Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IX

Tal es la vasta ruta popular de la emancipación real y total, accesible a todos y, por consiguiente, realmente popular, ruta de la revolución social anarquista que surge por sí misma del seno del pueblo, destruyendo todo lo que se opone al desborde generoso de la vida del pueblo a fin de crear luego, desde las profundidades mismas del alma popular, las nuevas formas de la vida social libre.

La ruta de los señores metafísicos es completamente diferente. Llamamos metafísicos no sólo a los discípulos de la doctrina de Hegel que no son más que un puñado en la tierra, sino también a los positivistas y, en general, a todos los propagandistas de la diosa de la ciencia de nuestros días; en general todos los que, de una manera o de otra, fuese por medio del estudio más meticuloso, por lo demás siempre necesariamente imperfecto, del pasado y del presente, se han creado un ideal de organización social en la cual, como moderno Procusto, quieren encerrar, cueste lo que cueste, la vida de las generaciones futuras; en una palabra, todos los que no consideran el pensamiento, la ciencia como una de las manifestaciones esenciales de la vida natural y social, sino que restringen hasta tal grado esa pobre vida que no ven en ella más que la manifestación práctica de su pensamiento y de su ciencia, naturalmente siempre imperfecta.

Metafísicos o positivistas, todos esos caballeros de la ciencia y del pensamiento, en nombre de los cuales se consideran llamados a prescribir leyes a la vida, son, consciente o inconscientemente, reaccionarios. Es muy fácil demostrarlo.

Sin hablar de la metafísica en general, de la que no se ocuparon en la época de su boga más brillante sino muy pocas gentes, la ciencia en el sentido más amplio de la palabra, la ciencia seria y que merece tal nombre, no es accesible en la hora actual más que a una minoría insignificante. Así, por ejemplo, entre nosotros en Rusia ¿cuántos pueden contarse como sabios serios en una población de 80 millones? Se podría quizás hablar de un millar de personas que se ocupan de las ciencias, pero apenas se encuentran algunos centenares a quienes se podría considerar como hombres de ciencia serios. Pero si la ciencia debe prescribir las leyes de la vida, habría la gran mayoría de los millones de hombres que tendrán que ser regidos por un centenar o dos de sabios; en el fondo, sería por un número mucho menor, porque no son todas las ciencias las que hacen al hombre capaz de administrar la sociedad, sino más bien la ciencia de las ciencias, el coronamiento de todas las ciencias -la sociología- que presupone, en el caso del feliz sabio, conocimientos serios previos de todas las demás ciencias. ¿Existen muchos sabios de ese género no sólo en Rusia, sino en toda Europa?

¡Tal vez veinte o treinta en total! ¿Y esos veinte o treinta sabios deberán administrar todo un mundo? ¿Se puede imaginar uno un despotismo más absurdo y más abyecto?

Es ante todo más que probable que esos treinta sabios se desgarrarán mutuamente y que si se unen, será e expensas de la humanidad entera. Por su esencia misma todo sabio está inclinado hacia toda suerte de perversidad intelectual y moral, y su principal vicio es la exageración de sus conocimientos, de su propio intelecto y el desprecio de todos los que no saben. Dadle la administración en sus manos y se convertirá en el tirano más insoportable, porque el orgullo del sabio es repugnante, ultrajante y es más opresivo que cualquier otro. Ser esclavos de pedantes, ¡qué destino para la humanidad! Dadles plena libertad y comenzarán a hacer sobre la humanidad las mismas experiencias que hacen actualmente en provecho de la ciencia sobre los conejos y los perros.

Respetemos a los sabios según sus méritos, pero por la salvación de su inteligencia y de su moralidad, no les demos ningún privilegio social y no les reconozcamos ningún otro derecho que el derecho que todos poseen, el de la libertad de profesar sus convicciones, sus pensamientos y sus conocimientos. No hay que darles ni a ellos ni a nadie el poder, porque al que está investido de un poder se volverá, inevitablemente, por la ley social inmutable, un opresor y un explotador de la sociedad.

Pero se nos dirá: la ciencia no será siempre el patrimonio de un pequeño número; llegará el tiempo en que será accesible a todos. Y bien, estamos lejos de ello y antes de que suene esa hora tendrán que realizarse gran número de trastornos sociales. Y hasta entonces, ¿quién querrá poner su suerte en manos de los sabios, de los sacerdotes de la ciencia? ¿Por qué arrancarla entonces de manos de los sacerdotes cristianos?

Nos parece que se engañan profundamente los que imaginan que todos serán igualmente sabios después de la revolución social. La ciencia como ciencia -mañana lo mismo que hoy- será una de las numerosas especialidades sociales con esta sola diferencia, que esa especialidad, accesible hoy a los individuos pertenecientes a las clases privilegiadas solamente, será luego, cuando desaparezcan las distinciones de clase para siempre, accesible a todos los que tengan vocación o deseo de estudiar, pero no a expensas del trabajo común manual que será obligatorio para todos.

Un patrimonio común será sólo la instrucción científica general y sobre todo la enseñanza del método científico, el hábito de pensar, es decir, de generalizar los hechos y de deducir conclusiones más o menos correctas. Pero habrá siempre un pequeño número de cerebros enciclopédicos y por consiguiente de sabios sociólogos. ¡Ay de la humanidad si el pensamiento se convirtiese en la fuente y en el único director de la vida, si las ciencias y el estudio se pusieran a la cabeza de la administración social! La vida se desecaría y la sociedad humana se transformaría en un rebaño mudo y servil. La administración de la vida por la ciencia no tendría otro resultado que el embrutecimiento de la humanidad.

Nosotros, revolucionarios-anarquistas, defensores de la educación del pueblo entero, de la emancipación y del desenvolvimiento más vasto de la vida social, y por consiguiente enemigos del Estado y de toda estatización, en oposición a todos los metafísicos, positivistas y a todos los adoradores sabios o profanos de la diosa Ciencia, afirmamos que la vida natural y social precede siempre al pensamiento que no es más que una de sus funciones, pero nunca su resultado; que se desarrolla de su propia profundidad inagotable por una serie de hechos diferentes y no de reflejos abstractos y que estos últimos, producidos siempre por ella, pero no lo contrario, indican sólo, como los postes kilométricos, su dirección y las diferentes fases de su desenvolvimiento propio e independiente.

De acuerdo con esa convicción nosotros no sólo no tenemos la intención o el menor deseo de imponer a nuestro pueblo o a cualquier otro pueblo tal o cual ideal de organización social, leído en los libros o inventado por nosotros mismos, sino que, convencidos de que las masas del pueblo llevan en sí mismas, en sus instintos más o menos desarrollados por la historia, en sus necesidades cotidianas y en sus aspiraciones conscientes o inconscientes, todos los elementos de su organización normal del porvenir, buscamos ese ideal en el seno mismo del pueblo; y como todo poder estatista, todo gobierno debe por su esencia misma y por su situación al margen del pueblo y sobre él, aspirar inevitablemente a subordinarlo a una organización y a fines que le son extraños, nos declaramos enemigos de todo poder gubernamental y estatista, enemigos de toda organización estatista en general y consideramos que el pueblo no podrá ser feliz y libre más que cuando, organizándose de abajo a arriba por medio de asociaciones independientes y absolutamente libres y al margen de toda tutela oficial, pero no al margen de las influencias diferentes e igualmente libres de hombres y de partidos, cree él mismo su propia vida.

Tales son las convicciones de los revolucionarios sociales y por eso se nos llama anarquistas. Nosotros no protestamos contra esa denominación, porque somos realmente enemigos de toda autoridad, porque sabemos que el poder corrompe tanto a los que están investidos de él como a los que están obligados a sometérsele. Bajo su influencia nefasta, los unos se convierten en tiranos vanidosos y codiciosos, en explotadores de la sociedad en provecho de sus propias personas o de su clase; los otros en esclavos. Los idealistas de todo matiz, los metafísicos, los positivistas, los defensores de la hegemonía de la ciencia sobre la vida, los revolucionarios doctrinarios, todos juntos soportan con el mismo ardor, bien que con argumentos diferentes, la idea del Estado y del poder estatista, viendo en ésta y según ellos del todo lógicamente, la única salvación de la sociedad. Del todo lógicamente, porque una vez adoptado el principio fundamental de que el pensamiento precede a la vida, principio absolutamente falso, según nosotros, que la teoría precede a la práctica social, y que por consiguiente la ciencia sociológica debe ser el punto de partida para reorganizaciones y revoluciones sociales, son forzados necesariamente a concluir que, puesto que el pensamiento, la teoría, la ciencia -al menos en la hora actual- constituyen el patrimonio de un pequeño número, y como ese pequeño número debe administrar la vida social, no sólo debe estimular, sino dirigir todos los movimientos nacionales, y al día siguiente de la revolución la nueva organización de la sociedad deberá ser creada, no por medio de la libre unión de abajo a arriba de las asociaciones del pueblo, de las comunas, de los cantones, de las provincias -de acuerdo con las necesidades e instintos del pueblo--, sino exclusivamente por el poder dictatorial de esa minoría sabia que pretende expresar la voluntad del pueblo.

Es sobre la ficción de esa pretendida representación del pueblo y sobre el hecho real de la administración de las masas populares por un puñado insignificante de privilegiados, elegidos o no elegidos por las muchedumbres reunidas en las elecciones y que no saben nunca por qué y por quién votan; sobre esa pretendida expresión abstracta que se imagina ser el pensamiento y la voluntad de todo un pueblo y de la cual el pueblo real y viviente no tiene la menor idea, sobre la que se basan igualmente la teoría estatista y la teoría de la llamada dictadura revolucionaria.

La única diferencia que existe entre la dictadura revolucionaria y el estatismo no está más que en la forma exterior.

En cuanto al fondo, representan ambos el mismo principio de la administración de la mayoría por la minoría en nombre de la pretendida estupidez de la primera y de la pretendida inteligencia de la última. Son por consiguente igualmente reaccionarias, pues el resultado de una y de otra es la afirmación directa e infalible de los privilegios políticos y económicos de la minoría dirigente y de la esclavitud política y económica de las masas del pueblo.

Está claro ahora por qué los revolucionarios doctrinarios, que tienen por misión destruir el poder y el sistema actuales a fin de crear sobre sus ruinas su propia dictadura, no han sido jamás y no serán nunca los enemigos, sino al contrario han sido y serán siempre los defensores más ardientes del Estado. No son enemigos más que del poder actual, porque quieren ponerse en su lugar; son enemigos de las instituciones políticas de hoy porque excluyen la posibilidad de su dictadura, pero son, sin embargo, los amigos más ardientes del poder estatista sin cuyo mantenimiento la revolución, que libertó definitivamente las grandes masas del pueblo, habría quitado a esa minoría pseudo-revolucionaria toda esperanza de encadenarlas a un nuevo carro y de colmarlas de beneficios por sus medidas gubernamentales.

Y es tan justo que hoy, cuando la reacción triunfa en toda Europa, cuando todos los Estados, obsesionados por el instinto más rencoroso de su propia conservación y de la opresión del pueblo, armados hasta los dientes de una triple armadura -militar, policial y financiera- y aprestándose, bajo el comando supremo del príncipe de Bismarck, a una lucha encarnizada contra la revolución social; hoy, que se habría podido creer que todos los revolucionarios sinceros deberían unirse para rechazar el ataque desesperado de la reacción internacional, hoy, decimos, vemos al contrario que los revolucionarios doctrinarios bajo el comando del señor Marx apoyan en todas partes al estatismo y a los estatistas contra la revolución del pueblo.

Desde 1870 apoyaron en Francia al estadista republicano reaccionario Gambetta, contra la Liga revolucionaria del mediodía, que era la única que podía salvar a Francia del sometimiento alemán y de una coalición aun más peligrosa y hoy triunfante de los clericales, los legitimistas, los orleanistas y los bonapartistas. En Italia guiñan los ojos a Garibaldi y a los restos del partido de Mazzini; en España han tomado abiertamente el partido de Castelar, de Pí y Margall y de la Constituyente de Madrid; y, en fin, en Alemania y alrededor de Alemania, en Austria, Suiza, Holanda y Dinamarca están al servicio del príncipe de Bismarck a quien consideran, según sus propias opiniones, un militante revolucionario muy útil y a quien sostienen en la obra de pangermanización de todos esos países.

Está claro ahora por qué los señores doctores en filosofía de la escuela de Hegel, a pesar de todo su revolucionarismo rimbombante en el mundo de las ideas abstractas, demostraron ser en realidad, en 1848 y 1849, no revolucionarios sino en el mayor número de los casos reaccionarios, y por qué actualmente la mayoría de ellos se han vuelto partidarios encarnizados del príncipe de Bismarck.

Pero en esos años 1830-,1850 su pseudo-revolucionarismo, que no ha podido ser experimentado por parte alguna, halló mucha fe. Ellos mismos creían en él, aunque no lo manifestaban sobre todo más que en obras, demasiado abstractas, de manera que el gobierno no le prestaba atención alguna.

Tal vez comprendía ya entonces que trabajaban para él.

Por otra parte el gobierno aspiraba incesantemente a conseguir su fin principal, la fundación, primero, de la hegemonía prusiana en Alemania y luego la sumisión pura y simple de toda la Alemania a su dominación indivisible por una vía que le parecía más provechosa y más favorable que la vía de las reformas liberales o tan sólo del estímulo de la ciencia alemana, a saber, por la ruta económica sobre la que encontraría además las ardientes simpatías de toda la rica burguesía comercial e industrial, del mundo financiero judío, de toda Alemania, pues la prosperidad de la una y de la otra exigía inevitablemente una profunda centralización estatista. Vemos hoy, a título de confirmación, el ejemplo de la Suiza alemana en donde los grandes industriales y banqueros comienzan claramente a expresar sus simpatías por la unión política más íntima con el enorme mercado alemán, es decir, con el imperio pangermánico que obra sobre todos los pequeños Estados limítrofes con la fuerza magnética y absorbente de una serpiente boa.

La primera idea de la institución de una unión aduanera no pertenece por lo demás a Prusia, sino a Baviera y a Würtenberg que concertaron entre sí tal unión ya en 1828.

Prusia se apoderó pronto de esa idea y de su realización.

Existían antes en Alemania tantas aduanas y tantos reglamentos fiscales como Estados que la componían. Esa situación era realmente insostenible y tuvo por consecuencia el estancamiento de todo el comercio y toda la industria alemana. Por eso Prusia, al aferrarse con su mano poderosa a la unión aduanera de Alemania, prestó verdaderamente un gran servicio a ésta. En 1836 ya y bajo la dirección suprema de Prusia, los ducados de Hesse, Baviera, Würtenberg, Sajonia, Turingia, Bade, Nassau y la ciudad libre de Francfort, con un total de más de 27 millones de habitantes, se adhirieron a esa unión. No quedaba más que Hannover, los ducados de Mecklenburg y de Oldenburg, las ciudades libres de Hamburgo, de Lübeck y de Bremen y, en fin, todo el imperio austriaco.

Es justamente la exclusión del imperio austríaco de la unión aduanera alemana lo que constituía el interés esencial de Prusia, porque esa exclusión, económica solamente al principio, debía implicar luego su exclusión política.

Hacia 1840 comienza el tercer período del liberalismo alemán. Es muy difícil de caracterizado. Es excepcionalmente rico en desenvolvimientos variados de las tendencias más diversas de escuelas, de intereses y de pensamientos, pero igualmente pobre en hechos. Está lleno con la personalidad descabezada y con los escritos caóticos del rey Federico Guillermo IV, que heredó el trono de su padre precisamente en el año 1840.

La actitud de Prusia con respecto a Rusia cambió completamente bajo su reinado. Contrariamente a su padre y a su hermano, el emperador actual de Alemania, el nuevo rey, odiaba al emperador Nicolás. Lo pagó después bien caro y debió arrepentirse pública y amargamente, pero ni el diablo le asustaba al principio de su reinado. Semisabio, semipoeta, atacado de una debilidad fisiológica y borracho hecho y derecho. Protector y amigo de los románticos ambulantes y de los patriotas pangermanizantes, fue durante los últimos años de la vida de su padre la esperanza de los patriotas alemanes. Todos tenían esperanzas de que otorgaría la constitución.

El primer acto fue una amnistía completa. Nicolás frunció las cejas, pero al contrario toda Alemania aplaudió y las esperanzas liberales se acentuaban. La constitución, sin embargo, no fue otorgada; al contrario, dio a luz tantas perogrulladas -políticas, románticas, teutónicas- que los alemanes quedaron en ayunas.

Y, sin embargo, la cosa era muy simple. Vanidoso, ambicioso, agitado, al mismo tiempo incapaz en maestría y en negocios, Federico Guillermo IV era un epicúreo, un libertino, un romántico o un tonto en un trono. Como toda persona incapaz para cualquier cosa real, no dudaba sobre nada.

Le parecía que el poder real, en la vocación divina y mística en que creía sinceramente, le daba el derecho y la fuerza para hacer absolutamente todo lo que se le metiera en la cabeza, contra toda lógica y todas las leyes de la naturaleza y de la sociedad para realizar lo imposible y unir los inconciliables.

Es así como quiso que la libertad más absoluta reinase en Prusia, pero permaneciendo ilimitado al mismo tiempo el poder real, para que su capricho no fuera obstacuIizado de modo alguno. Con ese espíritu comenzó a decretar la constitución, primero para las provincias, y después, en 1847, promulgó algo del género de una Constitución común. Pero no había nada de serio en todo eso. No había más que una sola cosa: por sus tentativas incesantes, completando una a la otra y contradiciéndose recíprocamente, volvió al viejo régimen y puso en fermentación a todos sus súbditos, desde el primero al último. Todos se pusieron a esperar algo.

Ese algo, fue la revolución de 1848. Todos sentían su proximidad no sólo en Francia, en Italia, sino en Alemania también; sí, precisamente en Alemania que, durante ese tercer período, entre 1840 y 1848 tuvo tiempo de infiltrarse del espíritu francés de rebelión. Ese estado de espíritu francés no era de ningún modo obstaculizado por el hegelianismo que, al contrario, gustaba de expresar en lengua francesa, naturalmente con una torpeza suficiente y con un acento alemán, sus conclusiones revolucionarias abstractas. Nunca leyó tanto Alemania las obras francesas como en ese período. Se habría creído que había olvidado su propia literatura. Al contrario, la literatura francesa, sobre todo la literatura revolucionaria, penetró en todas partes. La historia de los girondinos de Lamartine, las obras de Lous Blanc y de Michelet fueron traducidas en lengua alemana al mismo tiempo que las últimas novelas. Y los alemanes comenzaron a soñar con héroes de la revolución francesa y se repartían los papeles para el porvenir: uno se imaginaba ser Dantón o el amable Camilo Desmoulins, otro Robespierre o Saint Just, otro en fin Marat. Pero nadie quería ser él mismo, porque para eso habría sido preciso estar dotado de una naturaleza real. Pero los alemanes poseen todos el pensamiento profundo y los sentimientos exaltados, en cambio no poseen naturaleza, y si la tienen, ¡pues bien! es servil.

Muchos literatos alemanes, queriendo seguir el ejemplo de Heine y de Borne, ya muerto, se trasladaron a París. Los más notables entre ellos fueron el doctor Arnold Ruge, el poeta Herwegh y K. Marx. Quisieron primeramente editar juntos una revista, pero desarmonizaron muy pronto. Los dos últimos eran ya socialistas.

Alemania no había comenzado a interesarse en las ciencias sociales más que hacia 1840-50. El profesor vienés Stein ha sido el primero en escribir sobre este asunto un libro alemán. Pero el primer socialista, o más bien comunista, alemán práctico fue indudablemente el sastre Weitling, que llegó al comienzo de 1843 a Suiza desde París, donde había sido miembro de la sociedad secreta de los comunistas franceses. Fundó muchas sociedades comunistas entre los artesanos alemanes de Suiza, pero a fin de 1843 fue entregado a Prusia por el jefe de entonces del cantón de Zurich, señor Bluntschli, hoy jurisconsulto célebre y profesor de Derecho en Alemania.

Pero el propagandista principal del socialismo en Alemania, clandestinamente primero y públicamente después, fUe Karl Marx.

El señor Marx desempeñó y desempeña aún un papel demasiado importante en el movimiento socialista del proletariado alemán, para que se pueda pasar por alto esa individualidad notable sin tratar de describirla por algunos rasgos característicos.

El señor Marx es judío de origen. Reune en sí todas las cualidades y todos los defectos de esa raza capaz. Nervioso hasta la poltronería, según algunos, es excesivamente ambicioso y vanidoso, pendenciero, intolerante y absoluto como Jehová, el dios de sus antepasados, y, como él, vindicativo hasta la demencia. No hay mentira ni calumnia que no sea capaz de inventar y de difundir contra el que ha tenido la desgracia de suscitar en él la envidia o, lo que viene a ser lo mismo, el odio. Y no hay intriga innoble ante la cual pueda detenerse si, en su opinión, por lo demás casi siempre errónea, esa intriga puede servir para reforzar su posición, su influencia o para la difusión de su fuerza. En este sentido, es un político consumado.

Tales son sus cualidades negativas. Pero tiene sus cualidades positivas. Es muy inteligente y excesivamente sabio.

Doctor en Filosofía, era ya en Colonia hacia el año 1840 el alma y el centro de un número de círculos notables de hegelianos avanzados con los cuales había comenzado a publicar un periódico de oposición, clausurado luego por orden ministerial. A ese círculo pertenecían también los hermanos Bruno y Edgardo Bauer, Max Stirner y después en Berlín el primer círculo de nihilistas alemanes que por su lógica cínica sobrepasaron con mucho a los nihilistas más violentos de Rusia.

En 1843 o 1844 Marx se estableció en París. Fue aquí donde entró por primera vez en contacto con la sociedad de los comunistas franceses y alemanes y con su compatriota el judío alemán M. Hess, que había sido, antes de él, sabio economista y socialista y que tuvo entonces una influencia considerable sobre el desenvolvimiento científico del señor Marx.

Es raro encontrar un hombre que sepa y lea tanto, y que lea tan inteligentemente como el señor Marx. El objeto exclusivo de sus estudios era ya entonces la ciencia económica. Estudió con extrema atención a los economistas ingleses, que sobrepasaban entonces a todos los demás por el carácter positivo de sus conocimientos, por una mentalidad práctica construída sobre los hechos económicos ingleses, por la crítica severa, por el atrevimiento concienzudo de las conclusiones. Pero a todo eso el señor Marx agregó dos elementos nuevos, primero la dialéctica más abstracta, la más curiosamente sutil, adquirida por él en la escuela de Hegel y que llevaba a menudo a la perversidad con una habilidad de malabarista, y además el punto de partida comunista.

El señor Marx ha leído naturalmente y releído a todos los socialistas franceses, desde Saint-Simon a Proudhon inclusive; como se sabe odia a este último y no hay ninguna duda que en la crítica despiadada dirigida por él contra Proudhon hay mucho de verdadero: Proudhon, a pesar de todos sus esfuerzos para colocarse en el terreno práctico, ha permanecido, sin embargo, idealista y metafísico. Su punto de partida es la idea abstracta del derecho; del derecho va al hecho económico, mientras que el señor Marx, en oposición a Proudhon, ha expresado y demostrado la verdad indudable, confirmada por la historia pasada y contemporánea de la sociedad humana, de los pueblos y de los Estados, que el factor económico ha precedido siempre y precede al derecho jurídico y político. En la exposición y la prueba de esa verdad consiste uno de los más importantes servicios científicos prestados por el señor Marx.

Pero lo que es más notable y lo que el señor Marx no quiso admitir nunca, es que en materia política el señor Marx es el discípulo directo de Louis Blanc. El señor Marx es incomparablemente más inteligente e incomparablemente más erudito que ese pequeño revolucionario frustrado y hombre de Estado, pero, aunque sea alemán, a pesar de su talla respetable, tomó sus lección del pequeño francés.

Esa singularidad se explica, por lo demás, muy sencillamente: el retórico francés, como político burgués y como admirador declarado de Robespierre, y el sabio alemán, en su triple cualidad de hegeliano, de judío y de alemán, los dos son estatistas desesperados y los dos preconizaban el comunismo estatista, con esta sola diferencia, que el uno se contenta, en lugar de argumentos, con declaraciones retóricas, mientras que el otro, como compete a un sabio, y a un alemán de peso, rodea ese mismo principio que ambos admiran con toda suerte de sutilidades, con la dialéctica hegeliana y con una profusión de sus conocimientos variados.

Hacia 1845 el señor Marx se encontró a la cabeza de los comunistas alemanes y, luego, junto con su amigo abnegado, Engels, tan inteligente como él, aunque menos erudito, pero por eso más práctico y no menos hábil en la calumnia política, en la mentira y en la intriga, fundó la sociedad secreta de los comunistas o socialistas estatistas alemanes. Su comité central de que él y el señor Engels eran, naturalmente, los jefes, fue trasladado, después de su expulsión de París en 1846, a Bruselas, donde quedó hasta 1848. Por lo demás, la propaganda, hasta esa fecha, permaneció secreta y por consiguiente no se mostraba al exterior, aunque tuvo una cierta difusión por toda Alemania.

El veneno socialista penetró ciertamente en Alemania por toda especie de vías. Incluso halló su expresión en movimientos religiosos. ¿Quién no conoce la doctrina religiosa efímera, surgida en 1844 y desaparecida en 1848, conocida con el nombre de nuevo catolicismo? (En este momento aparece en Alemania una nueva herejía contra la iglesia romana bajo el nombre de viejo catolicismo).

El nuevo catolicismo tuvo su origen del modo siguiente, como hoy en Francia, el clero católico tuvo la idea de suscitar en Alemania, en 1844, el fanatismo de la población católica por una procesión grandiosa en honor de la Santa Túnica de Cristo que, se decía, había sido conservada en Treves. Un millón aproximadamente de peregrinos se reunieron en esa fiesta de todos los rincones de Europa, pasearon con solemnidad la santa túnica y cantaron: Santa Túnica, ruega a Dios por nosotros. Eso provocó un enorme escándalo en Alemania y dio a los radicales alemanes ocasión de lucirse. Hemos tenido ocasión de ver en Breslau, en 1848, la pequeña taberna donde inmediatamente después de esa procesión, se reunieron algunos radicales silesianos, entre ellos el célebre conde de Rechenbach y sus camaradas de universidad: el profesor de Liceo Stin, y el ex-sacerdote católico Johann Range. Bajo su dictado, Range escribió una carta abierta de protesta elocuente al obispo de Treves, a quien denominó el Tetzel del siglo XIX. Es así como comenzó la herejía neo-católica.

Se difundió rápidamente por toda Alemania hasta el ducado de Posnania, y bajo el pretexto de la vuelta a la región cristiana comunista, se predicaba en todas partes el comunismo. El gobierno estaba perplejo y no sabía qué hacer, pues la propaganda llevaba ciertamente un carácter religioso y en el seno de la población protestante misma se habían creado comunas libres que manifestaban, bien que modestamente, una tendencia política socialista.

La crisis industrial de 1847, que había consagrado la muerte por hambre de docenas de millares de tejedores, suscitó en toda Alemania un interés por las ideas sociales.

El poeta Heine escribió en esa ocasión una poesía admirable Los tejedores, que profetizaba el próximo advenimiento de la revolución social despiadada.

Y en efecto todos esperaban en Alemania, si no la revolución social, al menos una revolución política, de la cual creía surgiría la resurrección y la renovación de la patria alemana; y en esa espera general, en ese coro de esperanzas y de votos, la nota esencial era patriótica y estatista.

Los alemanes se sentían disgustados ante la actitud irónica con que los ingleses y los franceses, al hablar de ellos como de un pueblo maldito y de espíritu profundo, les negaban toda capacidad práctica y todo espíritu de libertad. Es por eso que todos sus votos y todas sus peticiones se dirigían sobre todo a un solo objetivo: la fundación de un Estado pangermánico único y poderoso bajo cualquier forma que fuere -republicano o monárquico- siempre que ese Estado fuera suficientemente fuerte para suscitar la admiración y el temor de todos los pueblos vecinos.

En 1848, junto con la revolución en toda Europa vino el cuarto período, la crisis definitva del liberalismo alemán.

La crisis terminó con su completo desastre.

Desde la victoria lamentable ganada en 1525 por las fuerzas unidas del feudalismo que se acercaban visiblemente a su fin de los Estados modernos que acababan de fundarse en Alemania contra la rebelión gigantesca de los campesinos -victoria que consagró definitivamente a toda Alemania a una esclavitud de larga duración bajo el yugo burocrático y estadista-, no se habían amontonado en ese país tantas materias inflamables, tantos elementos revolucionarios como en la víspera de 1848. La insatisfacción, la espera y el deseo de una revolución eran generales, con excepción de la alta burocracia de la nobleza, y lo que no hubo en Alemania ni después de la caída de Napoleón ni en los años 1820-1840, se diseminó entonces, por las filas de la burguesía misma, donde no ya por decenas, sino por centenas, se contaban los hombres que se llamaban revolucionarios y que tenían pleno derecho a llamarse así, porque no contentándose con falsas flores literarias y con la charla retórica, estaban realmente decididos a dar su vida por sus convicciones.

Nosotros conocimos muchos de ellos. No habían pertenecido ciertamente al mundo de los ricos o de la burguesía literaria erudita. Había entre ellos muy pocos abogados, un poco más de médicos y lo que es notable, casi ningún estudiante, a excepción de los estudiantes de la Universidad de Viena que tomaron en 1847 y 1848 una dirección claramente revolucionaria por la razón quizás que, con respecto a la ciencia, la más inferior de todas las universidades alemanas (no hablamos de la Universidad de Praga, que es una Universidad eslava).

La mayor parte de los estudiantes alemanes estaban ya entonces de parte de la reacción, no feudal, evidentemente, como liberal-conservadora; eran partidarios del orden estadista a todo precio. Puede figurarse uno lo que será de esa juventud hoy.

El partido radical estaba dividido en dos categorías. Las dos se habían formado bajo la influencia directa de las ideas revolucionarias francesas. Pero existía entre ambos una gran diferencia. Pertenecían a la primera parte los hombres que componían la flor de la joven generación estudiosa de Alemania: los doctores de las diferentes Facultades, los médicos, los abogados, así como un número bastante notable de funcionarios, de escritores, de periodistas, de oradores; todos eran naturalmente políticos de espíritu profundo que esperaban con impaciencia la revolución que debía abrir el campo vasto a todos sus talentos.

Apenas comenzó la revolución esos hombres se pusieron a la cabeza del partido radical y, después de muchas evoluciones eruditas, habiéndola agotado inútilmente y habiendo paralizado en ella los últimos vestigios de su energía, llegaron a una completa nulidad.

Pero existía otra categoría de hombres, menos brillantes y menos ambiciosos, pero al contrario más sinceros y por consiguiente más serios; se les encontraba en las filas de la pequeña burguesía. Había muchos profesores de escuela y pobres dependientes de casas comerciales e industriales. Había también, naturalmente, abogados, médicos, profesores de Universidad, periodistas, editores y aun funcionarios, pero en número ínfimo. Esos hombres eran verdaderamente santos y revolucionarios serios en el sentido de la abnegación ilimitada y de estar siempre dispuestos a sacrificarse hasta el fin y sin frases por la causa revolucionaria. No hay duda que si hubiesen tenido otros jefes y si la sociedad alemana en general hubiese sido capaz y hubiese estado dispuesta para una revolución popular, esos hombres habrían podido prestar grandes servicios.

Pero esos hombres eran revolucionarios y estaban dispuestos a servir honestamente a la revolución sin darse claramente cuenta de lo que es la revolución y de lo que es preciso exigir de ella. No había, no podía haber en ellos ni instinto colectivo, ni voluntad o pensamiento colectivos.

Eran revolucionarios individuales sin base sólida, y siendo incapaces de hallar en sí un pensamiento madre, eran obligados a ponerse ciegamente bajo la dirección desorbitada de sus colegas mayores y sabios en cuyas manos se convirtieron en un instrumento de engaño inconsciente de las masas del pueblo. El instinto individual les impulsaba hacia la emancipación integral, hacia la igualdad y hacia el bienestar para todos, mientras que se les obligaba a obrar por el triunfo del Estado pangermánico.

Existía entonces en Alemania, como por lo demás existe aún hoy, un elemento revolucionario más serio todavía, el proletariado de las ciudades; había demostrado en Berlín, en Viena y en Francfort en 1848, y en 1849 en Dresde, en el reino de Hannover y en el ducado de Bade, que era capaz y estaba dispuesto a una rebelión seria siempre que se le asegurara un comando un poco inteligente y honesto. Se encontró en el mismo Berlín un elemento por el cual hasta aquí sólo era renombrado París, el gavroche de la calle, el pilluelo revolucionario y héroe.

En esa época el proletariado de Alemania, al menos su gran mayoría se encontró aún casi enteramente fuera de la influencia de la propaganda de Marx y fuera de la organización de su partido comunista. Esa influencia estaba difundida sobre todo en las ciudades industriales de la Prusia renana, en Colonia particularmente. Existían ramificaciones en Berlín, en Breslau y últimamente en Viena, pero todas eran muy débiles. Existía, naturalmente, en el seno del proletariado alemán, como en el proletariado de los otros países, el germen instintivo de las aspiraciones socialistas que se habían manifestado más o menos en las grandes masas del pueblo en todas las revoluciones pasadas no sólo políticas, sino también religiosas. Pero existe una diferencia enorme entre una tal aspiración instintiva y una demanda consciente y claramente determinada de una transformación social o de reformas sociales. Una demanda tal no apareció en Alemania ni en 1848 ni en 1849, bien que el célebre manifiesto de los comunistas alemanes, elaborado y escrito por los señores Marx y Engels, haya sido publicado en marzo de 1848. Pasó a través del pueblo alemán sin dejar casi rastro. El proletariado revolucionario de todas las ciudades de Alemania estaba directamente sometido al partido de los radicales políticos o de la extrema democracia, lo que le daba una gran fuerza; pero esa misma democracia burguesa, desorientada por el programa burgués patriótico y por la inconsecuencia absoluta de sus jefes, acabó por engañar al pueblo.

Había, en fin, en Alemania, un elemento que no existe ya: es el campesino revolucionario o, al menos, apto para ser revolucionario. En esta época existía todavía, en la mayor parte de Alemania, un resto del antiguo sistema feudal, como existe aún en los dos ducados de Mecklenburgo En Austria el régimen feudal estaba todavía en plena boga. No había duda alguna que los campesinos alemanes estaban dispuestos y eran capaces de la rebelión. Como en 1830 en el Palatinado, así en 1848 casi en toda Alemania, todos los campesinos, apenas tuvieron noticia de la proclamación de la revolución francesa, comenzaron a removerse y tomaron una parte ardiente, viva y activa en las primeras elecciones de diputados en los numerosos parlamentos revolucionarios. Los campesinos alemanes creían aún entonces que los parlamentos podrán y querrán hacer algo por ellos y enviaron allá como representantes suyos los más resueltos y los más rojos de ellos, naturalmente en la medida que todo político alemán puede ser resuelto y rojo. Habiéndose convencido un poco más tarde de que no podrían obtener nada útil de los parlamentos, los campesinos se enfriaron; pero al comienzo estaban decididos a todo, aun a la rebelión general.

En 1848, como en 1830, los liberales y radicales alemanes temían grandemente esa rebelión; incluso los socialistas de la escuela de Marx carecían de toda simpatía hacia ella. Todos saben que Fernando Lassalle, el cual, según su propia opinión, era un discípulo directo de ese comandante en jefe del partido comunista, lo que no impidió por lo demás al maestro expresar en ocasión de la muerte de Lassalle el descontento envidioso contra el discipulo brillante que había dejado a su maestro muy lejos en materia práctica, se había expresado varias veces en el sentido que el desastre de la rebelión de los campesinos en el siglo VI y el refuerzo y el desarrollo del Estado burocrático en Alemania, que le siguieron, eran un triunfo verdadero para la revolución.

Para los comunistas o para los demócratas sociales de Alemania los campesinos, toda clase campesina, es la reacción; y el Estado, todo Estado, incluso bismarckiano, es la revolución. Que no se crea que murmuramos de ellos. Como prueba de que piensan verdaderamente así no hay más que indicar sus discursos, folletos, artículos de periódicos y, en fin, sus cartas. Los marxitas, en suma, no pueden pensar de otro modo; estatistas a todo precio, tienen que maldecir toda revolución del pueblo, y sobre todo de los campesinos, porque tal revolución es anarquista por su naturaleza misma y tiende directamente a la abolición del Estado. Siendo pangermanistas á outrance, están obligados a rechazar una revolución campesina por la sola razón que tal revolución es especificamente eslava.

Y en ese odio a la rebelión campesina se entienden de una manera tierna y conmovedora con todos los estratos y todos los partidos burgueses de la sociedad alemana. Hemos visto ya que bastó en 1830 a los campesinos del Palatinado bávaro levantarse con sus hoces y sus horcas contra las atribuciones señoriales para que el ardor revolucionario que abrasaba entonces a la juventud de Alemania del sur se enfriase repentinamente. Lo mismo se repitió en 1848 y la oposición resuelta de los radicales alemanes a toda tentativa de rebelión campesina desde el comienzo de la revolución de 1848 fue, se podía decir, la causa principal del desenlace lamentable de esa revolución.

Comenzó por una serie notable de triunfos populares. En el espacio de apenas un mes después de las jornadas de febrero en París, todas las instituciones y fuerzas gubernamentales fueron barridas de la tierra alemana casi sin el menor esfuerzo del pueblo. Apenas triunfó la revolución del pueblo en París, desamparados por el pavor y el desprecio de que eran objeto, gobernantes y gobiernos comenzaron a caer unos tras otros. Hubo, es verdad, algo del género de una resistencia armada en Berlín y en Viena; pero fue de tal modo insignificante que es superfluo hablar de ello.

Por tanto la revolución triunfó en Alemania casi sin efusión de sangre. Las cadenas fueron quebrantadas, los obstáculos cayeron por sí mismos. Los revolucionarios alemanes habrían podido hacerlo todo. ¿Qué han hecho?

Se nos dirá que la revolución ha fracasado, no sólo en Alemania, sino en toda Europa. Pero en todos los demás países la revolución fue vencida después de una lucha larga y seria por fuerzas extranjeras: en Italia por tropas austriacas, en Hungría por rusos y austriacos; en cuanto a Alemania la revolución fue quebrantada por el propio fracaso de los revolucionarios.

Tal vez se nos dirá que eso es lo que tuvo lugar en Francia; pues, no; en Francia pasó otra cosa. Precisamente en este momento se ha promovido un problema revolucionario terrible allí, que arroja de repente todos los políticos burgueses y hasta los revolucionarios rojos en brazos de la reacción. En las jornadas memorables de junio se encontraron, por segunda vez en Francia, la burguesía y el proletariado como enemigos entre los cuales toda reconciliación era imposible. Se habían encontrado la primera vez en 1834, en Lyon.

Como hemos advertido ya, la cuestión social comenzaba entonces apenas en Alemania a abrirse camino por vías subterráneas en la conciencia del proletariado, y aunque se hablase de ella, era más bien desde el punto de vista teórico, como de una cuestión más bien francesa que alemana. Por esa razón no podía separar el proletariado alemán de los demócratas, a quienes los obreros estaban dispuestos a seguir sin discutir, siempre que los demócratas estuviesen dispuestos a conducirlo a la batalla.

Pero es justamente esa batalla en las calles la que los jefes y políticos del partido demócrata de Alemania querían evitar. Preferían las luchas no sangrientas y sin peligro en los parlamentos que el barón Jellacic, el buen croata y uno de los instrumentos de la reacción habsburgo-austriaca, había denominado tan pintorescamente instituciones para ejercicios retóricos.

Había entonces en Alemania un número incalculable de parlamentos y de asambleas constituyentes. Entre ellos hay que notar la Asamblea nacional de Francfort que debía crear la constitución común a toda Alemania. Se componía de 600 diputados aproximadamente que representaban a toda Alemania, y eran elegidos directamente por el pueblo.

Había también diputados de las provincias alemanas del imperio austriaco; en cuanto a los eslavos de Bohemia y de Moravia, se habían rehusado a enviar sus diputados con gran indignación de los patriotas alemanes que no podían y sobre todo no querían comprender que Bohemia y Moravia, al menos en tanto que estaban pobladas por eslavos, no son de ningún modo tierras alemanas. Es así como se reunió en Francfort la flor del patriotismo y del liberalismo alemán, de la inteligencia alemana y de la erudición alemana. Todos los patriotas y revolucionarios de los años 1820-30, y 1830-40, que habían tenido la dicha de vivir en ese período, todas las celebridades de 1840-1850 se encontraron en ese parlamento supremo de toda Alemania.

¡Y he ahí que, repentinamente, con gran estupefacción de todos, se debió constatar desde los primeros días que al menos las tres cuartas partes de los diputados elegidos directamente por el pueblo eran reaccionarios! No sólo reaccionarios, sino niños en política, muy sabios, es verdad, pero excesivamente inocentes.

Habían creído seriamente que les bastaría extraer de sus sabios cerebros una constitución para toda Alemania y proclamarla en nombre del pueblo para que todos los gobiernos alemanes se sometiesen de inmediato a ella. Creyeron en las promesas y en los juramentos de los soberanos alemanes, como si no hubiesen probado ya en carnes propias y en carne de sus camaradas su perfidia desvergonzada y sistemática durante más de treinta años, desde 1815 a 1848. Los historiadores profundos y los juristas no pudieron comprender esa simple verdad, cuya explicación y confirmación habrían podido encontrar en cada página de la historia, a saber: para hacer inofensiva toda fuerza política, para apaciguada, para venceda no hay más que un medio: destruirla. Los filósofos no habían comprendido que no puede haber otras garantías contra la fuerza política que la destrucción absoluta de esa fuerza; que, en política, como en una arena en donde luchan fuerzas y hechos, las palabras, las promesas y los juramentos no tienen ningún valor aunque sólo sea porque toda fuerza política, en tanto que permanece una fuerza verdadera al margen mismo y contra la voluntad de las autoridades y de los soberanos que la administran, debe, por su esencia misma y con peligro de su autodestrucción, aspirar infaliblemente a todo precio a la realización de sus fines.

Los gobiernos alemanes estaban en marzo de 1848 desmoralizados, intimidados, pero de ningún modo destruidos.

La antigua organización estatista, burocrática, financiera, jurídica, política y militar quedó intacta. Cediendo a la presión de la época, habían aflojado un poco el freno, pero las riendas quedaron siempre en manos de los soberanos.

La mayor parte de los funcionarios, habituados a ejecutar mecánicamente las órdenes, toda la policía, el ejército, les quedaron tan fieles como antes, más que antes aún, porque en medio de esa borrasca popular que amenazaba toda su existencia, sólo de ellos podían esperar la salvación. Y en fin, a pesar del triunfo general de la revolución, la percepción y el pago de los impuestos continuaron con la regularidad habitual.

Al principio de la revolución algunas voces aisladas, es verdad, habían pedido que el pago de los impuestos y en general la ejecución de todas las contribuciones en especies y en dinero, cesasen en toda la extensión del territorio alemán hasta el establecimiento de la nueva constitución. Pero contra esa proposición, que promovió dudas incluso en el pueblo y sobre todo en los campesinos se levantó un grito unánime de reprobación de parte de la burguesía entera, no sólo de parte de los liberales, sino de parte de los revolucionarios más rojos y más radicales. Pero se inclinaban directamente hacia la bancarrota del Estado y hacia la abolición de todas las instituciones estatistas, y eso en un momento en que todos se preocupaban de crear un Estado nuevo y más fuerte aún: ¡el Estado pangermánico uno e indivisible! ¡Imaginaos, pues! ¡La destrucción del Estado! Eso habría podido ser la emancipación y la fiesta de la multitud estúpida del pueblo trabajador, pero para los hombres respetables, para toda la burguesía que no vivía más que por la potencia del Estado, eso era una desgracia.

Como la asamblea nacional de Frandort y con ella todos los radicales de Alemania no traían la menor intención de abolir la potencia estatista que se hallaba en manos de los soberanos alemanes y como, por otra parte, no podían y no querían organizar la potencia popular incompatible con la otra, no quedaba más que hacer que consolarse con la fe en la inviolabilidad de las promesas y de los juramentos de esos mismos soberanos.

No estaría fuera de lugar el recordar a menudo a los que hablan siempre de la misión especial de la ciencia y de los sabios de organizar las sociedades y de dirigir los Estados la suerte trágico-cómica del desdichado Parlamento de Francfort. Si una asamblea política cualquiera mereció alguna vez la denominación de sabia, es ese parlamento pangermánico en donde estaban los profesores más célebres de todas las universidades alemanas y de todas las facultades, especialmente juristas, economistas e historiadores.

Ante todo, como hemos dicho ya, esa asamblea resultó, en su gran mayoría, excesivamente reaccionaria; lo fue en tal grado que, cuando Radowitz -que era el amigo, el corresponsal regular y el servidor abnegado del rey Federico Gillermo IV, ex-embajador de Rusia entre la Unión alemana y nacional-, propuso a esa asamblea hacer una declaración solemne de simpatía a las tropas austriacas, ese ejército alemán, compuesto en su mayor parte de magyares y de croatas y lanzado por el gabinete de Viena contra los italianos en revuelta, la gran mayoría, arrestrada por su discurso germano-patriótico, se levantó y aplaudió a los austriacos. Por esa manifestación la asamblea declaró solemnemente, en nombre de toda Alemania, que el objetivo principal, que el objetivo único serio de la revolución no era de ningún modo la conquista de la libertad para los pueblos alemanes, sino la construcción para esos pueblos de una nueva y enorme prisión patriótica que llevaría el nombre de imperio pangermánico uno e indivisible.

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