Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO QUINTO

DEL LIBRE ALBEDRÍO Y DE LA NECESIDAD

Habiendo terminado la parte teórica de nuestra investigación, en tanto que fue necesario para establecer un fundamento de nuestros razonamientos respecto a las diversas provisiones de las instituciones políticas, podemos ahora proceder directamente a la consideración de tales provisiones. No estará demás, sin embargo, hacer aquí un paréntesis a fin de considerar los principios generales del espíritu humano que se hallan más íntimamente vinculados a los temas de nuestras disquisiciones políticas (1).

El más importante de dichos principios es el que afirma que todas las acciones son necesarias.

Muchos de los razonamientos que hasta aquí hemos expuesto, aun cuando se hallen invariablemente basados en tal doctrina, serán aceptados, en mérito a su evidencia intrínseca, por los propios partidarios del libre albedrío, pese a su oposición contra dicha doctrina. Pero no deben ser objeto de los investigadores políticos las cuestiones que se presenten superficialmente. Después de madura reflexión, se hallará que la doctrina de la necesidad moral implica consecuencias de trascendental importancia y conduce hacia una comprensión clara y abarcativa del hombre en la sociedad, la que probablemente no podrá ser alcanzada por la doctrina contraria. Fue necesario un severo método para que esa proposición fuese establecida por primera vez, como fundamento indispensable para la especulación moral de cualquier índole. Pero hay personas sinceramente dispuestas que, no obstante la evidencia que emana de esa doctrina, se sienten alarmadas por sus probables consecuencias, y será conveniente, en atención al error que sufren esas personas, demostrar que los razonamientos morales contenidos en la presente obra, no tienen más necesidad de la doctrina en cuestión, que cualquier otro razonamiento, sobre cualquier otro tema moral.

Para la justa comprensión de los argumentos que empleamos con ese objeto, es indispensable tener una idea clara acerca del significado del término necesidad". El que afirma que todas las acciones son necesarias, quiere significar que, si tenemos una concepción exacta y completa de todas las circunstancias en que se halló situado un ser vivo y pensante, veremos que no pudo actuar, en ningún momento de su existencia, sino del modo que lo hizo. De acuerdo con ese postulado, no hay en los hechos del espíritu nada indiferente, incierto o precario. El partidario de la libertad en el sentido filosófico se halla en dificultad para encontrar una salida a la cuestión. Para sostener su tesis, está obligado a negar la certeza entre el antecedente y la consecuencia. Allí donde todo es constante e invariable y los acontecimientos surgen uniformemente de las circunstancias en que tienen origen, no hay lugar para la libertad.

Es sabido que en los hechos del universo material, todo se halla sometido a esta necesidad. En esa esfera del conocimiento humano, la investigación tiende más decididamente a excluir el azar, a medida que aumentan nuestros conocimientos. Veamos cuál es la prueba que ha satisfecho a los pensadores a ese respecto. La única base firme de sus conclusiones ha sido la experiencia. Lo que ha inducido a los hombres a concebir el universo como gobernado por ciertas leyes y a formarse la idea de la necesaria relación entre ciertos hechos, ha sido la semejanza observada en el orden de sucesión. Si al contemplar dos acontecimientos sucediéndose el uno al otro, no hubiéramos tenido jamás oportunidad de contemplar la repetición de esa sucesión particular; si hubiésemos visto innumerables hechos en perpetua progresión, sin un orden aparente, de tal modo que nuestra observación nos permitiera prever, cuando apareciera uno de ellos, que otro hecho de determinada especie habrá de seguirle. jamás habríamos podido concebir la existencia de una relación necesaria, ni tener una idea correspondiente al término causa.

De ahí se deduce que todo lo que conocemos del universo material, estrictamente hablando, es una sugesión de hechos. Ello sugiere irresistiblemente a nuestra mente la idea de una relación abstracta. Cuando vemos que el sol sale invariablemente por la mañana y se pone por la noche, teniendo oportunidad de observar este fenómeno durante todo el período de nuestra existencia, no podemos evitar la conclusión de que existe cierta causa que produce la regularidad del hecho. Pero el principio o la virtud por los cuales un hecho se halla ligado a otro, están fuera del alcance de nuestros sentidos.

Tomemos una ilustración sencilla de esta verdad. ¿Puede suponerse que una persona dedicada a analizar y examinar la pólvora previera la posibilidad de que ésta estallara, antes de haber tenido una experiencia al respecto? ¿Podrá saberse, previamente a la experiencia, que un trozo de mármol, de superficie lisa y pulida, puede fácilmente ser roto, estando en posición horizontal, mientras que resistirá toda separación en posición vertical? El fenómeno más simple y el hecho más trivial, se hallan originalmente fuera de la captación de la inteligencia humana.

El grado de obscuridad que rodea este problema se debe a las circunstancias siguientes. Todo conocimiento humano es el resultado de la percepción. Nada conocemos de materia alguna, si no es a través de la experiencia. Si no se produjeran efectos, no habría objeto para nuestra inteligencia. Recogemos un número determinado de tales efectos y, debido a su comprobada regularidad, los reducimos a ciertas clasificaciones generales, que nos permiten formar una idea también general del agente que los produce. Debe admitirse que la definición de toda substancia -es decir algo que merece llamarse conocimiento respecto a ella- nos permite prevenir algunos de sus futuros efectos, por cuyo motivo la definición es, en cierto modo, una predicción. Sin embargo, cuando hemos obtenido la idea de impenetrabilidad, como fenómeno general de la materia, podemos predecir algunos de los efectos de la misma, pero hay otros acerca de los cuales nada podemos prever. En otras palabras, sólo conocemos aquellos efectos que han caído bajo nuestra observación y los que podemos inducir en la suposición que circunstancias similares producirán consecuencias semejantes, suposición fundada en la constancia de la sucesión de los hechos, registrada en nuestra pasada experiencia. Habiendo encontrado, por repetidas experiencias, que la substancia material tiene la propiedad de la inercia y que un objeto en estado de reposo pasa al estado de movimiento cuando es impelido por la fuerza de impulsión de otro objeto, carecemos aún de una observación particular que nos permita predecir los efectos específicos que resultarán de ese impulso, en cada uno de los cuerpos. Preguntad a un hombre que no conoce de la materia más que su propiedad general de impenetrabilidad, qué sucederá si un trozo esférico de materia chocara con otro de igual forma, y veréis cuán poco puede informarle su simple conocimiento de una propiedad general, acerca de las leyes particulares del movimiento. Supongamos que sabe que uno de esos objetos imprimirá movimiento al otro. ¿Pero qué cantidad de movimiento? ¿Qué efectos tendrá el impulso sobre la bola impelente? ¿ Continuará moviéndose en la misma dirección? ¿Se alejará en sentido opuesto? ¿Rodará en sentido oblicuo o bien permanecerá en estado de reposo? Todas esas eventualidades serán igualmente probables para quien no haya realizado previamente una serie de observaciones que le permitan predecir lo que habrá de ocurrir exactamente en este caso.

De esas observaciones podemos deducir con suficiente propiedad la especie de conocimientos que poseemos acerca de las leyes del universo. Ningún experimento, ningún razonamiento que podamos inducir podrá instruirnos jamás acerca del principio de causalidad o enseñarnos por qué razón ocurre que un acontecimiento producido en ciertas circunstancias, es siempre precursor de otro acontecimiento de determinada clase. Sin embargo, creemos razonablemente que esos acontecimientos se hallan relacionados entre sí por una perfecta necesidad y excluímos de nuestras ideas de materia y de movimiento, toda suposición relativa al azar o a un suceso inmotivado. Después de haber observado dos hechos constantemente ligados entre sí, la asociación de ideas nos obliga, cuando ocurre uno de ellos, a prever inmediatamente el otro; y puesto que esa previsión jamás nos engaña, y como el hecho futuro resulta siempre copia fiel de la sucesión ideal de los acontecimientos, es inevitable que esa especie de previsión se convierta en el fundamento general de nuestro conocimiento. No podemos dar un solo paso en ese sentido que no participe de la índole de esa operación del espíritu que llamamos abstracción. Hasta tanto no consideremos la salida del sol en el día de mañana como un hecho de la misma índole que el de su salida en el día de hoy, no podemos deducir de ello conclusiones similares. Corresponde a la ciencia llevar esa tarea de generalización hasta su más lejana consecuencia, reduciendo los diversos hechos del universo a un pequeño número de principios originales.

Tratemos de aplicar esos principios concernientes a la materia, a la ilustración de la teoría del espíritu. ¿Es posible descubrir aquí leyes generales, tal como en el ejemplo anterior? ¿Puede el intelecto ser objeto de la ciencia? ¿Podemos reducir los múltiples fenómenos del espíritu a ciertas categorías del pensamiento? Si se admite la respuesta afirmativa a esos interrogantes, la conclusión ineludible será que tanto el espíritu como la materia ofrecen una constante conjunción de acontecimientos, induciendo a la razonable presunción de que existe una relación necesaria entre ellas. Poco importa que no seamos capaces de percibir el fundamento de esa relación ni podamos explicar por qué ciertos conceptos o proposiciones, cuando se ofrecen ante el espíritu de un ser pensante, generan, como consecuencia necesaria, actos de volición o de movimiento animal; pues si es cierto lo que hemos expuesto más arriba, tampoco podemos percibir el fundamento de la relación existente entre dos hechos del mundo material, debiendo considerarse como un vulgar prejuicio la creencia común de que conocemos en realidad el fundamento de dicha relación.

Que el espíritu es un objeto de la ciencia puede inferirse de todas las ramas del saber y de la investigación que tienen como motivo el espíritu. ¿Qué especie de enseñanza o de ilustración nos ofrecería la historia si no existiera una razón de inferencia entre causas y efectos morales, si ciertas inclinaciones y tendencias no hubieran producido, en todas las edades y bajo todos los climas, determinada serie de actos, si no pudiéramos trazar la relación y el principio de unidad existente entre los caracteres, las acciones y propensiones de los hombres? Sería una instrucción de menor importancia que la que pudiéramos obtener leyendo una tabla cronológica, donde los acontecimientos sólo se hayan agrupado en el orden de sucesión temporal. Sin embargo, aunque el cronista haya descuidado la anotación de las íntimas relaciones que existieron entre los diversos sucesos, el espíritu del lector se empeña en establecer ese nexo, mediante la memoria y la imaginación. Pero la idea misma de tal relación jamás habría surgido en nuestra mente si no hubiéramos hallado en la experiencia el fundamento de dicha idea. Será absolutamente nula la enseñanza que obtengamos de la simple enumeración de hechos históricos, puesto que el conocimiento implica por naturaleza la clasificación y generalización de sus objetos. Y según la hipótesis que ahora examinamos, todos los objetos serían inconexos y aislados, sin posibilidad de base alguna para la inducción ni para los principios de la ciencia.

La idea correspondiente al término carácter implica inevitablemente el concepto de relación necesaria. El carácter de una persona es el resultado de una larga serie de impresiones comunicadas al espíritu, al que hacen objeto de ciertas modificaciones, permitiendo el conocimiento de las mismas predecir en cierto sentido la conducta del individuo. De ahí surge su temperamento y sus hábitos, respecto a los cuales admitimos razonablemente que no pueden ser anulados ni revertidos de un modo brusco y, si alguna vez se produce tal reversión, ello no ocurre accidentalmente, sino a consecuencia de alguna razón poderosa que persuade al espíritu o de algún hecho extraordinario que lo modifica. Si no existiera esa relación primitiva y esencial entre móviles y acciones y, lo que constituye una rama particular de ese principio, entre las acciones pasadas y las acciones futuras del hombre, no existiría nada semejante al carácter ni posibilidad alguna de inferir lo que los hombres pueden llegar a ser, teniendo en cuenta lo que han sido.

De esa misma idea de relación necesaria surgen todos los planes políticos mediante los cuales los hombres trazan cierta línea de acción encaminada a predominar sobre sus semejantes y a convertirlos en instrumentos de sus particulares propósitos. Todas las artes de la cortesanía y del halago; la especulación sobre los temores y las esperanzas de los hombres, parten de la suposición de que el espíritu se halla sometido a ciertas leyes y que, por consiguiente, si somos lo bastante diestros y constantes en el manejo de las causas, los efectos habrán de producirse ineludiblemente.

Finalmente, la idea de disciplina moral procede asimismo de ese principio. Si yo argumento, si exhorto y ofrezco ciertos estímulos a una persona, es porque creo que esos estímulos tienden a influir en su conducta. Si premiamos o castigamos a alguien, ya sea con el propósito de lograr su corrección o bien a título de ejemplo para los demás, es porque nos sentimos inclinados a creer que recompensas y castigos poseen la virtud de influir en los sentimientos y los actos de los hombres.

Sólo hay una objeción concebible contra la inferencia de estas premisas para la necesidad de las acciones humanas. Puede alegarse que aun cuando exista una efectiva relación entre móviles y acciones, esa relación no es, sin embargo, de índole precisa, y, por consiguiente, el espíritu retiene una posibilidad de acción inherente a sí mismo que le permite disolver a gusto esa relación. Así, por ejemplo, cuando expongo argumentos y razones a mi vecino, con el propósito de inducirle a cierto género de conducta, no lo hago sin cierta esperanza de éxito, pero no me siento muy decepcionado si mis esfuerzos no obtienen el efecto deseado. Hago de antemano la reserva de una cierta facultad de libertad que supongo que posee, la que finalmente es capaz de contrarrestar los propósitos mejor concebidos.

Pero esa objeción no afecta particularmente el caso del espíritu. Ocurre exactamente lo mismo con la materia. Conocemos sólo una parte de las premisas y, por consiguiente, sólo podemos pronunciarnos con incertidumbre acerca de las conclusiones. Un experimento físico, que ha sido realizado cien veces con éxito, puede fallar en la tentativa siguiente. ¿Pero qué deducirá el experimentador de ese hecho? No será indudablemente que sus retortas y sus materiales disponen de una libertad de elección que les permite burlar las previsiones mejor fundadas. Tampoco habrá de deducir que la relación entre causa y efecto es incierta y que parte de los efectos no responden a causa alguna. Deducirá, en cambio, que existía alguna causa cuyo conocimiento había escapado a su examen y que una investigación más atenta podrá poner en claro. Cuando la ciencia del universo material se hallaba en su infancia, los hombres se sentían dispuestos a atribuir todos los conocimientos al azar o a un accidente, pero cuanto más fueron ampliando el campo del estudio y la observación, más razones hallaron para concluir que todo ocurría de acuerdo con ciertas leyes necesarias y universales.

El caso del espíritu es por entero semejante. El político y el filósofo, pese a que especulativamente sostengan la opinión del libre albedrío, jamás piensan aplicarla en su concepción práctica de los hechos. Si ocurrió algún acontecimiento contrario a lo que ellos habían previsto, admiten buenamente que hubo algún error inobservado, algún hábito mental, algún prejuicio de educación, alguna particular asociación de ideas que burlaron su expectativa. Y si tienen temperamento activo y emprendedor, se empeñarán, lo mismo que el filósofo de la naturaleza, en descubrir el secreto resorte del hecho imprevisto.

Las reflexiones que acabamos de hacer en torno al principio de causalidad, no sólo nos facilitan argumentos sencillos y concluyentes en favor de la doctrina de la necesidad, sino que sugiere la razón obvia de por qué la doctrina opuesta constituye en cierto grado la opinión general de los hombres. Se ha demostrado que la idea de la necesaria relación entre hechos de determinada especie, es una lección que nos ha ofrecido la experiencia y el vulgo no llega jamás a la aplicación general de dicha idea, ni aún en los fenómenos del universo material. Incluso en los casos más simples y familiares, tales como la colisión entre dos objetos de forma esférica y la consecuencia de la misma, llégase a admitir la intervención del azar o de un hecho desprovisto de causa. En el caso citado, sin embargo, dado que tanto el impulso como su inmediata consecuencia son objeto de la observación de los sentidos, se cree percibir el principio absoluto que hace comunicar el movimiento de una bola a la otra. Pues ese mismo prejuicio y esa conclusión precipitada que nos induce a creer que hemos descubierto el principio del movimiento por la impresión directa de los sentidos, actúan en dirección opuesta con respecto a los objetos que no pueden ser sometidos al examen de los sentidos. Puesto que no es posible observar cómo una idea o una proposición sugeridas a la conciencia de un ser pensante, producen un movimiento físico, se llega a la conclusión de que no existe relación necesaria entre dicha idea y la acción consiguiente.

Pero si el vulgo es generalmente partidario del libre albedrío, no deja de estar fuertemente impresionado, aunque de modo incoherente, por la creencia en la doctrina de la necesidad. Es una observación bien conocida y justa que, si no existieran leyes generales rigiendo los hechos y las cosas del universo material, el hombre no habría llegado a ser jamás un ser pensante ni un ser moral. La mayor parte de los actos de nuestra vida son dirigidos por la previsión. El campesino siembra sus tierras y espera la cosecha al cabo de un período determinado, porque prevé la sucesión regular de las estaciones. No habría bondad en mi obsequio de víveres a los hambrientos, ni habría injusticia en el hecho de levantar mi espada contra mi amigo, si no se hubiera establecido la propiedad nutritiva del alimento y la propiedad mortífera de la espada.

La regularidad de los sucesos en el universo material no ofrece, sin embargo, de por sí, fundamento suficiente para la moral y la prudencia. La conducta voluntaria de nuestros semejantes entra en gran parte en casi todos los cálculos en que se fundan nuestros planes y nuestras decisiones. Si la conducta voluntaria, tanto como el impulso material, no estuviera sometida a las leyes generales incluídas en el sistema de causas y efectos, y no existiera un legítimo margen de predicción y de previsión, sería de poca utilidad la certeza de los hechos en el universo material. Pero en realidad, el espíritu pasa de una a otra esfera de especulación, sin separarlas en distintas clasificaciones y sin imaginar que la una o la otra pueden ofrecerles distintos grados de certeza. Así ocurre que el más inculto campesino o artesano es prácticamente un necesarista. El agricultor prevé con tanta seguridad la disposición del público en la compra de sus granos, cuando los lleve al mercado, como prevé la influencia de la naturaleza en la maduración de los mismos. El obrero sospecha tanto que su patrón cambie de opinión y no le pague el salario convenido, como puede sospechar que sus herramientas se nieguen hoy a cumplir las tareas que ayer realizaron satisfactoriamente (2).

Otro argumento en favor de la doctrina de la necesidad, no menos claro y concluyente que el de la consideración de causa y efecto, surge de una adecuada explicación de la naturaleza del movimiento voluntario. Los movimientos del reino animal se distribuyen en dos clases: movimiento voluntario y movimiento involuntario. El movimiento involuntario, ya sea concebido como teniendo lugar independientemente de la conciencia o bien como resultado de la percepción y el pensamiento, es llamado así porque sus consecuencias, en todo o en parte, no entraron en la consideración de la conciencia, en el momento de comenzar tal movimiento. Así, el llanto de un recién nacido no es menos involuntario que la circulación de la sangre, siendo imposible que sean previstos los primeros sonidos que resultan de la agitación del organismo, desde que la previsión es fruto de la experiencia.

De todas esas observaciones podemos deducir una explicación racional y consistente acerca de la naturaleza de la volición. El movimieñto voluntario es el que lleva inherente la previsión y fluye de la intención y el designio. La volición es la actitud de un ser inteligente cuya conciencia, habiendo sido afectada por la aprehensión de determinados fines a cumplir, produce ciertos movimientos de los miembros y órganos del organismo animal.

Los adeptos de la teoría de la libertad intelectual tienen aquí un dilema propuesto a su elección. Deben atribuir la libertad, esa relación imprecisa entre causas y efectos, bien a nuestros movimientos. voluntarios o bien a nuestros movimientos involuntarios. Ellos han tomado ya su determinación. Comprenden que atribuir la libertad a lo que es involuntario, aún cuando la hipótesis pudiera ser mantenida, sería completamente extraño a los grandes objetivos de la especulación moral, política y teológica. El hombre no sería en ningún sentido más qúe un instrumento, un ser pasivo, aún cuando se probara que todos sus movimientos involuntarios se producen de modo fortuito o caprichoso. Pero por otra parte, adscribir la libertad a nuestras acciones voluntarias, significa incurrir en una expresa contradicción de términos. Ningún movimiento es voluntario sino en la medida en que es fruto de la intención y el designio, surgiendo de la concepción de un fin a lograr. En tanto que se debe a un origen, será un acto involuntario. El recién nacido no prevé cosa alguna; por tanto, sus movimientos son involuntarios. Una persona adulta prevé ampliamente las consecuencias de sus acciones; por consiguiente, es un ser eminentemente racional y voluntario. Si una parte de mi conducta careciera de previsión acerca de sus consecuencias, ¿quién será capaz de atribuirlo a depravación y vicio? Jerjes obró con igual prudencia cuando ordenó castigar con mil latigazos las olas del Helesponto.

La verdad de la doctrina de la necesidad se hará más evidente aún, si la contrastamos con el absurdo de la hipótesis contraria. Uno de sus principales elementos es la autodeterminación. En un sentido imperfecto y popular, la libertad es el movimiento de nuestro organismo, resuelto por deliberación y juicio previo, que excluye toda presión externa. En el mismo sentido es comúnmente usado el término en las disquisiciones políticas y morales. Los peñsadores que han querido vindicar la libertad, no sólo para nuestros actos externos, sino también para los actos del espíritu, se han visto obligados a repetir el proceso. Se dice que nuestros actos externos son libres, cuando en verdad ellos resultan de una determinación de nuestro espíritu. Si nuestras voliciones o actos internos son igualmente libres, ellos deben ser de igual modo fruto de la determinación del espíritu, en otros términos, al decidir esos actos el espíritu se autodetermina. Ahora bien, nada puede ser más evidente que aquello en que el espíritu ejercita su libertad debe ser un acto del espíritu. De acuerdo con esa hipótesis, la libertad consiste en lo siguiente: que toda elección que hacemos es hecha por nosotrós y cada acto de nuestro espíritu es precedido y producido por otro acto del espíritu. Esto es tan cierto que en realidad el último acto producido no se considera libre en razón de alguna cualidad propia del mismo, sino porque el espíritu, al decidirlo, estaba auto determinado; es decir, porque le precedía otro acto del espíritu. El acto final resulta enteramente de la determinación de su predecesor. Es un acto completamente necesario y si buscamos la libertad, debemos referirnos al acto precedente. Pero ese acto precedente fue asimismo determinado por un acto del espíritu; o sea, que la volición fue elegida por otra volición precedente y, de acuerdo con el mismo razonamiento, aquella fue determinada por otra anterior. Todos los actos, excepto el primero, eran actos necesarios, siguiendo el uno al otro como los eslabones de una cadena. Pero tampoco ese acto primero era libre, a menos que el espíritu, al decidirlo, haya sido autodeterminado, es decir a menos que ese acto haya sido resuelto por otro acto anterior. Recorred, si os place, esa cadena en sentido inverso y veréis que cada acto es un acto necesario. Jamás descubriréis el acto que dé carácter de libertad al conjunto. Y si pudiera hallarse, sería una contradicción con su propia naturaleza.

Otra idea que pertenece a la hipótesis de la autodeterminación, es que el espíritu no se halla necesariamente inclinado en un sentido o en otro, en virtud de los móviles que ante él se ofrecen, por la claridad o la duda con que esos móviles son discernidos, ni por el temperamento o carácter que hábitos anteriores han generado, sino que, gracias a una actividad inherente al mismo, el espíritu es igualmente capaz de obrar de un modo o de otro, pasando de un estado anterior de indiferencia a una determinación. ¿Pero qué especie de actividad es esa que se halla igualmente dispuesta a todo género de acciones? Supongamos una porción de materia dotada de una propensión particular al movimiento. Esa propensión la impulsará a moverse en una dirección determinada, en cuyo caso deberá continuar moviéndose constantemente en esa dirección, a menos de ser detenida por una fuerza externa. O bien tenderá a moverse igualmente en todas direcciones, en cuyo caso la resultante será una perpetua inmovilidad.

Es tan vidente el absurdo de tal conclusión, que los partidarios de la libertad intelectual han tratado de modificarla, introduciendo un distingo. El móvil, dicen, es ciertamente, la ocasión, el sine qua non de la volición, pero carece de poder para compeler a la misma. Su influencia depende de la libre e incondicionada aceptación por parte del espíritu. Entre consideraciones y móviles opuestos, el espipíritu elige el que le place y mediante su elección puede convertir el móvil aparentemente más débil e insuficiente en el más fuerte. Pero esta hipótesis es en extremo inadecuada para el propósito que la inspiró. Los móviles deben tener una influencia necesaria e irresistible o no tener influencia de ninguna índole.

Pues, en primer lugar, debe recordarse que el fundamento o la razón de todo hecho, sea de la naturaleza que sea, deben estar contenidos en las circunstancias que precedieron ese hecho. El espíritu es supuesto en un estado inicial de indiferencia y por consiguiente no puede ser considerado como fuente primera de una decisión particular. Tenemos un móvil de una parte y otro móvil de otra y entre ambos se halla la verdadera facultad de elección. Pero donde existe tendencia a la elección, existen diversos grados de esa tendencia. Si tales grados son equivalentes, la elección no puede producirse: equivale a poner pesos iguales en cada uno de los platillos de la balanza. Si uno de ellos tiene mayor peso que el otro, es indudable que el primero prevalecerá. Cuando dos objetos se equilibran recíprocamente, el excedente de peso que se arroja en uno de los platillos, por pequeño que sea, es lo único que entra finalmente en consideración al decidir en un sentido el fiel de la balanza.

En segundo lugar, debe agregarse que, si el móvil no tiene una influencia necesaria, es completamente superfluo. El espíritu no puede elegir primeramente un móvil determinado y luego eludir sus consecuencias, pues en ese caso la preferencia pertenecerá siempre a la volición inicial. La determinación fue, en realidad, completa desde el primer momento y el motivo que surgió posteriormente pudo haber sido un pretexto, pero no la fuente real de la acción (3).

Finalmente, debe observarse, respecto a la hipótesis del libre albedrío, que todo el sistema es construído sobre una distinción, donde no hay diferencia alguna. A saber, entre las facultades intelectuales y las facultades activas del espíritu. Una filosofía misteriosa ha enseñado a los hombres que, cuando nuestro juicio ha percibido que determinado objeto era deseable, se requería la intervención de un poder extraño, a fin de poner el cuerpo en acción. Pero la razón no encuentra fundamento a semejante supuesto, ni puede concebir que no se produzca cierto movimiento corporal, cuando nuestro espíritu ha hecho la elección de un objetivo y existe la experiencia que dicho objetivo puede ser alcanzado. Sólo debemos atender al evidente significado de las palabras, para comprender que la voluntad es, tal como se ha dicho acertadamente, el último acto de la conciencia, uno de los diferentes casos de asociación de ideas. ¿Qué es, en efecto, la elección, sino la discriminación acerca de algo que es inherente o que se supone inherente a determinado objeto? Es el juicio, verdadero o falso, que hace el espíritu respecto a las cosas que se ofrecen ante el en una relación comparativa. Si esto es así, el libre albedrío no puede ser seriamente defendido por los escritores filosóficos, desde que nadie puede imaginar que seamos libres de sentir o de no sentir la impresión recibida por nuestros sentidos o de creer o no creer una proposición aceptada por nuestro entendimiento.

No será necesario agregar nada más a ese respecto, salvo una referencia circunstancial a la índole de los beneficios que nos traería el libre albedrío, en el supuesto de que esa libertad fuere posible. Siendo el hombre, tal como lo hemos demostrado, un sujeto gobernado por las aprehensiones de su juicio, no se requiere más, para hacerlo feliz y virtuoso, que perfeccionar su facultad de discernimiento. Pero, si el hombre poseyera una facultad independiente de su juicio, capaz de resistir por simple capricho a los más poderosos argumentos, la más esmerada educación y la enseñanza más cuidadosa serían completamente inútiles. Esa libertad sería el peor castigo y la peor maldición para el hombre, y la única esperanza de obtener un bien duradero para nuestra especie consistiría en aniquilar esa libertad, haciendo más estrecha la relación entre la conciencia y los actos externos. El hombre virtuoso se hallará siempre bajo el imperio de principios fijos e invariables, y un ser semejante al que concebimos bajo la idea de Dios, no podrá ejercer jamás esa libertad, es decir no podrá actuar jamás de un modo arbitrario y tiránico. De un modo absurdo, se presenta el libre albedrío como indispensable para que el espíritu pueda concebir principios morales. Pero lo cierto es que, en tanto que obramos con libertad, en tanto que procedemos con independencia de todo móvil, nuestra conducta es también independiente de la moral y de la razón, siendo imposible discernir elogio o censura a un proceder tan caprichoso.




Notas

(1) El lector que no sea afecto a especulaciones abstrusas, hallará las demás secciones de esta investigación suficientemente conectadas entre sí, sin necesidad de una referencia expresa al contenido de los capítulos de este libro.

(2) El lector hallará la substancia de estos argumentos, expuestos en forma más amplia en la Investigación relativa al entendimiento humano, de Hume, obra que constituye la tercera parte de sus Essays.

(3) La imposibilidad del libre albedrío es expuesta con gran vigor de razonamiento en la Investigación sobre la libertad de la voluntad, de Jonathan Edward.

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