Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO

DE LA RESISTENCIA

En el curso de nuestras consideraciones acerca de la autoridad política, hemos demostrado que todo individuo está obligado a resistir cualquier acción injusta de parte de la comunidad. ¿Pero quién será juez de esa injusticia? La cuestión se contesta por sí misma: el criterio personal de cada uno. Si así no fuera, aquella conclusión sería inocua, puesto que no existe un juez infalible ante el cual someter nuestras controversias de orden moral. Estamos obligados en ese caso a consultar con nuestra conciencia, por la misma razón que debemos consultarla en cualquier otro aspecto esencial de nuestra conducta.

¿Pero no es esta una posición necesariamente subversiva de todo gobierno? ¿Qué poder puede gobernar allí donde nadie se siente obligado a obedecer, o al menos donde cada cual consulta primeramente su propio criterio y sólo acepta la ley en la medida que la cree justa? La idea esencial del gobierno implica una autoridad que predomina sobre toda determinación personal; ¿cómo puede permitirse, pues, el ilimitado ejercicio del juicio privado? ¿Qué clase de orden existirá en una comunidad cuyos integrantes estén habituados a actuar siempre según su propio criterio y a quienes se enseña, además, a resistir las decisiones del conjunto, cuando consideren que éstas se oponen a los dictados de la fantasía de cada uno?

La respuesta adecuada a estos interrogantes se hallará en la observación con que iniciamos nuestro razonamiento acerca de la índole del gobierno, al afirmar que esa institución tan decantada no es otra cosa que un sistema mediante el cual un hombre o un grupo de hombres imponen por la violencia sus opiniones a los demás, violencia necesaria sólo en casos de particular emergencia. Suponiendo que la cuestión consista simplemente en la fuerza de la comunidad por una parte y la fuerza de que disponga un individuo en el intento de resistir las decisiones de aquella, es evidente que el resultado será cierta supremacía de la autoridad. Pero no son estos los verdaderas términos del problema.

Está claro, sin duda, que aún cuando sea deber inalienable de cada individuo ejercer su juicio personal, ello queda considerablemente limitado en la práctica por el solo hecho de la existencia de un gobierno. La fuerza que la comunidad pone en manos de quienes la ejercitan en la injusticia y el despojo y el influjo que ese poder tiene en la determinación de la conducta de los hombres, constituyen argumentos que nada tienen que ver con la razón universal, sino con la precaria interferencia de individuos falibles. Pero no es eso todo. Sin anticipar los diversos géneros de resistencia y la elección que es nuestro deber hacer al respecto, es evidente que mi conducta será materialmente alterada por el temor de que si obro de un modo determinado, tendré contra mí un conjunto de fuerzas adversas. Por consiguiente, podemos concluir que el mejor gobierno es aquel que no interfiere en el ejercicio del juicio personal, salvo en casos de absoluta necesidad.

Las maneras como un individuo puede oponerse a una medida que su conciencia desaprueba, son de dos especies: por la acción o por la palabra. ¿Deberá recurrir a la primera en toda oportunidad? Es absurdo siquiera suponerlo. El objeto de todo individuo virtuoso, es el bien general. ¿Pero cómo podrá realizarlo el que se halle dispuesto a malgastar sus energías en cualquier ocasión trivial, sacrificando incluso su vida, sin ninguna posibilidad de bien público?

Pero vamos a suponer que tal persona se reserve para la oportunidad de un gran acontecimiento y entonces, indiferente al éxito, que sólo atrae a los espíritus mezquinos, se embarca generosamente en una empresa en que sólo tiene probabilidad de perecer. Se convertirá entonces en mártir de la verdad. Cree firmemente que tan noble ejemplo producirá honda impresión en el espíritu de sus conciudadanos y los hará despertar de su letargo.

La cuestión relativa al martirologio es de índole complicada. Prefiero convencer a los hombres con mis argumentos antes que seducirlos con mi ejemplo. Difícilmente podré prever las oportunidades de ser útil a mis semejantes que el porvenir pueda depararme. Pero es harto probable que los servicios múltiples y cOntinuados serán más convenientes para ellos que otros brillantes, pero transitorios. Presentada así la cuestión, un hombre realmente sabio no habrá de vacilar ante la tentación de hacer la ofrenda voluntaria de su vida. Cuando el sacrificio se convierte en un deber indeclinable; cuando sólo se puede evitar al precio de una absoluta dejación de principios y una flagrante traición a la verdad, sabrá afrontarlo con la más perfecta entereza. No lo eludió antes por debilidad de carácter. Cuando llegue el momento supremo, sabrá ser digno de la veneración que la humanidad ha conferido a la intrepidez de los que se sacrifican por una causa justa. Sabe que nada es tan esencial a la virtud como Un completo desprecio de los intereses personales.

Son numerosas las objeciones que se presentan contra el empleo efectivo de la fuerza, cuando no existen probabilidades de éxito. Tales tentativas no pueden realizarse sin poner en riesgo la vida de más de una persona. Cierto número de amigos y de enemigos han de caer víctimas de la intempestiva empresa. Esta será considerada por los contemporáneos y registrada por la historia como un inoportuno estallido de pasiones y servirá más bien como freno que como estímulo para los adeptos de la justicia. La verdad no debe sus progresos al frenesí del entusiasmo, sino al tranquilo, sagaz y reflexivo esfuerzo de la razón.

Pero supongamos que existen considerables probabilidades de éxito y que hay motivos para esperar que una decidida acción de violencia pueda alcanzar en breve plazo sus objetivos. Pero aún entonces debemos antes reflexionar. La fuerza ha sido siempre un instrumento detestable y si su uso es malo en manos de un gobierno, no cambiará de esencia por el hecho de ser empleada por una banda de patriotas. Si defendemos la causa de la verdad, no hay que dudar de que, si exponemos con constancia y celo las razones que nos asisten, alcanzaremos el mismo propósito por medios mucho más suaves y liberales (1).

En una palabra, es necesario recordar aquí lo que dejamos establecido al referirnos a la doctrina de la fuerza en general; esto es, que no debe emplearse sino en los casos. en que cualquier otro medio resulte vano. Particularmente en lo relativo a la resistencia contra el gobierno, la fuerza jamás debe ser empleada si no se producen casos de extrema necesidad, similares a los de legítima defensa, cuando nos hallamos en la obligación de defender nuestra vida contra los ataques de un malvado, cuando no hay posibilidad de otra salida y cuando las consecuencias inmediatas pueden sernos fatales.

La historia del Rey Carlos I ofrece instructivos ejemplos al respecto. El designio primitivo de sus adversarios fue limitar su poder dentro de una precisa y estrecha demarcación. Después de varios años de lucha, ese objetivo fue finalmente alcanzado por el Parlamento de 1640, sin efusión de sangre (salvo el único caso de lord Strafford) y sin conmociones. Posteriormente se concibió la idea de derribar la monarquía y las jerarquías de Inglaterra, lo cual se hallaba evidentemente en oposición con las opiniones de la mayoría del país. Admitiendo que dicho propósito fuera en sí mismo altamente meritorio, no se debió llevar la cuestión hasta el punto de precipitar una sangrienta guerra civil.

Pero si ha de evitarse a toda costa el empleo de la fuerza, ¿de qué naturaleza es la resistencia que debemos oponer siempre a toda expresión de injusticia? La única resistencia que estamos obligados a ejercer consiste en la difusión de la verdad, en el repudio más claro y explícito de todo proceder que a nuestro juicio sea contrario al verdadero interés de la humanidad. Estoy obligado a difundir sin reservas todos los principios de que tengo conocimiento y que son susceptibles de ser útiles a mis semejantes; se trata de un deber que he de cumplir en todas las circunstancias y con la más perseverante constancia. Mi obligación consiste en desglosar el complejo sistema de la verdad politica y moral, sin suprimir ninguno de sus términos, con el pretexto de que pueda parecer demasiado audaz o paradójico, lo que quitaría al conjunto esa completa e irresistible evidencia, sin la cual sus efectos serán necesariamente vacilantes, inciertos y parciales.




Notas

(1) En el capítulo siguiente se discute más ampliamente este caso.

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