Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VIII

No se sabía entonces y no se podía saberlo, porque la ruptura definitiva entre la clase explotadora y el proletariado explotado estaba lejos de ser tan clara para la burguesía y para el proletariado mismo como lo es hoy.

Entonces todos los gobiernos y los burgueses mismos consideraban que el pueblo apoyaba a la burguesía y que esta última no tenía que hacer más que un signo para que el pueblo entero se sublevase con ella contra el gobierno.

Hoy no es lo mismo: la burguesía, en todos los países de Europa, tiene más que nadie miedo a la revolución social y sabe muy bien que contra esa amenaza no tiene otra ayuda que el Estado; es por eso que quiere y exige siempre un Estado poderoso o, hablando simplemente, una dictadura militar y para engañar mejor a las masas del pueblo quiere que esa dictadura sea revestida de las formas representativas que le permitan explotar las masas del pueblo en nombre del pueblo mismo.

Pero en 1815 ni ese miedo ni esa política astuta existían en ninguno de los Estados de Europa. Al contrario, la burguesía era en todas partes sincera e ingenuamente liberal.

Creía aún que al obrar en su propio favor obraba para todos; es por eso que no temía al pueblo, que no temía incitarlo contra el gobierno. De ahí que todos los gobiernos, que se apoyaban todo lo posible en la nobleza, consideraban a la burguesía con hostilidad, como una clase revolucionaria.

No hay ninguna duda que en 1815, como también más tarde, habría bastado la menor declaración liberal de parte de Prusia, o que el rey de Prusia diese la sombra de una constitución burguesa a sus súbditos para que toda Alemania le reconociese como su jefe. En ese período los alemanes de la Alemania no-prusiana no tenían aún tiempo de desarrollar en ellos ese fuerte odio contra Prusia que se evidenció más tarde, y sobre todo en 1848. Al contrario, todos los países alemanes la consideraban con esperanza, esperando de ella precisamente la palabra libertadora, y habrían bastado la mitad de las instituciones liberales y representativas de que dotó el gobierno prusiano estos últimos tiempos, sin perjudicar de manera alguna el poder despótico, a los alemanes prusianos y también no-prusianos para que al menos toda la Alemania no austriaca reconociera la hegemonía prusiana.

Es precisamente lo que temía más Austria, porque eso habría bastado para colocada ya en ese período en la situación precaria e inextricable en que se encuentra actualmente. Al perder el primer puesto en la unión germánica, cesaría de ser una potencia alemana. Hemos visto que los alemanes no constituyen más que la cuarta parte de toda la población del imperio austriaco. En tanto que las provincias alemanas, así como ciertas provincias eslavas de Austria, como Bohemia, Moravia, Silesia y Styria, tomadas en conjunto, formaban uno de los anillos de la Unión germánica, los alemanes austriacos, apoyándose en el resto de los habitantes numerosos de Alemania, habían podido encarar en cierto grado todo el imperio como un imperio alemán. Pero apenas fuera consumada la separación del imperio de la Unión germánica -como ocurre hoy- su población alemana de nueve millones, aún menor entonces, sería demasiado débil para poder conservar en su seno el predominio histórico. No quedaba, pues, a los alemanes austriacos otro recurso que renunciar a la sujeción de los Habsburgo y unirse al resto de Alemania. Hacia esa solución precisamente es hacia la que tienden unos inconscientemente y otros conscientemente; esa aspiración condena al imperio austriaco a una muerte próxima.

Siempre que la hegemonía de Prusia se instale en Alemania, el gobierno austriaco estará obligado a arrancar sus provincias alemanas de la estructura general de Alemania, primero porque al dejarlas en el seno de la Unión germánica las sometería y se sometería él mismo por su intermedio, a la dominación suprema del rey de Prusia, y luego porque en consecuencia el imperio austriaco sería dividido en dos partes: una, alemana, que reconoce la hegemonía de Prusia, y la otra que no la reconoce, lo que significaría también la ruina del imperio.

Es verdad que había otro medio, que el príncipe de Schwartzenberg quiso ensayar ya en 1850, pero que no le salió bien, a saber: incorporar como un solo Estado indivisible a todo el imperio con Hungría, Transilvania, con todas las provincias eslavas italianas, en el seno de la Unión germánica. Esa tentativa no podía triunfar, porque Prusia se habría opuesto con todas sus fuerzas, y con Prusia la mayor parte de Alemania se habría opuesto igualmente, como lo han hecho en 1850, lo mismo que Rusia y Francia; y en fin, las tres cuartas partes de la población austriaca hostil a Alemania -los eslavos, los magyares, los rumanos, los italianos- se habrían rebelado, porque para ellos el único pensamiento de que pudieran llegar a ser alemanes les parecía una ignominia.

Prusia y toda Alemania se habrían naturalmente opuesto a tal tentativa cuya realización destruiría a la primera y la privaría de su carácter específicamente alemán; por lo que se refiere a la última, a Alemania, cesaría de ser la patria de los alemanes y se contentaría con un aglomerado caótico e involuntario de nacionalidades variadas. En cuanto a Rusia y a Francia, se habrían opuesto, porque Austria, al subordinarse a Alemania, se convertiría repentinamente en la potencia más formidable del continente de Europa.

No quedaba, pues, más que una salida a Austria: no sofocar a Alemania por su incorporación global a ella, pero al mismo tiempo no permitir a Prusia colocarse a la cabeza de la Unión germánica. Siguiendo tal política podía contar con la ayuda eficaz de Francia y de Rusia. En cuanto a la política de esta última hasta estos tiempos últimos, es decir hasta la guerra de Crimea, consistió precisamente en sostener sistemáticamente la rivalidad recíproca entre Austria y Prusia de tal modo que ni la una ni la otra pudiesen tomar la hegemonía, y en suscitar al mismo tiempo la desconfianza y el miedo entre los Estados, pequeños y medios de Alemania, y protegerlos contra Austria y contra Prusia.

Pero como la influencia de Prusia sobre el resto de Alemania tenía, sobre todo, un carácter moral y estaba basada más bien en la esperanza que bien pronto el gobierno prusiano, que había últimamente dado tantas pruebas de sus aspiraciones patrióticas, ilustradas y liberales, daría entonces, fiel a su promesa, una constitución a sus súbditos y por eso mismo se pondría a la cabeza del movimiento de vanguardia de toda Alemania, la tarea principal del príncipe Metternich debía dirigirse a que el rey de Prusia no pudiese dar a sus súbditos esa constitución, y se colocara más bien, junto con el emperador de Austria, a la cabeza del movimiento reaccionario de Alemania. Halló, para la realización de esa labor, el apoyo caluroso de Francia, donde reinaban los Borbones, y del emperador Alejandro, gobernado por Araktcheyef.

El príncipe Metternich encontró un apoyo tan caluroso en Prusia misma, con algunas pequeñas excepciones, casi en toda la nobleza prusiana en la burocracia superior -militar y civil- y, en fin, en el rey mismo.

El rey Federico Guillermo III era un hombre muy bueno, pero era rey, es decir, como compete a un rey, tirano por naturaleza, por su educación y por su hábito. Además, era religioso e hijo creyente de la iglesia evangélica; y el primer artículo de esa iglesia dice que todo poder viene de Dios.

Creía sinceramente en su unión divina, en su derecho o más bien en su deber de ordenar y en la obligación de cada súbdito de obedecer y de ejecutar sin el menor razonamiento.

Semejante inclinación intelectual no podía acomodarse con el liberalismo. Es verdad que en tiempo de turbaciones dio todo un montón de promesas liberales a sus fieles súbditos. Pero no lo ha hecho más que por razones de Estado ante las cuales, como ante la ley suprema, incluso el soberano, está obligado a inclinarse. Pero ahora que las desgracias han pasado no hay ninguna necesidad de mantener una promesa cuya realización sería perjudicial al pueblo.

El arzobispo Eilert lo ha explicado bien en uno de sus sermones: El rey -dijo- ha obrado como padre inteligente. El día de su cumpleaños o de su curación, conmovido por el amor a sus hijos, les hizo diversas promesas; después, con la calma necesaria, las modificó y restaura su poder natural y salvador. A su alrededor toda la corte, todo el cuerpo de los generales y toda la burocracia superior estaban imbuidos del mismo espíritu. Durante las desgracias que provocaron contra Prusia, se rebajaron y sufrieron en silencio las reformas ineluctables del barón Stein y de sus principales colaboradores. Pero ahora que el peligro ha pasado, se pusieron a intrigar y a gritar más alto que nunca.

Eran reaccionarios sinceros, no menos que el rey mismo, aun más que el rey. No sólo no comprendían el patriotismo alemán, sino que lo odiaban con toda su alma. La bandera alemana les repugnaba y les parecía ser la bandera de la rebelión. No conocían más que su querida Prusia a quien, por lo demás, estaban dispuestos a arruinar una segunda vez siempre que no se hiciese la menor concesión a los liberales odiosos. La idea de reconocer a la burguesía algunos derechos políticos, y sobre todo el derecho de crítica y de control, la idea de una comparación posible entre unos y otros, les ponía rabiosos y les inspiraba una indignación indescriptible. Deseaban y querían el ensanchamiento y el redondeamiento de las fronteras prusianas, pero sólo por la anexión. Desde el comienzo el objetivo que se propusieron era claro: contrariamente al partido liberal que aspiraba hacia la germanización de Prusia, querían siempre la prusificación de Alemania. Además, comenzando por su jefe, el amigo del rey, el príncipe de Wittgenstein, convertido en primer ministro, estaban todos a sueldo del príncipe Metternich. Contra ellos no se levantaba más que un pequeño grupo de hombres, amigos y colaboradores del barón Stein, ya dimisionario.

Ese puñado de patriotas de Estado continuaba haciendo esfuerzos increibles para retener al rey en la ruta de las reformas liberales, pero no encontrando en ninguna parte un apoyo, exceptuando la opinión pública, que era despreciada por el rey, por la corte, por la burocracia y por el ejército, fue derrotado pronto. El oro de Metternich, la vía reaccionaria independiente tomada por los círculos superiores en Alemania demostraron que eran los más fuertes.

No quedaba, pues, más que una sola vía para Prusia a fin de realizar los proyectos puramente liberales: el perfeccionamiento y el aumento gradual de los medios administrativos y financieros así como de las fuerzas militares en vista de futuras conquistas en Alemania propia, es decir, la conquista gadual de Alemania entera.

Esta vía estaba, por lo demás, en completo acuerdo con la tradición y el fondo mismo de la monarquía prusiana militar, burocrática, policial, en una palabra, estatista, es decir, legalmente violenta en todas las manifestaciones exteriores e interiores. Desde que comenzó a formarse en los círculos alemanes oficiales el ideal del despotismo razonable e ilustrado que regía en Prusia hasta 1848. Ese ideal era más hostil a las aspiraciones liberales del patriotismo pangermánico de lo que lo era el obscurantismo despótico del príncipe Metternich.

Contra la reacción que halló también su expresión poderosa en la política interior y exterior de Austria y de Prusia se ha erigido naturalmente en casi toda Alemania, pero sobre todo en el sur, la lucha de parte del partido patriótico liberal. Fue una especie de duelo que perduró bajo diferentes formas, pero con resultados casi siempre idénticos y siempre excesivamente deplorables para los liberales alemanes, en el curso de cincuenta y cinco años, de 1815 a 1870.

Se puede dividir esa lucha en varios períodos:

1° Período de liberalismo y de la galofobia de los teutonormandos, desde 1815 a 1830.

2° Período de la imitación evidente del liberalismo francés, de 1830 a 1840.

3° Período del liberalismo económico y del radicalismo, de 1840 a 1848.

4° Período, por lo demás muy corto, de la crisis decisiva que se terminó con la muerte del liberalismo alemán, de 1848 a 1850.

5° Período iniciado por una lucha obstinada, la última lucha, por decirlo así, del liberalismo moribundo contra el estatismo en el parlamento prusiano en toda Alemania, de 1850 a 1870.

El liberalismo alemán del primer periodo, de 1815 a 1830, no era un fenómeno separado. No era, en suma, más que la rama nacional y bastante original del liberalismo europeo en general que había comenzado en todos los rincones de Europa, de Madrid a Petersburgo y de Alemania a Grecia, una lucha bastante enérgica contra la reacción monáquica, aristocrática y clerical que hacía estragos en toda Europa y que triunfó con la vuelta de los Borbones sobre los tronos de Francia, España, Nápoles, Parma; del Papa, y con él de los jesuitas en Roma, del rey piamontés en Turín, y con la instauración de los austriacos en Italia.

El representante principal y oficial de esa reacción verdaderamente internacional fue la santa alianza concluida primeramente entre Rusia, Prusia y Austria y a la que se adhirieron más tarde todas las potencias europeas, pequeñas y grandes, con excepción de Inglaterra, de Italia y de Turquía. Su comienzo fue romántico. La primera idea de una alianza tal nació en la imaginación mística de la célebre baronesa de Krüdener que gozaba de los favores del joven emperador filogenista Alejandro I, que está lejos de haber terminado aún su vida. Le había persuadido que era el ángel blanco enviado por los cielos para salvar a Europa desdichada de las garras del ángel negro, Napoleón, y para instaurar el orden divino sobre la tierra. Alejandro Pavlovitsch creyó con gusto en esa misión y propuso en consecuencia a Prusia y a Austria concertar una santa alianza. Tres monarcas que han recibido la unción divina y que apelaron al testimonio de la Santa Trinidad, prestaron mutuamente juramento de una fraternidad absoluta e indisoluble y proclamaron como objetivo de la alianza el triunfo de la voluntad divina, de la moral, de la justicia y de la paz en la tierra. Se prometieron obrar siempre de común acuerdo, ayudándose mutuamente por consejos y por actos en toda lucha suscitada contra ellos por el espíritu de las tinieblas, es decir por las aspiraciones de los pueblos hacia la libertad. Esa promesa significaba en realidad que emprenderían una guerra solidaria y despiadada contra todas las manifestaciones del liberalismo en Europa, apoyando hasta el fin y a todo precio las instituciones feudales abatidas y destruidas por la revolución.

Mientras que Alejandro era el portavoz y el representante melodramático de la santa alianza, su jefe verídico era el príncipe Metternich. Entonces, como en tiempo de la gran revolución y como hoy, Alemania fue la piedra angular de la reacción europea.

Gracias a la santa alianza la reacción se hizo internacional a consecuencia de lo cual las rebeliones mismas contra ella sumieron también un carácter internacional. El período entre 1815 y 1830 fue, en Europa occidental, el último período heroico de la burguesía.

El restablecimiento violento del poder absoluto de la monarquía y de las instituciones feudal-clericales que despojaron esa clase respetable de todas las ventajas que había conquistado durante la revolución, debía volver a hacer de ella una clase más o menos revolucionaria. En Francia, en Italia, en España, en Bélgica, en Alemania se habían formado sociedades burguesas secretas cuyo fin era derribar el orden que acababa de triunfar. En Inglaterra, de acuerdo con los hábitos de ese país que era el único en donde el constitucianalismo había echado raíces profundas y vitales, esa lucha general del liberalismo burgués contra el feudalismo resucitado adquirió el carácter de una agitación legal y de revoluciones parlamentarias. En Francia, Bélgica, Italia y España debía adquirir una forma puramente revolucionaria que tuvo su repercusión incluso en Rusia y en Polonia. En todos esos países, toda sociedad secreta descubierta y destruida por el gobierno fue inmediatamente reemplazada por otra; todas tenían el mismo propósito, la rebelión con las armas en la mano, la organización de la rebelión. Toda la historia de Francia, desde 1815 a 1830, consistió en una serie de tentativas para derribar el trono de los Borbones; después de muchos descalabros los franceses alcanzaron su objetivo por fin en 1830. Todos conocen la historia de las revoluciones española, napolitana, piamontesa, belga y polaca en 1830-1831, y la sublevación decabrista en Rusia. En todos esos países, en unos con éxito, en otros sin éxito, las sublevaciones tuvieron un carácter muy serio; se virtió mucha sangre, muchas víctimas preciosas fueron inmoladas; en una palabra, la lucha fue seria, a menudo heroica. Veamos ahora lo que pasaba durante ese tiempo en Alemania.

En todo ese primer período de 1815 a 1830, dos acontecimientos más o menos notables del espíritu liberal pueden notarse en Alemania. Uno fue el célebre banquete de Wartburg (Wartburger Burschenschaft) en 1817. Cerca del castillo de Wartburg, que había servido en su tiempo de asilo secreto a Lutero, se reunieron 500 estudiantes de todos los rincones de Alemania con la bandera nacional alemana tricolor y con bandas de los mismos colores a la espalda.

Hijos espirituales del profesor patriótico y del cantor Arndt, que compuso el célebre himno Wo ist das deutsche Vaterland, y de un padre igualmente patriótico de todos los escolares alemanes, Jan, que en las cuatro palabras: Altivo, piadoso, alegre, libre había expresado el ideal de la juventud alemana de cabellos rubios y largos, los estudiantes del norte y del sur de Alemania encontraron necesario reunirse para declarar en alta voz, ante toda Europa y sobre todo ante todos los representantes de Alemania, las peticiones del pueblo alemán. ¿En qué consistían sus peticiones y sus declaraciones?

Estaba entonces en Europa de moda la constitución monárquica. La imaginación de la juventud burguesa no podía ir más lejos, ni en Francia, ni en España, ni siquiera en Italia, ni en Polonia. En Rusia sólo la sección de los decabristas conocidas con el nombre de Sociedad del Sur, bajo la dirección de Pestel y de Muravief-Apóstol, pedían la destrucción del imperio ruso y la fundación de una República federal eslava, y la restitución de la tierra al pueblo.

Los alemanes no pensaban en nada semejante. Para tal obra, condición primera e indispensable de toda revolución seria, tenían entonces tan pocas inclinaciones como ahora. No pensaban siquiera en levantar una mano sediciosa y sacrílega contra ninguno de sus numerosos padres soberanos.

Todo lo que deseaban era un parlamento alemán único colocado por encima de los parlamentos separados y un emperador de toda la Alemania colocado como representante de la unidad nacional por encima de todos los soberanos separados. La petición, como vemos, es excesivamente moderna y, agreguémoslo, barroca en el más alto grado. Querían una federación monárquica y soñaban al mismo tiempo con la potencia de un Estado germánico único, lo que es visiblemente absurdo. Basta sin embargo someter el programa alemán a un examen detallado para convencerse de que su absurdo aparente procede de un malentendido. Ese malentendido consiste en la suposición errónea que los alemanes pedían, al mismo tiempo que la potencia y la unidad nacionales, la libertad también.

Los alemanes no habían sentido nunca necesidad de la libertad. La vida le es simplemente imposible sin un gobierno, es decir sin un poder y una voluntad supremos, sin una mano de hierro que los mande. Cuanto más fuerte es esa mano, más orgullosos están y más alegre se vuelve la vida para ellos. No, es la ausencia de la libertad lo que les entristece -no habrían podido hacer ningún uso de ella-, sino la ausencia de una potencia nacional una e indivisible en presencia de la existencia indudable de una cantidad de pequeñas tiranías. La pasión que les anima, su objetivo único, es crear un Estado pangermánico enorme y brutalmente omnipotente, ante el cual temblarían todos los demás pueblos.

Es por eso que es muy natural que no hayan querido nunca una revolución popular. Bajo este aspecto los alemanes han probado ser extraordinariamente lógicos. Y en efecto, la potencia estatista no puede ser el resultado de una revolución popular, podría ser el resultado de una victoria obtenida por una clase cualquiera sobre una rebelión del pueblo, como se vio en Francia; pero incluso en este país, la culminación de un Estado poderoso exigió el puño enérgico y despótico de Napoleón. Los liberales alemanes odiaban el despotismo de Napoleón, pero estaban dispuestos a adorar la fuerza estatista, prusiana o austriaca, siempre que quisiera transformarse en una fuerza pangermánica.

La célebre canción de Arndt: Wo ist das deutsche Vaterland permaneció hasta nuestros días el himno nacional de Alemania; expresa completamente esa afirmación apasionada hacia la creación de un Estado poderoso. Pregunta:

¿Dónde está la patria del alemán? ¿Prusia? ¿Austria? ¿Alemania del norte o del sur? ¿Del oeste o del este? y responde: No, no, su patria debe ser mucho más amplia. Se extiende por todas partes, donde suena la lengua alemana y donde cantan las canciones de dios en los cielos.

Y como los alemanes -una de las naciones más fecundas del mundo- envían sus colonistas a todas partes y llenan las capitales de Europa y de América y aun de Siberia, se deduce que pronto todo el globo terrestre deberá inclinarse ante el poder del emperador pangermánico. Tal fue el sentido del banquete de Wartburg. Buscaban para ellos y pedían un amo pangermánico que, estrechándolos en su puño de acero, fortalecido con su obediencia apasionada y voluntaria, forzara a toda Europa a temblar ante él.

Veamos actualmente de qué modo expresaron su descontento. Cantaron primero en ese banquete de Wartburg la célebre canción de Lutero: Nuestro dios, nuestra gran fortaleza, después: Wo ist das deutsche Vaterland; gritaron vivas a algunos patriotas alemanes y silbaron a los reaccionarios; en fin hicieron un auto de fe de algunos folletos reaccionarios. Y eso fue todo.

Más notables fueron otros dos hechos que tuvieron lugar en 1819; el asesinato del espía ruso Kotzebue por el estudiante Sand y la tentativa de asesinato del pequeño dignatario de Estado del pequeño ducado de Nassau, von Ibel, hecha por el joven farmacéutico Karl Lehning. Los dos actos fueron excesivamente estúpidos, pues no podían aportar ningún fruto. Pero en todo caso han manifestado una sinceridad de pasión, un heroismo de sacrificio y unidad de pensamiento, de palabra y de acción sin lo cual el revolucionarismo cae inevitablemente en la retórica y se convierte en una mentira repugnante.

Con excepción de esos dos hechos -el asesinato político realizado por Sand y la tentativa de Lehning-, todas las otras declaraciones de liberalismo alemán no pasaron los límites de la retórica más ingenua y, además, excesivamente ridícula. Ese fue el período del teutonismo salvaje. Los hijos de los filisteos, ellos mismos futuros filisteos, los estudiantes alemanes, se imaginaron ser los germanos de los tiempos antiguos, tales como los describían Tácito y Julio César, los descendientes guerreros de Arminio, los habitantes vírgenes de los bosques espesos. Han concebido en consecuencia un desdén profundo, no hacia su mundo burgués mezquino, lo que habría sido lógico, sino hacia Francia, hacia los franceses y en general hacia todo lo que llevaba la impresión de la civilización francesa. La francofobia se convirtió en una enfermedad epidémica en Alemania. La juventud universitaria se complacía en continuar los hábitos del antiguo germano, como nuestros eslavófilos de 1840-1860 y extinguían su ardor juvenil en una cantidad inconmensurable de cerveza, mientras que los duelos incesantes se terminaban generalmente por rasguños en el rostro que probaban su bravura guerrera. En cuanto al patriotismo y al llamado liberalismo, hallaban su expresión y su satisfacción más completa en cantar hasta desgañitarse las canciones patrióticas guerreras, entre las cuales no se excluía el himno nacional. ¿Dónde está la patria del alemán? La canción profética consumada o en tren de serIo por el imperio pangermánico ocupaba el primer puesto.

Comparando esas declaraciones con las declaraciones hechas en el mismo período por el liberalismo en Italia, en España, en Francia, en Bélgica, en Polonia, en Rusia, en Grecia, habrá que admitir que no había nada más inocente y más ridículo que el liberalismo alemán que, en sus manifestaciones más llamativas, estaba imbuido de ese sentimiento servil de obediencia, de fidelidad o, hablando con más cortesía, de esa veneración divina a los jefes y a la autoridad, cuyo espectáculo arrancó a Werner la exclamación enfermiza conocida de todos y ya citada por nosotros:

Otros pueblos son a menudo esclavos, pero nosotros, los alemanes, somos siempre lacayos (l).

Y en efecto, el liberalimo alemán, con excepción de raros individuos y ocasiones, no fue más que una manifestación específica de la ambición servil alemana. No era más que la expresión censurada del deseo general de sentir sobre sí la fuerte mano imperial. Pero esa exigencia leal parcía un acto de rebelión a los gobiernos y era perseguida como tal.

Eso encuentra su explicación en la rivalidad entre Austria y Prusia. Cada una de ellas habría ocupado de buena gana el trono suprimido por Barbarroja, pero ni la una ni la otra podían permitir que ese trono fuera ocupado por su rival gracias a lo cual, con el apoyo simultáneo de Rusia y de Francia, obraban de acuerdo con estas últimas, bien que en razón a consideraciones completamente diferentes, y Austria y Prusia se pusieron a perseguir como manifestaciones de un liberalismo extremo, las aspiraciones generales de todos los alemanes hacia la creación de un imperio pangermánico, único y poderoso.

El asesinato de Kotzebue fue la señal para una reacción de las más feroces. Comenzaron congresos y conferencias primeramente de los soberanos alemanes, de los ministros alemanes y luego se acudió a los congresos internacionales, en donde participaron el emperador Alejandro I y el embajador de Francia. Por una serie de medidas decretadas por la Unión alemana, los pobres lacayos liberales fueron atados de pies y manos. Les fue prohibido entregarse a ejercicios gimnásticos y cantar canciones patrióticas; no se les dejó más que la cerveza, La censura fue establecida en todas partes. Y en consecuencia Alemania se pacificó repentinamente, los Burschen obedecieron sin la sombra siquiera de una protesta, y durante once años, de 1819 a 1830, no hubo en toda la extensión del territorio alemán, la menor manifestación de una vida política cualquiera.

Ese hecho es de tal modo significativo que el profesor Müller, autor de una historia bastante detallada y verídica de los cincuenta años que van de 1816 a 1865, contando todas las circunstancias de esa pacificación repentina y verdaderamente milagrosa, gritó: ¿Se necesita aún más pruebas de que Alemania no está madura para una revolución?

El segundo período del liberalismo alemán comienza en 1830 y se termina hacia 1840. Es el período de la imitación casi ciega de los franceses. Los alemanes cesan de comer galos y, al contrario, vuelven todo su odio contra Rusia.

El liberalismo alemán se despertó de su sueño de once años, no por su propio movimiento, sino gracias a las tres jornadas de julio en París que dieron el primer golpe de gracia a la Santa Alianza por el destierro de su rey legítimo.

Poco después estalló la revolución en Bélgica y en Polonia.

Italia también se estremeció, pero traicionada por Luis Felipe a los austriacos, debió soportar un yugo más pesado aún. Una guerra intestina se desencadenó en España entre cristianos y carlistas. En esas condiciones no se podía menos que despertar en Alemania.

Ese despertar fue tanto más fácil cuanto que la revolución de julio espantó mortalmente a los gobiernos alemanes, sin exceptuar al de Austria y al de Prusia. Hasta el momento mismo del advenimiento del príncipe de Bismarck con su rey emperador al trono germánico, todos los gobiernos alemanes, a pesar de todas las formas exteriores de la fuerza militar, política y burguesa, fueron desde el punto de vista moral excesivamente débiles y estuvieron desprovistos de toda fe en ellos mismos.

Este hecho indudable parece muy extraño dada la ternura y la fidelidad hereditarias de la raza germánica. ¿Qué tenía por consiguiente que inquietarse y temer el gobierno? Los gobiernos sentían, sabían que los alemanes, obedeciéndoles como compete a súbditos leales, no podían al mismo tiempo soportarlos. ¿Qué han hecho entonces para sofocar el odio de una raza que está tan dispuesta a adorar a sus jefes?

¿Cuáles eran, en suma, las causas de ese odio?

Hubo dos: la primera consistía en el predominio del elemento aristocrático en la burocracia y en el ejército. La revolución de julio destruyó los restos del predominio feudal y clerical en Francia; en Inglaterra también, a consecuencia de la revolución de julio, triunfó la reforma liberalburguesa. En general, desde 1830 comienza el triunfo completo de la burguesía en Europa, pero no en Alemania. Aquí, hasta estos últimos años, es decir hasta el advenimiento del aristócrata Bismarck, fue el partido feudal el que continuó reinando. Todos los puestos superiores así como la mayoría de los puestos secundarios en las instituciones del Estado, en la burocracia y en el ejército, estaban en sus manos. Todos saben con qué desprecio tratan a los burgueses los aristócratas arrogantes de Alemania, los príncipes, los condes, los barones y hasta los simples von. Se conoce las célebres palabras de Windischgraetz, el general austriaco que bombardeó Praga en 1848 y Viena en 1849:

El hombre no comienza más que en el barón.

Ese predominio de la nobleza era tanto más ultrajante para los burgueses alemanes cuanto que esa nobleza se encontraba bajo todos los aspectos, desde el punto de vista de las riquezas como desde el de su desenvolvimiento intelectual, en una situación incomparablemente inferior a la clase burguesa. Y sin embargo, ordenaba a todos y en todas partes. Los burgueses no poseían más que el derecho a pagar y obedecer. Todo eso es extremadamente desagradable para los burgueses. Y a pesar de toda la premura que ponían en adorar a sus soberanos legítimos, no querían sufrir gobiernos que se encontraban casi exclusivamente en manos de la nobleza.

Hay que notar, sin embargo, que habían intentado varias veces, sin llegar a su propósito, sacudir el yugo de la nobleza que sobrevivió a los años tempestuosos de 1848 y 1849 y que hoy sólo comienza a sufrir una destrucción sistemática de parte del aristócrata de Pomerania, el príncipe de Bismarck.

Otra causa, y más importante, del odio de los alemanes frente a sus gobiernos, ha sido ya tratada por nosotros. Los gobiernos eran adversarios de la unión de Alemania en un Estado poderoso. Se desprendían de ahí que todos los instintos burgueses y políticos de los patriotas alemanes sentían esa afrenta. Los gobernantes lo sabían y desconfiaban, por consiguiente, de sus súbditos, les temían a pesar de los esfuerzos continuos de éstos, tendientes a probar su sumisión ilimitada y su completa inocencia.

A consecuencia de tales malentendidos los gobiernos fueron seriamente conmovidos por los resultados de la revolución de julio; lo fueron en tal grado que bastaba el menor tumulto inocente y sin trascendencia, el menor putsch (según la expresión alemana) para obligar a los reyes de Sajonia y de Hannover y a los duques de Hesse, Darmstadt y de Brunswick a dar una constitución a sus súbditos. Además Prusia y Austria, y aun el príncipe Metternich que hasta entonces fue el alma de la reacción en toda Alemania, aconsejaban ahora a la Unión alemana no oponerse a las peticiones legítimas de los súbditos alemanes. En los parlamentos del sur de Alemania los jefes de los partidos que se denominaban liberales han comenzado a pedir de nuevo altamente un emperador para toda Alemania.

Todo dependía de la salida de la revolución polaca. Si triunfaba la monarquía prusiana, separada de su apoyo en el noroeste y obligada a perder, si no todas al menos una parte considerable de sus posesiones polacas, sería forzada a buscar un nuevo punto de apoyo en Alemania misma, y como entonces ésta no estaba aún en situación de adquirida por la conquista, debía ganar la complacencia y la amistad del resto de Alemania por medio de reformas liberales y apelando resueltamente a todos los alemanes a agruparse en torno a la bandera imperial. En una palabra, se habría podido ya entonces realizar lo que, aunque por vías diferentes, se hizo hoy, pero que hubiera podido realizarse más pronto en formas más liberales. En lugar de tener Prusia que devorar a Alemania, como pasa hoy, habría podido darse la impresión entonces de Alemania devorando a Prusia. Eso habría parecido sólo así porque en realidad es siempre Alemania la que tendría que ser subyugada por la fuerza de la organización estatista de Prusia.

Pero los polacos, abandonados y traicionados por toda Europa, fueron a fin de cuentas vencidos a pesar de su resistencia heroica. Varsovia capituló y con ella se derrumbaron todas las esperanzas del patriotismo alemán. El rey Federico Guillermo III, que había prestado tan considerables servicios a su cuñado, el emperador Nicolás, estimulado por su victoria, rechazó su máscara y comenzó, más que en el pasado, a perseguir a los patriotas pangermánicos. Habiendo reunido entonces todas sus fuerzas, hicieron su última declaración solemne que, si no poderosa, hizo al menos mucho ruido en la época y ha permanecido en la historia moderna de Alemania conocida bajo el nombre de fiesta de Hambach de mayo de 1832.

En Hambach, en el Palatinado bávaro, 30.000 ciudadanos, hombres y mujeres, se reunieron esta vez. Los hombres con bandas tricolores terciadas en los hombros, las mujeres con echarpes tricolores y todos, naturalmente, bajo la bandera tricolor. No se habló ya, en esa reunión, de la federación de los países alemanes y de las razas alemanas, sino de la centralización pangermánica. Muchos de los oradores -como ejemplo el Dr. Wirth- hasta pronunciarón la palabra República germánica e incluso la de República federal europea de los Estados Unidos de Europa.

Pero esas no fueron más que palabras; palabras de cólera, de rencor, de desesperación, suscitadas en los corazones alemanes por la mala voluntad evidente o por la impotencia de los soberanos alemanes para crear un imperio pangermánico; palabras excesivamente elocuentes pero tras las cuales no había ni voluntad ni organización, y por consiguiente tampoco fuerza.

Y sin embargo, la reunión de Hambach no pasó del todo sin dejar rastros. Los campesinos del Palatinado bávaro no se contentaron con palabras. Se armaron de horcas y de hoces y se fueron a destruir castillos de nobles, aduanas e instituciones gubernamentales, quemando todos los documentos, rehusando pagar los impuestos y exigieron que se les diera la tierra y que reinara la libertad completa. Esa rebelión campesina, muy semejante por sus primeros actos a la insurrección general de los campesinos alemanes de 1525, puso en gran espanto no sólo a los conservadores, sino también a los liberales y a los republicanos alemanes mismos, cuyo liberalismo alemán no podía en forma alguna asociarse a una rebelión popular verdadera. Pero con general satisfacción, esa tentativa repetida de una insurrección campesina fue sofocada por las tropas bávaras.

Pero otra consecuencia de la fiesta de Hambach fue el ataque absurdo, aunque excesivamente valeroso y por eso digno de respeto, de 70 estudiantes armados contra la guardia principal que protegía el edificio de la Unión alemana en Francfort. Esa empresa era absurda, porque la Unión alemana habría debido ser atacada, no en Francfort, sino en Berlín o en Viena, y porque 70 estudiantes estaban lejos de bastar para romper la fuerza de la reacción en Alemania.

Es verdad que habían confiado que tras ellos y con ellos se sublevaría toda la población de Francfort y no sospecharon que el gobierno fue prevenido de la tentativa insensata algunos días antes. En cuanto al gobierno, no había creído necesario prevenirla, sino al contrario, la dejó producirse para tener más tarde un buen pretexto para la destrucción definitiva de los revolucionarios y de las tendencias revolucionarias en Alemania.

Y en efecto la reacción más terrible se manifestó después del atentado de Francfort en todos los países de Alemania.

Una comisión central se había erigido en Francfort bajo cuyo control obraban comisiones especiales en todos los Estados, grandes y pequeños. En la comisión central figuraban naturalmente los inquisidores de Estado austriacos y prusianos.

Fue una verdadera fiesta para los funcionarios alemanes y para las fábricas de papel de Alemania, pues fue cubierto de escritura un número incalculable de papel. Más de 1.800 personas fueron arrestadas en toda Alemania; se encuentran en ese número muchos hombres respetados, profesores, médicos, abogados, en una palabra toda la flor de la Alemania liberal. Muchos huyeron, pero muchos quedaron en las fortalezas hasta 1840, otros hasta 1848.

Nosotros hemos visto una parte considerable de esos liberales a ultranza en marzo de 1848 en el preparlamento y luego en la asamblea nacional. Todos, sin excepción, se demostraron reaccionarios frenéticos.

Después de la fiesta de Hambach la rebelión de los campesinos del Palatinado, el atentado de Frandort y el gran proceso que siguió, todo movimiento politico se detuvo en Alemania; un silencio de tumba siguió, continuando sin la menor interrupción hasta 1848. En cambio, el movimiento se trasladó al terreno literario.

Hemos visto ya que, al contrario del primer período (1815 a 1830), período de francofobia fanática, este segundo período del liberalismo alemán (1830-1840) lo mismo que el tercer período (hasta 1848) podría ser denominado puramente francés, al menos en relación a las letras y a la literatura politica. Dos judíos se encontraron a la cabeza de ese movimiento: uno el genial poeta Heine; el otro el panfletista noble de Alemania, Borne. Ambos fueron a París en los primeros días de la revolución de julio, donde, uno por sus versos, el otro por sus cartas de París, comenzaron a predicar a los alemanes las teorías francesas, las instituciones francesas y la vida parisiense.

Se puede decir que han producido un cambio completo en la literatura alemana. Las librerías y las bibliotecas se llenaron de traducciones y de bastante malas imitaciones de los dramas, melodramas, comedias y novelas francesas. El joven mundo burgués comenzaba a pensar, a sentir, a hablar, a peinarse, a vestirse a la francesa. Por lo demás eso no lo ha vuelto de ningún modo más cortés; se ha vuelto sólo más ridículo.

Pero al mismo tiempo la tendencia más seria, más sólida y sobre todo incomparablemente más compatible con el espíritu alemán, arraigó en Berlín. Como se constata a menudo en la historia, la muerte de Hegel, que siguió de cerca a la revolución de julio, fortificó en Berlín, en toda Prusia y más tarde en toda Alemania, el predominio de su idea metafísica, el reino del hegelianismo.

Renunciando, por un cierto tiempo al menos, y por razones ya mencionadas, a la unificación de Alemania en un solo Estado indivisible por medio de reformas liberales, Prusia no podía y no quería, sin embargo, renunciar completamente al predominio moral y material sobre todos los demás Estados y países alemanes. Al contrario, aspiraba continuamente a agrupar a su alrededor los intereses Íntelectuales y económicos de toda Alemania. Hizo uso para el efecto de dos medios: del desenvolvimiento de la Universidad de Berlín y de la Unión aduanera.

Durante los últimos años del reino de Federico Guillermo III, el ministro de la Instrucción Pública fue el consejero privado van Altenstein, hombre de Estado que pertenecía a la escuela liberal del barón Stein, de Wilhelm von Humboldt y otros. En tanto que le fue posible emprender algo en ese período reaccionario y contra todos los demás ministros prusianos, sus colegas, contra Metternich que, sofocando toda luz intelectual, esperaba consolidar el reino de la reacción en Austria y en toda Alemania, von Altenstein intentó, quedando fiel a las viejas tradiciones liberales, reunir en la Universidad de Berlín todos los hombres de vanguardia, todas las celebridades de la ciencia alemana, de suerte que mientras el gobierno prusiano, de común acuerdo con Metternich y estimulado por el emperador Nicolás, sofocaba a todo precio el liberalismo y a los liberales, Berlín se convirtió en el centro, el foco brillante de la vida científica e intelectual de Alemania.

Hegel, que había sido invitado por el gobierno prusiano ya desde 1818 a ocupar la cátedra de Fichte, murió a fines de 1831. Pero dejó tras sí, en las universidades de Berlín, de Konigsberg y de Halle toda una escuela de jóvenes profesores, editores de sus obras y partidarios ardientes y comentadores de su doctrina. Gracias a sus esfuerzos infatigables, esa doctrina se difundió pronto no sólo por toda Alemania, sino también por muchos países de Europa y hasta en Francia, donde fue introducida, mutilada e irreconoscible, por Víctor Cousin. Encadenó a Berlín, camo una fuente de nueva luz, por no decir una nueva revelación, un gran número de espíritus alemanes y no alemanes. El que no ha vivido en esa época no podrá jamás comprender hasta qué grado tuvo ese sistema filosófico una fascinación poderosa en 1830-1850. Se creyó que se había encontrado y comprendido por fin lo absoluto, buscando siempre, y que se podía comprar al por mayor o en detalle en Berlín.

La filosofía de Hegel fue, realmente, un fenómeno considerable en la historia del desenvolvimiento del pensamiento humano. Fue la última palabra definitiva de ese movimiento panteista y abstractamente humanitario del espíritu alemán que comenzó con las obras de Lessing y llegó a su desarrollo más profundo en las de Goethe; fue un movimiento que creó un mundo infinitamente vasto, rico, superior y, se podría decir, completamente racional, pero que permaneció tan extraño a la tierra y a la vida real como lo estaba el cielo cristiano y teológico. En consecuencia, este mundo, como la falta morgana, no alcanzando a los cielos y no tocando la tierra, suspendido entre el cielo y la tierra, transformó la vida misma de sus partidarios, de sus habitantes reflectores y poetizantes en una serie ininterrumpida de imágenes y de experiencias sonambúlicas, les hizo incapaces de vivir y, lo que aún es peor, les condenó a hacer en la vida actual todo lo contrario de lo que adoraban en el ideal poético o metafísico.

Es así como se explica el hecho notable y bastante general que nos llama la atención hasta hoy en Alemania, que los admiradores ardientes de Lessing, de Schiller, de Goethe, de Kant, de Fichte y de Hegel han podido y pueden aún servir de ejecutores sumisos y hasta voluntarios de las medidas que están lejos de ser humanas o liberales y que les son prescritas por los gobiernos. Se podría incluso decir que, en general, cuanto más elevado es el mundo ideal del alemán, más odiosos y más vulgares son su vida y sus actos en la realidad.

La filosofía de Hegel era la consumación definitiva de ese mundo ideal elevado. Lo expresaba y lo explicaba por sus fórmulas y categorías metafísicas que le mataron luego, llegando por una lógica de hierro a reconocer definitivamente su propia derrota inevitable, su ineficacia y, hablando vulgarmente, su futilidad.

La escuela de Hegel se había dividido, como se sabe, en dos partidos opuestos; un tercer partido, el centro, se fundó también naturalmente entre esos dos, pero del cual, por lo demás, no tenemos la intención de hablar aquí. Uno de ellos, el partido conservador, encontró en la nueva filosofía la justificación y la legitimación de todo lo que existe, aferrándose a la frase célebre de Hegel: Lo que es real es racional. Ese partido creó lo que se llamó la filosofía oficial de la monarquía prusiana, representada ya por Hegel mismo como el ideal de organización política.

Pero el partido opuesto de los llamados hegelianos revolucionarios se encontró ser más lógico que Hegel mismo y mucho más valeroso que él; desembarazó su doctrina de la máscara conservadora y descubrió en toda la desnudez la negación despiadada que formaba su verdadera quintaesencia. A la cabeza de ese partido se colocó el célebre Feuerbach, que no sólo llevó el argumento lógico hasta la negación total del mundo divino entero, sino también hasta la negación de la metafísica misma. No podía ciertamente ir más lejos. Metafísico él mismo, debía ceder el puesto a sus sucesores legítimos, a los representantes de la escuela de los materialistas o realistas, cuya mayor parte, por lo demás, como por ejemplo los señores Büchner, Marx y otros, no pudieron ni pueden aún desembarazarse de la hegemonía del pensamiento metafísico abstracto.

Dominaba en el período de los años 1830-1850 la opinión que la revolución que seguirá a la difusión del hegelianismo, desarrollado en el sentido de la negación absoluta, será ciertamente más radical, más profunda y más despiadada y más extensa en su destrucción que la revolución de 1793. Se pensaba así porque el pensamiento filosófico elaborado por Hegel y llevado a los resultados más extremos por sus discípulos era en efecto más completo y más profundo que el pensamiento de Voltaire y de Rousseau, que tuvieron, como se sabe, la influencia más directa y no siempre saludable en el desenvolvimiento y sobre todo en el desenlace de la primera revolución francesa. Así, por ejemplo, no hay duda alguna que entre los admiradores de Voltaire, ese despreciador instintivo de las masas populares, de la multitud estúpida, se encontraban hombres de Estado como Mirabeau y que el partidario más fanático de Jean Jacques Rousseau, Robespierre, fue el restaurador del orden divino y del orden civil reaccionario en Francia.

Se imaginaba en esos años 1830-50 que cuando sonara la hora de nuevo para la acción revolucionaria, los doctores en filosofía de la escuela de Hegel dejarían muy lejos tras sí a los hombres de acción más audaces de 1790-1800 del pasado siglo y maravillarían al mundo con su revolucionarismo, estrictamente lógico y despiadado. El poeta Heine ha escrito, al respecto, muchas cosas elocuentes: Todas vuestras revoluciones -decía a los franceses- no son nada en comparación con nuestra futura revolución alemana. Nosotros, que hemos tenido la audacia de destruir sistemáticamente, científicamente el mundo divino entero, no nos detendremos ante ningún ídolo terrestre y no nos apaciguaremos más que cuando, sobre las ruinas de los privilegios y del poder, hayamos conquistado para el mundo entero la igualdad y la libertad más completas. Casi en esas mismas palabras anunciaba Heine a los franceses los milagros futuros de la revolución alemana. Y muchos creyeron en sus palabras.

Pero ¡ay! bastó la experiencia de 1848 y 1849 para reducir a polvo esa fe. Los revolucionarios alemanes no sólo no han sobrepasado a los héroes de la primera revolución francesa, sino que no supieron tampoco compararse a los revolucionarios franceses de los años 1830-1840. ¿Cuál era la causa de esa lamentable derrota? Se explica naturalmente y sobre todo por el carácter histórico especial de los alemanes que les predispone mucho más a la obediencia leal y servil que a la rebelión, pero también por el método abstracto con que se encaminaron hacia la revolución. De acuerdo aquí también con su naturaleza, fueron, no de la vida al pensamiento, sino del pensamiento a la vida. Pero el que toma su punto de partida en el pensamiento abstracto no podrá nunca llegar a la vida, porque no existe camino que pueda conducir de la metafísica a la vida. Están separadas por un abismo. Franquear ese abismo, realizar un salto mortal o lo que Hegel mismo denominó un salto cualitativo desde el mundo de la lógica al mundo de la naturaleza, de la vida real, no lo consiguió aún nadie y nadie lo conseguirá jamás.

El que se apoya en la abstracción morirá en ella.

La ruta viviente concretamente razonada es la ciencia, el camino del hecho real al pensamiento que lo abarca, que lo expresa y que, por consiguiente, lo explica; y en el mundo práctico, es el movimiento de la vida social hacia una organización lo más impregnada posible de esa vida, conforme a las indicaciones, a las condiciones, a las necesidades y a las exigencias más o menos apasionadas de esa misma vida.




Notas

(1) La servilidad de lacayos es la esclavitud voluntaria. ¡Cosa extraña! Parecería imposible que haya una esclavitud más abyecta que la de los rusos; pero no existió nunca entre los estudiantes rusos tal actitud servil ante los profesores y las autoridades como la que existe en nuestros días entre los estudiantes alemanes.

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