Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IV

Se puede figurar uno el confort y la libertad de un pueblo en tal Estado, y sin embargo, no hay que olvidar que el principado serbio es un Estado constitucional, donde todas las leyes son pasadas por la Skuptschina, elegida por el pueblo.

Otros serbios se mecen en el pensamiento que esa situación, en el fondo de carácter transitorio, representa un mal inevitable en la hora actual, pero que deberá cambiar tan pronto como el pequeño principado, ampliando sus fronteras y apropiándose de todas las tierras serbias -otros hablan incluso de todas las tierras yugoeslavas-, restablezca en todo su esplendor el reino de Dusham. Entonces, dicen, el pueblo disfrutará de la libertad completa y de la prosperidad más amplia.

Y bien, sí. Hay todavía serbios que creen ingenuamente aún en todo ese brillo.

Imaginan que cuando ese Estado amplie sus funciones y cuando el número de sus súbditos se haya doblado, triplicado, decuplicado, se volverá nacional y que sus instituciones, todas las condiciones de su existencia, sus actos gubernamentales serán menos opuestos a los intereses del pueblo y a todos los instintos populares. ¿Sobre qué se basa tal esperanza o tal hipótesis? ¿En la teoría? Pero desde el punto de vista teórico aparece claro, al contrario, que cuanto más vasto sea el Estado, más complejo es su organismo y más lejos está del pueblo; por esa razón sus intereses se vuelven más y más adversos a los intereses de las masas del pueblo y su Estado pesa cada vez más sobre ellos como un yugo opresor; todo control sobre él por parte del pueblo se hace cada vez más imposible; la administración del Estado se aleja cada vez más de la administración por el pueblo.

¿O bien sus esperanzas se basan en la experiencia práctica de los otros países? Basta volver los ojos hacia Rusia, hacia Austria, hacia Prusia ensanchada, hacia Francia, Inglaterra, Italia misma, los Estados Unidos de América, donde todos los asuntos son dirigidos por una clase exclusivamente burguesa compuesta de políticos o de negociantes en política, mientras que las masas trabajadoras viven en ellos tan miserable y tan penosamente como en los Estados monárquicos.

Algunos serbios de amplia educación se encontrarán quizás para presentar objecciones: que no se trata de ningún modo de las masas del pueblo que tienen y tendrán siempre por misión vestir, alimentar y en general sostener con su trabajo material y burdo la flor de la civilización de su país, que representa en realidad a ese país; sino que se trata de las clases intelectuales más o menos propietarias y privilegiadas.

Pero son justamente esas clases que se llaman intelectuales, nobleza, burguesía, las que se encontraron en el pasado a la cabeza de la civilización joven y progresiva en toda Europa y hoy se han vuelto torpes y vulgares gracias a su gordura y a su poltronería; y si representa aún algo, son las facultades más perniciosas y más viles de la naturaleza humana. Vemos que esas clases, en un país tan civilizado como Francia, son incapaces incluso de proteger la independencia de su patria contra los alemanes. Hemos visto y lo vemos en nuestros días que en Alemania misma, esas clases no son capaces más que del papel de lacayos fieles.

Notemos en fin que en la Serbia turca esas clases no existen siquiera: no existe allí más que la clase burocrática. Así, pues, el Estado serbio oprimirá al pueblo serbio con el único objeto de dar a los funcionarios serbios la posibilidad de vivir cómodamente.

Otros, que odian profundamente la organización presente del principado serbio, la sufren sin embargo y la consideran como medio, como instrumento necesario para la emancipación de los eslavos que se encuentran aún bajo el yugo turco o austriaco. En un momento dado, dicen, el principado podría ser base y punto de partida de una insurrección de todos los eslavos. Es uno de esos extravíos funestos que habría que destruir absolutamente por el bien mismo de los eslavos.

Son seducidos por el ejemplo del reino piamontés que, se dice, ha libertado y unido a toda Italia. Italia se ha libertado ella misma por una serie de innumerables sacrificios heroicos que no cesó de realizar durante cincuenta años. Debe su independencia política sobre todo a los esfuerzos incesantes e irresistibles durante cincuenta años de su gran ciudadano Giuseppe Mazzini, que pudo resucitar, por decirlo así, y luego educar a la juventud italiana en la causa peligrosa pero gloriosa de la conspiración patriótica. Sí, es gracias a los veinticinco años de trabajo de Mazzini cómo en 1848, cuando el pueblo en rebelión llamó en toda Europa de nuevo a la fiesta de la revolución, se encontró en todas las ciudades de Italia, desde el extremo sur al extremo norte, un puñado de jóvenes animosos que anarbolaron la bandera de la rebelión. Toda la burguesía italiana les siguió. Y en el reino de Lombardía y de Veneto, subyugado entonces por la dominación austríaca, el pueblo se levantó de común acuerdo. Y fue el pueblo mismo, sin ninguna ayuda militar, el que expulsó de Milán y de Venecia los regimientos austriacos.

¿Qué hizo entonces el Piamonte real? ¿Qué hizo el rey Carlo Alberto, padre de Víctor Manuel, aquel mismo que, cuando era aún príncipe heredero (1821) entregó a los verdugos austriacos y piamonteses a sus camaradas en la conspiración en favor de la liberación de Italia? El prímer acto del rey piamontés en 1848 fue paralizar la revolución en toda Italia por toda especie de promesas, de maquinaciones y de intrigas. Quería convertirse en amo de Italia, pero odiaba la revolución tanto como la temía. Ha paralizado inmediatamente la revolución, la fuerza y el movimiento popular de Italia, después de lo cual no fue difícil a las tropas austriacas dar cuenta de sus tropas.

Su hijo Víctor Manuel es denominado el libertador y el unificador de las provincias italianas. Es una calumnia abominable contra él. Si hay que llamar a alguno liberador de Italia, es más bien a Luis Napoleón, emperador de los franceses, a quien hay que dar ese nombre. Pero Italia se ha libertado ella misma, y lo que es más, se ha agrupado ella misma, sin saberlo Víctor Manuel y contra la voluntad de Napoleón III.

Cuando en 1860 Garíbaldi emprendió su famosa expedidon a Sicilia y en el momento en que acababa de abandonar Génova, el conde Cavour, ministro de Víctor Manuel, previno al gobierno italiano del ataque de que era amenazado.

Pero cuando Garibaldi libertó Sicilia y todo el reino napolitano, Víctor Manuel aceptó naturalmente lo uno y lo otro sin excesivo agradecimiento.

¿Y qué ha hecho durante sus treinta años de administración de esa desdichada Italia? La arruinó; la desvalijó simplemente y ahora, odiado por todos a causa de su despotismo, la obliga casi a añorar a los Borbones proscritos.

Es así como reyes y Estados libertan a sus hermanos de raza: y sería más que útil para los serbios sobre todo el estudio en todos sus detalles verídicos de la historia moderna de Italia.

Uno de los medios empleados por el gobierno serbio para tranquilizar la fiebre patriótica de su juventud consiste en prometer periódicamente una declaración de guerra contra Turquía para la primavera próxima, algunas veces para el otoño, al finalizar los trabajos de los campos; y la juventud creyendo en esas promesas; se agita y se prepara cada verano y cada invierno, mientras que un obstáculo imprevisto, una nota cualquiera de una de las potencias protectoras viene siempre a colocarse a través de las promesas de declarar la guerra, se vuelve a postergar por seis meses o un año y es así como toda la vida de los patriotas serbios se pasa en esperas fatigosas y vanas que no deben ser realizadas nunca.

El principado serbio no sólo no está en situación de libertar las razas yugoeslavas, serbias y no serbias, sino al contrario, gracias a sus maquinaciones e intrigas no hace más que dividirlas y debilitarlas. Los búlgaros, por ejemplo, están dispuestos a reconocer a los serbios como hermanos, pero no quieren saber nada del régimen serbio de Dusham; lo mismo los croatas, los montenegrinos y los serbios bosnianos.

Para todos esos países no hay más que una sola salvación y una sola vía de unificación -la revolución social-, pero nunca una guerra estatista que no podría llevar más que a este resultado: la sumisión de todos esos países sea a Rusia, sea a Austria, sea, al menos o más bien al comienzo, a su reparto entre ambas.

La Bohemia checa no ha tenido aún tiempo, gracias a Dios, de restablecer en todo su esplendor y gloria antiguas del cetro y de la corona de Wenceslao; el gobierno central de Viena trató a Bohemia como se trata una simple provincia; no disfrutó siquiera de los privilegios que obtuvo Galitzia, y sin embargo existen en Bohemia tantos partidos políticos como en un Estado eslavo cualquiera. Sí, ese maldito espíritu alemán de politiquerismo y de estatismo se ha infiltrado de tal modo en la educación de la juventud checa que esta última está seriamente amenazada de perder al fin de cuentas la capacidad de comprender a su propio pueblo.

El pueblo campesino checo representa uno de los tipos eslavos por excelencia. La sangre husita corre por sus venas, la sangre ardiente de los taboritas; la memoria de Ziska está siempre viva; y lo que -según nuestras experiencias y nuestros recuerdos de 1848- forma una de las cualidades más dignas de envidia de la juventud estudiante checa, es su actitud verdaderamente fraternal y de próximo parentesco hacia ese pueblo. El proletariado checo de las ciudades no cede ni en energía ni en abnegación ardiente al campesino; lo ha probado en 1848.

El proletariado de las ciudades y los campesinos aman siempre a la juventud estudiante y creen en ella. Pero los jóvenes patriotas checos no deben contar mucho con esa fe. Esta tendrá que debilitarse inevitablemente y acabar por desaparecer si no desarrollasen en ellos bastante justicia, un sentimiento vasto de igualdad, de libertad y un verdadero amor al pueblo, necesarios para marchar con él.

Por lo que se refiere al pueblo checo -y bajo la palabra pueblo comprendemos siempre y sobre todo el proletariado, por tanto el proletariado eslavo de Bohemia-, aspira de una manera natural e infalible al mismo fin a que se dirige el proletariado de todos los países, hacia la emancipación económica, hacia la revolución social.

Ese pueblo habría sido excepcionalmente maltratado por la naturaleza y puesto en el índice por la historia, o bien, hablando francamente, habría sido excesivamente estúpido e inanimado si hubiera quedado extraño a esa aspiración, convertida en el único problema vital mundial de nuestro tiempo. La juventud tcheca no querrá pagar con tal cumplimiento a su pueblo. Y tenemos aun la prueba incontestable del interés vivo que el proletariado eslavo de occidente siente por el problema social. En todas las ciudades austriacas en donde la población eslava está mezclada a los alemanes, los obreros eslavos toman una parte muy enérgica en todas las manifestaciones generales del proletariado. Pero en esas ciudades no existen casi otras organizaciones obreras que las que se adhirieron al programa de los demócratas socialistas de Alemania de manera que, prácticamente, los obreros eslavos, impulsados por su instinto social-revolucionario, se adhieren al partido cuyo objetivo directo y altamente reconocido es la instauración del Estado pangermánico, es decir, de una inmensa prisión alemana.

Es triste constatar este hecho que, por lo demás, es tan natural. Los obreros eslavos tendrán que elegir entre uno de los dos: o bien, impulsados por el ejemplo de los obreros alemanes -sus hermanos por situación social, por el destino común, por el hambre, por la miseria y por toda suerte de persecuciones-, entrar en el partido que les promete un Estado -alemán, es verdad- pero en todo caso completamente nacional, con todos los privilegios económicos posibles en detrimento de los capitalistas y de los propietarios y en provecho del proletariado; o bien, impulsados por la propaganda patriótica de sus jefes célebres y venerados y por su juventud impetuosa pero aún poco reflexiva, entrar en el partido en cuyas filas y en cuyo frente encontrarán a sus explotadores de todos los días, los opresores, los burgueses, los fabricantes, los comerciantes, los especuladores de la Bolsa, los sacerdotes-jesuítas y los propietarios feudales de enormes dominios obtenidos por herencia o adquiridos honestamente. Ese partido, con una lógica mucho más franca que el primero, les promete un prisión nacional, es decir un Estado eslavo, la restauración en todo su esplendor antiguo de la corona de Wenceslao, como si ese esplendor hiciera menos pesada la suerte de los obreros checos.

Si verdaderamente los obreros eslavos no tuvieran otra elección que esos dos medios, les habríamos aconsejado que eligieran el último. Allí, al menos, se les engaña, comparten el destino común con sus hermanos de trabajo, de tradición, de vida cotidiana, sean alemanes o no, eso es igual; mientras que aquí se les obliga a considerar como hermanos a sus verdugos directos, a sus explotadores, y se les obliga a imponerse ellos mismos pesadas cadenas en nombre de la liberación general de los eslavos. Allí se les engaña, aquí se les vende.

Pero existe un tercer medio -directo y salvador- la educación y la organización profesional de las asociaciones obreras de las fábricas y de los campos sobre la base del programa de la Internacional, ciertamente no del programa que, bajo el nombre de la Internacional es predicado por un partido casi exclusivamente patriótico y político de los demócratas socialistas de Alemania, sino del que es adoptado hoy por todas las federaciones libres de la Asociación Internacional de los Trabajadores, principalmente por los obreros italianos, españoles, jurasianos, franceses, belgas, ingleses y, en parte, americanos, y que, en suma, sólo los alemanes no reconocen.

Estamos convencidos de que ese medio es el único, para los tchecos como para todos los demás pueblos eslavos que aspiran a su completa liberación de todo yugo, alemán o cualquier otro; aparte de ese medio no hay más que engaño; para los jefes deshonestos y ambiciosos de los partidos, honores y provecho pecuniario; para las masas obreras, la esclavitud.

La cuestión planteada ante la juventud intelectual tcheca y en general ante toda juventud eslava, es muy clara:

¿Quiere explotar a su pueblo, enriquecerse con su trabajo y satisfacer, a sus espaldas, una ambición degradante? Entonces se une a los viejos partidos eslavófilos, con los Palatzky, los Rieger, los Brauner y compañía. Apresurémonos a añadir, sin embargo, que entre los jóvenes discípulos de esos jefes se encuentran también muchos ciegos, engañados que no buscan nada para sí mismos, sino que sirven, en manos de pícaros, de cebo para el pueblo. Una tarea poco envidiable, después de todo.

Por lo que se refiere a los que verdadera y sinceramente quieren la emancipación de las masas del pueblo, esos irán con nosotros por la vía de la revolución social, porque no existe otra vía que pueda llevar a la conquista de la libertad del pueblo.

Hasta aquí sin embargo predomina en todos los países eslavos del occidente la vieja política, el estatismo más estrecho; era simplemente la comedia alemana la que se representaba traducida en lengua checa; y no solamente una comedia, sino dos: una tcheca, la otra polaca. ¿Quién no conoce la historia lamentable de las alianzas y de las rupturas consecutivas entre los hombres de Estado de Bohemia y de Galitzia y la serie de representaciones grotescas dadas por los diputados checos y galitzianos, sea juntos, sea aisladamente, en el Reichsrat austriaco? La base de todo eso era, y es, una intriga feudal jesuíta. ¿Y es con esos medios tan mezquinos y viles que esos señores esperan libertar a sus conciudadanos? Singulares hombres de Estado, y su vecino el príncipe de Bismarck ¿no debe divertirse en grande al ver ese juego de Estado?

Una vez, sin embargo, después de la derrota sufrida en Viena por ellos a consecuencia de una de las traiciones innumerables de sus aliados galitzianos, el triunvirato estatista tcheco, Palatzky, Rieger y Brauner, se decidió a una manifestación audaz. En ocasión de la Exposición Etnográfica eslava, abierta expresamente con ese fin en Moscú en 1867, fueron ellos mismos a ella, arrastraron consigo a un gran número de eslavos del occidente y del sur para ofrendar sus homenajes al zar blanco, al verdugo del pueblo eslavo y polaco. Fueron recibidos en Varsovia por los generales rusos, por los funcionarios rusos y por la damas de la aristocracia; y en esa capital polaca, rodeados del silencio sepulcral de toda la población polaca, esos eslavos amigos de la libertad abrazaron a esos rusos fratricidas, bebieron con ellos y gritaron hurras a la fraternidad eslava.

Todo el mundo sabe qué discursos se pronunciaron más tarde en Moscú y en Petersburgo. ¡En una palabra, no hubo adoración más desvergonzada de un poder salvaje y despiadado y una traición más criminal a la nación eslava, a la verdad y a la libertad que la practicada por esos liberales, demócratas y amigos venerables del pueblo! Y esos señores regresaron tranquilamente con todo su cortejo a Praga, y no se encontró allí nadie para decirles que habían cometido, no sólo una bajeza, sino una torpeza.

Sí, una torpeza, absolutamente inútil, porque no les ha servido para nada y no ha restablecido su reputación en Viena. La cosa está bien clara ahora; no pudieron restaurar la corona de Wenceslao con su antigua independencia y llegaron a ésto: la nueva reforma parlamentaria les quitó esa última plataforma política en donde jugaban su juego de Estado.

Después de su derrota en Italia, el gobierno austriaco, forzado a soltar, por decirlo así, las riendas del reino de Hungría, se ocupó largo tiempo del modo de resolver la cuestión de su Estado cisleitano.

Sus propios instintos y las reclamaciones liberales y demócratas alemanas le inclinaban hacia la centralización; pero los eslavos, y sobre todo Bohemia y Galitzia, apoyándose en el partido feudal-clerical, reclamaron a grandes gritos el sistema federativo. Esta indecisión continuó hasta el año presente. El gobierno se decidió por fin, con gran horror de los eslavos y con la alegría no menos grande de los liberales y demócratas alemanes, a restablecer en todos los dominios que componen el Estado cisleitano el antiguo régimen burocrático alemán.

Pero es preciso notar que el imperio austriaco no se ha vuelto más fuerte por eso. Perdió completamente su valor central. Todos los judíos y alemanes del imperio buscan en lo sucesivo su centro en Berlín. Al mismo tiempo una parte de los eslavos se vuelve hacia Rusia; otros, guiados por un instinto mucho más justo, buscan su salvación en la creación de una federación nacional. Nadie espera ya nada de Viena. ¿No está claro que el imperio austriaco, en suma, acabó y que si conserva aún la semejanza de una existencia, no es más que gracias a la paciencia prudente de Rusia y de Prusia que contemporizan y no quieren aún el reparto, pues cada una de ellas espera secretamente que en una ocasión propicia podrá apropiarse la parte del león?

Es indudable, por consiguiente, que Austria no está en estado de luchar contra el nuevo imperio pruso-germánico.

Veamos si Rusia es capaz de hacerlo.

¿No es verdad, amigo lector, que Rusia ha hecho progresos inauditos desde todos los puntos de vista desde el advenimiento al trono del emperador reinante aún, Alejandro II?

Y en efecto, si queremos medir los progresos hechos por Rusia durante los últimos veinte años, no tenemos más que comparar la distancia que separa, desde todos los puntos de vista, esos tiempos, por ejemplo en 1856, de Europa con la distancia que los separa hoy: el progreso que es preciso constatar es sorprendente. Rusia, es verdad, no se ha levantado mucho, pero al contrario, la Europa occidental -oficial y oficiosa, burocrática y burguesa- se ha rebajado bastante, de modo que la distancia se ha disminuido considerablemente. ¿Cuál es el francés o alemán que se atreve, por ejemplo, a hablar del barbarismo y del salvajismo ruso después de los horrores perpetrados por los alemanes en Francia en 1870? ¿Cuál es el francés que se permite hablar de la villanía y de la venalidad de los funcionarios y de los estadistas rusos después de todo el lodo que subió a la superficie y que faltó poco para ahogar el mundo burocrático y político francés? Y bien, no. Al considerar a los franceses y a los alemanes, los cretinos, canallas, ladrones y verdugos rusos no tienen ninguna razón para ruborizarse. Desde el punto de vista moral se ha instaurado en toda la Europa oficial y oficiosa un espíritu de bestialidad o al menos que se parece de muy cerca a la bestialidad.

La cosa es diferente desde el punto de vista de la potencia política, aunque también aquí, al menos en comparación con el Estado francés, nuestros patriotas rojos pueden estar orgullosos, porque desde el punto de vista político Rusia es indudablemente más independiente que Francia y superior a ella. Bismarck corteja a Rusia y tras Bismarck está la Francia vencida, que también se vuelve asidua. Toda la cuestión se resuelve en esto: ¿qué relación existe entre la potencia del imperio panruso y la potencia del imperio pangermánico, predominantes ciertamente, al menos en el continente europeo?

Los rusos, hasta el último de nosotros, sabemos lo que es, desde el punto de vista de su vida interior, ese gentil imperio panruso. Para un pequeño número, para algunos millares de individuos tal vez, a la cabeza de los cuales se encuentra el emperador con toda su familia augusta y con toda la servidumbre ilustre, ese imperio es una fuente inagotable de todas las riquezas, exceptuadas las de la inteligencia y de la ética humanas; para un círculo más grande -aunque aún minoría restingida-, compuesto de varias decenas de millares de individuos, de militares superiores y de funcionarios civiles y eclesiásticos, de ricos propietarios, de comerciantes, de capitalistas y de parásitos, es un protector generoso, benevolente e indulgente con el robo legal y bastante lucrativo; para la gran masa de los pequeños empleados -siempre insignificante en comparación con la gran masa del pueblo-, una nodriza avara; y para los millones innumerables del pueblo trabajador, es una madrasta siniestra, un opresor despiadado y un tirano homicida.

Tal era el imperio antes de la reforma agraria, tal ha permanecido, tal permanecerá. No es de ningún modo difícil para los rusos el tener la prueba. ¿Hay un ruso adulto que no lo sepa? La sociedad intelectual rusa se subdivide en tres categorías: en la de los que, sabiéndolo, hallan demasiado ventajoso admitir esa verdad indudable para ellos lo mismo que para todos; en la de los que no la admiten por miedo; y, en fin, en la de los que, desprovistos de toda otra audacia, se atreven, al menos, a formular esa. Existe aún una cuarta categoría, desgraciadamente demasiado poco numerosa y compuesta de hombres que están dedicados abnegadamente a la causa del pueblo y que no se contentan sólo con formularla.

Existe, sin embargo, una quinta categoría, que comprende un número bastante grande de individuos, pero que no ve nada y no comprende nada. Pero no vale la pena dirigirse a ellos.

Todo ruso que piense más o menos y que sea honesto debe comprender que nuestro imperio no puede cambiar su actitud hacia el pueblo. Se ha condenado, por su existencia misma, a ser su destructor, su opresor. El pueblo le odia por instinto, mientras que ese imperio le oprime inevitablemente, porque es sobre la miseria del pueblo sobre la que han construido su existencia y su fuerza. Para que pudiese garantizar el orden en el interior del país, para que mantuviese la unidad por la violencia y para conservar intacta la fuerza en el exterior del país -aunque sea sólo para su defensa, y no para fines de conquista-, ese imperio debe poseer un ejército enorme; con ese ejército le hace falta la policía, y necesita una burocracia innumerable, un clero oficial. En una palabra, un mundo oficial inmenso cuyo mantenimiento -sin hablar de sus talentos para el robo- oprime inevitablemente al pueblo.

Es preciso ser imbécil, ignorante o loco para imaginarse que una Constitución cualquiera, aun la más liberal y la más democrática, puede mejorar las relaciones del Estado con respecto al pueblo; empeorar la situación, hacerla aún más grávida y ruinosa sería quizás difícil; ¡pero mejorarla es símplemente ridículo! En tanto que el imperio exista, consumirá al pueblo. Una Constitución saludable para el pueblo no es posible más que con una sola condición: la destrucción del imperio.

Así, pues, no hablemos de su situación interior, pues estamos convencidos de que no puede ser peor; veamos, sin embargo, si alcanza verdaderamente el fin exterior que da un sentido político -y ciertamente no humano- a su existencia. Al precio de sacrificios enormes e innumerables, involuntarios, es verdad, pero tanto más crueles, ¿ha podido crear al menos una fuerza armada capaz de batirse, por ejemplo, con la fuerza armada del nuevo imperio germánico?

Es en eso en lo que consiste, actualmente, la única cuestión politica rusa; por lo que se refiere a la cuestión interior no tenemos más que una sola, la de la revolución social.

Pero detengámonos ahora en el problema exterior y preguntémonos si Rusia es capaz de batirse contra Alemania.

Las cortesías mutuas, los juramentos, los abrazos y las lágrimas que se gastan actualmente entre ambas cortes imperiales -entre el tío de Berlín y el sobrino de Petersburgo--, no tienen ningún valor. Se sabe que en política todo eso tiene muy poco valor. La cuestión planteada por nosotros es promovida con una urgencia inminente por la nueva situación de Alemania, convertida repentinamente en un Estado enorme y omnipotente. La historia entera demuestra -y la lógica más racional lo confirma- que dos Estados de fuerzas iguales no pueden existir colindantes, que es contrario a su esencia, la cual halla invariable y necesariamente su expresión en la dominación; pero toda dominación niega la igualdad de fuerzas. Una de las fuerzas es obligada inevitablemente a dimitir y a rendirse ante la otra.

Es ahora una necesidad fundamental para Alemania. Después de una larga degradación política se ha convertido, en el continente de Europa, en un Estado omnipotente. ¿Puede sufrir que a su lado, ante sus barbas por decirlo así, subsista una potencia enteramente independiente de ella, a quien no ha vencido aún y que se atreve a igualarse a ellas? ¡Y qué potencia! ¡Una potencia rusa, es decir, la más odiosa!

Hay pocos rusos que no sepan en qué grado odian a Rusia los alemanes, todos los alemanes y sobre todo los burgueses alemanes, y bajo su influencia, ¡ay!, el pueblo alemán mismo. Odian y han odiado siempre a los franceses, pero ese odio no es nada en comparación con el que alimentan contra Rusia. Ese odio forma una de las más fuertes pasiones nacionales alemanas.

¿De qué modo se ha creado esa pasión nacional? Su origen fue bastante honorable. Fue la protesta incomparablemente más humana, después de todo, aunque alemana, de la civilización contra nuestra barbarie tártara. Luego, principalmente en 1820-30, esa pasión adquirió el carácter de una protesta de un liberalismo político más definido contra el despotismo político. Se sabe que en ese período los alemanes se consideraban seriamente liberales y tenian fe en su liberalismo. Odiaban a Rusia, como representante del despotismo que era. Es verdad que si hubiesen podido y querido ser justos, habrían debido, al menos, compartir igualmente ese odio entre Rusia, Prusia y Austria. Pero eso habría sido contrario a su patriotismo; es por eso que lanzaron toda la responsabilidad de la política de la Santa Alianza sobre Rusia.

Al principio de la década 1830-40, la revolución polaca ha suscitado la simpatía más viva de toda Alemania y su represión brutal reforzó la indignación de los liberales alemanes contra Rusia. Todo eso era muy natural y legítimo, bien que también aquí la justicia habría exigido que una cierta parte de esa indignación cayese sobre Prusia, que ayudó indudablemente a Rusia en su empresa repulsiva de la represión de los polacos; le ayudó, no por generosidad, sino porque su propio interés se lo dictaba, pues la emancipación del reino de Polonia y de Lituania habría tenido como consecuencia inevitable la sublevación de toda la Polonia prusiana, matando de ese modo en embrión la potencia creciente de la monarquía prusiana.

Pero surgió una nueva razón en la segunda mitad de la década 1830-40 en favor del odio de los alemanes contra Rusia, razón que dio a ese odio un carácter completamente nuevo, no ya liberal, sino político-nacional; la cuestión eslava estaba en el tapiz y bien pronto se constituyó, entre los eslavos austriacos y turcos, todo un partido que comenzó a esperar la ayuda de Rusia. Ya en 1820-30, una sociedad secreta de demócratas -principalmente la sección meridional de esa sociedad-, dirigida por Pestel, Muravief-Apóstol y Bestuyeff-Riumin, ha tenido la primera idea de una federación libre peneslavista. El emperador Nicolás se enamoró de esa idea, pero la comprendió a su modo. La Federación libre paneslavista se transformó en su pensamiento en un Estado paneslavista único y autocrático y, no es preciso decirlo, bajo su cetro de hierro.

A comienzos de la década 1830-40 y de 1840-50 fueron enviados agentes rusos de Petersburgo y de Moscú a todos los territorios eslavos, los unos oficialmente, los otros voluntarios y gratuitos. Estos últimos pertenecían a la sociedad, muy lejos de ser secreta, de los eslavófilos de Moscú. Se emprendió una propaganda paneslavista entre los eslavos del oeste y del sur. Gran número de folletos aparecieron. Esos folletos fueron escritos en parte y en parte traducidos en alemán y sembraron bastante seriamente el espanto en las filas de los pangermanistas. Se dio el grito de alarma entre los alemanes.

La idea que Bohemia, es antiguo país imperial que se encuentra en el corazón mismo de Alemania, pudiera separarse y convertirse en un país eslavo independiente o bien aún -¡Dios nos guarde!- en una provincia rusa, destruyó su apetito y su sueño, y desde entonces las maldiciones cayeron sobre Rusia; desde entonces -y hasta nuestros días- se levantó contra Rusia el odio de los alemanes. Ha asumido en la actualidad dimensiones enormes. Los rusos, por su parte, no preservan tampoco a los alemanes; ¿es posible, pues, que con la existencia de relaciones mutuas tan conmovedoras, esos dos imperios vecinos -panruso y pangermánico- puedan vivir largo tiempo en paz?

Y, sin embargo, hubo hasta aquí -y las hay suficientes en la hora actual- razones que deberían interesar a ambos en el deseo de paz. La primera de esas razones, es Polonia.

Hay que nombrar tres Estados ladrones que se repartieron entre sí a Polonia del modo más rapaz: el Estado austríaco, el Estado prusiano y el Estado panruso. Pero en el momento mismo del reparto y, más tarde, cada vez que la cuestión polaca se planteó de nuevo, el Estado menos interesado fue Austria. Se sabe que desde el comienzo la corte austríaca protestó incluso contra el reparto, y no es sino tras la solicitud apremiante de Federico II y Catalina II cómo la emperatriz María Teresa acabó por aceptar la parte que le fue concedida. Hasta vertió en esa ocasión algunas lágrimas ficticias que después se hicieron históricas, pero aceptó, no obstante, el bocado. ¿Cómo podía dejar de aceptarlo? Era una testa coronada para conquistar. Las leyes no son hechas para los reyes y sus apetitos no tienen fronteras. Federico II anota en sus memorias que el gobierno austríaco, habiéndose decidido a participar en el banditismo aliado cometido contra Polonia, desnichó un río desconocido y se apresuró a ocupar por sus tropas un trozo mucho mayor del que se le había acordado por el tratado.

Es notable, sin embargo, que Austria lloró y rogó al desvalijar, mientras que Rusia y Prusia realizaban sus pequeños negocios de bandidos burlándose y riendo. Se sabe que Catalina II y Federico II mantenían al mismo tiempo una correspondencia excesivamente espiritual y de las más filantrópicas con los filósofos franceses. Pero más notable aún fue que más tarde y hasta nuestros días, siempre que la degradada Polonia hizo una tentativa desesperada para emanciparse y restaurarse, las cortes de Prusia y de Rusia temblaron con una cólera loca y se apresuraron secreta o abiertamente a unir todos los esfuerzos para sofocar la insurrección, mientras que Austria, considerándose cómplice involuntario y arrastrada contra su voluntad, no sólo no sintió ninguna emoción ni se adhirió a sus medidas de represión, sino que, al contrario, en cada nueva insurrección polaca hizo como si quisiera apoyarla y, en un cierto grado, prestó ciertamente su ayuda. Tal fue el caso en 1831 y más aún en 1862, cuando Bismarck asumió abiertamente la misión de gendarme ruso; Austria, al contrario, permitió a los polacos -secretamente, está de más decirlo-, transportar armas a Polonia.

¿Cómo explicar esa diferencia de actitudes? ¿Por la nobleza, el humanitarismo y el espíritu de justicia de Austria?

¡No! La explicación hay que encontrada en su propio interés simplemente. No en vano lloró María Teresa. Sentía que al atentar con los demás a la existencia política de Polonia, cavaba la tumba del imperio austríaco. ¿Qué habría podido serle más provechoso que la vecindad, en la frontera del noroeste, de ese Estado noble, poco inteligente, es verdad, pero fuertemente conservador y de ningún modo conquistador? No sólo ese Estado la habría libertado de una vecindad desagradable con Rusia, sino que la separaba también de Prusia y le serviría de protección inapreciable contra esas dos potencias conquistadoras.

Era preciso poseer toda la estupidez rutinaria y sobre todo la venalidad de los ministros de María Teresa, la arrogante estrechez de espíritu y la testarudez ferozmente reaccionaria del viejo Metternich (que también, como se sabe, estaba a sueldo de las cortes de San Petersburgo y de Berlín), era preciso estar condenado por la historia a la derrota para no comprenderlo.

El imperio panruso y el reino de Prusia habían comprendido muy bien sus ventajas recíprocas. El reparto de Polonia daba al primero la importancia de una gran potencia europea; el segundo se inició en la ruta en que alcanzó un predominio indiscutible. Y, sin embargo, lanzando un trozo sangriento de la Polonia desgarrada al imperio austríaco, voraz por naturaleza, prepararon ese mismo imperio para la inmolación, condenándolo a convertirse en víctima próxima de su apetito igualmente insaciable. En tanto que no hayan satisfecho esos apetitos, en tanto que no hayan repartido entre sí los dominios austríacos permanecerán y estarán forzados a ser aliados y amigos, aun odiándose recíprocamente. Nada de asombroso tiene la previsión que el reparto mismo del Austria los hará echarse uno al cuello del otro; pero hasta entonces nada en el mundo podrá separarlos.

No tienen ningún interés en desgarrarse recíprocamente.

El nuevo imperio pruso-germánico no tiene actualmente ni en Europa ni en ninguna otra parte del mundo ningún aliado, excepto Rusia, con los Estados Unidos de América, quizá, al lado de Rusia. Todos le temen y todos le odian, todos se contentarían con su caída, porque los oprime a todos. Y sin embargo debe realizar aún muchas conquistas para poder llevar a cabo íntegramente el pan y la idea del imperio pangermánico. Deberá quitar a los franceses, no ya una parte, sino toda Lorena; deberá conquistar Bélgica, Holanda, Suiza, Dinamarca y toda la península escandinava; deberá también apoderarse de nuestras provincias bálticas, de tal manera como para poder ser el único dueño del mar Báltico. En una palabra, a excepción del reino húngaro, a quien dejará a los magyares, y de Galitzia, que cederá, junto con la Bucovina austríaca, a Rusia, deberá aspirar inevitablemente, obedeciendo a la fuerza misma de las cosas, a la conquista de toda Austria hasta Trieste inclusive, sin exceptuar, no es preciso decirlo, Bohemia, que el gabinete petersburgués no tendrá ninguna pretensión de poner en tela de juicio.

Estamos convencidos y lo sabemos definitivamente, que han sido ya entabladas negociaciones más o menQs secretas desde hace tiempo con respecto al reparto más o menos lejano del imperio austríaco, entre las cortes petersburguesa y alemana; claro está, en esas ocasiones, como sucede siempre con las relaciones amistosas entre grandes potencias, se esfuerzan por engañarse mutuamente.

Por grande que sea la potencia del imperio pruso-germánico, es claro que no es bastante fuerte en sí mismo para realizar todas esas grandes empresas contra la voluntad de toda Europa. Es por eso que la alianza con Rusia constituye y constituirá aún largo tiempo una necesidad urgente.

Tal necesidad, ¿existe para Rusia?

Digamos de inmediato que nuestro imperio, más que ningún otro, es un Estado militar por excelencia, porque con el fin de crear en tanto que posible una fuerza inmensa, sacrificó desde el primer día de su existencia, y sacrifica hasta hoy, todo lo que constituye la vida y el progreso del pueblo.

Siendo un Estado militar, ese imperio no tiene más que un solo fin, una sola causa que justifica su existencia: conquistar. Aparte de ese objetivo, no es más que absurdo.

Así, pues, las conquistas por todas partes y a todo precio, he ahí la vida normal de nuestro imperio. La cuestión que se plantea entonces es la de saber de qué lado será dirigida esa fuerza ávida de conquistas.

Dos caminos se abren ante ella: uno el camino occidental, el otro el camino oriental. El camino occidental está francamente dirigido contra Alemania. Es la vía paneslavista y al mismo tiempo la de la alianza con Francia contra las fuerzas unidas de la Alemania prusiana y del imperio austríaco con la neutralidad probable de Inglaterra y de los Estados Unidos.

¿Por cuál de esos dos caminos querrá ir nuestro imperio beligerante? Se dice que el heredero, paneslavista apasionado, que odia a los alemanes y es amigo abnegado de los franceses, se declara por el primero de esos caminos; al contrario, el emperador reinante, amigo de los alemanes, sobrino amante de su tío, se manifiesta por el segundo camino. Pero no se trata aquí de las direcciones en que sus sentimientos desbordan; la cuestión es más bien ¿dónde podrá ir el imperio con una esperanza de éxito sin correr el riesgo de romperse?

¿Puede comprometerse en el primer camino? Es verdad que encontrará en ese camino la alianza de Francia, alianza que está lejos de presentar actualmente ventajas y la fuerza material y moral que prometía hace tres o cuatro años. La unidad nacional de Francia se derrumbó definitivamente.

En los límites de la llamada Francia indivisible existen actualmente tres o cuatro Francias diferentes positivamente hostiles entre sí: la Francia aristocrática y clerical, compuesta de nobles, de la rica burguesía y del clero; la Francia puramente burguesa, que abarca la burguesía pequeña y media; la Francia obrera, que comprende el proletariado de las ciudades y de las fábricas, y, por fin, la Francia campesina.

A excepción de estas dos últimas, que podrían entenderse y que, en el sur de Francia comienzan ya a aproximarse, toda posibilidad de unanimidad ha desaparecido entre esas clases sobre todos los puntos, incluso cuando se trata de la defensa de la patria.

Lo hemos podido ver últimamente. Los alemanes están aún en Francia, ocupan Belfort en espera del último millar de millones. Tres o cuatro semanas apenas quedaban hasta la evacuación completa del país. Pero no, la mayoría del Parlamento de Versalles, compuesta de legitimistas, de orleanistas y de bonapartistas, reaccionarios hasta la demencia, hasta la locura, no han querido tener un poco de pacIencia, han derrocado al señor Thiers, han puesto en su lugar al mariscal Mac Mahon, que promete, por la fuerza de las bayonetas, el restablecimiento del orden moral en Francia ...

La Francia estatista ha cesado de ser un país de vida, de inteligencia, de impulso generoso. Se diría que ha degenerado repentinamente y se ha vuelto el país por excelencia del lodo, de la bajeza, de la venalidad, de la brutalidad, de la traición, de la vulgaridad y de la imbecilidad estupefacta y sin límites. Y por encima de todo eso está la ignorancia cuyo fin no se alcanza a ver. Se confiesa al Papa, al clero, a la inquisición, a los jesuítas, a Nuestra Señora de la Salette y a San Lauro. No es por bromear que busca su regeneración en la iglesia católica y su misión en la defensa de los intereses católicos. Las procesiones religiosas han cubierto el país entero y ensordecen con sus letanías solemnes las protestas y las quejas del proletariado vencido. Diputados, ministros, prefectos, generales, profesores, jueces desfilan en esas procesiones con la velas en la mano, sin ruborizarse, sin ninguna fe en su corazón, pero únicamente porque la fe es necesaria al pueblo. Por lo demás, hay toda una multitud de nobles creyentes, ultramontanos y legitimistas, educados por los jesuítas, que piden en alta voz que Francia se consagre solemnemente a Cristo y a la madre inmaculada. Y mientras que la riqueza del pueblo o más bien el trabajo del pueblo, productor de todas las riquezas, es consagrado al saqueo de los tiburones de la Bolsa, a los especuladores, a los ricos propietarios y a los capitalistas; mientras que todos los hombres de Estado, los ministros, los diputados, los funcionarios de todo rango, civiles y militares, los abogados y, sobre todo, esos jesuítas devotos llenan sus bolsillos del modo más desvergonzado, toda la Francia se somete realmente a la dirección del clero. El clero se ha vuelto amo de toda la educación, de las universidades, de los liceos, de las escuelas comunales; los sacerdotes se han vuelto de nuevo confesores y guías espirituales del bravo ejército francés que pronto adquirirá toda la capacidad de combatir contra los enemigos del exterior, pero al contrario se convertirá en un enemigo, tanto más peligroso, para su propio pueblo.

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