Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEGUNDO

DE LAS REVOLUCIONES

I

DEBER DEL CIUDADANO

Ninguna cuestión puede ser de mayor importancia que la que se ha presentado a muchos espíritus: hasta qué punto debemos realmente ser amigos de la revolución. O, en otros términos, es necesario resolver si se justifica que un hombre sea enemigo del régimen que gobierna su país.

Vivimos, se dice, bajo la protección de ese régimen. Siendo la protección un beneficio recibido, nos obliga en reciprocidad a sostener dicho régimen.

Podemos responder que esa protección es de índole sumamente equívoca. y hasta que no se demuestre que los males de cuyos efectos nos protege el régimen, no son en su mayor parte fruto del mismo, jamás comprenderemos qué porción de beneficio positivo nos depara aquella protección.

Por otra parte, como ya se ha demostrado, la gratitud, lejos de ser una virtud, es un vicio (1). Todo hombre o todo grupo de hombres deben ser tratados en relación con sus méritos y cualidades intrínsecas y no según una regla que sólo tiene significación en relación con nosotros mismos.

En tercer lugar, cabe agregar que la gratitud de que aquí se trata es de especie particularmente dudosa. La gratitud hacia un régimen o una constitución, hacia algo abstracto e imaginario es cosa completamente ininteligible. En cuanto al amor a mis conciudadanos, será probado con más eficacia mediante mis esfuerzos destinados a procurarles un beneficio substancial que mediante mi apoyo a un sistema que considero pletórico de consecuencias funestas para todos.

El que me exhorta a sostener la constitución vigente, debe fundar su requisitoria en uno de estos dos principios: o bien porque cree que esa constitución es excelente o por el hecho de que es británica.

En cuanto al primer motivo, nada hay que objetar. Todo lo que corresponde hacer, es probar la bondad alegada. Pero quizás se argumente que, aún cuando la constitución no sea enteramente satisfactoria, hay que tener en cuenta que, de la tentativa de derribarla resultarán mayes mayores que los que provienen del estado de cosas existente, parcialmente justo y parcialmente injusto. Si esto se probara con evidencia, indudablemente tendríamos que someternos. No podemos, sin embargo, juzgar respecto a la índole de los males aludidos sin realizar una investigación previa. Para algunos los males de una revolución parecerán mayores, para otros serán menores. Unos opinarán que los vicios que contiene la constitución inglesa son múltiples y graves, mientras otros los considerarán insignificantes. Antes que yo me decida entre esas opiniones divergentes, debo realizar mi propio examen. Pero el examen implica por su propia naturaleza la inseguridad del resultado. Si he de tomar de antemano una determinación, en favor de uno u otro bando, no realizaré, propiamente hablando, examen alguno. El que desea una revolución por la revolución misma, merece ser considerado como demente. El que la propugna por hallarse convencido de su necesidad y utilidad colectiva, es acreedor a nuestra estimación y a nuestro respeto.

En cuanto a la demanda de sostener la constitución inglesa por el mero hecho de que sea inglesa, constituye una apelación muy poco convincente. Es de igual valor que el hecho de ser cristiano por haber nacido en Inglaterra o mahometano por haber visto la luz en Turquía. En lugar de significar una expresión de respeto, constituye el mayor desprecio de todas las formas de gobierno, de religión y de virtud y de todo cuanto es sagrado para los hombres. Si hay algo que merece llamarse verdad, ha de ser superior al error. Si existe una facultad denominada razón, es menester ejercitarla. Pero aquella demanda considera la verdad como cosa absolutamente indiferente y me prohibe hacer uso de la razón. Si los hombres piensan y razonan, puede ocurrir que tanto un inglés como un turco encuentren que su gobierno es detestable y que su religión es falsa. ¿Con qué objeto hemos de emplear la razón, si debemos ocultar cuidadosamente las conclusiones a que nos conduce? ¿Cómo hubieran alcanzado los hombres sus actuales conquistas, si se hubieran satisfecho con las formas de sociedad que encontraron al nacer? En una palabra, o bien la razón es la maldición de nuestra especie y la naturaleza del hombre debe ser contemplada con horror; o bien debemos ejercitar nuestro entendimiento y actuar de acuerdo con sus dictados, siguiendo a la verdad, sea cual fuere la conclusión a que nos lleve. No podrá llevamos hacia el mal, desde que la utilidad, como corresponde entre seres inteligentes, es la única base de la verdad política y moral.

II

MODOS DE REALIZAR REVOLUCIONES

Pero volvamos a la investigación acerca del modo de efectuar revoluciones. Si es verdad que no existe cuestión más importante que ésta, afortunadamente no es menos cierto que pocas admiten, como ella, una respuesta más completa y satisfactoria. Las revoluciones que un filántropo desearía presenciar o a las cuales prestaría su cooperación con la mejor voluntad, son las que consisten principalmente en un cambio de los sentimientos y disposiciones de los habitantes de un país. Los verdaderos instrumentos que determinan ese cambio en las opiniones de los hombres, son los argumentos y la persuasión. La mejor seguridad de un resultado benéfico, se halla en una libre y amplia discusión. En ese terreno, la verdad siempre saldrá victoriosa. Si, por consiguiente, queremos mejorar el estado social en que vivimos, debemos damos a la tarea de escribir, argumentar, discutir. En tal empresa, no hay pausa ni término. Todos los recursos de la inteligencia deben ser empleados, no ya de modo espectacular a fin de atraer la atención de nuestros conciudadanos, ni únicamente con el objeto persuasivo de hacerles participar de nuestras opiniones, sino, principalmente, con el de eliminar toda traba al pensamiento y abrir de par en par las puertas del templo de la ciencia y de la investigación a fin de permitir la entrada en él a todos los seres humanos.

Todos los procedimientos que puedan emplearse con igual probabilidad de éxito en favor de las soluciones opuestas de una misma cuestión, se liarán siempre sospechosos ante una mente reflexiva. De ahí que contemplemos con aversión todo recurso a la violencia. Cuando descendemos al terreno de la lucha violenta, abandonamos de hecho el campo de la verdad y libramos la decisión al azar y al ciego capricho. La falange de la razón es invencible. Sus avances son lentos pero incontenibles: nada puede resistirla. Pero cuando dejamos de lado los argumentos y echamos mano a la espada, la situación cambia por completo. En medio del bárbaro fragor de la guerra, del clamoroso estrépito de las luchas civiles, ¿quién podrá predecir si el desenlace será miserable o venturoso?

Debemos, pues, distinguir cuidadosamente entre la acción de instruir al pueblo y la de excitarlo. La indignación, el furor y el odio deben siempre ser desplazados. Todo lo que debemos propiciar es pensamiento sereno, claro dicernimiento e intrépida discusión. ¿Por qué fueron las revoluciones de América y de Francia expresión unánime de casi todas las capas de la población, sin divergencias (si tenemos en cuenta las grandes multitudes que en ellas intervinieron), mientras que nuestra resistencia contra Carlos I dividió a la nación en dos partes enconadas? Porque esta acción tuvo lugar en el siglo XVII, mientras que aquellas revoluciones ocurrieron a fines del siglo XVIII. Porque én los casos de América y Francia, la filosofía había difundido ampliamente los principios de libertad política; porque Sydney y Locke, Montesquieu y Rousseau habían persuadido a la mayoría de los espíritus acerca de los males de la tiranía. Si esas revoluciones se hubieran producido más tarde aún, no se hubiera derramado quizás la sangre de un solo ciudadano, ni se habría producido un sólo caso de arbitrariedad y violencia.

Existen, pues, dos principios que debe siempre llevar en su mente todo aquel que desee ardientemente la regeneración de la especie humana. Por Un lado, es preciso asignar importancia a la labor de cada hora, en la grande y permanente tarea de descubrir y difundir la verdad; y por el otro, admitir con plena conciencia el lapso indefinido de tiempo que se requiere antes de llevar la teoría a la realidad. Es probable, sin embargo,. que, a pesar de toda prudente precaución, la multitud se anticipe al lentO progreso de los espíritus, sin que por eso debamos condenar las revoluciones que se produzcan algún tiempo antes de su perfecta madurez. Pero es indudable que se evitarán muchas tentativas prematuras y se evitará mucha violencia inútil, si se cumple debidamente la tarea de preparación previa de las conciencias.

III

DE LAS ASOCIACIONES POLÍTICAS

Naturalmente surge aquí la cuestión relativa a la conveniencia de asociaciones populares cuyo objeto consiste en efectuar un cambio en las instituciones políticas. Ha de observarse que nos referimos en este caso a las asociaciones voluntarias de ciertos miembros de la comunidad, destinadas a dar cierto peso e influencia a las opiniones que sustentan dichos miembros, de cuyo peso e influencia carecen los individuos aislados o no confederados. Esto no tiene, pues, nada de común con el otro problema que consiste en que, dentro de toda sociedad bien organizada, cada individuo ha de tener su participación, tanto de índole deliberativa como ejecutiva; pues siendo la sociedad un conjunto subdividido en diversas secciones y departamentos, la importancia social de cada individuo ha de hallar su debida expresión, de acuerdo con reglas de imparcialidad, sin privilegio alguno y sin el arbitrario acuerdo de una asociación accidental.

En cuanto a las sociedades políticas en el sentido arriba expuesto, nos ofrecen materia de objeciones que, si bien no implican una condena indiscriminada de las mismas, tienden a reducir al menos nuestro interés por su creación.

En primer término, las revoluciones se originan menos en las fuerzas del conjunto del pueblo que en la concepción de los hombres dotados de cierto grado de conocimiento y reflexión. Hablo expresamente del origen, pues es indudable, por otra parte, que las revoluciones son determinadas finalmente por la voluntad de la gran mayoría de la nación. Es propio de la verdad la difusión de sus principios. Pero la dificultad consiste en distinguirlos en su fase primitiva y en presentarlos luego en esa forma clara e inequívoca que obliga al consenso universal. Esta tarea corresponde necesariamente a un reducido núcleo de personas. Tal como existe actualmente la sociedad, los hombres se dividen en dos clases: los que disponen del ocio necesario para el estudio, y los que sufren el apremio de las necesidades que los obligan a un constante trabajo material. Es sin duda deseable que ésta última participe en ese sentido de los privilegios de la anterior. Pero en tanto que prestamos nuestro ferviente apoyo a las más generosas demandas de igualdad, debemos cuidarnos mucho de provocar males mayores que los que deseamos eliminar. Guardémonos mucho de propagar el odio ciego, en lugar de la justicia, pues las consecuencias de ese error son siempre temibles. Sólo los hombres reflexivos y estudiosos pueden avizorar los futuros acontecimientos. Concebir una forma de sociedad totalmente diferente de la actual y juzgar acerca de las ventajas que de esa transformación resultarán para todos los hombres, es prerrogativa de algunas mentes privilegiadas. Cuando el cuadro del futuro bienestar ha sido descubierto por los espíritus más profundos, no puede esperarse que las multitudes lo comprendan antes de que transcurra algún tiempo. Es necesaria intensa divulgación, lecturas y conversaciones frecuentes, para que se familiaricen con esa posibilidad. Las nuevas ideas descienden gradualmente desde las mentes más esclarecidas hasta las menos cultivadas. El que comienza con ardientes exhortaciones al pueblo, demuestra conocer muy poco acerca del progreso del espíritu humano. La brusquedad puede favorecer un propósito siniestro, pero la verdadera sabiduría se adapta mejor a un lento pero incesante avance.

Los asuntos humanos, como otros tantos eslabones de la gran cadena de la necesidad, armonizan y se adaptan admirablemente los unos a los otros. Como el pueblo debe dar el paso final en el progreso de la justicia, necesita relativamente menos preparación para aceptar sus conclusiones. Pocos y superficiales son los prejuicios que lo dominan. Son las capas superiores de la sociedad las que hallan o creen hallar ventajas en la injusticia y las que se muestran ansiosas de defender el orden existente. Para justificar su conducta acuden a la sofística y se convierten en encarnizados adalides de los errores que ellos mismos han hecho fructificar. Los hombres del vulgo no se sienten ligados por iguales intereses y si se someten al imperio de la iniquidad, es sólo por hábito o por falta de reflexión. Ellos no necesitan tanto la enseñanza para admitir la verdad como el ejemplo para realizarla. Muy pocas razones bastan para convencerlos cuando ven a los hombres generosos y sabios abrazar la causa de la justicia. Un corto período es suficiente para inculcarles sentimientos de libertad y patriotismo.

Por otra parte, es preciso que las asociaciones se constituyan con extremo cuidado, para no convertirse en instrumentos de desorden. Basta, a veces, la jovialidad de un festín, para dar lugar a tumultos. El contagio de las opiniones y del entusiasmo que suele producirse en reuniones numerosas, especialmente cuando las pasiones de los concurrentes no se hallan frenadas por el pensamiento, da lugar a menudo a hechos que la reflexión serena jamás podrá aprobar. Nada más bárbaro, más sanguinario y cruel, que un populacho desenfrenado. En cambio, el pensamiento sereno prepara siempre el camino a la aceptación pública de la verdad. El que quiera ser fundador de una República debe ser insensible, como Bruto, a las más imperiosas pasiones humanas.

Se impone aún una importante distinción en lo relativo a la creación de asociaciones. Los que se hallan descontentos con el gobierno de su país, pueden tender, bien a la corrección de antiguas injusticias o a la oposición contra nuevos abusos. Ambos objetos son legítimos. Las personas sabias y virtuosas deben contemplar las cosas tales como son y juzgar las instituciones de su patria con la misma franqueza e imparcialidad que si tratase de una remota página de historia.

Cada uno de esos motivos de oposición debe ser objeto de distinta forma de acción. En el primer caso, se ha de proceder con cierta suavidad y lentitud. El segundo requiere una actividad más intensa. Es propio de la verdad confiar en la eficacia de su virtud intrínseca, oponiendo a la violencia la fuerza de la convicción antes que el poder de las armas. Un hombre oprimido, víctima de la injusticia, merece sin embargo nuestro apoyo de un modo particular, apoyo que será más efectivo si se presta con el esfuerzo de muchos. A ese fin se requiere una oportuna e inequívoca exposición de opiniones, lo cual, desde luego, aboga en favor de cierta forma de asociación, siempre que no se descuide el orden y la paz general.

Pocas cuestiones de índole política son de tanta importancia como las que aquí discutimos. Ningún error más deplorable que el que nos indujera a emplear medios inmorales y perniciosos, en defensa de una causa justa. Se podrá alegar que la asociación es el único recurso posible para armar el sentimiento de una nación contra los artificios de sus opresores. ¿Para qué armarlo? ¿Para qué provocar una conmoción general que puede llevar a las más desastrosas consecuencias? ¿Para, qué cargar a la verdad con un peso que no le corresponde, un peso que necesariamente ha de producir cierta desviación, un odio ciego, e ignorante celo? Si tratamos de imponer prematuramente el triunfo de tal verdad, nos exponemos a un alumbramiento abortivo y monstruoso. Si poseemos, en cambio, el tesón y la paciencia necesarios para secundar el progreso natural y paulatino de la verdad, sin emplear otros argumentos que los que sean dignos de ella, el resultado será tan espléndido como seguro.

Una respuesta similar merece el alegato referente a la necesidad de asociaciones para expresar la opinión del pueblo. ¿Qué especie de opinión, es esa que necesita de cierta brusca violencia para obligarle a surgir desu escondrijo? Los sentimientos de los hombres sólo adquieren una forma externamente vaga cuando su concepción es aún incierta dentro de sus espíritus. Cuando un hombre tiene una precisa comprensión de sus propias ideas, hallará la manera más adecuada de expresarlas. No nos precipitemos. Si el pensamiento que en estado embrionario albergo en mi mente, participa de la verdad, es indudable que, con el tiempo, ganará en vigor y relieve. Si queréis contribuir a su más rápido desarrollo, hacedlo mediante una sabia enseñanza, pero no pretendáis atribuirme otra opinión, que deseaseis fuera mía. Si el pueblo no expresa hoy su opinión, no dejará de hacerlo mañana; pues ella aún no ha madurado suficientemente y nada ganaremos con atribuirle ideas que no son realmente suyas. Por lo demás, pretender ocultar el verdadero sentir del pueblo, sería tan insensato como querer ocultar a todos los habitantes de Inglaterra, extender un manto sobre sus ciudades y aldeas y hacer pasar el país por un desierto.

Estos recursos son propios de hombres que no tienen confianza en el poder de la verdad. Podrá parecer algunas veces que la verdad ha muerto, pero ella no tardará en resurgir con renovado vigor. Si en ciertas, ocasiones no ha dado lugar a una convicción gradual y firme, ha sido porque fue expuesta en forma vacilante, obscura y pusilánime. Las páginas que contengan una terminante demostración de los verdaderos intereses de los hombres en sociedad, no dejarán de producir un cambio total en las relaciones humanas, a menos que se destruyera el papel en que estuviesen escritas o el que pudiera servir a ese efecto. Aún entonces podríamos repetir su contenido tantas veces y tan extensamente como nos fuera posible. Pero si intentásemos algo distinto a la difusión de la verdad, demostraríamos sólo que no habíamos comprendido su real significado.

Tales son los razonamientos que decidirán nuestra opinión acerca de las asociaciones en general y que determinarán nuestra actitud ante cada caso concreto que se nos presente. Pero, si de acuerdo con lo expuesto se deduce que la asociación no es en modo alguno deseable, hay ciertos casos que deben considerarse con indulgencia y moderación. Existe un solo modo de promover el bien de los hombres y ese modo es el único que debe emplearse en todos los casos. Pero los hombres son seres imperfectos y hay ciertos errores propios de nuestra especie que un espíritu prudente contemplará con tolerancia y comprensión. Siendo las asociaciones medios intrínsecamente erróneos, debemos evitarlos en la medida que sea posible. Pero no podemos olvidar que, en medio de la crisis de una revolución, son generalmente inevitables. En tanto que las ideas maduran lentamente, el celo y la imaginación suelen adelantarse con exeso. La sabiduría procurará siempre detener esa precipitación y, si los adeptos de aquéllas fueran numerosos, lo conseguirá en grado suficiente para prevenir trágicas consecuencias. Pero cuando la violencia estalla de un modo irrevocable, la sabiduría nos impone colocarnos siempre del lado de la verdad, sea cual fuera la confusión en torno de ella, ayudando a su triunfo con los mejores medios que las circunstancias del caso permiten.

Por otra parte, si la asociación, en el sentido corriente del término, debe considerarse como un medio de naturaleza peligrosa, debe tenerse en cuenta que las relaciones constantes, en un círculo más reducido y entre personas que han despertado ya al conocimiento de la verdad, son de indiscutible valor. Actualmente reina un ambiente de fría reserva que aleja al hombre del hombre. Hay cierto artificio cuya práctica permite a los individuos relacionarse, sin comunicación recíproca de sus pensamientos y sin contribuciÓn a su mutuo mejoramiento espiritual. Existe una especie de táctica doméstica cuyo objeto es precavernos permanentemente contra toda curiosidad del prójimo, manteniendo conversaciones superficiales que oculten siempre nuestros sentimientos y nuestras opiniones. Nada anhela más ardientemente el filántropo que eliminar esa duplicidad y esa reserva. No es posible albergar amor por la especie humana, sin aprovechar toda relación con un semejante para servir del mejor modo a esa noble causa. Entre los motivos hacia los cuales tratará de atraer la atención, ocupará el primer lugar el referido a la política. Los libros tienen, por su propia naturaleza, una influencia limitada, si bien, a causa de su continuidad, su exposición metódica y su facilidad de acceso merecen un lugar de primer orden. Pero no debemos confiar demasiado en su eficacia. Los que se hallan alejados de toda lectura, constituyen una imponente mayoría. Además, los libros ofrecen cierta frialdad formal para muchos lectores. Se examinan con cierto malhumor las ideas de los insolentes innovadores, sin ningún deseo de abrir la mente a la lógica de sus argumentos. Hace falta mucho coraje para aventurarse en caminos intransitados y para poner en tela de juicio ciertos dogmas de acatamiento general. Pero la conversación nos habitúa a escuchar diversidad de ideas y de opiniones, nOs obliga a ejercitar la atención y la paciencia y da elasticidad y ligereza a nuestras disquisiciones. Si rememora su propia historia intelectual, todo hombre pensante reconocerá que debe las sugestiones más fecundas a ideas captadas en animados coloquios.

Se desprende de ello que la promoción de los mejores intereses de la humanidad depende en alto grado de la libertad de las relaciones sociales. Supongamos que cierto número de individuos, después de haber nutrido debidamente su inteligencia mediante el estudio y la reflexión, deciden intercambiar impresiones, conocimientos, conjeturas, procurando ayudarse mutuamente, con toda franqueza, a resolver dificultades y a disipar dudas. Supongamos que esas personas, así preparadas mediante su recíproca enseñanza, se lancen por el mundo a difundir, con claridad, sencillez y modo cautivador, los verdaderos principios de la sociedad humana. Supongamos que sus oyentes se sientan a su vez impulsados a repetir esas verdades entre los más allegados. Tendremos entonces la amplia visión de un estado de cosas en que la verdad gana constantemente terreno, sin el peligro que significan los medios de difusión inadecuados. La razón será ampliamente propagada, en lugar de la simpatía impulsiva e irracional. Nunca será probablemente más útil y animada una discusión que cuando tiene lugar en una conversación entre dos personas. Igualmente puede ser fructífera si se desarrolla en pequeñas sociedades amistosas. ¿Acaso su pequeñez numérica ha de impedir que perduren y se multipliquen? Por el contrario, es probable que llegue un tiempo en que constituyan una institución universal. Mostrad a los hombres las ventajas de la discusión política libre de enemistad y de vehemencia y veréis que la belleza del espectáculo hará pronto contagioso el espectáculo. Cada uno establecerá comunicación con su vecino. Todos estarán ansiosos de decir y de escuchar lo que sea pertinente al interés común. Serán suprimidos del templo de la verdad los torreones y los cerrojos. Los escarpados pasos de la ciencia, antes difíciles de seguir, serán puestos a nivel. El conocimiento se hará accesible a todos. La sabiduría será un patrimonio del cual nadie se verá excluído, salvo por propio empecinamiento. Si tales ideas no pueden realizarse plenamente hasta tanto la desigualdad de condiciones y la tiranía de los gobiernos sean atenuadas, ello no constituye una razón contra la práctica de tan hermoso sistema. El mejoramiento de los individuos y la reforma de las instituciones políticas tienden a ejercer entre sí una recíproca influencia. La verdad y sobre todo la verdad política, sólo es de difícil captación gracias a la arrogancia de sus maestros. Si su progreso ha sido demasiado lento, fue porque su estudio fue relegado a doctores y jurisconsultos. Si ha ejercido escasa influencia sobre la conducta de los hombres, se debió a que no se ha permitido una apelación sencilla y directa al entendimiento de todos. Eliminad esos obstáculos, haced de la verdad un patrimonio común, convertidla en un motivo de práctica cotidiana y veréis cuán infinitamente benéficas serán las consecuencias.

Pero esas benéficas consecuencias sólo serán fruto de la discusión independiente e imparcial. Si aquellos pequeños y sinceros círculos de investigadores, desprovistos de ambiciones, fuesen absorbidos por la turbulenta corriente de las grandes y ruidosas asambleas, las oportunidades de perfección quedarían de inmediato eliminadas. Las felices diferencias de concepto, que tan eficazmente contribuyen a producir la agudeza mental, se habrían perdido. El temor a disentir con nuestros coasociados cohibe la expansión del pensamiento. Se produce entonces una aparente uniformidad de opiniones, de las que en realidad nadie participa por convicción propia, pero que arrastra a todos, como un oleaje irresistible. Los clubs, en el viejo sentido inglés -es decir reuniones periódicas de círculos pequeños e independientes, pueden admitirse como adecuados para el sistema arriba expuesto. Pero dejarán de tener valor desde que se sometan al enorme aparato de una confederación con sus comités de dirección y de correspondencia. Los hombres deben unirse para investigar en común, no para obligarse mutuamente por la fuerza. La verdad rechaza la alianza de multitudes regimentadas.

Estará demás agregar que las personas consagradas a las funciones que aquí censuramos son generalmente guiadas por las intenciones más generosas y las más nobles finalidades. Sería altamente injusto confundir a esas personas en un repudio indiscriminado, en razón de la peligrosa tendencia que su actividad implica. Pero, precisamente en atención a la pureza de sus principios e intenciones, es deseable que reflexionen seriamente sobre la naturaleza de los medios que ponen en acción. Sería muy doloroso que los mejores amigos del bien de la humanidad se colocasen, debido a una imprudencia de su conducta, en las propias filas de sus enemigos.

De lo que ha sido dicho resulta claramente evidente que es totalmente infundado el temor de que surjan la precipitación y la violencia de la acción desarrollada por los defensores ilustrados de la justicia política. Pero se ha opuesto contra ellos un reparo basado en la supuesta inconveniencia de inculcar al pueblo la necesidad de resistir ocasionalmente la autoridad del gobierno. La obediencia -dicen esos críticos- es la regla; la resistencia es la excepción. ¿Puede haber algo más absurdo que insistir constantemente con vehemencia sobre un medio al que sólo una extrema necesidad nos obligará a recurrir? (2).

Ha sido demostrado ya que la obediencia -esto es, el sometimiento de nuestro juicio a la voz de la autoridad- es una regla a la cual no es deseable conformar la conducta de los hombres. Es verdad que la tranquilidad y el orden, un estado de cosas en qUe el hombre es menos perturbado por la violencia en el ejercicio de su juicio personal, es un fin que no cesaremos nunca de alentar. Pero los principios aquí expuestos no tienen tendencia alguna a alterar tal estado de cosas.

No existe ciertamente una verdad que convenga ocultar por razones de interés general. Debemos reconocer que algunos principios, en sí verdaderos, pueden ofrecer el aspecto de la falsedad si se les separa de la doctrina que les da valor. Pero ese no es en modo alguno el caso de lo que aquí sostenemos. Enseñar a los hombres los principios generales sobre cuya base debieran construirse todas las instituciones políticas, no significa difundir una información parcial. Descubrir la verdad acerca de sus genuinos intereses y ayudarles a concebir un orden social más equitativo y menos corrompido que el presente, no es inculcar una rara excepción de una regla general. Si hay algún gobierno que debe su estabilidad a la ignorancia, tal gobierno es una maldición para los hombres. A medida que éstos sean más conscientes de sus verdaderos intereses, su conducta será cada vez más juiciosa, tanto en la acción propia como en la tolerancia hacia sus semejantes, lo cual representará el mayor bien para todos. El hombre cuyo espíritu ha sido educado bajo los dictados de la razón, será el último de los individuos que se convierta en rudo agresor del bien común.

IV

DE LAS REFORMAS DESEABLES

He ahí otra cuestión que no puede menos de preocupar a los partidarios de la reforma social. ¿Debemos procurar que esa reforma se realice gradualmente o de una sola vez? Ninguno de los términos del dilema nos ofrece la solución justa.

Nada es más perjudicial a la causa de la verdad que presentarla de un modo imperfecto y parcial a la atención de los hombres. Ofrecida en su conjunto y en todo su esplendor, la verdad no dejará de impresionar los espíritus de un modo decisivo; parcelada y obscurecida, sólo beneficiará a sus adversarios. Surgirán objeciones aparentemente plausibles, que una impresión de conjunto disiparía inmediatamente. Todo lo que constituye un límite a la verdad es un error y, por consiguiente, toda visión parcial de la verdad incluye necesariamente cierta mezcla de error. Muchas ideas son excelentes, como partes de una vasta concepción general; pero consideradas aisladamente no sólo dejan de ser valiosas, sino que se convierten en positivamente falsas. En esa guerra de escaramuzas con el error, la victoria será siempre dudosa y los hombres llegarán a persuadirse de que, o bien la verdad tiene en sí misma poco valor o bien el intelecto humano es tan débil que el descubrimiento de la verdad se halla decisivamente fuera de su alcance ...

Cuando una reforma parcial procede de su causa legítima, el progreso de la sociedad en la conquista de la verdad merece generalmente nuestro aplauso. El hombre es producto de sus hábitos. El mejoramiento gradual constituye una destacada ley de su naturaleza. Así, cuando la comunidad llega a realizar determinada etapa del progreso, esa etapa tiene a su vez la virtud de contribuir a una mayor ilustración de los hombres, haciendo con ello posible nuestros avances. Es natural que adoptemos como guía una verdad monitora y que, conducidos por ella, marchemos hacia las regiones aún inexploradas.

Hay ciertamente circunstancias en que un mejoramiento gradual constituye la única alternativa entre rigidez estática y reforma. El intelecto humano navega sobre el mar infinito de la verdad y aun cuando avance constantemente, su viaje jamás tendrá término. Si, por consiguiente, hemos de esperar hasta lograr una transformación tan definitiva, que no requiera ningún cambio ulterior, permaneceremos en perpetua inacción. Cuando la comunidad o una parte decisiva de la misma ha comprendido suficientemente ciertos principios relativos a la sociedad, puede considerarse que ha llegado el momento de llevar dichos principios a la práctica ...

Estas ideas no implican, como podrá parecer a la primera intención, que la revolución se halla a una distancia inconmensurable. Es propio de los asuntos humanos que los grandes cambios se produzcan repentinamente, que los más importantes descubrimientos se realicen de modo inesperado, a modo de accidente. Formar la mente de un joven, procurar inculcar nuevas ideas en la de una persona madura, parece significar una tarea de poca trascendencia, pero sus frutos no dejarán de hacerse sentir en forma sorprendente. El imperio de la verdad llega sin pompa ni ostentación. La simiente de la virtud germina siempre, aún cuando parezca haberse secado ...




Notas

(1) Libro II, cap. II.

(2) Este argumento, casi con las mismas palabras, puede encontrarse en el Essay on Passive Obedience, de Hume, en sus Essays, parte II, ensayo XIII.

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