Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO

DEL TIRANICIDIO

Un problema estrechamente vinculado a las formas de realizar una revolución y que ha sido ardientemente discutido por los pensadores politicos, es el del tiranicidio. Los moralistas de la antigüedad aprobaron calurosamente su práctica. Los modernos generalmente la han condenado.

Los argumentos esgrimidos en su favor se basan en un razonamiento sencillo. La justicia debe administrarse universalmente. Se aplica o se pretende aplicarla a los criminales de menor cuantia, mediante las leyes establecidas por la comunidad. Pero esos grandes criminales que subvierten la ley y pisotean las libertades humanas, se hallan fuera del alcance de la administración ordinaria de justicia. Si ésta es aplicada con parcialidad en algunos casos, de modo que el rico pueda oprimir impunemente a] pobre, es forzoso admitir que algunos ejemplos de esa especie no son suficientes para autorizar a tomarse la justicia por propia mano. Pero nadie podrá negar que los casos del usurpador y del déspota son enormemente más graves. Habiendo sido violadas todas las reglas de la sociedad civil y escarnecida la justicia en su propia fuente, cada ciudadano queda en libertad de ejecutar los decretos de la justicia eterna.

Sin embargo, cabe dudar si la destrucción de un tirano constituye una excepción de las reglas que deben ser observadas en ocasiones ordinarias. El tirano no se halla favorecido por ninguna santidad particular y puede ser muerto con tan pocos escrúpulos como cualquier otro individuo, cuando ello responda a la necesidad de repelar una violencia inmediata. En todos los demás casos, la eliminación de un culpable por una autoridad auto designada, no representa el procedimiento más adecuado para contrarrestar la injusticia. En primer lugar, o bien la nación, cuyo tirano queréis suprimir, se halla madura para la afirmación y defensa de su libertad o bien no se halla aún madura. Si lo está, el tirano debe ser depuesto, con la más amplia publicidad. Nada más impropio que un asunto relativo al bien general sea resuelto como si se tratara de algo turbio y vergonzoso. Cuando una acción fundada en las amplias bases de la justicia corriente se cumple al margen del escrutinio público, constituye una pésima lección ofrecida a la humanidad. El puñal y la pistola pueden ser tanto auxiliares de la virtud como del vicio. Proscribir toda violencia y emplear todos los medios de persuasión y enseñanza, son las más efectivas garantías que podemos tener en favor de un estado de cosas conforme a las exigencias de la razón y de la verdad.

Si la nación no se halla aún madura para la libertad, el hombre que asuma por sí mismo la responsabilidad de hacer justicia violentamente, mostrará sin duda el fervor de su alma y ganará cierto grado de notoriedad. No obtendrá fama, pues la mayoría de los hombres contempla tales actos con explicable horror y, por lo demás, su acto originará nuevas desgracias para su patria. Si la tentativa falla, el tirano se volverá diez veces más sanguinario, cruel y feroz que antes. Si tiene éxito y la tiranía es restaurada, ocurrirá lo mismo en cuanto a sus sucesores. En medio del clima del despotismo, puede brotar alguna virtud solitaria. Pero en medio de conspiraciones y acechanzas, no existe la verdad, ni la confianza, ni el amor a los hombres.

Por lo demás, se comprenderá el verdadero significado del problema, si se estudia a fondo la naturaleza del asesinato político. Se ha incurrido frecuentemente en error a ese respecto, debido a una consideración superficial de la cuestión. Si los apologistas del tiranicidio hubieran seguido al conspirador en sus sinuosas andanzas y observado su perpetua zozobra por el temor a que la verdad fuese descubierta, es probable que hubieran sido menos entusiastas en su aplauso. Ninguna otra actividad puede hallarse más abiertamente en pugna con la sinceridad y la franqueza. Como todo lo que es común al crimen y al vicio, se complace en la obscuridad. Rehuye la mirada penetrante de la sabiduría. Evita toda clase de preguntas, temblando incluso ante la más inocente. Aborrece la tranquila alegría y sólo se halla a gusto en medio de una hipocresía completa. Para engañar mejor, cambia incesantemente de lenguaje y de apariencia. Imaginad a los conspiradores arrodillados a los pies de César, antes de ejecutarlo. Toda la virtud de Bruto no basta para salvarlos de vuestra indignación.

No puede hallarse mejor ejemplo que el que estamos tratando, para demostrar el valor de la sinceridad general. Vemos cómo un acto concebido por los motivos más elevados contiene, sin embargo, en sí mismo, los gérmenes más opuestos a los principios esenciales de la justicia y el bien. Allí donde interviene el crimen, termina la confianza entre los hombres. De nada servirán las protestas y las invocaciones. Nadie presumirá conocer las intenciones de su vecino. Los límites que separaban el vicio de la virtud, quedan borrados. Pero el verdadero interés de la humanidad requiere precisamente que esos límites sean señalados más destacadamente. Toda moral procede de la acepción de algo cierto y evidente. Se afirmará y expandirá en la medida en que aquella distinción se marque en forma clara e inequívoca, y no existirá un momento más si esa distinción fuese destruida.

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