Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO

DE LA SUPRESIÓN DE LAS OPINIONES ERRÓNEAS EN MATERIA DE RELIGIÓN Y DE GOBIERNO

Las mismas ideas que han determinado la creación de instituciones religiosas, han conducido inevitablemente a la necesidad de adoptar medidas para la represión de la herejía. Los mismos argumentos que se aducen para justificar la tutela política de la verdad, deben considerarse válidos para justificar asimismo la persecución política dél error. Son argumentos falsos, desde luego, en ambos casos. El error y el engaño son enemigos inconciliables de la virtud; si la autoridad fuera el medio más adecuado para desarmarlos, no sería menester adoptar medidas especiales para ayudar al triunfo de la verdad. Esta proposición, sin duda lógica, tiene, sin embargo, pocos adeptos. Los hombres se inclinan más a abusar de la distribución de premios, que de la inflicción de castigos. No será necesario insisitir mucho en la refutación de aquellos argumentos. Su discusión es, sin embargo, principalmente necesaria por razones de método.

Se han alegado diversas consideraciones en defensa del principio de la restricción de las opiniones. >Es notoria e incuestionable la importancia que tienen las opiniones de los hombres en la sociedad. ¿No ha de tener, pues, la autoridad política bajo su vigilancia esa fuente de la cual surgen nuestras acciones? Las opiniones pueden ser de tan variada índole como la educación y el temperamento de los individuos que las sustentan; ¿no debe el gobierno ejercer, por consiguiente, una supervisión sobre ellas, con el fin de evitar que provoquen el caos y la violencia? No hay idea, por absurda y contraria que sea a la moral y al bien públíco, que no logre conseguir adeptos; ¿permitiremos acaso que semejante peligro se extienda sin trabas y que todo mistificador de la verdad tenga libertad para atraer tantos secuaces como sea capaz de engañar? Es en verdad tarea de éxito dudoso la de extirpar mediante la violencia errores ya arraigados; ¿pero no será deber del gobierno evitar el nacimiento del error, impedir su expansión y la introducción de herejías aún desconocidas? Los hombres a quienes se ha encomendado velar por el bien público, que se consideran autorizados para dictar las leyes más adecuadas para la comunidad, ¿pueden tolerar con indiferencia la difusión de ideas perniciosas y extravagantes, que atacan las propias raíces de la moral y del orden establecido? La sencillez de espíritu y la inteligencia no corrompida por sofisticaciones con los rasgos esenciales que exige el florecimiento de la virtud. ¿No debe el gobierno esforzarse en impedir la irrupción de cualidades contrarias a las mencionadas? Por esa razón, los amigos de la justicia moral han visto siempre con horror el progreso de la infidelidad y de la amplitud de principios. Por eso Catón veía con dolor la introducción en su patria de la condescendiente y locuaz filosofía que había corrompido a los griegos (1).

Tales razonamientos nos sugieren una serie de reflexiones diversas. En primer término, destaquemos el error en que incurrieron Catón y otros persornajes respetables, que fueron celosos pero equivocados defensores de la virtud. No es necesaria la ignorancia para que el hombre sea virtuoso. Si así fuera, habríamos de convenir en que la virtud es una impostura y que es nuestro deber libramos de sus lazos. El cultivo de la inteligencia no corrompe el corazón. El que posea la ciencia de un Newton y el genio de un Shakespeare, no será por eso una mala persona. La falta de conceptos amplios y comprensivos, puede ser motivo de decadencia, con mayor razón que la liberalidad de costumbres. Supongamos que una máquina imperfecta es descompuesta en todas sus piezas, con objeto de proceder a su mejor reconstrucción. Un espectador tímido y no informado se sentirá presa de temor ante la aparente temeridad del artesano y a la vista del montón de ruedas y palancas en confusión; pensará sin duda que el artesano se proponía destruir la máquina, lo que evidentemente sería un grave error. Es así como a menudo las extravagancias aparentes del espíritu suelen ser el preludio de la más alta sabiduría y como los sueños de Ptolomeo son precursores de los descubrimientos de Newton.

El estudio siempre dará resultado favorable. El espíritu nunca perderá su cualidad esencial. Sería más propio sostener que el incesante cultivo de la inteligencia llevará a la locura, antes que afirmar que desembocará en el vicio. En tanto la investigación continúe y la ciencia progrese, nuestro conocimiento aumentará incesantemente. ¿Hemos de saberlo todo acerca del mundo exterior y nada sobre nosotros mismos? ¿Hemos de ser sabios y clarividentes en todas las materias, menos en el conocimiento del hombre? ¿Es el vicio aliado de la sabiduría o de la locura? ¿Puede acaso el hombre progresar en el camino de la sabiduría, sin ahondar en el conocimiento de los principios que le permitan orientar su propia conducta? ¿Es posible que un hombre dotado de claro discernimiento acerca de lá acción más noble y justa, la más acorde con la razón, con sus propios intereses y con los intereses de los demás, la más placentera en el instante de cumplirse y la más satisfactoria ante el examen ulterior, se niegue no obstante a realizada? Los sistemas mitológicos, construídos sobre la creencia en dioses y en seres sobrenaturales, contenían en medio de sus errores una enseñanza sana al admitir que el aumento del conocimiento y la sabiduría, lejos de conducir al mal y a la opresión, conducían a la justicia y a la bondad.

En segundo lugar, es una equivocación creer que las diferencias teóricas de opinión podían constituir una amenaza de perturbación para la paz social. Esas diferencias sólo pueden ser peligrosas cuando se arman del poder gubernamental, cuando constituyen partidos que luchan violentamente por el predominio en el Estado, lo que generalmente ocurre en oposición o en apoyo de un credo particular. Allí donde el gobierno es suficientemente sensato como para guardar una rigurosa equidistancia, las más opuestas sectas llegan a convivir en armonía. Los mismos medios que se emplean para preservar el orden son las causas principales de perturbación. Cuando el gobierno no impone leyes opresivas a ningún partido, las controversias se desarrollan en el plano de la razón, sin necesidad de acudir al garrote o a la espada. Pero cuando el propio góbierno enarbola la insignia de una secta, se inicia la guerra religiosa, el mundo se llena de inexpiables querellas y un diluvio de sangre inunda la tierra.

En tercer lugar, la injusticia que significa castigar a los hombres en razón de sus ideas y opiniones, será más comprensible si reflexionamos acerca de la naturaleza del castigo. El castigo constituye una forma de coerción que debe emplearse lo menos posible, limitándolo a los casos en que una urgente necesidad lo justifique. Existe esta necesidad, ante individuos que han probado ser de carácter esencialmente pernicioso para sus semejantes, propensos a reincidir en la ejecución de actos dañinos de naturaleza tal que no sea posible precaverse contra ellos. Pero esto no ocurre en el caso de opiniones erróneas o de falsos argumentos. ¿Que alguien afirma una mentira? Nada más adecuado, pues, que confrontarla con la verdad. ¿Pretende embrollarnos con sofismas? Opóngase la luz de la razón y sus patrañas se disiparán. Hay en este caso una clara línea de orientación. El castigo, que es aplicación de la fuerza, sólo debe ser empleado allí donde la fuerza actuó previamente, en forma ofensiva. En cambio, cuando se trata de afrontar conceptos erróneos o falsos argumentos, sólo hay que acudir a las armas de la razón. No seríamos criaturas racionales si no creyéramos en el triunfo final de la verdad sobre el error.

Para formarnos una idea justa sobre el valor de las leyes punitivas contra la herejía, imaginemos un país suficientemente dotado de tales leyes y consideremos el probable resultado de las mismas. Su objeto, en principio, consiste en impedir que los hombres sustenten determinadas opiniones o, en otras palabras, que piensen de determinada manera. ¿No es ya pretensión absurda la de poner grilletes a la sutilidad del pensamiento? ¿Cuántas veces tratamos en vano de expulsar una idea de nuestra propia mente? Tengamos en cuenta, además, que las amenazas y las prohibiciones sólo sirven para estimular la curiosidad en torno a la cosa prohibida. Se me prohibe admitir la posibilidad de que Dios no exista, de que los estupendos milagros atribuídos a Moisés o a Cristo jamás tuvieron lugar, de que los dogmas del credo de Anastasio eran erróneos. Debo cerrar los ojos y seguir ciegamente las opiniones políticas y religiosas que mis antepasados creyeron sagradas. ¿Hasta cuándo será esto posible?

Señalemos otra consideración, quizás trivial, pero no menos oportuna para reforzar nuestro punto de vista. Swift ha dicho: Permítase que los hombres piensen como quieran, pero prohíbase la difusión de ideas perniciosas. (2) A lo cual podría responderse, sencillamente: Os agradecemos la buena voluntad; ¿pero cómo podríais castigar nuestra herejía, aun queriendo hacerlo, si la mantenemos oculta? La pretensión de castigar las ideas es absurda; podemos callar las conclusiones a que nos lleva nuestro pensamiento. Pero el curso mismo del pensar que nos ha llevado a dichas conclusiones, no puede ser suprimido. Pero si los ciudadanos no son castigados por sus ideas, pueden ser castigados por la difusión de las mismas. Eso no es menos absurdo que lo anterior. ¿Con qué razones persuadiréis a cada habitante de la nación a que se convierta en un delator? ¿Cómo convenceréis a mi íntimo amigo, con quien comparto mis más recónditoS pensamientos, a que abandone mi compañía para correr ante un magistrado y denunciarme, con el objeto de que se me arroje en la prisión? En los países donde rige semejante sistema, ocurre una guerra permanente. El gobierno trata de inmiscuirse en las más íntimas relaciones humanas y el pueblo procura resistirlo, acudiendo para ese efecto a todas las argucias imaginables.

Pero el argumento más importante que, a nuestro juicio, cabe aducir en este caso, es el siguiente. Supongamos que se aplican todas esas restricciones. ¿Cuál será la suerte del pueblo que ha de sufrirlas? Aun cuando no puedan cumplirse totalmente, en su mayor parte se cumplirán. Aunque el embrión no sea destruído, pueden los obstáculos impedir que se desarrolle normalmente. Las razones que pretenden justificar el establecimiento de un sistema represivo de las opiniones, se suponen inspiradas en la benéfica preocupación de preservar la virtud y evitar la depravación de costumbres. ¿Pero son esos medios adecuados para tal objetivo? Comparemos una nación cuyos ciudadanos, libres de toda presión y amenaza, no temen expresarse ni actuar de acuerdo con los principios que consideran más justos, con otro país donde el pueblo se siente permanentemente cohibido de hablar o de pensar acerca de las más esenciales cuestiones relativas a su propia naturaleza. ¿Puede haber nada más degradante que el espectáculo de ese pánico colectivo? Un pueblo cuyo espíritu es de tal modo deformado, ¿será capaz de grandes acciones o nobles propósitos? ¿Puede la más abyecta de las esclavitudes ser considerada como el estado más perfecto y ajustado a la naturaleza humana?

No está demás recordar aún otro argumento, igualmente valioso. Los gobiernos, lo mismo que los individuos, no son infalibles. Los consejos de los príncipes y los parlamentos de los reinos, están a menudo más expuestos a incurrir en error que el pensador aislado en su gabinete. Pero, dejando a un lado consideraciones de mayor o menor razón, cabe señalar, según se desprende de la experiencia y de la observación de la naturaleza, humana, que consejos y parlamentos están sujetos a cambiar de opinión. ¿Qué forma de religión o de gobierno no ha sido patrocinada alguna vez por una autoridad nacional? Atribuyendo a los gobiernos el derecho de imponer una creencia, les concedemos la facultad de imponer cualquier creencia. ¿Son el paganismo y el cristianismo, las religiones de Mahoma, de Zoroastro y de Confucio, la monarquía y la aristocracia, sistemas igualmente dignos de ser perpetuados entre los hombres? ¿Habremos de admitir que el cambio constituye la mayor desgracia de la humanidad? ¿No, tenemos derecho a confiar en el progreso, en el mejoramiento de nuestra, especie? ¿Acaso las revoluciones en materia política y las reformas en religión no han traído más beneficios que daños a la humanidad? Todos los argumentos que se aducen en favor de la represión de las herejías, pueden reducirse a la afirmación implícita y monstruosa de que el conocimiento de la verdad y la adopción de justos principios políticos son hechos totalmente indiferentes para el bienestar de la humanidad.

Las razones expuestas contra la represión violenta de las herejías religiosas son válidas en el caso de las herejías políticas. La primera reflexión que hará una persona razonable, será: ¿Qué constitución es esa que no permite jamás que se le considere objeto de examen, cuyas excelencias deben ser constantemente alabadas, sin que sea lícito inquirir en qué consisten? ¿Puede estar en el interés de una sociedad proscribir toda investigación acerca de la justicia de sus leyes? ¿Sólo hemos de ocuparnos de insignificantes cuestiones de orden inmediato, en tanto nos está prohibido indagar si hay algo esencialmente erróneo en los fundamentos de la sociedad? La razón y el buen sentido inducen a pensar mal de un sistema demasiado sagrado para permitir el examen de su contenido. Algún grave defecto debe existir donde se teme la intromisión de un observador curioso. Por otra parte, si cabe dudar de la utilidad de las disputas religiosas, es innegable que la felicidad de los hombres se halla íntimamente ligada al progreso de la ciencia política.

¿Pero no provocarán los demagogos y declamadores la subversión del orden, introduciendo las más espantosas calamidades? ¿Qué régimen habrán de imponer los demagogos? La monarquía y la aristocracia constituyen los más grandes y duraderos males que han afligido a la humanidad. ¿ Convencerán aquellos al pueblo de la necesidad de instituir una nueva dinastía de déspotas hereditarios que lo opriman? ¿Les propondrán la creación de un nuevo cuerpo de bandidos feudales para imponer a sus semejantes una bárbara esclavitud? La más persuasiva elocuencia será incapaz de lograr tales designios. Los argumentos de los demagogos no ejercerán influencia apreciable en las opiniones políticas, a menos que tengan por fundamento verdades innegables. Aun cuando el pueblo fuera tan irreflexivo que intentara llevar a la práctica las incitaciones de los demagogos, los males que de ahí pudieran resultar serán insignificantes en relación con los que día a día comete el más frío despotismo. En realidad, el deber del gobierno, en tales casos, es ser moderado y equitativo. La sola fuerza de los argumentos no llevará al pueblo a cometer excesos si no lo empuja a ello la evidencia de la opresión. Los excesos no son nunca fruto de la razón, ni tampoco únicamente del engaño. Son consecuencia de las insensatas tentativas de la autoridad, encaminadas a contrariar y sofocar el buen sentido de la especie humana.




Notas

(1) El lector considerará este lenguaje como propio de los objetores. El más eminente de los filósofos griegos se distinguió en realidad de todos los demás maestros por la firmeza con que ajustó SU conducta a su doctrina.

(2) Véase cap. I, Libro VI.

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