Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO IV

DEL CULTIVO DE LA VERDAD

I

DE LA VERDAD ABSTRACTA O GENERAL

Abstractamente considerada, la verdad conduce a la perfección de nuestro juicio, de nuestra virtud y de nuestras instituciones políticas. Se demuestra que la virtud es la mejor fuente de felicidad, por analogía, por su manera de adaptarse a todas las situaciones y por su indeclinable bondad, y que cierto grado de virtud debe estar íntimamente ligado a cierto grado de conocimiento.

II

DE LA SINCERIDAD

Es evidente, como se ha demostrado en otro lugar, que un estricto acuerdo con la verdad tendrá el efecto más saludable sobre nuestro espíritu en las circunstancias ordinarias de la vida. Es esa la virtud que comúnmente se llama sinceridad. Y a pesar de lo que quieran enseñamos algunos moralistas acomodaticios, el valor de la sinceridad queda en sumó grado disminuído si no es completa. Una sinceridad parcial nos quita autoridad en cuanto a la afirmación de los hechos. Semejante al deber que Tully imponía al historiador, nos obliga a no difundir lo que es falso ni ocultar lo que es verdadero. Destruye esa bastarda prudencia que nos induce a silenciar lo que puede perjudicar a nuestros intereses. Elimina ese principio bajo y egoísta que nos compromete a no manifestar nada que perjudique a quien no nos ha hecho daño alguno. Me obliga a considerar el interés de la especie como mi interés personal. Debo comunicar a los demás cuanto conozco acerca de la verdad, de la religión, del gobierno. Tengo la obligación de manifestar esto hasta el extremo correspondiente, toda la alabanza que merece un hombre honesto o una acción meritoria. Igualmente debo expresar sin reticencias el repudio que merecen el libertinaje, la venalidad, la hipocresía y la falsedad. No tengo derecho a ocultar nada que se refiera a mi persona, ya sea ello favorable a mi honor o ya conduzca a mi desgracia. Debo tratar a todos los hombres con igual franqueza, sin temor a la imputación de adulonería, por una parte, ni a la enemistad o el resentimiento, por la otra.

Si cada cual se impusiera a sí mismo esta ley, se vería obligado a recapacitar antes de disponerse a realizar un acto dudoso, pensando que deberá ser el historiador de sí mismo, el narrador de los actos que realice. Se ha observado justamente que la práctica papista de la confesión auricular produce ciertos efectos saludables. ¡Cuánto mejor sería si, en lugar .de un procedimiento tan equívoco, que puede convertirse fácilmente en instrumento de despotismo eclesiástico, cada individuo hiciera del mundo su confesionario y de la humanidad su director de conciencia!

¡Cuán maravillosos resultados se alcanzarían si cada cual tuviera la seguridad de hallar en su vecino un censor justo que registrara y expresara ante el mundo sus virtudes y buenas obras, así como sus debilidades y locuras! No tengo derecho a rechazar ningún deber por el hecho que corresponde igualmente a mis vecinos, sin que éstos lo cumplan. Cuando he cumplido totalmente la parte que me correspondía, sería mezquino y vicioso sentirme desdichado por la omisión de los demás. No es posible

Las consecuencias que tendrá para mí el hecho de decir la verdad a todos, sin temor al peligro o al daño de mis intereses personales, sólo podrán ser favorables. Habré de adquirir una firmeza de espíritu que me permitirá afrontar las situaciones más difíciles, que mantendrá mi presencia de ánimo en las circunstancias más inesperadas, que me dotará de particular sabiduría y conocimiento y dará a mi lengua una elocuencia irresistible. Animado por el amor a la verdad, mi entendimiento estará siempre vigoroso y alerta, libre de temores y curado de la indiferencia y la insipidez. Animado por el amor a la verdad y por una pasión inseparable de su naturaleza, el amor a la especie -la misma cosa bajo otro nombre- buscaré empeñosamente aquellas empresas que sean más conducentes al bien de mis semejantes, procuraré fervientemente el progreso del espíritu y trabajaré incesantemente por la extirpación del prejuicio.

¿Qué es lo que actualmente permite que infinidad de males se enseñoreen del mundo, tales como las supercherías, los perjurios, las intrigas, las guerras y demás vicios que inspiran horror y desprecio a los espíritus honestos e ilustrados? La cobardía. Porque mientras el vicio marcha erguido, en actitud desafiante, los hombres incontaminados no se atreven a denunciarlo con ese vigor y energía que alentaría al inocente y corregiría al culpable. Porque la mayoría de aquellos que se encuentran complicados en la escena y que, teniendo algún discernimiento, comprenden que las cosas que ocurren no son justas, reaccionan con excesiva tibieza y con una visión imperfecta de la realidad. Muchos, que descubren la impostura, son, sin embargo, tan insensatos que suponen que ella es necesaria a fin de mantener al mundo sujeto bajo un temor reverente, y que, siendo la verdad demasiado débil para dominar las turbulentas pasiones de los hombres, es propio llamar a la astucia y a la bellaquería como auxiliares del poder de aquella. Si todo individuo dijera hoy toda la verdad que conoce, dentro de tres años quedaría difícilmente una mentira subsistente en el mundo.

No debe temerse que la actitud que aquí propiciamos degenere en rudeza y brutalidad. Los motivos que la animarían ofrecen suficiente seguridad contra tales consecuencias. Yo digo a mi vecino una verdad desagradable, con la convicción de que ello es mi deber. Creo que es mi deber porque estoy seguro de que tiende a su beneficio. El motivo que me impulsa es, pues, el bien de mi prójimo y, siendo así, será imposible que no procure comunicarle mi impresión del modo más conveniente para no herir su susceptibilidad y para despertar sus sentimientos y energías morales. Por consiguiente, la cualidad más feliz, que contribuye a hacer grata la verdad, surge espontáneamente de la situación que acabamos de considerar. De acuerdo con los términos de nuestra tesis, la verdad debe decirse por amor a ella misma. Pero la expresión del rostro, de la voz, de los ademanes, constituyen otros tantos índices para la conciencia. Es pues difícil que la persona con quien converso deje de percibir que no me anima contra ella ninguna malignidad, envidia o resentimiento. Mis ademanes serán desenvueltos, en relación con la pureza de mis intenciones, al menos después de algunos pocos experimentos. Habrá franqueza en mi voz, fervor en mis gestos y bondad en mi corazón. Debe poseer un alma pervertida el que confunda una censura benéfica, hecha sin propósito avieso ni placer maligno, con el rencor y la aversión. Hay tal energía en la sinceridad de un espíritu virtuoso, que, ningún poder humano podrá resistir.

No he de considerar las objeciones del hombre sumergido en empresas y finalidades mundanas. El que no sepa que la virtud es mejor que la riqueza y los títulos, debe ser convencido con argumentos extraños a estas reflexiones.

Pero, se dirá, ¿no deben acaso ocultarse algunas verdades dolorosas a las personas que se hallan en una situación lamentable? ¿Informaremos a una mujer que sufre de peligrosa fiebre que su marido acaba de fracturarse el cráneo en una caída del caballo?

La mayor concesión que podemos hacer en este caso es admitir que semejante momento no es el más oportuno para comenzar a tratar como a un ser racional, a una persona que durante todo el curso de su existencia fue tratada como un niño. Pero en realidad, hay un modo que permite en tales circunstancias comunicar la verdad, pues si no se hiciera así, existirá siempre el peligro de que sea conocida de modo imprudente por la atolondrada charla de una fámula o la inocente sinceridad de un niño. ¿Cuántos artificios de hipocresía, ficción y falsedad habrán de emplearse para ocultar ese triste secreto? La verdad ha sido destinada, por la naturaleza de las cosas, para educar el espíritu en la firmeza, la humanidad y la virtud. ¿Quiénes somos nosotros para subvertir la naturaleza de las cosas y el sistema del universo, creando una especie de delicadas libélulas sobre las cuales jamás debe soplar la brisa de la sinceridad ni abatirse la tempestad del infortunio?

Pero la verdad puede a veces ser fatal para quien la dice. Un hombre que luchó en el bando del Pretendiente, en 1745, se vió obligado a huir solo cuando las circunstancias dispersaron a sus compañeros. De pronto se encontró con un destacamento de tropas leales que andaban en su busca, para prenderle; pero, desconociendo su persona, lo confundieron y le pidieron que les guiara en su búsqueda. El perseguido hizo lo que pudo por mantenerles en su error y de ese modo salvó la vida. Este caso, así como el anterior, constituye un caso extremo. Pero la respuesta más adecuada será probablemente la misma. Si alguien quiere conocerla, que piense hasta dónde podrá llevarle su aprobación de la conducta de la persona aludida. Los rebeldes, como se les llamaba, eran tratados, en el período a que se refiere el ejemplo citado, con la más extrema injusticia. Ese hombre, guiado quizá por los móviles más generosos, hubiera sido llevado a una muerte ignominiosa. Pero si él tenía derecho a salvarse por medio de una mentira, ¿por qué no tendrá igual derecho el miserable acusado de falsificación, que ha merecido el castigo, pero que siente en su conciencia la seguridad de tener en sí mismo inclinaciones y cualidades que harían de él un miembro útil de la sociedad? Ni siquiera es esencial la inclinación para ese supuesto. Siempre que existan cualidades propicias, será sin duda una flagrante injusticia de parte de la sociedad, el destruirlas en vez de buscar los medios para hacerlas útiles o inocentes. Si se acepta la conclusión sugerida, ocurrirá que, si un hombre ha cometido un crimen, lo mejor que podrá hacer, será cometer otro a fin de asegurarse la impunidad del primero. Pero, ¿por qué, cuando cientos de individuos se han resignado a ser mártires de los incomprensibles principios de una lamentable secta, ese hombre honrado de nuestro ejemplo no se ha dispuesto a sacrificarse en holocausto de la verdad? ¿Por qué hubo de comprar algunos años de vida miserable en el exilio, al precio de una mentira? Si se hubiera entregado a sus persecutores, si hubiera declarado ante sus jueces y ante el país: Yo, a quien vosotros creeis demasiado miserable y degenerado para merecer siquiera vivir, he preferido afrontar vuestra injusticia, antes que hacerme culpable de falsedad. Yo hubiera huído de vuestra tiranía e iniquidad, si me hubiera sido posible; pero, acosado por todas partes, no teniendo otro medio de salvación que la mentira, acepto gustoso todo cuanto vuestra perversidad puede inventar, antes que infligir una afrenta a la majestuosa verdad. ¿No se habría de ese modo honrado a sí mismo y ofrecido al mundo un noble ejemplo, compensando con mucho el mal de su muerte prematura? Debemos siempre cumplir con nuestro deber, sin sentimos preocupados por la indagación de si los demás cumplieron o dejaron de cumplir con el suyo.

Pero es preciso reconocer que no es ese el objeto fundamental del argumento en cuestión. Lo importante no consiste en el bien que haría con su sacrificio; ese bien sería precario. El gesto heroico, como desgraciadamente ha ocurrido en muchos otros casos semejantes, pudo caer cm el vacío. El objeto de la verdadera sabiduría, en el caso que estamos considerando, es el de pesar, no tanto por lo que se ha hecho, sino por lo que se ha evitado. No debemos hacemos culpables de insinceridad. No debemos tratar de obtener una cosa deseable por medios indignos. Debemos preferir el principio general a las mezquinas atracciones de un extravío momentáneo. Debemos percibir en la preservación de ese principio un resultado benéfico para el bien universal, que supere las posibles ventajas que podrían emanar del abandono de dicho principio. Si las leyes de gravedad y de impulsión no nos hicieran conocer las consecuencias de nuestros actos, seríamos incapaces de juicio e inferencia. Ello no es menos cierto en moral. El que habiéndose trazado un camino de sinceridad, se hace culpable de una sola desviación, afecta al conjunto de su conducta, contamina la franqueza y magnanimidad de su carácter (pues la intrepidez en la mentira constituye una bajeza) y es menos virtuoso que el enemigo contra el cual intenta defenderse; pues mi vecino es más virtuoso al confiar en mi aparente honestidad, que yo al abusar de su confianza. En el caso del martirologio, es necesario considerar dos aspectos. Por un lado constituye un mal en el cual no debemos incurrir por empecinamiento, pues no sabemos cuánto bien nos queda aún por hacer. Pero no debe ser evitado a costa de los principios, pues debemos cuidamos de atribuir desmesurado valor a nuestros esfuerzos, sUponiendo que la libertad quedará destruída si nosotros perecemos (1).




Notas

(1) El gran deber del secreto es aniquilado de modo similar. >Un hombre virtuoso no debe comprometerse a una acción de la cual se avergonzaría si el mundo entero fuese espectador de ella. Godwin examina brevemente el secreto de los demás y los secretos que deben guardarse para bien de la humanidad, y concluye que >no puede haber idea más indigna que la de que la verdad y la virtud tengan necesidad de buscar una alianza con la ocultación.

Siguen tres apéndices: I. De las relaciones entre el juicio y la virtud; II. Del modo de excluir visitantes; III. Objeto de la sinceridad.

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