Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VI

En Polonia y en el seno de la emigración polaca, como en todos los países por otra parte, una vida política se divide algunas veces en muchos partidos políticos. Estaba el partido aristocrático, clerical y monárquico-constitucional; estaba el partido de la dictadura militar; el partido de los republicanos moderados, admiradores de los Estados Unidos; el partido de los republicanos rojos, de imitación francesa; por fin, el partido no muy numeroso de los demócratas sociales, sin hablar de los partidos místicos sectarios o más bien eclesiásticos. Pero no había, en suma, más que profundizar un poco en cada uno para convencerse de que todos tienen la misma base; la aspiración apasionada, en todos, hacia el restablecimiento del Estado polaco en las fronteras de 1772. Aparte de las contradicciones mutuas que se manifestaban a causa de las luchas intestinas entre los jefes de los partidos, la diferencia principal entre ellos consistía en que cada uno de esos partidos estaba seguro que el fin común -el restablecimiento de la antigua Polonia- no puede ser alcanzado más que tomando el camino especialmente recomendado por él.

Se podría decir que antes de 1850 la gran mayoría de la emigración polaca era revolucionaria precisamente porque la mayoría creía que el restablecimiento de la Polonia independiente resultará inevitable del triunfo de la revolución de Europa. Y bien, se puede decir que en 1848 no hubo un solo movimiento en toda Europa en donde no participasen y donde con frecuencia no dirigiesen los polacos. Nos recordamos la sorpresa de un alemán sajón al respecto: en todas partes donde hay desórdenes se encuentran inevitablemente polacos.

En 1850, a consecuencia de la derrota general, esa fe en la revolución se debilitó; la estrella napoleónica comenzó a brillar y buen número de emigrantes polacos, la gran mayoría entre ellos, se hicieron bonapartistas frenéticos y feroces. ¡Oh dios!, ¡qué no esperaban de la ayuda de Napaleón III! Ni su traición infame y manifiesta de 1862-63 pudo matar en ellos esa esperanza. No desapareció más que con Sedan.

Después de esa catástrofe no quedó a la esperanza polaca más que un solo refugio, el de los jesuítas y ultramontanos.

Los patriotas polacos de Austria, la mayoría de los patriotas polacos en general, se arrojaron sobre Galitzia, se arrojaron con desesperación. Pero figuraos que Bismarck, su enemigo encarnizado, obligado por la situación de Alemania, les llama a levantarse contra Rusia; les hará entrever una esperanza lejana; más aún, les dará dinero, armas y el apoyo militar ¿Podrán rehusar esas ofertas?

Es verdad que a cambio de ese apoyo se les exigirá la abdición formal de la mayor parte de las antiguas tierras polacas que se encuentran actualmente en manos de Prusia. Eso será muy doloroso para ellos, pero obligados por las circunstancias y en la esperanza de una victoria segura sobre Rusia, consolados, en fin, por la idea que, siempre que Polonia sea restablecida, podrán volver a conquistarlo todo, se sublevarán todos y, desde su punto de vista, tendrán mil veces razón.

Es verdad que una Polonia restablecida con ayuda de los ejércitos alemanes, bajo la protección del príncipe de Bismarck, será una curiosa Polonia. Pero más vale una Polonia singular que ninguna Polonia; y después de todo, se dirán ciertamente los polacos, se podrá libertarse también de la protección del príncipe de Bismarck.

En una palabra, los polacos consentirán en todo y Polonia se rebelará, Lituania se sublevará y después de algún tiempo la Rusia Blanca se sublevará. Los patriotas polacos, hay que decirlo, son malos socialistas y no se ocuparán, ciertamente, entre ellos, en su país, de propaganda socialista revolucionaria, y, aunque quisieran, su protector, el príncipe de Bismark, no se lo permitiría: están demasiado cerca de Alemania, ¡tal propaganda podría infiltrarse en la Polonia prusiana!

Pero lo que no será posible hacer en Polonia se hará en Rusia y contra Rusia. Para los alemanes, como para los polacos, sería de gran utilidad si se pudiese promover en Rusia una rebelión campesina, realizarla no sería verdaderamente muy difícil. Recordaos la masa de polacos y de alemanes diseminados por toda Rusia; la gran mayoría, si no todos, serán aliados naturales de Bismarck y de los polacos. Figuraos la situación siguiente: nuestros ejércitos, derrotados por completo, huyen en desorden; en el norte los alemanes los persiguen en dirección a San Petersburgo; los polacos avanzan por el oeste y por el sur hacia Simolensk y la Pequeña Rusia y, simultáneamente, la rebelión triunfal de los campesinos de Rusia y de la Pequeña Rusia, incitada por la propaganda exterior e interior.

He ahí por qué se podrá decir con seguridad que ningún gobierno, que ningún zar, al menos que esté loco, levantará la bandera paneslavista ni declarará jamás la guerra a Alemania.

Habiendo primeramente vencido a Austria y luego a Francia, el nuevo y gran imperio germánico rebajará irremisiblemente al grado de potencias secundarias y dependientes de él, no sólo a esos dos Estados, sino también, más tarde, a nuestro imperio panruso que habrá sido separado de Europa para siempre. Hablamos, se entiende, del imperio y no del pueblo ruso que, cuando sea preciso, hallará y se abrirá su camino.

En cuanto al imperio panruso, las puertas de Europa le están cerradas para siempre; las llaves de esas puertas son guardadas por Bismarck, que por nada del mundo las dará al príncipe Gortchakof.

Pero si las puertas del noroeste le están cerradas para siempre, ¿no quedarán abiertas, y por lo mismo más segura y ampliamente, las del sur y del sureste: Bukhara, Persia y Afganistán, hasta la India oriental y, en fin, el objetivo final de todos los designios y de todas las aspiraciones, Constantinopla? Desde hace mucho tiempo los políticos rusos, los partidarios celosos de la grandeza y de la gloria de nuestro imperio querido, examinan la cuestión de la transferencia de la capital del norte al sur, de los bordes austeros e inhospitalarios del mar Báltico a los bordes siempre floridos del mar Negro y del Mediterráneo; en otras palabras, de Petersburgo a Constantinopla.

Existen, es verdad, algunos patriotas insaciables que quisieran conservar Petersburgo y el predominio en el mar Báltico, y al mismo tiempo adueñarse de Constantinopla. Pero ese deseo está tan lejano de la realización que ellos mismos, no obstante su buena fe en la omnipotencia del imperio panruso, comienzan a renunciar a la esperanza de verla realizada; además, acaba de producirse un acontecimiento que ha debido abrirles los ojos: la anexión de Holstein, Schleswig y Hannover al reino de Prusia convertido de ese modo en una potencia marítima del norte.

Es un axioma universalmente conocido que ningún Estado puede entrar en el rango de potencia de primer orden si no tiene vastas fronteras marítimas que le garanticen la comunicación directa con el resto del mundo y le permitan participar directamente en el movimiento mundial material tanto como social, político y moral. Esta verdad es tan evidente que no hay necesidad de demostrarla. Supongamos un Estado fuerte, de educación superior y de los más dichosos -en el sentido en que es posible hablar de la dicha general en el Estado- e imaginemos que algunas circunstancias lo aíslen del resto del mundo. Podéis estar seguros que después de cincuenta años a lo sumo -el espacio de dos generaciones- todo será estancamiento: la fuerza se debilitará, el estado cultural caerá al nivel de la imbecilidad; en cuanto a la dicha, exhalará el olor de un queso de Limburgo Echad una ojeada sobre China; era de gran intelectualidad, instruida y probablemente, feliz a su modo: ¿por qué se ha vuelto como marchitada, cuando el menor esfuerzo de las potencias marítimas europeas basta para subordinarla a su inteligencia y, si no a su dominación, al menos a su voluntad?

Es porque durante esos siglos ha quedado estancada; y ha quedado así porque en esos siglos, gracias en parte a sus instituciones interiores y en parte al curso de la vida del mundo que se desenvolvió a una distancia lejana, no ha podido desflorarla.

Muchas condiciones hacen que un pueblo atrincherado en un Estado pueda participar en el movimiento universal; a éstas pertenecen la inteligencia natural y la energía innata, la instrucción, la capacidad para el trabajo productivo y la libertad interior más vasta, más bien imposible, diríamos, para las grandes masas del Estado. Pero a estas condiciones hay que agregar también la de la navegación marítima, del comercio marítimo, porque las comunicaciones marítimas por su velocidad y también por su libertad en el sentido que los mares no están apropiados por nadie, superan a todos los otros medios más conocidos, sin exceptuar el ferrocarril. La aeronáutica, tal vez, se volverá un día aún más cómoda bajo todos los aspectos y será tanto más importante cuanto que nivelará el desenvolvimiento de la vida en todos los países. Hasta aquí, sin embargo, no se puede hablar seriamente de ella y la navegación marítima permanecerá como el medio principal del progreso de los pueblos.

Llegará el tiempo en que no habrá ya Estado -todos los esfuerzos del partido social revolucionario de Europa tienden hacia su destrucción-; llegará el tiempo en que sobre las ruinas de los Estados políticos se fundará, en plena libertad y por la organización de abajo a arriba, la unión fraternal libre de las federaciones, abarcando sin ninguna distinción, como libres, los hombres de todas las lenguas y de todas las nacionalidades: entonces la ruta hacia el mar estará generalmente abierta para todos; para los habitantes costeños directamente, y para los que viven a distancia del mar por medio de los ferrocarriles, emancipados completamente de la tutela de Estado, de todo impuesto, de toda concesión, de todas las limitaciones, obstáculos, prohibiciones, permisos o aplicaciones. Incluso los habitantes costeños tendrán entonces un gran número de ventajas naturales no sólo de orden material, sino también intelectuales y morales.

El contacto directo con el mercado marítimo y con el movimiento universal de la vida en general desarrolla en un grado extraordinario, y nivela todo lo que queráis, las relaciones; los habitantes del interior del país, privados de esas ventajas, vivirán y se desarrollarán más indolentemente y más lentamente que los ribereños.

He ahí por qué la navegación aérea tiene tal importancia.

El aire atmosférico es un océano que se infiltra por todas partes, sus riberas están en todas partes de manera que, respecto a él, todos los hombres, aun los que viven en las comarcas más alejadas son sin excepción habitantes ribereños. Pero en tanto que la navegación aérea no reemplace a la navegación marítima, los habitantes ribereños serán, bajo todos los aspectos, los iniciadores y compondrán la aristocracia de la humanidad.

La historia entera, y principalmente la mayor parte del progreso en historia, es debida a los pueblos ribereños. El primer pueblo creador de la civilización son los griegos: y bien, Grecia entera puede ser considerada como ribera. La antigua Roma se ha convertido en un Estado poderoso y mundial desde el día en que se ha vuelto un Estado marítimo. Y en la historia moderna, ¿a quién debemos la resurrección de las libertades políticas, de la vida social, del comercio, de las artes, de la ciencia, del pensamiento libre, en una palabra, de la regeneración de la humanidad? A Italia, que, lo mismo que Grecia, está casi enteramente rodeada de costas. ¿Quién ha heredado después de Italia el puesto de vanguardia del movimiento universal? Holanda, Inglaterra, Francia y, por fin, América del Norte.

Examinemos, al contrario, Alemania. ¿Por qué, a pesar de las cualidades indudables de que están dotados sus pueblos, así como la asiduidad extraordinaria en el trabajo, las capacidades de reflexión, el espíritu científico, el sentimiento estético que dio nacimiento a grandes artistas, pintores y poetas, y un trascendentalismo profundo que dio filósofos no menos famosos, por qué, preguntamos, quedó Alemania tan lejos de Francia y de Inglaterra bajo todos los aspectos, con excepción de uno solo, en el que los superó a todas, el desenvolvimiento del orden estatista burocrático, policial y militar, y por qué, desde el punto de vista comercial, se encuentra hoy aún por debajo de Holanda y desde el punto de vista industrial por debajo de Bélgica?

Se nos dirá que es porque no disfrutó nunca de libertad, que no tuvo nunca amor a la libertad o deseo de libertad.

Eso sería justo en cierto grado, pero no es la única razón.

Una razón, tan importante, es la ausencia de un gran litoral. En el siglo XIII aún, en la época del florecimiento de la Hansa, Alemania no carecía de litoral, al menos en el oeste.

Holanda y Bélgica le pertenecían aún y fue durante ese siglo cuando el comercio de Alemania prometió un desenvolvimiento bastante amplio. Pero ya en el siglo XIV las ciudades de los Países Bajos, impulsadas por su espíritu emprendedor y audaz y por su amor a la libertad, comenzaron visiblemente a separarse de Alemania y a huirle. Esa separación fue definitivamente consumada en el siglo XVI y el gran imperio, sucesor inepto del imperio romano, se convirtió en un Estado casi completamente terrestre. No le quedó más que una pequeña ventana estrecha entre Holanda y Dinamarca, que está lejos de ser suficiente para que un país tan grande pueda respirar libremente. Es como consecuencia de ese estado de cosas que Alemania se volvió somnolienta y llegó a parecerse de cerca a la inmovilidad de China.

Desde esa época el movimiento político de vanguardia de Alemania para la fundación de un nuevo Estado poderoso se concentró en el pequeño electorado brandemburgués. Y en efecto, los electores de Brandenburg, que aspiraban sin cesar a adueñarse del litoral del mar Báltico, han prestado un servicio considerable a Alemania, crearon, por decirlo así, las condiciones de su grandeza presente, se hicieron dueños primero de Konigsberg y después, en la época del primer reparto de Polonia, se apoderaron de Dantzig. No fue, sin embargo, bastante; era preciso obtener Kiel y, en general, todo el Schleswig y Holstein.

Esas nuevas conquistas fueron obtenidas por Prusia con los aplausos de toda Alemania. Todos fuimos testigos de la pasión con que los alemanes -de todos los Estados separados, de los del norte, del sur, del oeste y del este, de los Estados centrales-, siguieron desde 1848 el desarrollo de la cuestión Schleswig-Holstein; y se engañaron mucho los que explicaban esa pasión en el sentido del interés por los sufrimientos de sus hermanos alemanes que eran sofocados, se hacía creer, bajo el despotismo danés. El interés era muy diferente: era el interés de Estado, el interés pangermánico para la conquista de fronteras navales y de comunicaciones marítimas, en una palabra, el interés de la creación de una poderosa flota alemana.

La cuestión de una flota alemana había sido promovida ya en 1840 y 1841, y nos recordamos con qué entusiasmo fue recibida por toda Alemania la oda de Herwegh La flota alemana.

Debemos repetirlo aún otra vez, los alemanes son un pueblo eminentemente estatista; ese estatismo predomina en ellos sobre todas las demás pasiones y sofoca absolutamente en ellos el instinto de la libertad. Y es ese estatismo el que, en la hora actual, constituye su grandeza específica; sirve y servirá aún por un cierto tiempo de sostén abnegado y directo para todos los planes ambiciosos del soberano de Berlín. En él se apoya con una mano de hierro el príncipe de Bismarck.

Los alemanes son un pueblo instruido y saben bien que sin fronteras marítimas bien establecidas no se puede hablar de un Estado poderoso. Y es por esa razón que declaran todavía hoy contra toda verdad histórica, etnográfica y geográfica, que Trieste era, es y será una ciudad alemana, que el Danubio entero es alemán. Hacen todo lo que pueden por acercarse al mar. Y si la revolución social no les detiene, se puede estar seguro de que, antes de veinte, de diez o de menos años -los acontecimientos se suceden hoy tan rápidos unos tras otros-, que en corto espacio de tiempo conquistarán toda la Dinamarca alemana, toda la Holanda alemana, toda la Bélgica alemana. Todo eso se encuentra, por decido así, en la lógica natural de su situación política y de sus aspiraciones instintivas.

Una de las etapas ha sido atravesada ya en esa ruta.

Prusia, actualmente encarnación, cerebro y al mismo tiempo brazo de Alemania, se ha fortificado sólidamente en el mar Báltico y simultáneamente en el mar del Norte. La independencia de Bremen, Hamburg, Lübeck, Mecklenburg y Oldenburg es una comedia inocente e insignificante. Todo eso, junto con Holstein, Schleswig y Hannover forma parte de Prusia, y Prusia, enriquecida con el dinero francés, construye dos flotas poderosas: una en el Báltico, otra en el mar del Norte; y gracias al canal de navegación que está en tren de abrirse para unir los dos mares, esas dos flotas no formarán pronto más que una sola. Y no pasarán muchos años sin que las flotas danesa y sueca se vuelvan más poderosas que la flota rusa en el Báltico. Y entonces el predominio ruso en el mar Báltico desaparecerá ... ¡en el mar Báltico! ¡Adiós Riga, adiós Reval, adiós Finlandia y adiós Petersburgo junto con su Kronstadt inaccesible!

Todo esto parecerá una chochez para todos los patriotas chauvinistas habituados a exagerar las fuerzas panrusas, una fábula desagradable; y sin embargo no es más que la conclusión absolutamente exacta de los hechos ya realizados, basada en una evaluación legítima del carácter y de las capacidades de los alemanes y de los rusos, sin mencionar los medios financieros, el número relativo de funcionarios de toda categoría, honestos, abnegados e inteligentes y sin mencionar siquiera la ciencia que da un predominio decisivo a todas las empresas alemanas sobre las rusas.

El servicio gubernamental alemán da resultados feos, desagradables, horribles, pero, al menos, positivos y serios.

El servicio gubernamental ruso da resultados igualmente desagradables y feos y que asumen, con frecuencia, una forma más salvaje aún, y a pesar de eso vacíos e insignificantes. Tomemos un ejemplo: supongamos que en un momento dado los gobiernos de Alemania y de Rusia asignan una misma suma, digamos un millón, para llevar a cabo una empresa cualquiera, supongamos la construcción de un nuevo navío. ¿Qué diréis: se robará en Alemania? Tal vez un centenar de miles, pongamos que se sustraen doscientos mil; pero los ochocientos mil que quedan se destinarán al trabajo realizado que se hará con una puntualidad y un talento que distinguen a los alemanes. ¿Cómo ocurrirá en Rusia? Primeramente la mitad de la suma será sustraida, una cuarta parte desaparecerá debido a la negligencia y a la ignorancia, de manera que habrá que contentarse si con la cuarta parte que queda se hace algún batiburrillo que servirá tal vez para ser expuesto, pero de ningún modo para ser empleado.

¿Cómo sería capaz, pues, la flota rusa de resistir a la flota alemana, o cómo las fortificaciones rusas, como las de Kronstadt, han de sostener el fuego de los cañones alemanes que pueden lanzar obuses no sólo de hierro, sino también de oro?

¡Adiós el predominio sobre el Báltico! ¡Adiós toda la importancia política y la fuerza de la capital del norte, elevadas por Pedro sobre pantanos finlandeses! Si nuestro venerable gran canciller, el príncipe Gortchakof, no ha perdido por completo su brújula, habría debido decirse todo eso en los días que la Prusia aliada saqueaba impunemente.

Se habría debido comprender que desde el día en que Prusia, apoyándose actualmente en toda Alemania y formando en una unidad indisoluble con esta última una potencia continental exesivamente fuerte, en una palabra, que desde que el nuevo imperio germánico, creado bajo la égida del cetro prusiano, ocupó en el mar Báltico su posición actual y amenazantes para todas las otras potencias bálticas, habría acabado la dominación de la Rusia petersburguesa sobre ese mar, que la gran creación política de Pedro el Grande sería destruida y con ella la potencia misma del Estado panruso se derrumbaría en el caso que, como compensación por la pérdida de la gran ruta marítima del norte, no se le abriese una nueva ruta en el sur.

Está claro que son los alemanes los que van ahora a dominar el Báltico. Es verdad que la entrada en ese mar se encuentra aún en manos de Dinamarca. Pero ¿no se ve ya que ese pobre Estado no tendrá pronto otra elección que la de convertirse en primer lugar en un Estado libremente federado para ser pronto totalmente devorado por la centralización del Estado pangermánico? Eso significaría que en un corto lapso de tiempo el mar Báltico se transformaría en un mar exclusivamente alemán, y que Petersburgo deberá perder todo valor político.

El príncipe Gortchakof habría debido saberlo cuando consintió en el reparto del reino danés y en la anexión a Prusia del Schleswig y de Holstein. Y por la fuerza misma de los acontecimientos somos llevados al dilema siguiente: o bien ha traicionado a Rusia o bien se aseguró, en cambio del sacrificio de la dominación del Estado panruso en el noroeste, un compromiso formal del príncipe de Bismarck de ayudar a Rusia a conquistar un nuevo poder en el sureste.

Para nosotros la existencia de tal acuerdo, la existencia de una alianza defensiva y ofensiva concluida entre Rusia y Prusia casi inmediatamente después de la paz de París o, al menos, durante la insurrección polaca de 1863, cuando casi todas las potencias europeas, a excepción de Prusia, arrastradas por el ejemplo de Francia y de Inglaterra, protestaron altamente y oficialmente contra el barbarismo ruso, para nosotros, decimos, un acuerdo formal y obligatorio para ambos firmatarios entre Prusia y Rusia está fuera de toda duda; sólo la existencia de tal alianza puede explicar la seguridad plácida y, se podría decir, despreocupada con que Bismarck comenzó la guerra contra Austria y contra una gran parte de Alemania, con el peligro de una intervención francesa, y más que eso, una guerra de las más determinadas contra Francia. La menor manifestación hostil de parte de Rusia, como el movimiento de los ejércitos rusos hacia la frontera prusiana, habría sido suficiente para detener, en una y otra guerra, sobre todo en la segunda, la marcha del ejército conquistador de Prusia. Recordemos que al fin de la primera guerra toda Alemania, sobre todo su parte septentrional, estaba absolutamente desprovista de tropas, que la no intervención de Austria en favor de Francia no tenía otra razón que la de notificar a Rusia que si Austria ponía su ejército en movimiento, enviaría sus tropas contra ella, y que Italia e Inglaterra no han intervenido más que porque Rusia no lo quiso. Si no se hubiera declarado una alíada tan firme del emperador prusogermánico, los alemanes no habría tomado nunca París.

Bismarck, sin embargo, estaba aparentemente seguro de que Rusia no le traicionaría. ¿En qué podía estar basada esa certidumbre? ¿Sería en los lazos de familia y en la amistad personal de los dos emperadores? Pero Bismarck es un hombre demasiado inteligente y demasiado práctico para tener en cuenta sentimientos en política. Supongamos también que nuestro emperador, dotado, como se sabe, de un corazón sensitivo y de una facilidad extraordinaria para verter lágrimas, haya podido ser impulsado por sentimientos semejantes; pero entonces el gobierno de que está rodeado, la corte, el heredero que parece que odia a los alemanes y en fin nuestro patriota de Estado venerado, el príncipe Gortchakof, todos juntos, la opinión pública y la fuerza de las cosas le habrían recordado siempre que el Estado es guiado por los intereses y no por los sentimientos.

Bismarck no pudo por tanto ser guiado por la identidad de los intereses rusos y prusianos. Tal identidad no existe y no podría existir; no se encuentra más que en una sola cuestión, en la cuestión polaca. Pero esa cuestión está ya resuelta desde hace mucho tiempo; en todas las otras relaciones nada puede ser tan hostil a los intereses del Estado panruso como la formación, a su lado, de un grande y poderoso imperio pengermánico. La existencia de dos grandes imperios, uno al lado del otro, entraña la guerra, que no puede terminar de otro modo que por la destrucción de uno o de otro.

Esa guerra, lo repetimos, es inevitable, pero puede ser alejada si los dos imperios reconocen que están aún insuficientemente afirmados en sus países respectivos y que no están todavía bastante ensanchados para hacerse una guerra decisiva, una guerra a vida o muerte. Entonces, aunque odiándose mutuamente, continuarán prestándose ayuda y apoyo, cambiando servicios entre ellos, mientras que cada uno espera hacer el mejor uso de esa alianza involuntaria y ganar más fuerzas y medios para la lucha futura inevitable: tal es, en suma, la situación recíproca de Rusia y de la Alemania prusiana.

El imperio germánico está lejos de haberse afirmado dentro y fuera de sus fronteras. En el interior representa una unión extraña de un número de Estados independientes -pequeños y medianos- condenados, es verdad, a ser destruidos, pero que existen aún y tratan de salvar a todo precio los restos de su independencia declinante. En el exterior es Austria humillada, pero no definitivamente abatida, la que se eriza contra el nuevo imperio lo mismo que la Francia vencida, pero, por esa razón, inconciliable. Además, el nuevo imperio germánico está lejos de haber redondeado suficientemente sus fronteras. Obedeciendo a una necesidad interior propia de los Estados militares, prepara nuevas conquistas y nuevas guerras. Habiéndose fijado como fin el restablecimiento del imperio de la edad media en sus fronteras primitivas -y hacia ese fin le conduce infaliblemente el patriotismo pangermánico- que obsesiona a toda la sociedad alemana, piensa en la anexión de toda Austria, de parte de Hungría, sin exceptuar ciertamente Trieste, sin excluir Bohemia, toda la Suiza alemana, una parte de Bélgica, toda Holanda y Dinamarca, necesarias para el establecimiento de su poder naval. He ahí planes gigantescos cuya realización levantará contra él una parte considerable de la Europa occidental y meridional y que por consiguiente serían absolutamente imposibles sin el asentimiento de Rusia. Se deduce, pues, que una alianza rusa es indispensable para el nuevo imperio germánico.

Por su parte, el imperio panruso no puede pasarse sin una alianza pruso-germánica. Habiendo renunciado a nuevas anexiones y expansiones en el noroeste, debe volverse hacia el sureste. Habiendo cedido a Prusia la hegemonía sobre el Báltico, deberá conquistar y asegurar su potencia en el mar Negro, de otro modo sería separado de Europa. Pero a fin de hacer efectivo y útil su potencia sobre el mar Negro, deberá apoderarse de Constantinopla sin la cual no sólo puede serle impedido su desembocadura en el Mediterráneo, sino también la entrada en el mar Negro quedaría abierta siempre a las flotas y ejércitos enemigos, como fue el caso de la campaña de Crimea.

Así, pues, el único objetivo a que aspira más que nunca la política anexionista de nuestro gobierno, es Constantinopla. La realización de ese objetivo está en oposición directa con los intereses de toda la Europa meridional, sin exceptuar Francia; le son opuestos los intereses ingleses, así como los de Alemania, pues la dominación sin límites de Rusia en el mar Negro pone todo el litoral del Danubio bajo la dependencia directa de Rusia.

Y a despecho de todo eso no hay duda que Prusia, obligada a apoyarse en la alianza rusa para ejecutar sus planes anexionistas en el oeste, ha prometido formalmente su apoyo a Rusia en su política del suroeste; no se puede dudar tampoco que aprovechará la primera ocasión para traicionar su promesa.

No se debe contar con una violación del tratado desde el comienzo de su ejecución. Hemos visto qué apoyo ardiente ha prestado el imperio pruso-germánico al imperio panruso en la cuestión de la abolición de las condiciones del tratado de París vejatorias para Rusia y no hay ninguna duda que continuará apoyándolo con tanto ardor en la cuestión de Khiva. Además, es ventajoso para los alemanes que los rusos se vayan todo lo lejos posible hacia el este.

Pero ¿cuál ha sido la razón que obligó al gobierno ruso a emprender una expedición contra Khiva? ¡No hay que suponer que la haya emprendido en defensa de los intereses de los comerciantes rusos y del comercio ruso! Si fuera esa la razón se habría podido preguntar entonces: ¿por qué no emprendió expediciones semejantes en el interior mismo de Rusia, contra sí misma, como, por ejemplo, contra el gobernador general de Moscú y contra todos los gobernadores y todos los prefectos que molestan y roban, como se sabe, del modo más desvergonzado y por todos los medios posibles al comercio ruso y a los comerciantes rusos?

¿De qué utilidad puede ser, pues, para nuestro gobierno la anexión de un desierto arenoso? Ciertamente responderán, tal vez, que nuestro gobierno ha emprendido esa expedición a fin de ejecutar la noble misión de Rusia de introducir en oriente la civilización occidental. Pero tal explicación no serviría más que para discursos académicos u oficiales o para libros, folletos o periódicos de doctrina que están siempre llenos de fruslerías elevadas y que dicen siempre lo contrario de lo que se hace y de lo que existe, esta explicación no puede, de ningún modo, satisfacemos. ¡Figuraos al gobierno petersburgués guiado en sus empresas y en sus actos por la conciencia de la misión civilizadora de Rusia! Para el que conoce más o menos el carácter y los motivos de nuestros gobernantes tal suposición es más que suficiente para hacer morir de risa.

No hablemos tampoco de la inauguración de nuevas vías comerciales hacia la India. La política comercial, es la política de Inglaterra; Rusia no tuvo nunca una.

El Estado ruso es, sobre todo, podría decirse, exclusivamente, un Estado militar. Todo está subordinado en él al interés único de la potencia de un poder opresivo. El soberano, el Estado; he ahí lo principal; todo lo demás, el pueblo, incluso los intereses de casta, la prosperidad de la industria, del comercio y de lo que se ha habituado a llamar civilización, no son más que medios para alcanzar ese objetivo único. Sin un cierto grado de civilización, sin la industria y sin el comercio ningún Estado, y sobre todo ningún Estado moderno puede existir, porque las llamadas riquezas nacionales están lejos de ser las del pueblo, mientras que las riquezas de las clases privilegiadas constituyen una fuerza. Todo eso está absorbido en Rusia por el Estado que, a su vez, se convierte en alimentador de una enorme clase del Estado, de las clase militar, civil y eclesiástica. El robo habitual al físico, la sustracción de los fondos públicos y el saqueo del pueblo son la expresión más exacta de la civilización estatista rusa.

No hay, pues, nada de asombroso en el hecho que entre otras y más importantes razones que impulsaron al gobierno ruso a emprender la expedición contra Khiva, se encontrasen también las llamadas razones comerciales; era preciso abrir para el mundo de funcionarios siempre creciente y al cual adjuntamos también a nuestros comerciantes, un nuevo terreno, darles nuevos territorios que robar. Pero no hay que esperar de esta parte un acrecentamiento considerable de las riquezas y de la fuerza para el Estado. Se puede estar seguro, al contrario, que desde el punto de vista financiero la empresa dará más pérdidas que beneficios.

¿Por qué se ha marchado, pues, contra Khiva? ¿Fue para dar una ocupación a las tropas? Durante decenas de años el Cáucaso sirvió de escuela militar; pero una vez pacificado ha sido preciso descubrir una nueva escuela, y entonces se inventó esa campaña de Khiva.

Pero tal explicación no resiste tampoco a la crítica, aun suponiendo que el gobierno ruso es en el más alto grado incapaz y estúpido. La experiencia ganada por nuestras tropas en el desierto de Khiva no es de ninguna manera aplicable a una guerra contra el occidente, y por otra parte es demasiado costosa, de modo que las ventajas adquiridas están lejos de compensar las pérdidas y los gastos.

¿Pero tal vez el gobierno ruso tuvo la idea, sin burla alguna, de conquistar la India? No pecamos de fe abundante en la sabiduría de nuestros gobernantes petersburgueses, pero no podemos, sin embargo, admitir que se ocupen de un objetivo tan absurdo. ¡Conquistar la India! ¿Para quién, para qué y con qué medios? Sería preciso para ello hacer marchar al menos la cuarta parte, si no la mitad, de la población rusa hacia el oriente; y además ¿para qué conquistar la India que no podría conseguirse más que subyugando primero la tribu guerrera y numerosa del Afganistán? Pero la conquista del Afganistán, armado y en parte dirigido por los ingleses, será tres o cuatro veces más difícil al menos que liquidar Khiva.

Si se trata de conquistar, ¿por qué no comenzar con China? La China es muy rica y bajo todos los aspectos no es más accesible que la India, porque no hay nada ni nadie entre ella y Rusia. No hay más que ir y tomarla, si se puede.

Aprovechando el revoltijo y las guerras intestinas que se convirtieron en la enfermedad crónica de China, se habría podido ampliar bastante notoriamente la invasión de ese país y, según parece, el gobierno ruso trama algo en ese sentido; se esfuerza visiblemente por separar Mongolia y Manchuria de China y tal vez un buen día nos llegue la noticia de que las tropas rusas han invadido la frontera occidental de China. Es una empresa excesivamente peligrosa que recuerda trágicamente las victorias famosas de los romanos sobre los pueblos germánicos, victorias que han culminado, como se sabe, en el saqueo y la sumisión del imperio romano por las bárbaras tribus germánicas.

China, por sí sola, cuenta, según unos cuatrocientos y según otros aproximadamente seiscientos millones de habitantes, que encuentran ya demasiado estrechas las fronteras del imperio para ellos y que comienzan a emigrar en grandes masas, unos a Australia, otros a través del océano Pacífico a California, otros, en fin, se encaminan hacia el norte y el noroeste. ¿Y entonces? Entonces Siberia, todo el territorio que se extiende desde la Mancha de Tartaria hasta las montañas del Ural y hacia el mar Caspio cesará de ser ruso.

Pensad que ese territorio enorme, con una superficie (de 12.220.000 kilómetros cuadrados), que supera en más de veinte veces la de Francia (528.600 kilómetros cuadrados), no cuenta hasta aquí más que con unos seis millones de habitantes, de los cuales 2.600.000 solamente son rusos, estando todo el resto compuesto por aborígenes de origen tártaro, con un número de tropas insignificante. ¿Será posible detener la invasión de las masas chinas que no sólo inundarán la Siberia, incluso nuestras nuevas posesiones en el Asia central, sino que pasarán el Ural hasta los bordes del Volga?

Tal es el peligro que nos amenaza casi inevitablemente de parte del este. Es un error despreciar las masas chinas.

Se vuelven amenazantes por la proporción misma de su número, amenazantes a causa de su crecimiento excesivo que hace casi imposible su existencia ulterior en los confines de China; amenazantes también porque no hay que juzgarlas según los comerciantes chinos con quienes los comerciantes europeos hacen negocios en Shanghai, en Cantón, en Maimatchin. Las masas del pueblo que viven en China, en provincias, están menos lisiadas por la civilización china, son incomparablemente más enérgicas y además son siempre belicosas, educadas en las costumbres guerreras debido a las guerras intestinas interminables en que perecen decenas y centenares de millares de habitantes. Es preciso notar también que en estos últimos tiempos han comenzado a practicar el empleo de armas modernas y a conocer la disciplina europea, ese florón y última palabra oficial de la civilización estatista de Europa. Agregad a esa disciplina y a esa práctica de las armas modernas, el barbarismo primitivo de las masas chinas, con ausencia, en ellas, de todo espíritu de protesta humana, de todo instinto de libertad, con el hábito de la obediencia más servil -y todo eso se une actualmente bajo la influencia de una multitud de aventureros militares, americanos y europeos, que han inundado la China después de la última expedición franco-inglesa en 1860-, y tomad también en consideración la cifra inmensa de la población obligada a buscar una salida; comprendéis entonces la inminencia del peligro que nos amenaza por la parte del este.

¡Y bien! El gobierno ruso juega con ese peligro como un niño inocente. Movido por un deseo absurdo de ensanchar sus fronteras, no puede tomar en consideración que Rusia está tan débilmente poblada, es tan pobre y tan impotente que no ha podido hasta aquí -ni podrá nunca- poblar el territorio nuevamente adquirido del Amur donde, en una extensión de 2.100.000 kilómetros (casi cuatro veces más de lo que tiene Francia) tiene en total, incluso el ejército y la flota, 65.000 habitantes. Y ante una tal importancia, ante una miseria en masa del pueblo ruso entero, reducido por la administración del país a un estado de tal modo desesperado que no le queda otra salida y otra salvación que la rebelión más destructiva, ¡es en tales condiciones que el gobierno ruso espera implantar su hegemonía sobre todo el continente asiático!

A fin de que pudiese avanzar con las menores probabilidades de éxito, no sólo debería volver las espaldas a Europa y renunciar a toda intervención en los asuntos europeos -y el príncipe de Bismarck no quisiera nada mejor en este momento- sino que debería poner en movimiento toda su fuerza armada en dirección a Siberia y el Asia Central y marchar a la conquista del Oriente como hizo Tamerlán con todo su pueblo. Pero el pueblo siguió a Tamerlán, mientras que el pueblo ruso no seguirá ciertamente al gobierno ruso.

Volvamos a la India. Por absurdo que sea, el gobierno ruso no puede alimentar ninguna esperanza de conquista en la India y fortificar en ella su nueva hegemonía. Inglaterra ha conquistado la India primeramente con sus compañías comerciales, mientras que tales compañías no existen entre nosotros, y si existen en alguna parte no es más que sobre el papel, en la forma, Inglaterra realiza su enorme explotación de la India o su comercio obligatorio con ella por mar, mediante una formidable flota comercial y de guerra, mientras que nosotros no poseemos esas flotas y en lugar dd mar tenemos. un desierto interminable que nos separa de la India. No puede, pues, pensarse en la conquista de la India.

Pero ya que no conquistar, podemos destruir o al menos quebrantar la dominación de Inglaterra excitando rebeliones indígenas contra esta última y dando nuestro apoyo a esas rebeliones, sosteniéndolas si la necesidad se presenta con nuestra intervención militar.

Podemos hacerlo ciertamente, aunque nos costaría, a nosotros que no somos ricos ni en dinero ni en hombres, un gasto enorme de hombres y de dinero. Pero ¿por qué sufrir todos esos gastos? ¿Sería sólo para procurarse el placer inocente de perjudicar a los ingleses sin ninguna ventaja, al contrario, en nuestro detrimento positivo? No, es porque los ingleses se nos atraviesan. ¿Dónde? En Constantinopla.

En tanto que Inglaterra conserve su fuerza no consentirá jamás y por nada del mundo, que Constantinopla se convierta en nuestras manos en la capital no ya del imperio panruso solamente, y ni siquiera dd imperio eslavo, sino del imperio oriental.

Y es por eso que el gobierno ruso ha emprendido la expedición contra Khiva, es por eso que aspira desde hace mucho tiempo a apoderarse de la India. Busca un punto de apoyo desde el cual pudiera dar un golpe a Inglaterra y no encontrando otro, la amenaza en la India. Espera, de ese modo, preparar a los ingleses a la idea de que Constantinopla debe ser una ciudad rusa, obligarles a consentir en esa anexión más que nunca indispensable para la Rusia estatista.

Su hegemonía en el mar Báltico ha sido perdida para siempre. No es el Estado panruso, soldado por la bayoneta y por el knut, odiado por toda la masa dd pueblo encerrado y encadenado en él, comenzando por el pueblo de la Gran Rusia, desmoralizado, desorganizado y arruinado por una burda arbitrariedad autóctona, por la tontería autóctona y por el banditismo autóctono; no es la fuerza armada de ese Estado existente más bien en el papel que en la realidad, y aun por los desarmados -en tanto que nos falta aún audacia- la que podrá luchar contra la potencia terrible y excelentemente organizada del imperio germánico nuevamente surgido. Es preciso, pues, renunciar al mar Báltico y esperar la hora en que todas las provincias bálticas se convertirán en una provincia alemana. Sólo una revolución del pueblo sería capaz de impedir ese proceso. Pero tal revolución significa la muerte del Estado y no es a ella a donde irá nuestro gobierno a buscar su salvación.

No le quedará otra solución que la alianza con Alemania, porque obligada a renunciar en provecho de los alemanes al mar Báltico, debe buscar en el mar Negro una nueva base para su potencia o simplemente para su existencia política y su razón de ser; pero no podría adquirirla sin el permiso y la ayuda de los alemanes.

Los alemanes han prometido esa ayuda. Sí, estamos seguros, se han comprometido, por un tratado formalmente concluido entre Bismarck y el príncipe Gortchakof a prestarla al Estado ruso; pero no lo harán nunca, y estamos también seguros de ello. No lo harán porque no pueden abandonar a Rusia su litoral danubiano y su comercio danubiano y también porque no entra en sus intereses el favorecer el establecimiento de una nueva hegemonía rusa, del gran imperio paneslavista en el sur de Europa. Sería algo semejante a un suicidio de parte del imperio pangermánico. Pero dirigir e impulsar los ejércitos rusos hacia el Asia Central, hacia Khiva con el pretexto de que es el camino más directo hacia Constantinopla, es otro asunto.

No dudamos en modo alguno que nuestro patriota de Estado y diplomático venerable, príncipe Gortchakof, y su patrón ilustre, el emperador Alejandro Nikolaevitsch, han jugado, en todo ese asunto deplorable, el papel más ridículo y que el famoso patriota alemán y pícaro de Estado, Bismarck, les ha engañado con más habilidad que engañó a Napoleón III.

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