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CAPÍTULO CUARTO

DE LOS JURAMENTOS DE FIDELIDAD

La mayor parte de los argumentos anteriormente citados, en relación con las leyes penales en materia de opinión, son igualmente aplicables en los casos de los juramentos de fidelidad, políticos o religiosos. La distinción entre premios y castigos, entre mayor y menor grado, tiene poca importancia, desde que se trata de desalentar la legítima curiosidad del intelecto mediante la protección oficial de ciertas opiniones en perjuicio de otras, lo cual es de por sí injusto y evidentemente contrario al bien general.

Dejando a un lado la cuestión del juramento religioso, que consideramos haber dilucidado suficientemente en un capítulo anterior (1), examinemos un concepto que tiene defensores entre personas de espíritu liberal, relativo a la justificación del juramento político. ¿Por qué no hemos de establecer un juramento federal, un juramento de fidelidad a la nación, a la ley, a la República? ¿Cómo, pues, habremos de distinguir entre los amigos y los enemigos de la libertad?

Ciertamente, no puede concebirse un método más ineficaz e inicuo al mismo tiempo que el de un juramento nacional. ¿Cuál es el lenguaje que, en una justa interpretación, emplea la ley que impone esa espécie de juramento? Ella dice a una parte de los ciudadanos: Sabemos muy bien que sois nuestros amigos; reconocemos que el juramento es completamente superfluo respecto a vosotros. Sin embargo, debéis cubrir las apariencias, pues nuestro verdadero propósito es el de imponerlo a otras personas, cuya lealtad es mucho más dudosa. A la otra parte se dirá lo siguiente: Tenemos vehementes sospechas acerca de vuestra adhesión a la causa común; estas sospechas pueden ser justas o injustas. Si son injustas, hacemos mal en alimentar una prevención contra vosotros y más aún en imponeros esta humillación. Si son justificadas, os obligamos, o bien a incurrir en una deshonesta simulación, o bien a confesar sinceramente. Si sois sinceros, os castigaremos; si sois deshonestos, os recibiremos como buenos amigos.

Pero aún esto es mucho prometer. El deber y el sentido común nos obligan a vigilar a las personas sospechosas, aun cuando estas juren ser inocentes. Las precauciones que estaremos obligados a tomar, ¿no serán suficientes, sin que sea preciso imponerles aquella humillación? ¿No existen acaso maneras de descubrir si una persona es digna de confianza, sin necesidad de interrogarla al respecto? El que sea un enemigo tan peligroso que no podamos tolerarlo en la comunidad, revelará esa condición por su propia conducta, sin que tengamos que colocarnos en la penosa situación de tentarlo a cometer un acto de prevaricación. Si se tratara de un hipócrita tan sutil que fuese capaz de burlar toda nuestra vigilancia, ¿se cree que sentirá algún escrúpulo en agregar a sus delitos el delito de perjurio? ...

... La fidelidad a la ley es un compromiso de tan complicada naturaleza que infunde terror al espíritu que reflexiona detenidamente al respecto. Un mecanismo legal, practicado por seres humanos, nunca puede ser infalible. Frente a leyes que considero injustas, tengo el derecho de ejercer toda especie de oposición, salvo la de abierta violencia. En relación con la magnitud de su injusticia, es mi deber luchar por su abolición. La fidelidad a la nación es de naturaleza no menos equívoca. Tengo una obligación superior hacia la causa de la justicia y del bien de la hUmanidad. Si mi patria acometiera una empresa injusta, mi fidelidad hacia ella sería en ese caso un crimen. Si la empresa es justa, tengo el deber de contribuir al éxito de la misma, no porque yo sea uno de los ciudadanos de la nación, sino porque así me lo impone un mandato de justicia.

Añádase a esto lo que ya dijimos acerca de la obediencia (2) y se tendrá la completa evidencia de que todos los juramentos de fidelidad son fruto de la tiranía. El gobierno no tiene ningún derecho a impartirme órdenes y, en consecuencia, no puede ordenarme que preste determinado juramento. Sus únicas funciones legales le autorizan a imponerme cierto grado de coacción si, mediante mis actos, pongo de manifiesto una conducta perjudicial para la colectividad y a reclamar cierta contribución para fines útiles para el interés general.

... Cuando juro fidelidad a la ley, puedo pensar sólo en algunos aspectos de la misma. Cuando juro fidelidad a la nación, al rey y a la ley, lo hago en tanto que creo que los tres poderes coinciden entre sí y que la autoridad del conjunto concuerda con el bien público. En resumen, esta amplitud de interpretación reduce el juramento a lo siguiente: Juro que mi deber es hacer todo aquello que considero justo. ¿Quién puede contemplar sin pena e indignación semejante prostitución del lenguaje? ¿Quién puede pensar, sin horrorizarse, en las consecuencias de la pública y constante lección de duplicidad que esto significa?

Pero admitamos que exista en la comunidad cierto número de miembros lo suficientemente simples e ignorantes como para creer que el juramento encierra una obligación estrictamente literal. ¿Qué se desprenderá de ello? Esas personas pensarán que se les incita a incurrir en sacrilegio si alguien tratase de convencerles de que no deben tal fidelidad al rey, ni a la ley ni a la patria. Se negarán, horrorizados, a escuchar esos argumentos. Pero probablemente habrán escuchado lo bastante para envidiar luego a quienes, libres de todo juramento, podían permitirse la satisfacción de oir sin temor las palabras de sus vecinos; a aquellos que podían permitirse la libertad de dar curso a su pensamiento y de seguir intrépidamente el camino hacia donde los llevan los dictados de su propia conciencia. Ellos, por su parte, habían prometido no pensar más en su vida. La complacencia en este caso es inadmisible. Pero un voto de inviolable fidelidad a determinado régimen, ¿no reducirá inevitablemente el vigor de su pensamiento y la agilidad de su espíritu?

Nos exponemos a sufrir una triste decepción si esperamos disfrutar de los favorables resultados que traería la abolición de la monarquía y la aristocracia, en tanto que mantengamos el despreciable sistema del juramento de fidelidad, esencialmente perturbador de la distinción entre los conceptos de justicia e injusticia. Un gobierno que ofrece constantemente estímulos a la hipocresía y al jesuitismo, no es menos aborrecible para una conciencia recta que un gobierno fundado en órdenes y en privilegios hereditarios. No es de imaginar hasta qué punto los hombres llegarían a ser francos en sus expresiones, sinceros en sus costumbres, llanos en su trato, si las instituciones políticas no les inculcaran permanentemente el hábito de la mentira y el disimulo. No hay lenguaje humano capaz de describir los inextinguibles beneficios que surgirían de la práctica universal de la sinceridad.




Notas

(1) Cap. II.

(2) Cap. VI, Libro III.

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