenetrarme del divino entusiasmo por el bien y la justicia, cuando se me prohibe indagar en qué consisten? Hay leyes que determinan, contra el objeto de su hostilidad, sanciones de escasa importancia y poco frecuentes. Pero la ley de la difamación pretende usurpar la función de dirigimos en nuestra conducta cotidiana y, mediante constantes amenazas de castigos, tiende a convertimos en cobardes, gobernados por los móviles más bajos y disolutos.

El valor consiste en ese caso, más que en cualquier otro, en atreverse a decir todo aquello cuyo conocimiento puede conducir al bien. Raramente se nos presentan oportunidades de realizar acciones que requieren una extraordinaria determinación, pero es nuestro deber permanente administrar sabiamente nuestras palabras. Un moralista podrá decimos que la moralidad consiste en el gobierno de la lengua; pero ese aspecto de la moral ha sido subvertido desde hace tiempo. En lugar de aprender qué es lo que debemos decir, aprendemos a conocer qué es lo que debe ocultarse. En lugar de educarnos en la práctica de la virtud activa, que consiste en tratar de hacer el bien, se nos inculca la creencia de que el fin esencial del hombre es no hacer el mal. En vez de fortalecer nuestro espíritu, se nos inculcan máximas de astucia y duplicidad, mal llamadas de prudencia.

Comparemos el carácter de los hombres así formados, que son los hombres que nos rodean, con el de aquellos que ajustan su espíritu a los mandatos de la sinceridad. Por un lado vemos una perpetua cautela que rehuye la mirada observadora, que oculta en mil repliegues las genuinas emociones del corazón, que teme acercarse a quienes saben leer en el mismo y expresan lo que leen. Aunque dotados de cierta apariencia exterior, esos seres son apenas sombras de hombres, pues carecen de alma y de substancia. ¡Oh, cuándo viviremos en un mundo de realidades, donde los hombres se revelen tales como son, según el vigor de su pensamiento y la intrepidez de sus acciones! Lo que permite al hombre superar halagos y amenazas, extraer la propia felicidad del interior de sí mismo, ayudar y enseñar a los demás, es la fortaleza de espíritu. Todo lo que concurre a aumentarla es digno de nuestra más alta estimación. Todo lo que tiende a inculcar la debilidad y el disimulo en las almas merece execración eterna.

Hay otro aspecto importante relacionado con este problema. Se trata de los benéficos efectos que habrá de producir el hábito de combatir el veneno de la mentira con el único antídoto real: el de la verdad.

A pesar de los argumentos laboriosamente reunidos para justificar la ley que nos ocupa, una persona que reflexione con detenimiento se dará fácihnente cuenta de la deficiencia de aquellos. Los modos de reaccionar un culpable y un inocente ante una acusación son distintos, pero la ley los confunde a ambos. El que se sienta firme en su honradez y no se halle corrompido por los métodos gubernamentales, dirá a su adversario: publica lo que quieras contra mí; la verdad está de mi parte y confundirá tus patrañas. Su sentido de rectitud y de justicia le impedirá decir: acudiré al único medio congruente con la culpabilidad: te obligaré a callar. Un hombre impulsado por la indignación y la impaciencia puede iniciar una persecución contra su acusador, pero difícihnente logrará que su actitud merezca la simpatía de un observador imparcial. El sentimiento' de éste se expresaría con las siguientes palabras: ¡Cómo, no se atreve a permitir que escuchemos lo que dicen contra él!

Las razones en favor de la justicia, por diferentes que sean los motivos concretos a que se refieren, siguen siempre líneas paralelas. En este caso son válidas las mismas consideraciones respecto a la generación de la fortaleza de espíritu. La tendencia de todo falso sistema político es adormecer y entorpecer las conciencias. Si no estuviésemos habituados a recurrir a la fuerza, pública o individual, salvo en los casos absolutamente justificados, llegaríamos a sentir más respeto por la razón, pues conoceríamos su poder. ¡Cuán grande es la diferencia entre quien me responde con demandas e intimaciones y el que no emplea más arma ni escudo que la verdad! Este último sabe que sólo la fuerza debe oponerse a la fuerza y que al alegato debe contestarse con el alegato. Desdeñará ocupar el lugar del ofensor, siendo el primero en romper la paz. No vacilará en enfrentar con el sagrado escudo de la verdad al adversario que empuña el arma deleznable de la mentira, gesto que no sería calificable de valeroso si no lo hicieran tal los hábitos de una sociedad degenerada. Fuerte en su conciencia, no desesperará de frustrar los ruines propósitos de la calumnia. Consciente de su firmeza, sabrá que una explicación llana, cada una de cuyas palabras lleve el énfasis de la sinceridad, infundirá la convicción a todos los espíritus. Es absurdo creer que la verdad deba cultivarse de tal modo que nos habituemos a ver en ella un estorbo. No la habremos de subestimar teniendo la noción de que es tan impenetrable como el diamante y tan duradera como el mundo.




Notas

(1) Cap. III.

(2) Véase el Libro siguiente.

(3) Libro II, cap. III.

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