Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

V

¡He aquí, pues, la situación real de la Francia estatista!

Había sobrepasado en un corto lapso de tiempo al Austria de Schwartzenberg (después de 1849), y sabemos bien cómo acabó esa Austria: por la derrota en España, la derrota en Bohemia y el desastre completo.

Es verdad que Francia, a pesar de su ruina reciente, es rica, mucho más rica que Alemania, que sacó una muy débil ventaja, desde el punto de vista industrial y comercial, de los cinco mil millones que Francia le pagó. Esa riqueza ha permitido al pueblo francés restaurar en un corto espacio de tiempo todos los signos exteriores de la fuerza y de la organización normal. No es, sin embargo, de ningún modo necesario considerar las cosas demasiado de cerca, basta remover un poco la superficie falsamente brillante para convencerse de que el interior está enteramente podrido, porque en todo ese enorme aparato del Estado no ha quedado una sola chispa de alma viviente.

La Francia estatista toca inevitablemente a su fin, y se engañará cruelmente el que cuente con su alianza. No encontrará nada en ella aparte de la impotencia y el espanto, se ha consagrado a Cristo, a la Virgen santa, a la razón divina y al absurdo humano; se ha dado en sacrificio a los ladrones y a los sacerdotes; y si le quedó aún una fuerza armada, no servirá más que para reprimir y domar a su propio proletariado. ¿Qué ventaja se puede sacar de una alianza con ella?

Pero existe una razón excesivamente importante que no permitirá nunca a nuestro gobierno, esté a su frente Alejandro II o Alejandro III, seguir el camino occidental de la conquista paneslavista. Es un camino revolucionario, en este sentido, que lleva directamente a la rebelión de los pueblos, eslavos en su gran mayoría, contra sus soberanos legales, austríaco y pruso-alemán. Fue propuesto al emperador Nicolás por el príncipe Paskevitch.

La situación de Nicolás estaba llena de peligros; tenía contra él dos grandes potencias: Inglaterra y Francia. El Austria reconocida le amenazaba. Sólo Prusia, a quien había ofendido, quedaba fiel; y hasta ella, cediendo a la presión de los tres Estados, comenzaba a vacilar y le hacía, de acuerdo con el gobierno austríaco, advertencias serias. Nicolás, que basaba toda su gloria sobre todo en su inexorabilidad, debía ceder o morir. Era una vergüenza ceder, y no tenía ningún deseo de morir. En esa hora crítica se le hizo la proposición de levantar la bandera paneslavista; más aún: de disfrazar su corona imperial con el gorro frigio y llamar a la rebelión no sólo a los eslavos, sino también a los magyares, a los rumanos y a los italianos (1).

El emperador Nicolás se volvió pensativo; es preciso hacerle, sin embargo, justicia: no vaciló mucho tiempo; comprendió que no podía clausurar su larga carrera marcada por un despotismo franco con una carrera revolucionaria. Prefería morir.

Tenía razón. No se podía ejercer el despotismo en el interior y provocar la revolución en el exterior de su país. Y eso era tanto más imposible para el emperador Nicolás, cuanto que al primer paso que hubiera dado se habría encontrado cara a cara con Polonia. ¿Se podía llamar a los pueblos eslavos y demás a la rebelión y al mismo tiempo continuar sofocando a Polonia? ¿Qué era preciso hacer entonces con Polonia? ¿Emanciparla? Sin hablar del grado en que tal acto repugnaba a todos los instintos del emperador Nicolás, no se puede menos de admitir que, para el estatismo panruso, la emancipación de Polonia era decididamente imposible.

Durante siglos se había dirigido la lucha entre las dos formas de Estado. La cuestión era: ¿quién va a vencer, la voluntad de la nobleza o el knut de los zares? A decir verdad nadie se ocupó dd pueblo ni en uno ni en otro campo: en los dos se había considerado como el esclavo, el forzado, el productor de las riquezas y como el pedestal mudo del Estado. Se habría creído ante todo que los polacos iban a vencer. Tenían, para ellos, la educación, el arte militar y el valor; y como su ejército estaba compuesto sobre todo de la pequeña nobleza, luchaban como hombres libres, mientras que los rusos combatían como esclavos. Todas las probabilidades parecían estar de su parte. Y en efecto, durante bastante tiempo salieron victoriosos de toda guerra, saquearon provincias rusas enteras y, una vez, vencieron a Moscú y pusieron en el trono de los zares al hijo de su propio rey.

La fuerza que los expulsó de Moscú no era ni la potencia zarista, ni siquiera la fuerza de los boyardos, sino simplemente la fuerza del pueblo. En tanto que las masas del pueblo no participaron en la lucha, la propabilidad estaba del lado de los polacos. Pero en cuanto el pueblo se mostró en la escena, la primera vez en 1612, y la segunda vez bajo forma de una insurrección global de siervos pequeños rusos y lituanianos bajo el comando de Bogdan Khmelnitzky, la suerte les abandonó completamente. Desde entonces el Estado libre de los nobles comenzó a perecer y a debilitarse hasta su completa extinción.

El knut ruso ha vencido gracias al pueblo y simultáneamente, se entiende, en gran detrimento del pueblo, que, en señal de una real gratitud estatista, ha sido sometido a la esclavitud hereditaria por los nobles propietarios territoriales, esos sirvientes imperiales.

El emperador actual, el zar Alejandro II, ha libertado, se nos dice, a los campesinos. Sabemos lo que vale esa liberación.

Y, sin embargo, es justamente sobre las ruinas del Estado de los nobles polacos que se levantó el imperio panruso del knut. Privadle de esa base, separad de él las provincias que han formado parte en 1772 del Estado polaco y el imperio panruso desaparecerá.

Desaparecerá porque, por la pérdida de esas provincias, las más ricas, las más fértiles y las más pobladas, la riqueza, no muy excesiva, y su fuerza serán disminuidas en la mitad. Esta pérdida será pronto seguida de la pérdida de las provincias bálticas; y suponiendo que el nuevo Estado polaco sea reconstruido no sólo sobre el papel, sino en la realidad, revivirá con una vida nueva y enérgica; el imperio perderá pronto toda la Pequeña Rusia que se convertirá sea en una provincia polaca, sea en un Estado independiente; perderá por esa misma razón su frontera del Mar Negro; será cortado por todas partes de Europa y será arrojado al Asia.

Otros son de opinión que el imperio podría dar a Polonia al menos Lituania. No, esto es imposible por estas mismas razones. Moscú y Polonia unidos servirán inevitablemente y, por decirlo así, con una necesidad infalible, de vasto punto de apoyo al patriotismo de Estado de los polacos para la conquista de las provincias bálticas y de Ukrania.

Basta libertar el reino de Polonia y se ha dicho todo. Varsovia se unirá de inmediato con Vilna, con Grodno, con Minsk, quizá con Kief, sin hablar de Podolia y de Volinia.

¿Cómo hacer, pues? Los polacos son un pueblo de tal modo agitado que no se les puede dejar el menor rincón libre; las conspiraciones se desarrollarían de inmediato y las relaciones secretas se establecerían pronto con todas las provincias perdidas con el fin de restaurar el Estado polaco.

En 1841, por ejemplo, no quedaba más que una sola ciudad libre, la de Cracovia; y bien, Cracovia se hizo el centro de la empresa revolucionaria para toda Polonia.

¿No está claro que tal imperio no puede continuar existiendo más que a condición de sofocar a Polonia por el sistema Muravief? Decimos imperio y no decimos pueblo ruso, porque este último, estamos profundamente convencidos de ello, no tiene nada de común con el imperio; sus intereses y sus aspiraciones instintivas son absolutamente opuestas a los intereses y a las aspiraciones calculadas del imperio.

Tan pronto como el imperio caiga, los pueblos de la Gran Prusia, de la Pequeña Rusia, de la Rusia Blanca y los demás establecerán sus libertades, los planes ambiciosos de los patriotas de Estado polacos no tendrán para ellos nada de temibles; no pueden ser peligrosos más que para el imperio.

Es por eso que ningún emperador ruso, si está en posesión de sus cinco sentidos y si la necesidad de hierro no lo obliga, no aceptará jamás la liberación de la menor parte de Polonia. Pero entonces, no emancipando a los polacos ¿puede llamar a los eslavos a la insurrección?

Las razones que le impiden levantar la bandera de la insurrección paneslavista, existen también hoy, con esta diferencia, que entonces esa vía prometía muchas más ventajas que hoy. Se habría podido, antes, contar con la rebelión de los magyares, de Italia, que se encontraban bajo el yugo odiado de Austria. Actualmente Italia habría quedado probablemente neutral, porque el Austria le daría, seguramente, sin muchas dificultades y para desembarazarse de ella, los pocos restos de tierra italiana que posee aún en sus dominios. En cuanto a los magyares se puede decir con seguridad que con toda la pasión que les sería inculcada por su propia actitud dominadora con respecto a los eslavos, habrían tomado el partido de los alemanes contra Rusia.

Por tanto, en caso de guerra paneslavista que promovería el emperador ruso contra Alemania, no tendría que contar más que con la cooperación más o menos activa de los eslavos solos, y más aún: de los eslavos austríacos únicamente, porque si se le metiera en la cabeza levantar los eslavos de Turquía, provocaría contra ella un nuevo enemigo, Inglaterra, esa protectora envidiosa de la existencia independiente del imperio otomano. Pero no se cuenta en Austria más que 17 millones de eslavos, deducción hecha de los 5 millones de habitantes de Galitzia, donde los rusos más o menos simpatizantes habrían sido paralizados por los polacos hostiles, no quedan más que 12 millones sobre cuya insurrección habría quizá podido contar el emperador ruso, excepción hecha, se entiende, de todos los que son reclutados en el ejército austríaco y que, según los hábitos de todo ejército, combatirían contra el que se les indicase por la voz de mando.

Agreguemos que esos 12 millones no están concentrados siquiera en uno o varios puntos, sino que están diseminados en toda la extensión del imperio austríaco; hablan diferentes dialectos y están mezclados ya a los alemanes, ya a los magyares, ya a los rumanos, ya, en fin, a la población alemana. Es mucho para mantener alerta al gobierno austríaco y a los alemanes en general, pero demasiado poco para dar a los ejércitos rusos un apoyo serio contra las fuerzas unidas de la Alemania prusiana y de Austria.

¡Ay! El gobierno ruso sabe muy bien todo eso y lo comprendió siempre; por esa razón no ha tenido ni tendrá jamás la intención de llevar a cabo una guerra paneslavista contra Austria que se transformaría inevitablemente en una guerra contra toda Alemania. Pero si nuestro gobierno no ha tenido jamás tales intenciones, ¿por qué razón realiza por intermedio de sus agentes, una propaganda puramente paneslavista en Austria? Por una razón muy simple que acabamos de indicar, y principalmente porque es muy agradable para el gobierno ruso -y muy ventajoso- tener un número tan grande de partidarios apasionados y al mismo tiempo ciegos -por no decir estúpidos- diseminados en todas las provincias austríacas. Tal situación paraliza, embrida, molesta al gobierno austríaco y refuerza la influencia de Rusia no sólo en Austria sino en toda Alemania. La Rusia imperial excita a los eslavos austríacos contra los magyares y los alemanes, sabiendo muy bien que al fin de cuentas traicionará a esos mismos magyares y alemanes. Juego abyecto, pero al mismo tiempo completamente estatista.

Por consiguiente, el imperio panruso encontrará pocos aliados y poco apoyo serio en occidente en caso de una guerra paneslavista contra los alemanes. Examinemos ahora con quién debería entrar en lucha. Primeramente con todos los alemanes, prusianos y austriacos, luego con los magyares y en último lugar con los polacos.

Dejando aparte a los polacos y los magyares, veamos si la Rusia imperial es capaz de llevar a cabo una guerra contra las fuerzas unidas de toda la Alemania, prusiana y austriaca, aunque solo fuera contra la Alemania prusiana. Decimos guerra ofensiva, porque está entendido que es Rusia la que la emprenderá en vista de la pretendida liberación -pero en verdad de la conquista- de los eslavos austriacos.

Es seguro, en primer lugar, que ninguna guerra ofensiva podría llegar a ser, en Rusia, una guerra nacional. Es una regla casi general: los pueblos toman raramente una parte activa en las guerras emprendidas y conducidas por sus gobiernos más allá de las fronteras de su patria. Tales guerras np tienen generalmente un carácter político exclusivo, sino un interés religioso o revolucionario también. Tales fueron para los alemanes, para los holandeses, para los ingleses y aun para los suecos las guerras del siglo XVI entre partidarios de la Reforma y católicos. Tales fueron también para Francia las guerras revolucionarias de fin de siglo XVIII. Por lo que se refiere a la historia contemporánea no conocemos más que dos ejemplos excepcionales en que las masas del pueblo expresaron sus reales simpatías hacia guerras políticas emprendidas por sus gobiernos en vista del ensanchamiento de las fronteras de sus Estados o de otros intereses exclusivamente estatistas.

El primer ejemplo fue dado por el pueblo francés bajo Napoleón I. Ese ejemplo no es, sin embargo, muy concluyente, porque las tropas imperiales eran la prolongación directa -se habría podido decir el resultado natural- de las tropas revolucionarias, de modo que el pueblo francés continuó considerándolas aun después de la caída de Napoleón I, como una manifestación del mismo interés revolucionario.

El segundo ejemplo es mucho más concluyente; es el ejemplo de la embriaguez apasionada a que, podría decirse, se entregó todo el pueblo alemán en la gran guerra inepta emprendida por el Estado proso-germánico nuevamente reconstituido contra el segundo imperio francés. En esa época histórica, apenas transcurrida, el pueblo alemán entero, todos los estratos de la sociedad alemana, con excepción quizás de un pequeño puñado de obreros, fueron inspirados por el interés político sólo en favor de la fundación y del ensanchamiento de las fronteras del Estado pangermanista.

Hoy mismo ese interés predomina sobre todos los demás en el cerebro y en el corazón de todos los alemanes sin distinción de clase: es lo que constituye actualmente la fuerza específica de Alemania.

Para quien conoce un poco, se entiende, a Rusia es claro que ninguna guerra ofensiva emprendida por nuestro gobierno se convertirá en nacional en Rusia. Primeramente porque nuestro pueblo no sólo es extraño a todo interés de Estado, sino que le es aun instintivamente opuesto. El Estado es su prisión: ¿qué necesidad tendría, pues, de fortificar su prisión? Además no existe ningún lazo entre el gobierno y el pueblo, ninguna alianza viva que pudiera unirlos, aunque sólo fuera por un minuto, por cualquier causa que fuera; no existe siquiera ni la capacidad ni la posibilidad de una comprensión recíproca; lo que es blanco para el gobierno es negro para el pueblo y, viceversa, lo que parece muy blanco al pueblo, lo que es su vida, su bienestar, es la muerte para el gobierno.

Se preguntará uno con Puchkin:

La palabra del zar de los rusos ¿es impotente? Sí, impotente, cuando pide del pueblo lo que es hostil al pueblo. Que trate de lanzar este grito al pueblo: atad y matad a los propietarios, los funcionarios y los comerciantes, tomad todo lo que ellos poseen y repartidlo entre vosotros; un instante bastaría para que el pueblo ruso se levantase como un solo hombre y para que no quedara al día siguiente ningún rasgo de mercaderes, de funcionarios y de propietarios en toda la extensión de la tierra rusa. Pero en tanto que ordene al pueblo pagar impuestos y dar soldados al Estado y trabajar en provecho de los propietarios y de los comerciantes, el pueblo obedecerá de mala voluntad, bajo el yugo de la maza, como hoy, y no obedecerá cuando la ocasión se presente. ¿Dónde encontrar, pues, la influencia mágica y milagrosa de la palabra imperial?

¿Y qué habría podido decir el zar que hiciera apasionar su corazón o caldear su imaginación? El emperador Nicolás, al declarar en 1823 la guerra a la Sublime Puerta otomana bajo el pretexto de las injurias sufridas por nuestros correligionarios griegos y eslavos en Turquía, había tratado, por su manifiesto, leído al pueblo en las iglesias, de conmover en él el fanatismo religioso. El ensayo sufrió un completo fracaso. Si existe entre nosotros un espíritu religioso terrible y tenaz, no es más que entre los raskolniks (disidentes) que, menos que cualquier otro, reconocen el Estado y también al emperador. En cuanto a la iglesia ortodoxa oficial, no reina en ella más que un ceremonial monótono y rutinario al lado de una indiferencia profunda.

Al comienzo de la campaña de Crimea, cuando Inglaterra y Francia declararon la guerra, Nicolás trató de nuevo de estimular el fanatismo religioso del pueblo, con el mismo fracaso. Recordemos lo que se decía en el pueblo durante esa guerra: ¡El francés pide que nos dé la libertad!. Había ejércitos del pueblo. Pero todo el mundo sabe cómo se les formó: con mucha frecuencia por decreto imperial y por orden de las autoridades. Era el mismo reclutamiento, sólo que bajo otra forma, y realizado a la ligera. En muchos distritos se prometió a los campesinos darles la libertad una vez terminada la guerra.

¡He ahí, pues, el interés del Estado de nuestros campesinos! Entre los comerciantes y los nobles el patriotismo se expresaba de la manera más extraordinaria: mediante discursos desprovistos de inteligencia, por declaraciones sonoras de abnegación a la patria, y sobre todo por banquetes y excesos. Pero cuando llegó el tiempo para unos de dar dinero y para los otros de ir en persona a la guerra, a la cabeza de sus campesinos, hubo muy pocos voluntarios.

Cada cual trataba de reemplazarse por algún otro. El llamado a las armas ha producido mucho ruido, pero no ha dado ningún resultado. Sin embargo, la guerra de Crimea no era siquiera una guerra ofensiva, era bien defensiva; habría podido y debido transformarse en nacional; ¿por qué no ha llegado a ser tal? Porque nuestras clases superiores están podridas, son abyectas, viles, porque el pueblo es enemigo natural del Estado.

¿Y es ese pueblo el que se espera levantar en nombre de la causa eslava? Existen entre nuestros eslavófilos hombres honestos que creen sinceramente que el pueblo ruso arde de impaciencia por volar en ayuda de los hermanos eslavos de quienes ni siquiera conoce la existencia. Se asombraría él mismo si se le dijera que es un pueblo eslavo.

El señor Dukhinsky, con sus partidarios polacos y franceses, niega ciertamente que la sangre eslava corra por las venas del pueblo de la Gran Rusia, pecando así contra la verdad histórica y etnográfica. Pero el señor Dukhinsky, conociendo tan poco nuestro pueblo, ignora probablemente que ese pueblo se cuida muy poco de su origen eslavo. Tiene otra cosa de qué ocuparse, abrumado, hambriento y aplastado bajo el yugo del imperio llamado eslavo, pero, en verdad, tártaroalemán.

No tenemos derecho a engañar a los eslavos. Los que les hablan de un interés cualquiera del pueblo ruso en la cuestión eslava, o bien se engañan, cruelmente ellos mismos, o bien mienten descaradamente, y mienten, no es preciso decirio, con fines inmorales. Y si nosotros, socialistas revolucionarios rusos, llamamos al proletariado eslavo y a la juventud a obrar por una causa común, no les proponemos de ningún modo nuestro origen más o menos eslavo como terreno común para el trabajo. Nosotros no reconocemos más que un solo terreno: el de la revolución social al margen de la cual no vemos salvación, ni para sus pueblos ni para el nuestro; creemos que es sobre ese terreno únicamente, a consecuencia de muchos rasgos idénticos en el carácter, en el destino histórico, en las inspiraciones pasadas y actuales de todos los pueblos eslavos, y también a consecuencia de su actitud idéntica ante las tendencias estatistas de la raza alemana, como pueden unirse fraternalmente, no para crear un Estado común, sino para destruir todos los Estados; no para constituir entre ellos un mundo cerrado, sino para entrar juntos en la arena mundial comenzando, necesariamente, por una alianza estrecha con los pueblos de raza latina que, lo mismo que los eslavos, están amenazados hoy por la política de conquista de los alemanes.

Y aun esa alianza contra los alemanes no durará más que hasta que éstos, reconociendo por su propia experiencia la miseria incalculable que ofrece al pueblo la existencia del Estado, aun el llamado popular, se desembaracen de su yugo y renuncien para siempre a su pasión desgraciada hacia el predominio estatista. Es entonces, y sólo entonces, cuando las tres razas principales que pueblan Europa, la raza latina, eslava y germánica se organizarán en una alianza libre, como hermanas.

Pero, hasta entonces la alianza de los pueblos eslavos con los pueblos latinos contra las invasiones de que son igualmente amenazados por parte de los alemanes será una triste necesidad.

¡Extraño destino el de la raza alemana! Suscitando contra ella la aprensión general y el odio de todos, une a los pueblos. Es así como ha unido a los eslavos, porque no hay ninguna duda que el odio a los alemanes, arraigado profundamente en el corazón de todos los pueblos eslavos, ha contribuido más al éxito de la propaganda paneslavista que todos los sermones y todas las intrigas de los agentes de Moscú y de San Petersburgo. Y ahora ese odio atraerá probablemente al pueblo eslavo a la alianza con el pueblo latino.

Es en ese sentido que el pueblo ruso es un pueblo eslavo.

No quiere a los alemanes, pero no hay que embaucarse: su enemistad ante los alemanes no se extiende hasta emprender por su propio impulso la guerra contra ellos. No se hará sentir más que cuando los alemanes mismos vayan a Rusia y tengan el propósito de jugar a los amos. Pero se desilusionará pronto el que cuente con una participación cualquiera de nuestro pueblo en una ofensiva contra Alemania.

Se deduce, pues, que si nuestro gobierno tiene alguna vez la intención de emprender una campaña cualquiera, deberá realizarla sin ninguna ayuda del pueblo, con sus propios medios estatistas, financieros y militares. ¿Pero esos medios son suficientes para entrar en guerra contra Alemania? Más que eso, ¿bastarán para llevar con éxito una guerra ofensiva contra ella?

Es dar pruebas de un patriotismo extremadamente ignorante y de un chauvinismo ciego el no reconocer que todos nuestros medios militares, con nuestro famoso ejército supuestamente innumerable, son nulos en comparación con los medios y el ejército que posee Alemania hoy.

El soldado ruso es valeroso, es verdad; pero los soldados alemanes no son cobardes tampoco; lo han demostrado en tres campañas sucesivas. Además, en una guerra ofensiva que Rusia podría emprender, los ejércitos alemanes tendrán que batirse en su territorio, en su país, apoyados por la rebelión patriótica y esta vez verdaderamente unánime de todas las clases y de toda la población de Alemania, apoyados también por su propio fanatismo patriótico; mientras que los guerreros rusos lucharán sin voluntad, sin pasión, no obedeciendo más que a las órdenes.

En cuanto a la comparación entre oficiales rusos y oficiales alemanes, la ventaja está, desde el punto de vista humanitario, de parte de nuestros oficiales, no porque sean los nuestros, sino porque la estricta equidad lo exige. A pesar de todos los esfuerzos de nuestro ministro de la guerra, el señor Miliutin, la gran masa de nuestros oficiales ha permanecido tal como ha sido siempre -grosera, ignorante y, casi desde todos los puntos de vista, absolutamente inconsecuente. El ejercicio, los excesos, las cartas, la embriaguez, los pequeños negocios cuando hay con quién hacerlos, y principalmente en las altas esferas, comenzando por el comandante de compañía, de escuadrón o de batería, el robo regular y casi legítimo: todo eso constituye hasta aquí la indulgencia cotidiana de la vida de nuestros oficiales en Rusia. Es un mundo extraordinariamente vacío y salvaje aunque hable en francés; pero en ese mundo, en medio del desorden y del caos grosero y estúpido de que está lleno, se puede encontrar el corazón humano, la capacidad de amar instintivamente y de emprender todo lo que es humano; en condiciones favorables y bajo una influencia saludable, la capacidad de volverse amigo consciente del pueblo.

En la casta de oficiales alemanes no hay nada exceptuado el uniforme, el reglamento militar y una arrogancia específica de los oficiales, compuesta de dos elementos: de una obediencia servil ante todo lo que es jerárquicamente superior y de una actitud insolente y desdeñosa ante todo el que, según ellos, les es inferior, del pueblo primero y después de todo el que no lleva uniforme militar, con excepción de los funcionarios civiles más elevados y nobles.

Ante su soberano, archiduque, rey y ahora emperador de toda la Alemania, el oficial alemán es un esclavo por convicción, por pasión. Al menor signo de su mano está dispuesto, siempre y en todas partes, a realizar las maldades más terribles, a quemar, a destruir y a degollar decenas, centenares de ciudades y de aldeas, no sólo extrañas, sino también propias.

Alimenta con respecto al pueblo no sólo el desprecio, sino también el odio, porque, haciéndole demasiado honor, lo considera siempre en estado de rebelión o dispuesto a rebelarse. Por lo demás no es el único en suponerlo; actualmente todas las clases privilegiadas -y el oficial alemán, y en general todo oficial de un ejército regular, puede ser considerado como el perro de guardia privilegiado de la clase privilegiada-, el mundo explotador entero en Alemania y fuera de Alemania, consideran al pueblo con espanto y con desconfianza lo que, desgraciadamente, no se justifica siempre, pero al menos demuestra en realidad que la fuerza consciente que demolirá este mundo comienza ya a despuntar en el seno de las masas populares.

Así, pues, lo mismo que el bravo perro de guardia, el pelo del oficial alemán se eriza al solo recuerdo de las multitudes del pueblo. Sus ideas sobre los deberes y derechos del pueblo son de las más patriarcales. Según él, el pueblo debe trabajar de modo que los amos se vistan y se acomoden, obedecer sin discutir, pagar a las autoridades los impuestos de Estado y las contribuciones comunales, y a su vez hacer el servicio militar, lustrar sus botas, tener las bridas de su cabalgadura y, cuando él dé la orden y agite su sable, hacer fuego, degollar y sablear al primero que se presente, y, cuando se le ordene, ir a la muerte por el Kaiser und Vaterland. Después de la expiración del término del servicio militar activo, si está herido o estropeado, vivir de limosnas, y si volvió sano y salvo inscribirse en las reservas y quedar en ellas hasta la muerte, obedeciendo siempre a las autoridades, inclinándose ante los jefes, dispuesto a morir a la primera orden.

Toda manifestación del pueblo que contradiga ese ideal es capaz de impulsar al oficial alemán a la rabia. No es difícil figurarse en qué grado odia a los revolucionarios; y bajo ese nombre subentiende a todos los demócratas y aun a los liberales; en una palabra, a cualquiera que se atreva, en un grado o bajo una forma cualquiera, a hacer, a querer o a pensar lo contrario a la voluntad y al pensamiento augusto de Su Majestad Imperial el soberano de toda Alemania.

Se puede uno figurar con qué odio especial gratificó a los revolucionarios socialistas, incluso a los demócratas socialistas de su país. El solo recuerdo lo pone rabioso y no considera decente hablar de otro modo de ellos que con la espuma en los labios; ¡ay de aquel de entre ellos que caiga en sus manos!; y es preciso decir que, desgraciadamente, muchos demócratas socialistas han pasado últimamente en Alemania por las manos de los oficiales alemanes. No teniendo derecho a triturarIos, a desmenuzarIos o a fusilarIos en el acto, no atreviéndose a dejar libre curso a sus manos, se esfuerza por descargar sobre ellos toda su bilis rabiosa y vulgar, de abrumarIos a insultos, por medio de la palabra, del gesto, de la maquinación. Pero si se le hubiera permitido, si el comando hubiese ordenado, ¡con qué celo furioso y sobre todo con qué orgullo de oficiales habrían asumido la misión del verdugo!

Considerad bien ese bruto civilizado, ese verdugo por vocación, ese lacayo por convicción. Si es joven encontraréis en vuestro asombro, en lugar de un espantajo, un rubio adolescente, con una tez lisa y rosa, un comienzo de bigote, modesto, silencioso y aun tímido, altivo -la arrogancia se adivina- y necesariamente sentimental. Conoce de memoria a Schiller y a Goethe, y toda la literatura humanista del gran siglo pasado ha circulado por su cerebro sin dejar el menor pensamiento humano en su alma.

Los alemanes y sobre todo los funcionarios y oficiales alemanes tuvieron que resolver un problema que se habría creído insoluble: unir la educación al barbarismo, la erudición a la servilidad. Eso les hace socialmente horribles y al mismo tiempo excesivamente ridículos; con respecto a las masas del pueblo son malhechores sistemáticos y despiadados; pero, al contrario, se convierten en hombres preciosos por lo que respecta al Estado.

Los ciudadanos alemanes lo saben y soportan patrióticamente toda especie de insultos de su parte, porque reconocen en ellos su propia naturaleza y sobre todo porque consideran a esos perros imperiales privilegiados que les muerden a menudo como el baluarte más sólido del Estado pangermánico.

No se podría figurar uno nada más deseable para un ejército regular que el oficial alemán. Un hombre que reune en él la erudición y la grosería, la grosería y la bravura, un estricto espíritu de ejecución y la capacidad de iniciativa, la regularidad con la brutalidad y la brutalidad con una honestidad original, una cierta exaltación -unilateral y negativa, es verdad-, con una rara obediencia a la voluntad de los jefes; un hombre que es capaz siempre de degollar o desmenuzar en pequeños trozos decenas, centenas y millares de seres humanos al menor signo de los jefes, silencioso, modesto, dócil, lleno de calma, siempre en continencia militar ante sus superiores, y altivo, desdeñoso y frío, y si es preciso también cruel hacia el soldado; un hombre cuya vida está contenida en estas dos palabras: obedecer y ordenar; un hombre tal es inapreciable para el ejército y para el Estado.

En cuanto al adiestramiento de los soldados -uno de loa fines principales en la organización de un buen ejército llega en el ejército alemán a una perfección sistemática, profundamente reflexiva y prácticamente ensayada y realizada. El principio fundamental colocado en la base de toda disciplina consiste en el aforismo siguiente que hemos oído repetir aun recientemente por numerosos oficiales prusianos, sajones, bávaros y otros de origen alemán que, desde la época de las campañas francesas, se pasean en masa por Suiza para estudiar, sin duda, las localidades y para hacer planos que pudieran servir para más tarde. He aquí el aforismo: Para adueñarse del alma del soldado es preciso ante todo adueñarse de su cuerpo.

¿Cómo hacer para adueñarse de su cuerpo? Por medio del ejercicio incesante. No creáis que los oficiales alemanes desprecian la marcha; lejos de ello, ven en ella uno de los medios para desentumecer los miembros y para adueñarse del cuerpo del soldado, después de lo cual viene el manejo de las armas, la limpieza de los uniformes; es preciso que el soldado esté ocupado de la mañana a la noche y que no cese de sentir sobre él y sobre cada uno de sus pasos la mirada severa y friamente magnetizante de sus jefes. En invierno, cuando tiene más tiempo a su disposición, los soldados son enviados a la escuela donde se les enseña a escribir, a leer, a contar, pero donde se les fuerza sobre todo a repetir de memoria el código militar penetrado de adoración hacia el emperador y de desprecio para el pueblo: presentar las armas al emperador y tirar sobre el pueblo; tal es la quintaesencia del adiestramiento moral y político del soldado.

El soldado que queda tres, cuatro o cinco años en tal lugar no puede salir de él más que deforme. El resultado es el mismo para los oficiales, aunque bajo una forma diferente. Se quiere hacer de los soldados un bastón inconsciente; en cuanto al oficial debe transformarse en un bastón consciente, un bastón por convicción, por pensamientos, por interés, por pasión. Su mundo es la sociedad de los oficiales, ni un paso fuera de ese mundo, y toda la colectividad graduada, penetrada del espíritu descrito más arriba, vigila a cada uno. ¡Ay del desgraciado que, llevado por la inexperiencia o por un sentimiento humano cualquiera, se permita asociarse a otra sociedad! Si esa sociedad es, desde el punto de vista político, insignificante, se burlarán simplemente de él. Pero si tiene una línea política que no está de acuerdo con la línea general de los oficiales, digamos liberal democrática -no hablo ya de social revolucionaria- entonces el desgraciado está perdido. Cada camarada se convertirá en su denunciante.

El comando superior prefiere, en general, que los oficiales gasten todo su tiempo entre sí y trata de dejarles, como ocurre con los soldados, el menos tiempo libre posible. El adiestramiento de los soldados y la vigilancia incesante de éstos ocupa ya las tres cuartas partes de la jornada; el resto debe ser consagrado a su perfeccionamiento en las ciencias militares. Un oficial, antes de ganar el grado de mayor debe sufrir varios exámenes; además se le encomiendan trabajos urgentes sobre diferentes cuestiones y es por el resultado de esos trabajos como se juzga de sus probabilidades de promoción.

Como vemos, el mundo militar en Alemania, por lo demás lo mismo que en Francia, constituye un mundo absolutamente concentrado en sí mismo y este estado de cosas es una garantía segura de que será un enemigo del pueblo.

Pero el mundo militar alemán tiene una enorme ventaja en relación al mismo mundo francés o, en general, europeo: los oficiales alemanes sobrepasan a todos los oficiales del mundo por la profundidad y la amplitud de sus conocimientos, por los conocimientos teóricos y prácticos de la ciencia militar, por la abnegación ardiente a toda prueba y completamente pedante en la profesión militar, por la regularidad, la puntualidad, la maestría, la paciencia obstinada y también una honestidad relativa.

Es gracias a esas cualidades de organización que el ejército alemán existe en realidad y no sólo sobre el papel como era el caso bajo Napoleón III en Francia, como es siempre el caso entre nosotros. Además, siempre gracias a esas ventajas alemanas, el control administrativo, civil y sobre todo militar es organizado de modo que sea imposible un engaño duradero. Entre nosotros, al contrario, de arriba a abajo y de abajo a arriba una mano lava la otra y en consecuencia se vuelve imposible llegar a la verdad.

Profundizad todo eso y preguntáos: ¿es posible que el ejército ruso pueda esperar un éxito de una guerra ofensiva contra Alemania? Responderéis que Rusia puede poner en pie a un millón de soldados. Concedido, pero no habrá quizás un millón de tropas bien organizadas y bien armadas; sin embargo, supongamos que haya un millón; la mitad deberá ser dejada diseminada sobre la enorme extensión del imperio para conservar el orden en el seno del pueblo feliz que podría bien rabiar de gordo. ¿Qué ejército será preciso para Ukrania, Lituania y Polonia sólo? Será mucho si podéis arrojar sobre Alemania un ejército de medio millón.

Rusia no ha dispuesto nunca de tal ejército.

Pero Alemania os encontrará con un ejército de un millón, ejército que, por su organización, su adiestramiento, sus conocimientos, su espíritu y su armamento es el primero del mundo. Y tras él estará acampado el enorme ejército del pueblo alemán entero que, tal vez, no se habría sublevado contra los franceses si no hubiera sido Francisco de Prusia, en lugar de Napoleón III, el vencedor en la última guerra, pero que, repitámoslo otra vez, se sublevará como un solo hombre contra la invasión rusa.

Diréis que en caso de necesidad Rusia, es decir, el imperio panruso, podrá poner en pie de guerra otro millón de hombres; ciertamente sí, pero sólo en el papel. No tiene más que firmar un úkase de un nuevo reclutamiento por tantos y tantos miles. Tendréis con eso vuestro millón. Pero, ¿cómo reunirlo? ¿Quién va a recogerlo? ¿Vuestros generales de la reserva, ayudas de campo generales, ayudas de campo del emperador, vuestros jefes de batallones de reserva y de guarnición, todos en el papel? ¿Vuestros gobernadores, funcionarios? ¡Dios mío, pero cuántas decenas, incluso centenas de millares de hombres harán morir de hambre antes de reunirlos! ¿Y dónde encontraréis en fin un número suficiente de oficiales para organizar ese nuevo ejército de un millón, y con qué lo armaréis? ¿Con bastones? No tenéis bastante dinero para armar como es preciso un solo millón y amenazáis ya con armar un segundo millón. Ni un solo banquero os prestará dinero, y aunque lo diese, son necesarios años enteros para armar un millón.

Comparemos vuestra pobreza y vuestra impotencia con la riqueza alemana y con la fuerza alemana. Alemania, en donde tres mil millones han sido gastados para pagar los diversos gastos, para remunerar a los príncipes, los hombres de Estado, los generales, los coroneles, los oficiales -no a los soldados, se entiende- y también para los traslados en el interior del país y en el extranjero. Quedan dos mil millones que son empleados exclusivamente en el armamento de Alemania, en la creación de nuevas o en la fortificación de las viejas e innumerables fortalezas, en la fabricación de nuevos cañones, fusiles, etc. Sí, toda Alemania se ha transformado hoy en un arsenal terrible y erizado por todas partes. Y vosotros, armados tan medianamente, ¿esperáis derrotarla?

En el primer paso, en cuanto mostréis las narices en territorio alemán, seréis despiadadamente derrotados y vuestro ejército ofensivo se transformará de inmediato en un ejército defensivo; las tropas alemanas pasarán la frontera del imperio panruso.

Pero entonces, al menos, ¿suscitarán contra sí mismos la insurrección general del pueblo ruso? Sí, los alemanes pondrán el pie en tierra rusa y se dirigirán, por ejemplo, directamente a Moscú; pero no cometerán esa torpeza y tomarán la ruta del norte, hacia Petrogrado, pasando por las provincias bálticas; hallarán bastantes amigos, no sólo en la burguesía, entre los pastores protetantes y los judíos, sino también entre los barones descontentos y en sus hijos, los estudiantes, y por ellos entre numerosos generales, oficiales, funcionarios superiores y subalternos de las provincias bálticas que abundan en Petersburgo y se han diseminado por toda Rusia. Más que eso, sublevarán contra el imperio ruso la Polonia y la pequeña Rusia.

Es verdad que entre todos los enemigos opresores de Polonia desde el primer día de su reparto, Prusia se ha demostrado el enemigo más importuno, el más sistemático y por tanto el más peligroso; Rusia obró bárbaramente, como una fuerza salvaje; degolló, ahorcó, torturó, desterró millares a Siberia, pero no pudo, a pesar de todo, rusificar la parte de Polonia que le tocó y no pudo hacerlo hasta aquí, no obstante las ordenanzas de Muravief; Austria, por su parte, no ha podido tampoco germanizar la Galitzia, y no lo intentó siquiera. La prensa, como el verdadero representante del espíritu alemán y de la gran causa alemana, de la germanización violenta y artificial de las tierras alemanas, procedió inmediatamente a la germanización, costara lo que costara, del distrito de Dantzig y del ducado de Posnania, sin hablar de la provincia de Konigsberg que había poseído ya hacía algún tiempo.

Serían muy largos de enumerar los medios que empleó para conseguir su fin; uno de ellos -la colonización extendida por los campesinos alemanes de las tierras polacas- ocupó un puesto importante. La emancipación completa de los campesinos en 1807 con el derecho de rescate de la tierra, con toda especie de facilidades para realizar ese rescate, ha contribuido también mucho a hacer popular al gobierno prusiano aun a los ojos de los campesinos polacos.

Después fueron fundadas las escuelas rurales, y la lengua alemana fue introducida. Gracias a medidas semejantes sucedió que ya en 1843 más de un tercio del ducado de Posnania estaba completamente germanizado. Lo mismo en las grandes ciudades. Desde el comienzo de la historia polaca, se habló la lengua alemana gracias a la cantidad de burgueses y artesanos alemanes y sobre todo de judíos a quienes se concedió allí una amplia hospitalidad. Se sabe que desde los tiempos más lejanos la mayor parte de las ciudades de esa región de Polonia eran administradas por el llamado derecho magdeburgués.

Es así como Prusia alcanza su objetivo en períodos pacíficos. Y cuando el patriotismo polaco promovió o trató de promover un movimiento popular, no se detuvo en ninguna medida decisiva y bárbara. Hemos tenido ya ocasión de notar que cuando se trataba de reprimir rebeliones polacas no sólo en sus propios confines sino también en el reino de Polonia, Prusia no cesó de probar su lealtad inalterable y su más ardiente fomento de los intereses del gobierno ruso.

Los gendarmes prusianos, perdón, los oficiales generosos de Prusia de toda arma, de la guardia y del ejército, se encarnizaban con una pasión extraordinaria sobre los polacos que buscaban abrigo en los dominios prusianos, los cercaban con una alegría maliciosa y los entregaban a los gendarmes rusos expresando a menudo la esperanza de que serían ahorcados en Rusia. Bajo este aspecto Muravief, el ahorcador, se conquistó los elogios del príncipe Bismarck. Prusia repetía siempre los mismos excesos, pero los hacía avergonzadamente, a escondidas, y descalificaba, cuando tecla ocasión, sus propios actos. El príncipe de Bismarck fue el primero que echó abajo la máscara. No sólo confesó con cinismo altamente, sino que se vanaglorió en el Parlamento prusiano y ante la diplomacia europea, de que el gobierno prusiano empleaba toda su influencia sobre el gobierno ruso para persuadirle a estrangular a Polonia, sin detenerse en ningún medio sanguinario, y que Prusia habría estado siempre dispuesta a prestar la ayuda más activa a Rusia.

No hace mucho, en fin, el príncipe de Bismarck expresó en el Parlamento la decisión irrevocable del gobierno de desarraigar lo que quedaba aún de nacionalidad polaca en las provincias polacas que disfrutan actualmente de la administración pruso-germánica.

Desgraciadamente, como lo hemos notado ya, los polacos de Posnania, lo mismo que los polacos de Galitzia, ligaron más estrechamente que nunca su causa nacional a la cuestión de la hegemonía del poder espiritual del Papa. Los jesuitas, los ultramontanos, las órdenes monásticas y los obispos se hicieron sus abogados. Los polacos no tendrán mucho que regocijarse de tal alianza y de tal amistad, como no se han regocijado en el siglo XVII. Pero eso no es asunto nuestro, sino suyo, de los polacos.

Hemos recordado todo esto para mostrar sólo que los polacos no tienen enemigo más peligroso y más terrible que el príncipe de Bismarck. Se diría que el objetivo de su vida era hacer tabla rasa de todos los polacos. Y, sin embargo, eso no le impedirá apelar a los polacos para la rebelión contra Rusia cuando los intereses de Alemania lo exijan.

Y a pesar del odio que los polacos alientan contra él y Prusia, por no hablar de toda Alemania, odio que los polacos no quisieron confesárselo, aunque en el fondo de su carazón vive, lo mismo que en el de los otros pueblos eslavos, el mismo odio histórico contra los alemanes; a pesar del hecho que no olvidarán jamás las injurias sangrientas que han debido soportar de parte de los alemanes prusianos, los polacos se sublevarán, sin embargo, al llamado de Bismarck.

En Alemania, así como en Prusia, existe desde hace tiempo un partido político numeroso y serio; existen más bien tres: el partido progresista liberal, el partido democrático puro y el partido socialdemócrata, que constituyen, entre los tres, la mayoría absoluta en los Parlamentos alemán y prusiano, y aun más decisiva en la sociedad; esos partidos, previendo y en parte deseando, y aun provocando, la guerra de Alemania contra Rusia, comprendieron que la rebelión y el restablecimiento de Polonia en ciertos límites serían una condición indispensable de esa guerra.

No es preciso decir que ni el príncipe de Bismarck ni ninguno de esos partidos habrían consentido nunca en vender a Polonia todas las provincias que Prusia le había quitado.

Sin hablar de Konigsberg, no le habrían jamás devuelto ni el menor trozo de la Prusia occidental. Aun en el ducado de Posnania, conservarán para ellos una parte considerable bajo el pretexto que está completamente germanizada y no dejarán a los polacos más que muy poco de toda la parte de Polonia que ha caído en manos de Prusia. Al contrario, les darán toda la Galitzia, con Lemberó y Cracovia, visto que toda esa parte pertenece a Austria, y les darán con más celeridad aún las tierras en el fondo de Rusia que no tendrán fuerza para acaparar y conservar. Al mismo tiempo propondrán a los polacos el dinero necesario bajo forma de empréstito polaco garantizado por Alemania, armas y el apoyo militar. ¿Quién puede dudar por un momento que no sólo los polacos consentirán, sino que se aferrarán con alegría a la proposición alemana? Su situación es desesperada en tal grado que habrían aceptado toda proposición, aunque fuera cien veces peor.

Todo un siglo ha transcurrido desde el reparto de Polonia y no pasó un año durante todo ese período que no haya visto manar sangre mártir de los patriotas polacos. Cien años de lucha ininterrumpida, de rebeliones desesperadas.

¿Existe otro pueblo que pueda vanagloriarse de tal bravura?

¿Qué no intentaron los pocalos? Conspiraciones de los nobles, complots burgueses, bandas armadas, rebeliones populares, todos los engaños diplomáticos, en fin, la ayuda misma de la iglesia. Lo han ensayado todo y se han aferrado a todo, pero todo se ha quebrantado, todo ha traícionado. ¿Cómo se rehusarán cuando Alemania misma, su enemigo más peligroso, les proponga su ayuda en ciertas condiciones?

Se encontrarán eslavófilos, sin duda, que les acusarán de traición. ¿Traición de qué? ¿De la alianza eslava, de la causa eslava? Pero ¿dónde se ha manifestado esa alianza, en qué consiste esa causa? ¿No se ha manifestado quizás en el viaje de los señores Palatzky y Rieger a Moscú, a la Exposición Paneslavista y para arrodillarse ante el zar? ¿De qué modo y cuándo, por qué obra han expresado los eslavos, en tanto que eslavos, su simpatia fraternal hacia los polacos?

¿Sera por esos mismos señores Palatzky y Rieger y todo su numeroso cortejo eslavo del oeste y del sur que se abrazaron en Varsovia con los generales rusos que apenas habían tenido tiempo de lavarse de la sangre polaca y que bebieron a la gloria de la fraternidad eslava y a la salud del zar-verdugo?

Los polacos son mártires y héroes; tienen un pasado de gloria; mientras que los eslavos son niños y toda su importancia está en el porvenir. El mundo eslavo, la cuestión eslava, eso no es un hecho, es una esperanza, y una esperanza que no podría realizarse más que por medio de la revolución social; y hacia esa revolución no se mostró hasta aquí más que un débil deseo de parte de los polacos, no hablando ciertamente más que de los patriotas, pertenecientes sobre todo a la clase intelectual y, generalmente, a la nobleza.

Qué puede haber, pues, de común entre el mundo eslavo aún inexistente y el mundo patriótico polaco más o menos acabado? Y en efecto, a excepción de un puñado de individuos que tratan de crear una cuestión eslava en el espíritu polaco y en la tierra polaca, los polacos en general no se ocupan de ningún modo en esas cuestiones; se entienden mejor con los magyares y se sienten más próximos a ellos; tienen ciertos puntos de semejanza con ellos y muchos recuerdos históricos en común; lo que les separa sobre todo y de un modo categórico de los eslavos occidentales y meridionales, es la simpatía de esos pueblos hacia Rusia, es decir, hacia aquel de los enemigos que odian menos que a los demás.




Notas

(1) Sabemos eso por Mazzini mismo a quien por esa época los agentes oficiosos rusos en Londres pidieron una entrevista y le hicieron proposiciones ...

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