Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VII

Pero el asunto está liquidado y es imposible cambiarlo. El nuevo imperio germánico se ha levantado, majestuoso y temible, burlándose de sus envidiosos y de sus enemigos. No son las fuerzas podridas rusas las que podrán derribado; sólo una revolución realizará esa labor, y en tanto que la revolución no pueda triunfar en Rusia o en Europa, es la Alemania estatista la que triunfará y la que comandará a todos; y el Estado ruso, lo mismo que todos los Estados continentales de Europa, no existirá en lo sucesivo más que con su permiso y por su obra y gracia.

Todo esto es en verdad excesivamente ultrajante para todo corazón de patriota del Estado ruso, pero el hecho temible queda en pie; los alemanes, más que ningún otro pueblo, se han vuelto nuestros amos y no en vano todos los alemanes de Rusia han festejado tan calurosa y tan lealmente las victorias de los ejércitos alemanes en Francia y todos los alemanes de San Petersburgo han recibido tan triunfantemente a su nuevo emperador pangermánico.

Actualmente no ha quedado en todo el continente europeo más que un Estado verdaderamente independiente: Alemania.

Es así. Entre todas las potencias continentales, no hablemos, claro está, de las potencias solamente, porque no se necesita decir que las pequeñas y medianas están condenadas a una dependencia inevitable primero y, después de un cierto tiempo, a la ruina; entre todos esos Estados de primera magnitud sólo el imperio germánico representa todas las condiciones de la independencia más completa; los demás dependen de él. Y no es sólo porque ha ganado en el curso de estos últimos años victorias brillantes sobre Dinamarca, sobre Austria y sobre Francia; no sólo porque se ha hecho amo de las municiones de guerra de esta última; porque le obligó a pagade cinco mil millones; porque por la adhesión de Alsacia y Lorena ha podido adquirir frente a ella una posición militar excelente desde el punto de vista defensivo y ofensivo; y no sólo también porque el ejército alemán, por el número, el armamento, la disciplina, la organización, la pronta ejecución y la ciencia militar no sólo de sus oficiales, sino también de sus suboficiales y soldados, sin hablar de la perfección comparativamente inegable de su estado mayor, sobrepasa, en la hora actual, absolutamente a todos los ejércitos existentes en Europa; no sólo porque la gran masa de la población ajena está compuesta de hombres que pueden leer y escribir, amantes del trabajo y productores de las riquezas, bastante instruidos, por no decir eruditos, y al mismo tiempo tranquilos, obedientes frente a las autoridades y a las leyes, y porque la administración alemana y la burocracia han realizado casi el ideal que pretenden, en vano, alcanzar la burocracia y la administración de todos los demás Estados.

Todas esas ventajas han contribuido ciertamente y contribuyen aún a los éxitos asombrosos del nuevo Estado pangermánico, pero no es entre ellos donde hay que buscar la razón principal de su fuerza aplastante actual. Se podría incluso decir que todas esas ventajas no son más que manifestaciones de la razón más general y más profunda que está en la base de toda la vida pública alemana. Esta razón es el instinto social, que constituye el rasgo característico del pueblo alemán.

Ese instinto se descompone en dos elementos visiblemente opuestos, pero siempre inseparables: por una parte el instinto servil de la obediencia a todo precio, de la sumisión plácida y prudente a la fuerza triunfante con el pretexto de las obediencia a las llamadas autoridades legales; por otra parte, y simultáneamente, el instinto autoritario de subyugar sistemáticamente a todo el que es más débil, del comando y de la opresión sistemática. Esos dos instintos han llegado a un grado considerable de desarrollo casi en cada alemán, con excepción, naturalmente, del proletariado, cuya situación excluye la posibilidad de satisfacer el segundo instinto al menos, y no separándose nunca, sino completándose y explicándose recíprocamente, deben ser considerados como la base de la sociedad patriótica.

La historia entera de Alemania está imbuida de la obediencia clásica a las autoridades de los alemanes de todas las clases y categorías; sobre todo lo observamos en la historia moderna que representa una serie ininterrumpida de hazañas de humildad y de paciencia.

Una verdadera deificación del poder estatista se ha elaborado en el corazón alemán, una deificación que ha creado gradualmente una teoría y una práctica burocráticas que, gracias a los esfuerzos de los sabios alemanes, se convierten luego en los fundamentos de toda la ciencia política predicada hasta nuestros días en las universidades de Alemania.

La historia habla también de las aspiraciones anexionistas y opresivas de la raza alemana, comenzando por los cruzados y los barones alemanes de la edad media hasta el último burgués filisteo de nuestros días.

Y nadie ha experimentado en sus espaldas tan amargamente esas aspiraciones como la raza eslava. Se podría decir que toda la misión histórica de los alemanes, al menos en el norte y en el este y naturalmente, según los alemanes, consistió y parece consistir aún en el aniquilamiento, en la sumisión y la germanización violenta de las razas eslavas.

Esa larga y dolorosa historia, cuyo recuerdo está profundamente guardado en los corazones eslavos, se resentirá sin duda alguna en la última lucha inevitable de los eslavos contra los alemanes si la revolución social no les lleva antes la paz.

Para evaluar corectamente las tendencias anexionistas de toda la sociedad alemana basta echar un vistazo rápido sobre el desenvolvimiento del patriotismo alemán desde 1815.

Desde 1525, la época de la represión sanguinaria de la rebelión de los campesinos, hasta la segunda mitad del siglo XVIII, época de su renacimiento literario, Alemania ha quedado sumida en un sueño letárgico, interrumpido de tanto en tanto por los cañonazos, las escenas horribles y los sufrimientos de una guerra despiadada de que ha sido con mucha frecuencia el teatro y la víctima. Se despertó entonces con espanto, pero se volvió pronto a dormir mecida por los sermones luteranos.

Durante ese período, es decir, durante más de dos siglos y medio, se ha desarrollado definitivamente, precisamente bajo la influencia de esa propaganda, su carácter obediente y servilmente paciente en un grado heroico. Fue entonces cuando se formó y se instaló en toda la vida, en el cuerpo y en el alma de todo alemán, el sistema de la obediencia pura y simple y de la deificación de la autoridad. Al mismo tiempo se desarrolló la ciencia adíninistrativa y pedantescamente sistematizada y la práctica burocrática inhumana y mecánica. Cada funcionario alemán se convirtió en el sacrificador del Estado, dispuesto a degollar -no con el cuchillo, sino con la pluma de la oficina- en el altar del servicio del Estado. Simultáneamente la nobleza distinguida de Alemania, incapaz para cualquier otra cosa que para las intrigas serviles y para el servicio militar, propuso su improbidad cortesana y diplomática y su espada mercenaria al mejor postor de las cortes de Europa; y el ciudadano alemán, obediente hasta la muerte, sufrió, trabajó y se consoló pensando en la inmortalidad del alma. El poder de los soberanos innumerables que se habían repartido a Alemania era ilimitado. Los profesores se abofeteaban recíprocamente y luego se denunciaban a las autoridades. Los estudiantes que repartían su vida entre la ciencia muerta y la cerveza, eran dignos de sus maestros. En cuanto a las masas trabajadoras, nadie hablaba de ellas, nadie pensaba en ellas.

Tal era la situación en Alemania incluso durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando repentinamente, como por un milagro, se elevó en esa inmensa extensión de grosería y de bajeza una literatura admirable, creada por Lessing y clausurada por Goethe, Schiller, Kant, Fichte y Hegel. Se sabe que esa literatura se fundó, al principio, bajo la influencia directa de la gloriosa literatura francesa de los siglos XVII y XVIII, primeramente clásica, luego filosófica. Pero desde sus primeros pasos adquirió, en las obras de su iniciador Lessing, un carácter, un tenor y una forma absolutamente independientes que surgieron, por decirlo así, de las profundidades mismas de la vida intuitiva de Alemania.

Según nuestra opinión esa literatura forma el mérito más grande y quizás el mérito único de la Alemania contemporánea. Por su amplitud atrevida y al mismo tiempo amplia, ha dado un impulso progresivo a la inteligencia humana y abrió nuevos horizontes al pensamiento. Su mayor mérito consiste en que, quedando por una parte enteramente nacional, fue al mismo tiempo una literatura en el más alto grado humanitario, lo que por lo demás constituye en general la nota característica de toda o de casi toda la literatura europea del siglo XVIII.

Pero al mismo tiempo que la literatura francesa, por ejemplo, en las obras de Voltaire, de J. J. Rousseau, de Diderot y otros enciclopedistas aspiraba a transportar todas las cuestiones sociales del dominio de la teoría al de la práctica, la literatura alemana conservó con castidad y con severidad su carácter abstractamente teórico y sobre todo panteista. Esa fue la literatura del humanismo práctico y metafísico, desde cuya altura los iniciados miraban con desprecio la vida real; con un desprecio por lo demás bien merecido, pues la vida cotidiana alemana era vulgar y disgustante.

Es así como la vida alemana se repartió entre dos esferas opuestas, negándose la una a la otra, aunque completándose recíprocamente. La una de un humanismo superior y amplio pero absolutamente abstracta; la otra de una vulgaridad y de una bajeza históricamente hereditarias y lealmente serviles. Fue en ese desdoblamiento en el que sorprendió a los alemanes la revolución francesa.

Se sabe que esa revolución fue recibida con bastante aprobación y hasta con una simpatía positiva, se podría decir, por casi toda la Alemania literaria. Goethe arrugó un poco la frente y murmuró que el ruido de los acontecimientos inauditos había llegado a destiempo e interrumpió el hilo de sus ocupaciones sabias y artísticas y de sus meditaciones poéticas; pero el gran partido de los representantes o de los partidarios de la literatura moderna, de la metafísica y de la ciencia aclamaron con alegría la revolución de la que esperaban la realización de sus ideales. La franc-masonería, que había desempeñado un papel muy serio a fines del siglo XVIII y que había ligado con una fraternidad invisible pero suficientemente real a los hombres del progreso de todos los países de Europa, estableció un lazo vivo entre los revolucionarios franceses y los noble pensadores de Alemania.

Cuando los ejércitos revolucionarios, después de haber resistido heroicamente a Brunswick, que fue obligado a huir vergonzosamente, pasaron por primera vez el Rhin, fueron saludados por los alemanes como liberadores.

Esta actitud simpática de los alemanes ante los franceses no duró mucho. Los soldados franceses -como compete a los franceses-, fueron naturalmente muy corteses y merecían, como republicanos, todas las simpatías; pero no por eso eran menos soldados, es decir representantes no invitados y servidores de la violencia. La presencia de tales libertadores se hizo pronto insoportable para los alemanes y sus simpatías se enfriaron considerablemente. Además, la revolución misma había tomado, más bien, un carácter tan enérgico que no podía de ningún modo ser considerada compatible con las ideas abstractas y los hábitos de meditación filistea de los alemanes. Heine cuenta que hacia el fin, el filósofo de Konigsberg, de toda Alemania, Kant, había conservado sus simpatías hacia la revolución francesa, a pesar de la matanza de septiembre, a pesar de la ejecución de Luis XVI y de María Antonieta y a pesar del terror de Robespierre.

Además, la República fue reemplazada primero por el Directorio, luego por el Consulado y por fin por el Imperio; los ejércitos republicanos se convirtieron en un instrumento ciego y largo tiempo victorioso de la ambición napoleónica, grandiosa hasta la demencia, y a fin de 1806, después de la derrota de Jena, Alemania fue definitivamente subyugada.

Su nueva vida comienza desde 1807. ¿Quién no conoce la historia maravillosa del renacimiento rápido del reino de Prusia y, por él, de toda Alemania? En 1806 toda la fuerza del Estado, creada por Federico I, por su padre y por su abuelo fue destruida. El ejército, organizado y disciplinado por el gran mariscal fue destruido. Toda Alemania y toda Prusia, con excepción de Konigsberg, fueron sometidas por las tropas francesas y en realidad administradas por prefectos franceses; la existencia política del reino de Prusia no fue conservada más que gracias al ruego de Alejandro I, emperador de todas las Rusias.

En esa situación única se encontró un grupo de hombres, patriotas prusianos o más bien alemanes, ardientes, inteligentes, bravos, buenos, resueltos que, con la experiencia obtenida de la revolución francesa, habían concebido la idea de salvar a Prusia y a Alemania por medio de vastas reformas liberales. En otro momento, por tanto, antes de la derrota de Jena e incluso antes de 1815, cuando la reacción autocrática y burocrática se instauró de nuevo, esos hombres no se habrían atrevido a pensar en tales reformas. El partido militar y la corte les habrían sofocado y el rey Federico Guillermo III, tan virtuoso como torpe, no sabiendo limitados sus derechos ilimitados y determinados por dios, les habría encerrado en Spandau a la primera palabra que hubiesen pronunciado.

Pero la situación se volvió diferente en 1807. El partido militar burocrático y aristocrático fue destruido, confundido y envilecido en tal grado que perdió todo valor, y el rey recibió tan hermosa lección que el más tonto se habría vuelto inteligente, al menos por algún tiempo. El barón Stein se hizo primer ministro y con una mano firme comenzó a romper el antiguo orden y a introducir una nueva organización de Prusia.

Su primer acto fue la liberación de los campesinos de su estado de adquirir tierra a título de bien personal. Su segundo acto fue la abolición del privilegio de la nobleza y la nivelación de todas las clases ante la ley en los servicios civiles y militares. En tercer lugar reorganizó la administración provincial y municipal sobre las bases del principio electoral; pero su obra más importante fue la reorganización completa del ejército o más bien la transformación del pueblo prusiano entero dividido en tres categorías: el ejército activo, el Landwehr y el Sturmwehr. En último lugar el barón Stein abrió las puertas y dio asilo en las universidades de Prusia a todo lo que había de inteligente, de ardiente y de viviente en Alemania e invitó a la universidad de Berlín al célebre Fichte, que acababa de ser expulsado de Jena por el duque de Weimar, amigo y protector de Goethe, por haber predicado el ateismo.

Fichte comenzó sus cursos por un discurso apasionado dirigido sobre todo a la juventud alemana, pero publicado más tarde bajo el título Discurso a la nación alemana, en el que previó claramente la grandeza política futura de Alemania y expresó su convicción patriótica de que la nación alemana está llamada a ser el supremo representante -más que eso, el gobernador y, por decirlo así, la gloria- de la humanidad; ilusión en que han caído otros pueblos también, mucho antes de los alemanes, y con más derecho, tales como los antiguos griegos, los romanos y en nuestro tiempo los franceses, pero que, habiendo arraigado profundamente en la conciencia de cada alemán, ha asumido hoy en Alemania dimensiones excesivamente deformes y groseras. En cuanto a Fichte, tenía en su caso al menos un carácter verdaderamente heroico; Fichte hizo su declaración bajo la bayoneta francesa, en un momento en que Berlín era administrado por un general napoleónico y en que, en sus calles, repercutía el tambor francés. Además, la ideología elevada por el gran filósofo al grado de orgullo patriótico, respiraba realmente el humanismo, ese humanismo profundo y en parte panteísta de que está impregnada la gran literatura alemana del siglo XVIII. Pero los alemanes contemporáneos, aunque guardando las grandes pretensiones de su filosofía patriota, renunciaron a su humanismo. No lo comprendieron simplemente y estuvieron dispuestos incluso a burlarse del pensamiento del filósofo. El patriotismo de Bismarck o del señor Marx les es mucho más accesible.

Todo el mundo sabe que los alemanes se sirvieron de la derrota completa de Napoleón en Rusia, de su desgraciada retirada o más bien de su fuga con los restos de su ejército, para rebelarse a su vez; se glorifican siempre, naturalmente, de esa rebelión, absolutamente en vano. No hubo en suma ninguna rebelión popular independiente; pero cuando Napoleón, deshecho, no era ya peligroso y terrible, entonces los cuerpos de ejército alemanes, primero el cuerpo prusiano y luego el cuerpo austríaco, que se habían dirigido al principio contra Rusia, se volvieron luego contra Napoleón y se asociaron al ejército victorioso ruso que lo perseguía. El legítimo pero hasta entonces desgraciado rey de Prusia, Federico Guillermo III, abrazó en Berlín, con los ojos llenos de lágrimas de enternecimiento y de gratitud, a su libertador, el emperador de todas las Rusias, y lanzó poco después una proclama llamando a sus súbditos a la rebelión legítima contra Napoleón ilegítimo e insolente. Obediente a la voz de su rey y padre, la juventud alemana, pero en especial la prusiana, se levantó y organizó legiones que fueron incorporadas al ejército regular. El consejero privado prusiano y el famoso espía y denunciador oficial no se engañó mucho cuando, en el folleto que promovió la indignación de todos los patriotas y que fue publicado en 1815, escribió, negando toda acción independiente del pueblo en la lucha por la liberación, que los ciudadanos prusianos no tomaron las armas más que cuando recibieron la orden del rey, y que no hubo en eso nada de heroico ni de extraordinario, que no fue más que la simple ejecución del deber de todo súbdito abnegado.

En todo caso Alemania fue libertada del yugo francés y, cuando la guerra fue terminada por fin, se dedicó a la obra de reorganización interior bajo la dirección suprema de Austria y de Prusia. Lo primero que había que hacer era mediatizar el número de los pequeños dominios que de ese modo se transformaron de Estados independientes en Estados titulares y en súbditos ricamente recompensados con el dinero a cuenta del millar de millones obtenido de los franceses.

La segunda preocupación fue establecer las relaciones recíprocas entre los soberanos y sus súbditos.

En tiempo de lucha, cuando la espada de Napoleón estaba suspendida sobre todos y cuando los soberanos, grandes y pequeños, tuvieron necesidad del apoyo fiel y abnegado de sus pueblos, éstos dieron toda suerte de promesas. El gobierno prusiano y todos los demás después de él habían prometido una constitución. Pero ahora que la desgracia había pasado, los gobiernos se persuadieron de la ineficacia de una constitución. El gobierno austríaco, dirigido por el príncipe de Metternich, declaró abiertamente su decisión de volver al antiguo orden patriarcal. Ese bravo emperador Francisco José, que gozaba de una enorme popularidad entre los burgueses vieneses, lo declaró francamente en una audiencia que había acordado a los profesores del liceo de Leibach:

Ahora existe la moda de nuevas ideas, dijo: yo no puedo alabarla y no la alabaré nunca. Conservad las antiguas concepciones; vuestros precursores se sentían felices con ellas, ¿por qué no podríamos nosotros ser también felices con ellas? Yo no tengo necesidad más que de súbditos honrados y obedientes, pero de ningún modo de sabios. La preparación de tales súbditos, he ahí vuestro deber. El que me sirve debe enseñar lo que yo ordeno. El que no puede o no quiere hacerlo, que se vaya, porque de otro modo me desembarazaré de él. El emperador Francisco José ha mantenido su palabra.

Una arbitrariedad sin limites reinó en Austria hasta 1848.

Se prosiguió del modo más severo el sistema administrativo cuyo fin principal era amodorrar y embrutecer a los ciudadanos. El pensamiento estaba adormecido y quedó estacionario en las universidades mismas. En lugar de la ciencia viviente se enseñó una rutina de épocas pasadas. No existía ninguna literatura a excepción de las novelas de fabricación local, de contenido escandaloso, y las poesías más bien malas; las ciencias naturales estaban cincuenta años en retardo en relación a la situación contemporánea en el resto de Europa. No existía vida política alguna. La agricultura, la industria y el comercio fueron atacados de una inmovilidad china. El pueblo, las masas laboriosas se encontraban completamente esclavizadas. Y si no hubiera sido por Italia y en parte por Hungría que turbaron el sueño bienaventurado de los leales súbditos austriacos por sus agitaciones sediciosas, se habría podido tomar todo ese imperio por un enorme reino de los muertos.

Apoyándose en ese reino, Metternich dirigió todos sus esfuerzos durante esos treinta años para llevar a Europa a un estado semejante. Se convirtió en la piedra angular, en el alma, en el inspirador de la reacción europea y su principal preocupación debía ser naturalmente la destrucción de todas las tentativas liberales en Alemania.

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Lo que le inquietó más fue Prusia, un Estado nuevo, joven, que no había ocupado su puesto en las filas de las grandes potencias más que a fines del siglo último gracias al genio de Federico II; gracias a Silesia que había separado de Austria y luego gracias al reparto de Polonia, gracias a la liberación valerosa del barón Stein, de Scharnhorst y de otros amigos del renacimiento de Prusia que se habían puesto por esa razón a la cabeza del movimiento de liberación de toda Alemania. Se habría dicho que todas las circunstancias, todos los acontecimientos que se habian sucedido últimamente, todas las pruebas, los éxitos y las victorias y el interés mismo de Prusia debían impulsar a su gobierno a continuar derechamente su camino que le fue tan saludable. Es lo que temía justamente mucho y es lo que debía temer el príncipe Metternich.

Ya en tiempo de Federico II, cuando toda Alemania, caída en el último grado de la sumisión intelectual y moral, se hizo víctima de la administración arbitraria, grosera y cínica, de las intrigas y de las depredaciones de las cortes depravadas, Prusia pudo realizar el ideal de una administración honesta y todo lo equitativa posible. No hubo más que un solo tirano, inexorable y terrible, es verdad: la razón estatista o la lógica de la utilidad del Estado a la cual debía darse en sacrificio absolutamente todo y ante la cual todo debía inclinarse. Pero al contrario existía una arbitrariedad depravada menor que en todos los demás Estados alemanes.

El súbdito prusiano era esclavo del Estado, encarnado en la persona del rey, pero no el juguete de su corte, de las dueñas y de los favoritos, como ocurría en el resto de Alemania. Es por eso que ya entonces toda Alemania consideraba a Prusia con un respeto particular.

Ese respeto aumentó considerablemente y se transformó en verdadera simpatía después de 1807 cuando el Estado prusiano, conducido al borde de su destrucción casi completa, comenzó a buscar su salvación y la salvación de Alemania en las reformas liberales, y cuando, después de una serie de transformaciones felices, el rey de Prusia no sólo llamó a su pueblo sino a toda Alemania a la rebelión contra el conquistador francés, prometiendo, a la conclusión de la guerra, dar a sus súbditos una amplia constitución liberal. Hasta se fijó la fecha en que debía ser realizada esa promesa, el 1 de septiembre de 1815. Esa promesa real, solemne, fue proclamada públicamente el 22 de mayo de 1815, después del regreso de Napoleón de la isla de Elba y en la víspera de la batalla de Waterloo y no fue más que una repetición de la promesa colectiva hecha por todos los Estados europeos, reunidos en congreso en Viena, cuando la noticia de la vuelta de Napoleón les afectó a todos con un terror pánico. Esa promesa fue introducida, como uno de los párrafos más importantes, en las actas de la Confederación germánica que acababa de fundarse.

Algunos de los pequeños soberanos de la Alemania central y del sur han mantenido bastante honestamente su promesa. En cuanto a la Alemania del norte, donde predominaba decididamente el elemento militar y burocrático de la nobleza, el antiguo régimen aristocrático quedó intacto, directa y enérgicamente protegido por Austria.

De 1815 a 1819 toda Alemania había esperado que, contrariamente a Austria, Prusia tomaría su protección poderosa la aspiración general hacia las reformas liberales.

Todas las circunstancias y el interés evidente del gobierno prusiano parecían deber inclinar a Prusia de ese lado. Sin hablar de la promesa solemne del rey Federico Guillermo III, hecha pública en mayo de 1815, todas las pruebas sufridas por Prusia desde 1807, su restablecimiento maravilloso que debía sobre todo al liberalismo de su gobierno, habrían debido reforzarla en esa dirección. Existía en fin una consideración más importante aún, que habría debido comprometer al gobierno de Prusia a declararse el protector franco y decisivo de las reformas liberales; es la rivalidad histórica de la joven monarquía prusiana con el antiguo imperio austriaco.

¿Quién se colocará a la cabeza de Alemania, Austria o Prusia? Tal es la cuestión que los acontecimientos transcurridos plantean con la fuerza de la lógica de su situación redproca. Alemania, esclava habituada a la obediencia, no pudiendo ni deseando vivir en libertad, buscó un amo poderoso, un soberano supremo a quien poder darse enteramente y que, reuniéndola en un solo cuerpo único e indivisible, le diera una posición de honor entre las grandes potencias de Europa. Un amo semejante habría podido ser el emperador de Austria tanto como el rey de Prusia. Los dos juntos no podían romper ese puesto sin paralizarse y sin condenar, por eso mismo, a Alemania a su impotencia pasada.

Austria habría, naturalmente, empujado a Alemania hacia atrás. No habría podido obrar de otro modo. Habiendo vivido su tiempo y llegado a tal grado de debilitamiento senil en que el menor movimiento se vuelve mortal y en que la inmovilidad se convierte en una condición para sostener la existencia decrépita, habría debido apoyar -por su propia salvación- ese principio mismo de inmovilidad no sólo en Alemania, sino en toda Europa. Todo síntoma vital en el pueblo, toda aspiración progresiva en algún rincón del continente europeo era para ella un insulto, una amenaza. Al morir habría querido que todos muriesen con ella. En cuanto a la vida política, como en cualquier otra, marchar reculando y patinar en el mismo lugar significa morir. Se comprende, pues, que Austria empleara sus últimas fuerzas -bastante considerables desde el punto de vista material- para sofocar despiadada e infaliblemente el menor movimiento en Europa en general y sobre todo en Alemania.

Pero justamente porque esa política de Austria le era indispensable, la política de Prusia habría debido ser diametralmente opuesta. Después de las guerras napoleónicas, después del congreso de Viena que la redondeó considerablemente a expensas de Sajonia, de la que separó toda una provincia, sobre todo después de la batalla de Waterloo ganada por los ejércitos aliados, de Prusia bajo el comando de Blücher, y de Austria bajo el comando de Wellington, después de la segunda entrada triunfal de los ejércitos rusos en París, Prusia se convirtió en la quinta de las grandes potencias de Europa. Pero desde el punto de vista de las fuerzas efectivas, de la riqueza de Estado, del número de los habitantes y aun de la situación geográfica, estaba lejos de parecerse a ellas. Stettin, Dantzig y Koenigsberg, sobre el mar Báltico, eran demasiado insuficientes para crear no sólo una flota de guerra, sino también una flota importante de comercio. Demasiado desigualmente extendida y separada de las provincias renanas que acababa de adquirir por las posesiones extranjeras, Prusia presentaba, desde el punto de vista militar, fronteras excesivamente incómodas de la parte de la Alemania del sur: de Hannover, de Holanda, de Bélgica y de Francia, cosa muy fácil, y la defensa bastante difícil. Y, en fin, el número de sus habitantes en 1815 apenas llegaba a 15 millones.

A pesar de esa debilidad material, más marcada aún en tiempos de Federico II, el genio administrativo y militar del gran rey pudo crear un valor político y una fuerza armada para Prusia. Pero esta obra ha sido reducida a la nada por Napoleón. Después de la batalla de Jena ha sido preciso volverlo a crear todo de nuevo y hemos visto que únicamente con una serie de reformas, las más valerosas y liberales, los patriotas de Estado, instruidos e inteligentes, han podido devolver a Prusia no sólo su antiguo prestigio y su antigua fuerza, sino reforzado considerablemente. Y los han ensanchado, en efecto, en tal grado, que Prusia pudo ocupar el último puesto entre las grandes potencias, pero eso fue insuficiente para que pudiera quedar largo tiempo allí si no continuaba aspirando sin descanso a ampliar su rol político, su influencia moral así como el engrandecimiento y el desarrollo de sus fronteras.

Para alcanzar esos resultados se presentaron dos vías diferentes a Prusia. Una a primera vista al menos, era popular; la otra, puramente estatista y militar. Tomando la primera ruta Prusia habría debido ponerse valerosamente a la cabeza del movimiento constitucionalista de Alemania.

El rey Federico Guillermo III, siguiendo el sublime ejemplo de Guillermo de Orange (1688) habría debido inscribir sobre su bandera: Por la fe protestante y por la libertad de Alemania, y convertirse de ese modo en el campeón declarado entre el catolicismo y el despotismo austriacos.

Al tomar la segunda vía, violando su palabra real solemne y renunciando definitivamente a todas las reformas liberales ulteriores en Prusia, habría debido, con igual franqueza, colocarse de parte de la reacción en Alemania y al mismo tiempo concentrar toda la atención y todos los esfuerzos sobre el perfeccionamiento de la administración interior y del ejército en vista de conquistas futuras posibles.

Había una tercera vía, descubierta, es verdad, desde hacía mucho tiempo por los emperadores romanos, los Augusto y sus sucesores, pero perdida de vista desde entonces y descubierta de nuevo sólo en estos últimos tiempos por Napoleón III y completamente desencombrada y mejorada por su discípulo, Bismarck. Es la vía del patriotismo estatista, militar y político enmascarado y decorado por las formas más amplias y al mismo tiempo más inocentes de la representación del pueblo.

Pero esa vía era aún totalmente desconocida en 1815.

Nadie sospechaba entonces la verdad, hoy reconocida por los déspotas más tontos, que las formas llamadas constitucionales o representativas no son de ningún modo un obstáculo al despotismo estatista, militar, político y financiero; al contrario, legalizan el despotismo y, dándole el aspecto de administración por el pueblo, pueden acrecentar considerablemente su fuerza y potencia interior.

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