Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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La asamblea se mostró de una injusticia tan brutal con respecto a los polacos del ducado de Posnania y en general con respecto a todos los eslavos. Todas esas razas, que odiaban a lo alemanes, debían ser devoradas por el Estado pangermánico. La potencia futura y la grandeza de la patria alemana lo exigían.

La primera cuestión de orden interior que se presentó para ser tratada por la sabia y patriótica asamblea fue: el Estado alemán ¿debe ser una República o una monarquía?

Y naturalmente la cuestión se decidió en favor de la monarquía. Sin embargo, no habría que acusar de esa decisión a los señores profesores, diputados y legisladores. Está de más decir que ellos, alemanes hasta la médula de los huesos y sabios rematados, es decir, criados conscientes y convencidos, aspiraban con todo su ser a conservar sus preciosos soberanos. Pero aunque no hubieran tenido esas aspiraciones, habrían debido, sin embargo, decidirse en favor de la monarquía, porque a excepción de algunos centenares de revolucionarios sinceros de que hemos hablado ya, la burguesía alemana lo quería así.

Como prueba de ese estado de espíritu no tenemos más que citar las palabras del venerable patriarca del partido democrático, hoy social demócrata, el mencionado patriota de Konigsberg, el doctor Johann Jacoby. He aquí lo que dijo en un discurso pronunciado por él en 1858 ante los electores de Konigsberg:

Hoy, señores, y lo digo desde lo más profundo de mi convicción, hoy no existe en todo nuestro país, en todo el partido democrático ni un solo hombre que aspire, no digo a una forma de Estado que no sea monárquica, sino que quiera soñar siquiera en ella. Más lejos agrega: Es precisamente el año 1848 el que nos ha mostrado qué raíces profundas ha echado en el corazón del pueblo el elemento monárquico.

La segunda cuestión ante la asamblea fue: ¿qué forma debe tener el imperio germánico: centralizada o federativa? La primera habría sido más lógica y mucho más conforme al objetivo, es decir, a la fundación de un Estado germanico poderoso, uno e indivisible. Pero para realizarla habría sido preciso despojar del poder, del trono y expulsar de Alemania a todos los soberanos, salvo uno solo; en otras palabras, iniciar y realizar numerosas insurrecciones individuales. Eso era demasiado contrario a la lealtad alemana y la cuestión fue, por consiguiente, resuelta en favor de una monarquía federativa conforme al antiguo ideal, una cantidad de Estados pequeños y medianos, otros tantos parlamentos y a la cabeza de todo eso un emperador único y un parlamento único de la Alemania confederada.

¿Quién deberá, pues, ser el emperador? Tal vez fue la cuestión palpitante. Es claro que ese puesto no podía ser ocupado más que por el emperador de Austria o por el rey de Prusia. Ni Austria ni Prusia habrían soportado otro candidato.

Las simpatías de la mayoría de la asamblea estaban en favor del emperador de Austria. Le atribuían varias causas: primeramente todos los alemanes no prusianos odiaban y odian a Prusia, como en Italia se odia el Piamonte. En cuanto al rey Federico Guillermo IV, su conducta desorbitada y extravagante antes de la revolución y después de ésta le han hecho perder todas las simpatías con que se le había acogido a su advenimiento al trono. Además, toda Alemania del sur, cuya población era en su mayoría católica, se inclinaba decididamente en razón de sus tradiciones históricas y de sus hábitos en favor de Austria.

Pero la elección del emperador de Austria se hacía, sin embargo, imposible, porque el imperio austriaco, agitado por movimientos revolucionarios en Italia, en Hungría, en Bohemia y, en fin, en Viena misma, se hallaba al borde del abismo, mientras que Prusia estaba armada y dispuesta, a pesar de los desórdenes en las calles de Berlín, de Kónigsberg, de Possen, de Breslau y de Colonia.

Los alemanes querían un imperio poderoso y unido más de lo que deseaban la libertad. Todo el mundo estaba de acuerdo que sólo Prusia podía dar a Alemania un emperador serio. Por consiguiente, si los señores profesores que componían casi la mayoría del parlamento de Francfort poseían la menor gota de energía y de sentido común crítico, habrían debido, sin razonar demasiado, sin vacilar, pero reprimiendo sus sentimientos, proponer de inmediato la corona imperial al rey de Prusia.

Federico Guillermo IV la habría ciertamente aceptado al principio de la revolución. La insurrección de Berlín, la victoria del pueblo sobre el ejército le había afectado en pleno corazón; se sentía humillado y buscaba un medio cualquiera para salvarse y restaurar su honor real. No encontrando otro medio se aferró, de motu propio, a la corona imperial. Ya el 21 de marzo, tres días después de su derrota en Berlín, lanzó un manifiesto a la nación alemana en donde declaraba que, deseando la salvación de Alemania se colocaba a la cabeza de la patria alemana unificada. Habiendo escrito ese manifiesto de su puño y letra, montó a caballo y rodeado de su escolta militar, con la bandera pangermánica tricolor en las manos recorrió triunfalmente las calles de Berlín.

Pero el parlamento de Francfort no comprendió, o no quiso comprender esa alusión más que transparente; en lugar de proclamar simplemente emperador al rey de Prusia, recorrió, como lo hacen siempre los hombres indecisos y los miopes, a un compromiso que, sin liquidar la cuestión, no era sino una afrenta directa al rey de Prusia. Los señores profesores no comprendieron que antes de la elección del emperador pangermánico habrían debido preparar una constitución de la nueva Alemania y, antes de eso aún, formular los derechos fundamentales del pueblo alemán.

Se emplearon más de seis meses por los legisladores eruditos en la definición jurídica de esos derechos. En cuanto a los asuntos prácticos, fueron remitidos en manos de un gobierno provisorio erigido por ellos y compuesto de un regente de Estado irresponsable y de un ministro responsable. Y una vez más, no fue el rey de Prusia el nombrado regente, sino un archiduque austriaco.

Habiendo nombrado a este último, la asamblea de Francfort exigió que todas las tropas de la confederación le prestasen juramento. Sólo los ejércitos insignificantes de los pequeños Estados obedecieron, mientras que las tropas prusianas hannoverianas e incluso las austriacas se rehusaron rotundamente. Estaba claro, pues, que la fuerza, la influencia y el valor de la asamblea de Francfort eran nulos, y que la suerte de Alemania se decidía, no en Francfort, sino en Berlín y Viena, sobre todo en Berlín, dado que Viena estaba demasiado ocupada de sus propios asuntos, no alemanes, sino exclusivamente austríacos, para poder interesarse en los asuntos de Alemania.

¿Qué hacía en esos momentos el partido radical, partido que se denominaba revolucionario? La mayoría de sus miembros no-prusianos se hallaba en el parlamento de Francfort formando allí minoría. El resto estaba en los parlamentos parciales y se encontraba igualmente paralizado, primero porque la influencia de esos parlamentos sobre la marcha de los acontecimientos en Alemania era, por su propia insignificancia, necesariamente insignificante, y en segundo lugar porque incluso los parlamentos de Berlín, de Viena y de Francfort eran ridículos y fútiles.

La asamblea constituyente de Prusia, abierta en Berlín el 22 de mayo de 1848, y compuesta de casi toda la flor del radicalismo lo ha demostrado bien. Los discursos más radiantes, los más elocuentes y aun los más revolucionarios se pronunciaron en ella, pero no se hizo nada. Desde las primeras sesiones rechazó el proyecto de una constitución presentada por el gobierno y, lo mismo que la asamblea de Francfort, pasó algunos meses discutiendo su proyecto mientras los radicales declamaban a cual mejor su revolucionarismo con gran asombro del pueblo.

Toda la incapacidad revolucionaria, por no decir la estupidez sin límites, de los demócratas y revolucionarios alemanes fue puesta al desnudo. Los radicales alemanes se entregaron completamente al juego parlamentario y perdieron todo interés en el resto. Creyeron seriamente en la fuerza de las decisiones parlamentarias y los más inteligentes de ellos creían que las victorias obtenidas por ellos en los debates parlamentarios decidían la suerte de Prusia y de Alemania.

Quisieron resolver un problema insoluble: la conciliación del self-govemment y de la igualdad democrática con las instituciones monárquicas. Como prueba recordemos el discurso pronunciado en junio de 1848 por uno de los jefes más en vista de ese partido, el doctor Johann Jacoby, ante sus electores de Berín, discurso que presenta claramente todo el programa democrático:

La idea de la República es la expresión más elevada y más pura del self-government y de la igualdad civil. Pero si no es posible realizar la forma republicana de gobierno en condiciones presentadas por la realidad en un cierto momento y en cierto país, eso es otra cuestión. Sólo la voluntad general y unánime de los ciudadanos puede resolverla. Insensato y hasta criminal sería el partido que quisiera imponer al pueblo esa forma de gobierno. No sólo hoy, sino en marzo mismo, en la Asamblea preliminar de Francfort, he dicho lo mismo a los diputados de Bade y traté de disuadirlos -¡ay, en vano!- de una insurrección republicana.

En toda Alemania -con excepción sólo de Bade- la revolución se detuvo respetuosamente ante los tronos intactos, demostrando también que aun pudiendo poner freno a la arbitrariedad de sus soberanos, no tenía de ningún modo la intención de expulsados. Debemos obedecer la voluntad pública y, por consiguiente, la forma monárquico-constitucional de gobierno es la única base sobre la cual estamos forzados a edificar el nuevo edificio político. Así, pues, la nueva organización de la monarquía sobre bases democráticas, tal es el problema difícil y verdaderamente imposible que los espíritus profundos pero excesivamente poco revolucionarios de los radicales y de los demócratas rojos de la constituyente prusiana han querido resolver; y cuanto más se engolfaron en eso, inventando nuevas cadenas constitucionales para encadenar la voluntad del pueblo, pero también para encadenar la arbitrariedad de su monarca adorado y semi-loco, más se alejaron del verdadero objetivo.

Por grande que hubiese sido su miopía práctica, no podían dejar de ver que la monarquía, bien que vencida durante las jornadas de marzo, pero no destruida, conspiraba abiertamente y reunía a su alrededor todo el viejo mundo reaccionario, aristocrático, militar, político y burocrático, acechando una ocasión propicia para expulsar a los demócratas, y acaparar el poder, como en el pasado, ilimitado. Ese mismo discurso del doctor Jacoby demuestra que los radicales prusianos veían bien esa perspectiva: No nos hacemos ilusiones -decía-, el absolutismo y los junkers (1) están lejos de haber desaparecido o de haber sido exterminados; apenas consideran necesario hacerse los muertos. Habría que ser ciegos para no ver a qué aspira la reacción ...

Así, pues, los radicales de Prusia vieron claramente el peligro que les amenazaba. ¿Qué han hecho para prevenirlo?

La reacción feudal-monárquica no era una teoría; era una fuerza que tenía tras sí todo el ejécito que ardía de impaciencia por lavarse de la ignominia de la derrota de marzo y por restaurar en la sangre del pueblo el poder real ensombrecido y envilecido; toda burocracia, toda la máquina estatista que disponía de enormes medios financieros. ¿Habrá que creer que los radicales habrían podido confiar en poder ligar esa fuerza terrible mediante nuevas leyes y por una constitución, es decir, puramente por medios papelescos?

¡Sí, eran hasta tal punto prácticos y sabios como para nutrir tales esperanzas! Porque ¿cómo se podría explicar de otro modo el que, en lugar de tomar medidas prácticas y efectivas contra la tempestad que iba a estallar sobre ellos, derrocharan meses en debates sobre la nueva constitución y sobre las nuevas leyes que debían someter toda la fuerza y todo el poder estatista al parlamento? Creían hasta tal grado en la eficacia de sus debates y proyectos de leyes parlamentarias que han ignorado el único medio que habrían podido oponer a la fuerza reaccionaria del Estado, la fuerza revolucionaria del pueblo por medio de la organización de éste.

El triunfo excesivamente fácil de las rebeliones populares contra el ejército en casi todas las capitales de Europa, que marcó el advenimiento de la revolución en 1848, fue perjudicial para los revolucionarios no sólo de Alemania sino también de los demás países, porque suscitó en ellos la seguridad ingenua de que bastaría la menor manifestación del pueblo para romper toda resistencia armada. A causa de tal convicción, los demócratas y revolucionarios de Prusia y de Alemania en general, creyendo que no dependería más que de ellos mismos el tener sujeto al gobierno gracias a un movimiento popular que se desencadenaría cuando ellos quisieran, no vieron ninguna necesidad ni de la organización ni de la dirección, sin hablar del esfuerzo, de las pasiones y fuerzas revolucionarias del pueblo.

Al contrario, como compete a burgueses, los más revolucionarios de ellos tenían esas pasiones, esa fuerza, estaban dispuestos siempre a tomar partido contra ellas y por el orden social burgués y esatista, y consideraban que, en general, cuanto menos se recurra al medio peligroso de la insurrección del pueblo, mejor será.

Es así como los revolucionarios oficiales de Alemania y de Prusia menospreciaron el único medio que poseían para obtener una victoria definitiva y efectiva contra la reacción que se levantaba de nuevo. No sólo no quisieron saber nada de la organización de una revolución del pueblo sino que, al contrario, trataban de conciliarla y de pacificarla por todas partes, rompiendo así el instrumento de que disponían.

Las jornadas de junio, la victoria del dictador militar y general republicano Cavaignac sobre el proletariado de París, habrían debido abrir los ojos a los demócratas de Alemania.

La catástrofe de junio no sólo fue una desgracia para los trabajadores de París, sino que fue la primera y quizá la más definitiva derrota de la revolución en Europa. Los reaccionarios de todos los países han comprendido mejor y más pronto la importancia trágica y para ellos tan provechosa de las jornadas de junio que los revolucionarios, y sobre todo que los de Alemania.

Se habría debido ver el entusiasmo que las primeras noticias de esas jornadas suscitaron en todos los círculos reaccionarios; fueron recibidas como un nuncio de salvación. Movidos por un instinto absolutamente correcto vieron en la victoria de Cavaignac no sólo el triunfo de la reacción francesa sobre la revolución francesa, sino el triunfo de la reacción universal o internacional sobre la revolución internacional. Las gentes de guerra, los estados mayores de todos los países la aclamaron como la redención internacional del honor militar. Se sabe que los oficiales prusianos, austriacos, sajones, hannoverianos, bávaros y las demás tropas alemanas enviaron inmediatamente al general Cavaignac, jefe provisorio de la República francesa, una circular de congratulaciones, naturalmente con el permiso de sus jefes y la aprobación de sus soberanos.

La victoria de Cavaignac tuvo en efecto una repercusión histórica enorme. Con ella comenzó la nueva época de la lucha internacional de la reacción con la revolución. La insurrección del pueblo de París, que duró cuatro días, del 23 al 26 de junio, sobrepasó por su energía y su encarnizamiento salvaje a todas las sublevaciones del pueblo que París haya vivido jamás. Es con esa insurrección con la que comenzó verdaderamente la revolución social de que ha sido el primer acto y cuyo segundo acto fue la resistencia aun más encarnizada de la Comuna de París.

Por primera vez durante la inserrucción de junio se encontraron frente a frente la fuerza del pueblo, luchando no tanto para los demás como para sí misma, dirigida por nadie, pero sublevada por su propio esfuerzo para la defensa de sus intereses más sagrados, y la fuerza militar brutal, ignorante de todas las consideraciones de respeto a los principios de la civilización y a la humanidad de la civilidad social y del derecho civil y que, en la embriaguez de la lucha salvaje, incendiaba, degollaba y destruía despiadadamente.

En todas las revoluciones precedentes las tropas, en su lucha contra el pueblo, chocaban, no sólo con las masas del pueblo, sino con los ciudadanos respetables que se encontraban a su cabeza, con la juventud universitaria y politécniea y en fin con la guardia nacional que, compuesta en gran parte de burgueses, se desmoralizaba pronto y antes de ser efectivamente deshecha, se replegaba, se retiraba o fraternizaba con el pueblo. En lo más ardoroso de la lucha existía una especie de contrato observado siempre por las partes en lucha, no permitiendo a las pasiones desencadenadas sobrepasar un cierto límite, como si ambas partes luchasen de común, acuerdo, con armas obtusas. No se le ocurrió jamás a nadie, ni al pueblo ni a las tropas, que se podía impunemente destruir casas, calles, degollar decenas de miles de habitantes inermes. Una frase era común entonces, repetida incesantemente por el partido conservador cuando insitía en una medida reaccionaria cualquiera y quería adormecer la desconfianza del partido opuesto: El poder que para vencer al pueblo quisiera bombardear a París, se imposibilitaría automáticamente (2).

Una limitación semejante en el empleo de la fuerza armada era de gran importancia para la revolución y explica por qué el pueblo salía siempre victorioso en el pasado. El general Cavaignac quiso poner fin a esas victorias fáciles del pueblo contra las tropas. Cuando se le preguntó por qué procedió a su ataque en masa, que le obligó inevitablemente a degollar un gran número de insurrectos, respondió: No he querido que la bandera militar fuera deshonrada una segunda vez por una victoria del pueblo. Movido por ese pensamiento puramente militar y por consiguiente absolutamente antipopular, fue el primero en tener la audacia de emplear los cañones para destruir casas y calles enteras ocupadas por los insurrectos.

Y en fin, a pesar de las proclamas conmovedoras a los hijos pródigos a quienes abría los brazos fraternales, permitió, durante los tres días que siguieron al de la victoria, a las tropas y a la guardia nacional exasperada, degollar y fusilar, sin la menor forma de proceso, diez mil insurrectos aproximadamente, entre los cuales sucumbieron, naturalmente, muchos inocentes.

Todo eso fue realizado con un doble fin: lavar en la sangre de los insurrectos el honor militar y, al mismo tiempo, quitar al proletariado el gusto de los movimientos revolucionarios, inspirándole el respeto debido a la superioridad de la fuerza militar y el terror ante su carácter implacable.

Cavaignac no consiguió llegar a este último objetivo.

Hemos visto que la lección de junio no impidió al proletariado de la Comuna de París sublevarse a su vez y esperamos que esa nueva lección, incoparablemente más cruel, dada a la Comuna, no detendrá ni restringirá la revolución social; al contrario, duplicará la energía y la pasión de sus partidarios y aproximará de ese modo su triunfo definitivo.

Pero si Cavaignac no pudo matar la revolución social, sin embargo alcanzó otro objetivo: el de matar definitivamente el liberalismo y el revolucionarismo burgués, el de matar la República y haber instaurado sobre sus ruinas la dictadura militar.

Habiendo libertado la fuerza militar de las cadenas de que había sido rodeada por la civilización burguesa, habiéndole dado la plenitud de su salvajismo natural y el derecho a dar libre curso, sin detenerse en nada, a ese salvajismo inhumano y despiadado, ha hecho imposible desde entonces la menor resistencia burguesa. Desde que crueldad y destrucción global se han convertido en palabras de orden de la acción militar, la vieja revolución burguesa, clásica e inocente por medio de barricadas en las calles, se ha vuelto un juego infantil. Para luchar con éxito contra la fuerza militar que no respeta ya nada y que por lo demás está armada de los instrumentos de destrucción más terribles, y está dispuesta a hacer uso de ellos no sólo para la destrucción de casas y calles, sino también de ciudades enteras con todos sus habitantes: para luchar contra semejante bestia salvaje, es preciso estar en posesión de una bestia no menos feroz pero más imbuída de justicia: la insurrección organizada del pueblo, la revolución social que, lo mismo que la reacción militar, será igualmente despiadada y no se detendrá ante ningún obstáculo.

Cavaignac, que ha prestado un servicio tan precioso a la reacción francesa, y en general internacional, era sin embargo un republicano de los más sinceros. ¿No es chocante que sea a un republicano a quien tocó el papel de poner la primera piedra de la dictadura militar en Europa y ser predecesor directo de Napoleón III y del emperador de Alemania, y que sea a otro republicano, su célebre precursor Robespierre, al que le tocó la misión de preparar el despotismo estatista encarnado en Napoleón I? ¿Es que todo eso no demuestra que al devorar y suprimir la disciplina militar todo a su paso, el ideal del imperio pangermánico es la última palabra inevitable de la centralización estatista burguesa, de la civilización burguesa?

De un modo u otro los oficiales alemanes, los nobles, los burócratas, los regentes y los soberanos sintieron una gran ternura hacia Cavaignac e, inspirados por su bienaventurada victoria, adquirieron visiblemente ánimos e hicieron sus preparativos para una nueva batalla. ¿Qué hacían entre tanto, pues, los demócratas alemanes? ¿Habían comprendido el peligro que les amenazaba y que no les quedaban más que dos medios para alejar ese peligro: el desencadenamiento de la pasión revolucionaria en el pueblo y la organización de la fuerza popular? No, no lo comprendieron.

Al contrario, se sumieron más aún en los debates parlamentarios y habiendo decidido volver las espaldas al pueblo, lo dejaron a merced de la influencia de toda especie de agentes de la reacción.

¿Hay que asombrarse, pues, de que el pueblo alemán se haya enfriado completamente frente a ellos, de que haya perdido toda confianza en ellos y en su causa? En consecuencia, cuando en noviembre el rey de Prusia reinstauró su guardia en Berlín y nombró al general Brandenburg su primer ministro con el fin determinado de dar rienda suelta a una reacción feroz; cuando decretó la disolución de la Constituyente y dio a Prusia una constitución suya, reaccionaria, naturalmente, en el más alto grado, esos mismos obreros berlineses que en el mes de marzo se levantaron con una tal unanimidad y lucharon con tal valor que forzaron a la guardia a retirarse de Berlín, no se movieron esta vez, ni dijeron una palabra y contemplaron plácidamente cómo los soldados perseguían a los demócratas.

Es así como se terminó, en realidad, la tragicomedia de la revolución alemana. Ya antes de eso y principalmente en octubre el primer Windischgraetz había restablecido el orden en Viena, no sin considerable efusión de sangre, es verdad, porque, en suma, los revolucionarios austriacos han demostrado ser más revolucionarios que los prusianos.

¿Qué hacía en ese período la asamblea nacional de Francfort? Había votado, a fines de 1848, los derechos fundamentales y la nueva constitución pangermánica y propuso al rey de Prusia la corona imperial. Pero los gobiernos de Austria, de Prusia, de Baviera, de Hannover y de Sajonia rechazaron los derechos fundamentales y la constitución frescamente preparada y el rey de Prusia rehusó aceptar la corona imperial llamando un poco más tarde a sus diputados. La reacción triunfaba en toda Alemania. El partido revolucionario, habiéndose percatado un poco demasiado tarde, se decidió a organizar la insurrección general para la primavera de 1849. En el mes de mayo la revolución que se extinguía lanzó su último fulgor en Sajonia, en el Palatinado bávaro y en Bade. Esa llama fue extinguida en todas partes por los soldados prusianos que restauraron, después de una corta lucha, pero bastante sanguinaria, el viejo régimen en toda Alemania, mientras que el príncipe heredero de Prusia, hoy emperador y rey, Guillermo I, que comandaba las tropas en Bade, no dejó pasar ninguna ocasión de ahorcar insurrectos.

Tal fue el final lamentable de la única -y por mucho tiempo la última- revolución alemana. ¿Se preguntará uno ahora cuál fue la causa principal de su fracaso?

A parte de la inexperiencia política y de la incapacidad práctica, a menudo patrimonio de los sabios, aparte de la ausencia completa de audacia revolucionaria y de la repulsión arraigadas en los alemanes de los actos y medios revolucionarios y del amor apasionado a la sumisión de cada uno a la autoridad; ya, en fin, aparte de una falta considerable del instinto, de la pasión y del sentido de la libertad, la razón principal del fracaso era la aspiración general de todos los patriotas alemanes hacia la creación de un Estado pangermánico.

Esa inspiración que manaba de la profundidad de la naturaleza alemana hace a los alemanes decididamente incapaces para una revolución. Una sociedad que desea fundar un Estado poderoso querrá inevitablemente subordinarse a la autoridad; una sociedad revolucionaria, al contrario, tiende a sacudir toda autoridad. ¿Cómo conciliar, pues, dos aspiraciones contrarias y que se excluyen recíprocamente? Se verán necesariamente forzadas a paralizarse unas a otras como ocurrió a los alemanes que en 1848 no alcanzaron ni la libertad, ni el Estado poderoso, sino que experimentaron en cambio un fracaso terrible.

Esas dos aspiraciones son de tal modo opuestas que no pueden nunca encontrarse simultáneamente en el seno del pueblo. La una debe necesariamente ser una aspiración imaginaria que encubre tras sí el estado real de las cosas, como fue el caso de 1848. La pretendida aspiración hacia la libertad era una ilusión, un engaño; mientras que la aspiración hacia la fundación de un Estado pangermánico era realmente seria. Esto es cierto, al menos por lo que se refiere a toda la seriedad erudita alemana, sin exceptuar la enorme mayoría de los demócratas y radicales más rojos. Se podria suponer, adivinar, esperar que existe, en el proletariado alemán, un instinto antisocial que la haría incapaz quizás para conquistar la libertad, porque soporta el mismo yugo económico que odia tanto como el proletariado de los otros países y porque ni él ni los otros tienen la posibilidad de emanciparse del yugo económico sin destruir previamente la prisión secular, denominada el Estado. Se puede sólo suponer y esperado dado que faltan las pruebas materiales; al contrario, hemos visto que no sólo en 1848, sino hoy mismo, los trabajadores alemanes obedecen ciegamente a sus dirigentes; mientras que los dirigentes, organizadores del partido social-demócrata de los trabajadores alemanes les conducen, no hacia la libertad o hacia la fraternidad internacional, sino directamente bajo el yugo del Estado pangermánico.

Los radicales alemanes se encontraron en 1848, como hemos visto más arriba, en la triste necesidad trágico-cómica de rebelarse contra el poder estatista a fin de obligarle a volverse más fuerte y amplio. Por tanto, no sólo no querían destruirlo, sino que, al contrario, se ocupaban con ternura de su conservación en el momento mismo en que luchaban contra él. Por consiguiente toda su actividad fue quebrantada y paralizada por la fuerza misma de las cosas. La actividad del poder no presentó tal contradicción. Quiso, sin detenerse más, sofocar a todo precio a sus extraños amigos no invitados y agitados, los demócratas. Que los radicales no pensaban en la libertad sino en la creación de un imperio es evidente por el hecho que la asamblea de Francfort, en que triunfaban ya los demócratas, propuso la corona imperial a Federico Guillermo IV el 28 de marzo de 1849, es decir, cuando Federico había destruido completamente todas las adquisiciones o derechos pseudo-revolucionarios, disuelto la Constituyente, elegida directamente por el pueblo, y dado la constitución más reaccionaria y más despreciable; cuando perseguía lleno de furor por la injuria que él y la corona habían tenido que sufrir, a los demócratas a quienes execraba por medio de sus soldados policías.

¡No podían, sin embargo, ser tan ciegos para pedir la libertad a un soberano como ese! ¿Qué esperaban, pues? Soñaban con el imperio pangermánico ...

El rey no puede darles tampoco eso. El partido feudal, triunfante con él, y de nuevo en el poder, era enemigo de la idea de unidad. Odiaba el patriotismo alemán, considerándole sedicioso, y no conocían más que su patriotismo prusiano. Todas las tropas, todos los oficiales y todos lo cadetes de las escuelas militares cantaban entonces con frenesí la célebre canción patriótica de Prusia: Yo soy prusiano, reconoce mi bandera.

Federico había querido ser emperador, pero temió a los suyos, temió a Austria, a Francia y, sobre todo, al emperador Nicolás. Respondiendo a la delegación polaca que había ido a pedirle la libertad del ducado de Posnania en marzo de 1848 les dijo: No puedo acceder a vuestra petición, porque sería opuesto a la voluntad de mi yerno el emperador Nicolás, que es verdaderamente un gran hombre. Cuando él dice sí es sí, y cuando dice no, es no. El rey sabía que Nicolás no consentiría jamás que admitiese la corona imperial; es por eso y únicamente por eso que rehusó rotundamente aceptarla de manos de la diputación de Francfort.

Y sin embargo estaba obligado a hacer algo por la unidad alemana y la hegemonía prusiana, aunque no fuese más que para salvar su honor comprometido por su manifiesto de marzo. Con ese fin y haciendo buen uso de los laureles recogidos por las tropas prusianas en ocasión de la represión de los demócratas en Alemania y por las dificultades interiores de Austria que estaba descontenta de sus triunfos en Alemania, Federico intentó fundar en mayo de 1849 una alianza entre Prusia, Sajonia y Hannover tendiente a concentrar en manos de la primera todos los asuntos diplomáticos y militares; pero la alianza no duró largo tiempo. Apenas Austria sofocó con ayuda de las tropas rusas a Hungría (septiembre de 1849), Senwarzenberg exigió de Prusia que todo volviese en Alemania al régimen de antes de los acontecimientos de marzo; en una palabra, que la unión alemana, provechosa a Austria, fuera restablecida. De inmediato Sajonia y Hannover se separaron de Prusia y se unieron al Austria; Baviera siguió el ejemplo y el rey belicoso de Würtenberg anunció públicamente que iría con sus tropas donde ordenara el emperador de Austria.

Es así como la desgraciada Prusia se halló completamente aislada. ¿Qué le quedaba por hacer? Acceder a las condiciones de Austria parecía imposible a ese rey vanidoso, pero débil; es por eso que nombró a su amigo, el general Radowitz, primer ministro, y ordenó a sus tropas ponerse en marcha. Se estaba en la víspera de la lucha. Pero el emperador Nicolás ordenó a los alemanes hacer alto, llegó a galope a Olmütz (noviembre de 1850), a la conferencia y pronunció la sentencia. El rey humillado cedió. Austria triunfaba y en el antiguo palacio de la Unión de Francfort (en mayo de 1851) se abrió de nuevo, después de un eclipse de tres años, la Unión germánica.

Como si la revolución no hubiese existido. El único rasgo de ésta era la reacción terrible que debía servir de lección saludable a los alemanes: el que desea, no la libertad, sino el Estado no debe jurar la revolución.

Con la crisis de 1848 y 1849 se termina, por decirlo así, la historia del liberalismo alemán. Probó a los alemanes que no sólo son incapaces de conquistar la libertad, sino que no la desean siquiera; probó, además, que sin la iniciativa de la monarquía prusiana, eran incapaces de alcanzar siquiera su objetivo actual y serio, que no tenían fuerza para fundar un Estado único y poderoso. La reacción que siguió se distinguió de la de 1812 y 1813 en que, a pesar de la amargura y todo el peso de esta última, los alemanes pudieron conservar en medio de ella la ilusión de que amaban la libertad y que si la fuerza de los Estados no se lo hubiera impedido -fuerzas muy superiores a su fuerza insurreccional-, habrían podido crear una Alemania libre y unificada. Tal consuelo es hoy imposible. Durante los primeros meses de la revolución, no existió absolutamente ninguna fuerza gubernamental en Alemania que hubiese podido oponerse a ellos si hubiesen querido hacer algo; luego ellos ayudaron más que ningún otro al restablecimiento de esa fuerza. Se sigue de ahí que el resultado nulo de la revolución se debió, no a los obstáculos exteriores, sino sólo al desastre propio de los liberales y de los patriotas alemanes.

El sentimiento de esa derrota pareció estar en la base de la vida política y gobernar la nueva opinión pública en Alemania. Los alemanes, parece, han cambiado y se han convertido en hombres prácticos. Abdicando sus vastas ideas abstractas que componían todo el valor mundial de su literatura clásica desde Lessing hasta Goethe y desde Kant hasta Hegel, inclusive; renunciando simultáneamente al liberalismo, al democratismo y al repubicanismo francés, comenzaron desde entonces a buscar la realización del destino alemán en la política de conquistas de Prusia.

Agreguemos a su favor que la transformación no se llevó a cabo de un solo golpe. Los últimos años, desde 1849 hasta el presente, que hemos unido, para mayor brevedad, en un solo quinto período, se subdivide, a decir verdad, en cuatro períodos:

5.-El período de la sumisión desesperada, en 1849 a 1858, es decir, hasta el comienzo de la regencia en Prusia.

6.-El período de 1858 a 1866: período de la última lucha agonizante del liberalismo moribundo contra el absolutismo de Prusia.

7.-El período de 1866 a 1870: capitulación del liberalismo vencido.

8.-El período de 1870 hasta el presente: el triunfo de la esclavitud vencedora.

La humillación interior y exterior de Alemania llegó en el quinto período a su apogeo. En el país, el silencio de los esclavos; en la Alemania del sur, el ministro austríaco, sucesor de Metternich, era el amo absoluto; en el norte Manteutel, que había humillado profundamente a la monarquía prusiana en la conferencia de Olmütz (1850) en provecho de Austria y con gran satisfacción del partido prusiano de la corte, partido de la nobleza, militar y democrático, perseguía a los demócratas que habían quedado impunes hasta entonces. Por tanto, en lo que respecta a la libertad, cero; y en lo que se refiere a la dignidad, al valor exterior de Alemania como Estado, menos aún que cero. La cuestión del Schleswig-Holstein, en que los alemanes de todos los Estados y de todos los partidos, con excepción del partido de la corte, militar, burocrático y de la nobleza, no cesaron de declarar en 1847 sus pasiones más ardientes, fue categóricamente resuelta gracias a la intervención rusa en favor de Dinamarca. En todas las otras cuestiones la voz de Alemania, unida, o más bien desunida, por la Unión germánica, no era tomada en ninguna consideración por las otras potencias. Más que nunca Prusia se hizo esclava de Rusia. El desdichado Federico, que había odiado hasta entonces a Nicolás, ahora no hacía más que jurar por él. La abnegación en pro de los intereses de la corte de San Petersburgo se extendió hasta tal grado que el ministro de la guerra de Prusia y el embajador de Prusia en Inglaterra, amigo del rey, han sido relevados de sus funciones por haberse atrevido a expresar sus simpatías hacia las potencias occidentales.

Se conoce bien la historia de la ingratitud del príncipe Schwarzenberg y de Austria, que consternó y ofendió tan profundamente a Nicolás. Austria, que por sus intereses en oriente es enemiga natural de Rusia, tomó abiertamente la parte de Inglaterra y de Francia contra ella, mientras que Prusia, con gran indignación de toda Alemania, le quedó fiel hasta el fin.

El sexto período comienza con la regencia del rey -emperador hoy- Guillermo I. Federico se había vuelto completamente loco y su hermano, Guillermo, odiado por toda Alemania bajo el nombre de príncipe de Prusia, llegó a ser regente en 1858 y después rey de Prusia en enero de 1861, al morir su hermano mayor. Hecho notable: ese rey sargento mayor y ahorcador famoso de los demócratas, tuvo, también él, su luna de miel del liberalismo popular. Cuando obtuvo la regencia pronunció un discurso en que expresaba su firme voluntad de elevar a Prusia y por ella a toda Alemania a la altura a que tenía derecho, aun respetando los límites determinados por el acta constitucional de la autoridad real (3) y apoyándose siempre en las aspiraciones del pueblo expresadas en el parlamento.

De acuerdo con tal promesa su primer acto administrativo fue el derrocamiento del ministerio Manteufel, que era el más reaccionario que haya gobernado a Prusia y que personificaba, por decirlo así, su derrota y su destrucción política.

Manteufel se había convertido en primer ministro en noviembre de 1850 con la intención de firmar todas las condiciones de la conferencia de Olmütz, excesivamente humillantes para Prusia, y subyugarla definitivamente, con toda Alemania, a la hegemonía de Austria. Tal era la voluntad de Nicolás, tal era la aspiración ardiente e insolente del príncipe Schwarzenberg, tales eran las aspiraciones y la voluntad de la gran mayoría de los junkers y de la nobleza de Prusia que no quería saber nada de la fusión de Prusia con Alemania y que era más adicta a los emperadores de Austria y de Rusia, probablemente más que lo era a su propio rey a quien obedecía por deber, pero no por amor. Durante ocho largos años Manteufel gobernó a Prusia en esa dirección y en ese espíritu, humillándola ante Austria en cada ocasión propicia, aun persiguiendo despiadamente y sin cuartel en Prusia y en toda Alemania lo que le recordaba el liberalismo o un movimiento o derecho del pueblo.

Ese misterio odioso fue reemplazado por el príncipe liberal de Hohenzollern-Sigmaringen, que había declarado desde el primer día que la intención del regente era restablecer el honor y la independencia de Prusia frente a Viena, así como la influencia debilitada sobre toda Alemania.

Algunas palabras y actos en esa dirección fueron suficientes para evocar la admiración de todos los alemanes. Olvidar las humillaciones todavía recientes, las crueldades y los crímenes; el ahorcador de los demócratas, el regente, luego rey Guillermo I, ayer aun odiado y maldito, se transformó de repente en favorito, en héroe y en esperanza única. En confirmación de lo que decimos citamos las palabras del célebre Jacoby pronunciadas ante los electores de Konigsberg (11 de noviembre de 1858):

La circular verdaderamente animosa y conforme a la constitución del príncipe en el momento de asumir la regencia, ha colmado de nueva fe y nuevas esperanzas los corazones de todos los prusianos y de todos los alemanes. Todos corren, con una vivacidad extraordinaria, a las urnas electorales. Ese mismo Jacoby escribía lo que sigue en 1861: Cuando el príncipe regente tomó por su propia voluntad en sus manos las riendas del poder, todos esperaban que Prusia marchase sin obstáculos hacia el objetivo que se ha fijado. Se esperaba que los hombres a quienes el regente había confiado la administración del país, destruirían ante todo el mal realizado por el gobierno durante los últimos diez años; que pondría un fin a la arbitrariedad de los funcionarios a fin de salvar y vivificar el espíritu patriótico y la conciencia libre de los ciudadanos.

Esas esperanzas ¿son realizables? La voz del país entero responde altamente: Durante estos dos años Prusia no dio el menor paso hacia adelante y se alejó más que antes de la realización de su misión histórica.

El honorable doctor Jacoby, el último representante fiel del democratismo político alemán, morirá, sin duda alguna, consagrado a su programa que se ensanchó en estos últimos años hasta los límites no muy vastos del programa de los socialdemócratas alemanes. Su ideal -la fundación de un imperio pangermánico por medio de la libertad del pueblo era una utopía, un absurdo. Hemos hablado ya de él. La gran mayoría de los patriotas alemanes llegaron a la conclusión, después de 1848 y 1849, que la fundación de la potencia pangermánica no era posible más que por los cañones y las bayonetas; por eso Alemania esperaba su salvación de la Prusia monárquica y belicosa.

El partido nacional liberal entero se había declarado de parte suya en 1858, bajo el manto de los primeros síntomas de un cambio en la política gubernamental. El antiguo partido demócrata se había dislocado: su mayor contingente formó un nuevo partido, el de los progresistas, el resto continuó llamándose partido democrático. Desde el comienzo el partido progresista ardía en el deseo de unirse al gobierno, pero queriendo conservar intacto su honor, suplicó a este último que le diera un pretexto honorable para una tal transición, exigiendo al menos el respeto exterior de la constitución. Ese partido le guiñó los ojos hasta 1866, después de lo cual, vencido por las victorias deslumbrantes contra Dinamarca y Austria, se rindió sin condiciones al gobierno. El partido democrático obró idénticamente en 1870. Jacoby no siguió nunca el ejemplo general. Los principios democráticos constituyen su vida. Odia la violencia y no cree que por su intermedio se pueda crear un Estado germánico poderoso, y es por esa razón que quedó enemigo, solitario e impotente, de la política actual de Prusia. Su impotencia procede sobre todo de que, aun siendo estatista hasta la médula, desea sinceramente la liberad queriendo simultáneamente un Estado pangermánico unido.

El emperador actual de Alemania, Guillermo I, tiene horror a las contradicciones y, lo mismo que el inolvidable Nicolás I, parece haber creado, de una sola pieza de metal, una entidad completa, por decirlo así, aunque limitada. El y el conde no reinante de Chambord son tal vez los únicos que creen en su acción divina, en su misión y derecho divinos. Como Nicolás, considera -él, rey-soldado creyente por encima de todos los principios el del legitimismo, es decir, el derecho estatista hereditario. Este último fue, su conciencia y para su inteligencia, un obstáculo serio hacia la unificación de Alemania, porque habría sido preciso soportar el choque de los tronos de una multitud de soberanos legítimos; pero el código de Estado contiene otro principio, el del derecho sagrado de conquista que habría podido resolver la cuestión. Un soberano, fiel a sus deberes monárquicos, no aceptaría nunca un trono que le fuera presentado por un pueblo en rebelión y del que hubiera desalojado a su soberano legítimo; pero considerará de su derecho el conquistar ese pueblo y ese trono siempre que Dios haya bendecido sus armas y que tenga un pretexto favorable para una declaración de guerra. Ese principio, así como el derecho que se deriva de él, habían sido reconocidos en todo tiempo por los soberanos y son reconocidos hasta nuestros días.

Guillermo I tenía, pues, necesidad de un ministro que hubiera podido crear los pretextos y los medios legales para ensanchar el Estado por medio de guerras. Bismarck era el hombre para esa labor; Guillermo lo apreció en su justo valor y le nombró ministro en octubre de 1862.

El príncipe de Bismarck es hoy el hombre más poderoso de Europa. Es el tipo más puro del aristócrata de Pomerania con una abnegación de Don Quijote para la casa real, con el exterior seco y militar tan común, con maneras insolentes, secamente corteses, generalmente irónicas y llenas de desprecio ante los burgueses liberales. No se enoja cuando se le llama unker, es decir, noble, pero responde generalmente a los adversarios: Estad seguros de que podremos restaurar el honor de los unkers. Excesivamente inteligente en tanto que hombre, está libre de los prejuicios de la nobleza y de todo prejuicio.

Hemos dicho que Bismarck era un continuador directo de Federico II. Este, como aquél, cree ante todo en la fuerza, luego en la inteligencia que dispone de ella y que la decupla. Hombre de Estado hasta la médula y, lo mismo que Federico el Grande, no cree en Dios ni en el diablo, ni en la humanidad ni en la nobleza, pues eso no es para él más que medios.

Para poder alcanzar el objetivo estatista no se detiene ante ninguna ley divina o humana. No reconoce moral en política; y la villanía y el crimen no se vuelven inmorales más que cuando no son coronados por el éxito. Más glacial y apasionado que Federico, es tan descarado y brutal como este último. De origen noble, habiendo hecho su carrera gracias al partido de la nobleza, lo sofoca sistemáticamente por razón de Estado; más aún, lo insulta como insultaba antes a los liberales, a los progresistas, a los demócratas.

En el fondo, insulta a todo y a todos, excepto al emperador, sin cuyas buenas disposiciones no habría podido emprender o realizar nada. Es posible, por lo demás, que en secreto, con sus amigos -si los posee-, lo insulte a él también.

Para poder evaluar enteramente todo lo que hizo Bismarck no hay que olvidar cuál es su ambiente (4). El rey, hombre de inteligencia limitada, de educación semi-teológica, semi-militar, está rodeado del partido aristocrático clerical, francamente opuesto a Bismarck, de modo que toda nueva medida de este último, la menor iniciativa de su parte debe ser tomada siempre por asalto. Tal lucha intestina le ocupa al menos la mitad de su tiempo, de su inteligencia, de su energía y obstaculiza seriamente, molesta y paraliza su actividad, lo que en parte le presta un gran servicio, porque no le deja la posibilidad de olvidarse en empresas como las que hicieron perder la cabeza al célebre pertinaz Napoleón I, que no era ciertamente menos torpe que Bismarck.

La actividad pública de Bismarck comenzó en 1847, cuando hizo su aparición como jefe del partido extremo de la nobleza en la Asamblea representativa. En 1848 fue el enemigo encarnizado del Parlamento de Francfort y de la Constitución única para toda Alemania y el aliado apasionado de Rusia y de Austria, es decir, de la reacción interior y exterior. Con ese espíritu tomó activamente parte en la hoja reaccionaria Kreuzzeitung, fundada en 1848 y que existe aún. Fue, naturalmente, un defensor ardiente de los ministerios Brandenburg y Manteufel y por consiguiente de las resoluciones de la conferencia de Olmütz. Desde 1851 fue embajador en la Unión germánica en Francfort. Entonces cambió radicalmente su actividad ante Austria. Es como si se me hubiera caído una venda de los ojos, cuando vi de cerca la política, había dicho a sus amigos. Comprendió que Austria era enemiga de Prusia y de defensor ardiente se convirtió en su enemigo irreconciliable. Desde entonces la abolición de toda imfluencia de Austria sobre Alemania y su exclusión de esta última fue la idea constante y preferida de Bismarck.

En esas condiciones se encontró con el príncipe Guillermo de Prusia, que después de la conferencia de Olmütz tuvo tanto odio para Austria como para la revolución. Apenas llegó Guillermo a la regencia dirigió su atención sobre Bismarck, lo nombró primero embajador en Rusia, luego en Francia y por fin primer ministro.

Durante su carrera diplomática Bismarck pudo por fin llevar a la madurez su programa. Había tomado en París algunas lecciones preciosas en el arte de la trampa estatista de Napoleón III mismo, que, viendo ante él un oyente celoso y capaz, le descubrió su alma y le hizo algunas alusiones transparentes a la urgencia de reconstituir el mapa de Europa, pidiendo para él mismo la frontera del Rhin y Bélgica, dando el resto de Alemania a Prusia. Los resultados de esas conversaciones son conocidas: el discípulo aventajó al maestro.

A su entrada en el ministerio, Bismarck pronunció un discurso en el que expuso su programa: Las fronteras de Prusia son estrechas e inadecuadas para un Estado de primera clase. Para poder conquistar nuevas fronteras es indispensable ampliar y perfeccionar la organización militar. Es preciso prepararse a la lucha próxima, y en espera de ésta, reunir y multiplicar nuestras fuerzas. El error de 1848 consistía en querer unificar a Alemania en un solo Estado por medio de instituciones populares. Los grandes problemas estatistas se deciden no por el derecho, sino por la fuerza: la fuerza precede siempre al derecho.

Los liberales de Alemania habían combatido a menudo a Bismarck desde 1862 a 1866 por esa última frase. Pero después de 1866, es decir, después de las victorias sobre Austria, y sobre todo después de 1870, es decir, después de la derrota de Francia, todos esos reproches se transformaron en ditirambos entusiastas.

Con su audacia habitual, con su franqueza cínica y llena de desprecio que le es propia, Bismarck expresó en esas pocas palabras toda la quintaesencia de la historia política de los pueblos, todo el secreto de la sabiduría estatista. El predominio incesante y el triunfo de la fuerza, tal es la base; y todo lo que se llama en lengua política el derecho, no es más que la ilustración del hecho creado por la fuerza. Es claro que las masas del pueblo, alteradas por el deseo de emancipación, no piensan obtenerlo por el triunfo teórico del derecho abstracto; deben conquistar esa libertad por la fuerza; con ese fin deben organizar fuera del Estado y contra él sus fuerzas naturales e instintivas.

Como hemos dicho ya, los alemanes querían, no la libertad, sino un Estado poderoso; Bismarck lo comprendió y se sintió capaz, con ayuda de la burocracia prusiana y de la fuerza militar, de alcanzar ese objetivo; por esa razón marchó firmemente y seguro hacia él, burlándose de los derechos y de la polémica violenta dirigida contra él por los liberales y los demócratas. Creía, contrariamente a sus predecesores, que unos y otros se convertirían en ardientes aliados.

El rey sargento y Bismarck el político exigieron el refuerzo del ejército: eran precisos, pues, nuevos impuestos y nuevos empréstitos. La cámara de los representantes del pueblo, de la cual dependía la sanción de los nuevos impuestos y empréstitos, rehusaba siempre dar la sanción, por cuya causa fue disuelta varias veces. En otro país tal situación habría suscitado una revolución política, pero en Prusia no, lo cual sabía muy bien Bismarck. Por eso, y a pesar de la negativa, tomó las sumas necesarias donde pudo, por medio de impuestos, de empréstitos, mientras la Cámara, por su negativa, se convirtió en un objeto de risa, si no para Alemania, al menos para el resto de Europa.

Bismarck no se había engañado. Habiendo conseguido su propósito, se convirtió en el ídolo de los liberales y de los demócratas.

Jamás hubo quizás en otro país un cambio tan rápido y completo en la dirección de los espíritus como el que se hizo en Alemania entre 1864-1866 y 1870. Hasta la guerra austro-prusiana contra Dinamarca, Bismarck era el hombre más impopular de Alemania. Durante esa guerra y sobre todo después de ella, dio prueba del desprecio más profundo de todos los derechos, del pueblo y del Estado. Se conoce el descargo con que Prusia y, arrastrada por ella, la estúpida Austria expulsaron del Schleswig y de Holstein al cuerpo sajón y hannoveriano que ocupaba esas provincias por orden de la Unión germánica, y con qué desvergüenza repartió Bismarck con Austria, engañada por él, las provincias conquistadas y cómo acabó por declarar éstas botín exclusivo de Prusia.

Se habría podido creer que tal conducta suscitaría la profunda indignación de todos los alemanes honestos, equitativos y amantes de la libertad. Al contrario, precisamente desde ese momento comenzó a crecer la popularidad de Bismarck: los alemanes sintieron sobre ellos la razón patriótica de Estado y un poder estatista poderoso. La guerra de 1866 no hizo más que reforzar su importancia. La marcha rápida en Bohemia, que recordó las campañas de Napoleón, una serie de brillantes victorias que aterraron al Austria, la marcha triunfante a través de Alemania, el saqueo de las localidades enemigas, la proclamación de Hannover, de HesseCassel, y de Francfort como botín de guerra, la formación de la Unión de la Alemania del norte bajo el protectorado del futuro emperador, son hechos que llenaron de júblilo a los alemanes. Los jefes de la oposición en Prusia, los Schultze-Delitsch, etc., se callaron repentinamente, declarándose así en bancarrota moral. No quedó en oposición más que un grupo mínimo, con el noble viejo Jacoby a la cabeza, que hizo causa común con el partido popular que se había fundado en el sur de Alemania después de 1866.

De acuerdo con el tratado firmado entre la Prusia triunfante y el Austria quebrantada, la antigua Unión germánica fue abolida y en su puesto se fundó una Unión germánica del norte bajo la dirección de Prusia, se dejó Austria, a Baviera, a Würtenberg y a Bade la facultad de fundar una Unión del sur.

El barón Beust, ministro de Austria, nombrado después de la guerra, habiendo comprendido la importancia capital que podría tener la creación de una Unión semejante, dirigió todos sus esfuerzos en esa dirección, pero los problemas insolubles del interior del país y los obtáculos enormes de parte de los Estados mismos, a los cuales era necesaria esa Unión, le impidieron realizar ese plan. Bismarck engañó a todo el mundo: a Rusia, a Francia y a los soberanos alemanes para los cuales era necesaria la fundación de una Unión que habría impedido a Prusia llegar a la situación que tiene hoy.

El partido del pueblo que se había formado entonces con los elementos burgueses del sur de Alemania con el fin exclusivo de estar en oposición a Bismarck, tenía un programa que en el fondo era el mismo de Beust.

El centro de ese partido del pueblo era Stuttgart. A parte de la unión con Austria, tenía gran número de otros matices: por ejemplo, coqueteaba en Baviera con los ultracatólicos, es decir con los jesuitas, y quería la alianza con Francia, con Suiza. El grupo que pedía la alianza con la Suiza republicana fue el fundador principal de la Liga de la paz y de la libertad.




Notas

(1) Es así como se llama en Prusia a la tendencia de la nobleza y al partido de los militares y de los nobles. La palabra junken es empleada en el sentido de miembro de la nobleza.

(2) Esas palabras fueron pronunciadas en la cámara por el diputado Thiers en 1840 cuando, siendo ministro de Luis Felipe, introdujo en la Cámara el proyecto de fortificación de París. Treinta y un años más tarde Thiers, presidente de la República francesa, bombardeaba a París para sofocar la Comuna.

(3) Ese respeto habría debido serle, parece, tanto más fácil cuanto que la constitución otorgada, es decir conocida por la gracia del rey, no limitaba, en suma, de ningún modo el poder real con excepción de un solo punto, el derecho de concertar empréstitos o de decretar nuevos impuestos sin el consentimiento de los representantes del pueblo; ningún nuevo voto del parlamento era necesario para recoger los impuestos que habían recibido ya una vez la sanción del parlamento, dado que el parlamento estaba privado del derecho de suprimirlos. Es justamente esa innovación la que transformó el constitucionalismo y el parlamenarismo alemán en una simple comedia. En los otros países, en Inglaterra, en Francia, en Bélgica, en Italia, en España, en Portugal, en Suecia, en Dinamarca, en Holanda, etc., los parlamentos podían, conservando el derecho fundamentar y únicamente efectivo, rehusar al gobierno la recolección de los impuestos, haciendo imposible todo gobierno, y obtenían de ese modo un peso considerable en la administración del país. Habiendo privado la constitución otorgada al parlamento prusiano de ese derecho, le daba el derecho a rehusar la introducción y la emisión de nuevos empréstitos. Pero vamos pronto a ver cómo, tres años después de esa promesa de observar religiosamente los derechos del Parlamento, Guillermo I se vio constreñido a violarla.

(4) He aquí una historia que hemos tomado de fuente directa y cierta y que caracteriza a Bismarck. ¿Quién no conoce a Schurtz, uno de los más rojos de los revolucionarios alemanes de 1848 y el libertador del pseudo-revolucionario Kinkel de la fortaleza en que estaba encerrado? Schurtz, que creyó que Kinkel era un revolucionario serio, aunque sin el menor valor en polltica, arriesgando su propia dignidad y habiendo superado con valor e ingeniosidad enormes dificultades, libertó a éste, huyendo él mismo a América. Hombre inteligente, de talento, enérgico -cualidades respetadas en América-, se convirtió alli pronto en el jefe de un partido alemán que contaba varios millones de miembros. Durante la última guerra ganó en el ejército del norte el título de general (había sido elegido ya senador). Después de la guerra los Estados Unidos le enviaron como embajador plenipotenciario a España. Aprovechó la ocasión para visitar Alemania del sur, pero no Prusia, donde pesaba sobre él una condena a muerte por la liberación de Kinkel. Cuando Bismarck supo su presencia en Alemania y quiso disponer en su favor de un personaje tan influyente entre los alemanes de América, le invitó a ir a Berlín y le hizo transmitir que para los hombres como Schurtz las leyes no existían. Llegado Schurtz a Berlín, Bismarck le ofreció una comida a la que fueron invitados todos los secretarios de Estado. Después de la comida, cuando todos se habían retirado y Schurtz quedó solo con Bismarck para una conversación íntima, éste último le dijo: Vd. ha visto y escuchado a mis colegas; con tales asnos tengo que gobernar y crear a Alemania.

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