Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

El Estado cisleytiano o germano-eslavo no está tampoco en mejor posición. Aquí un poco más de siete millones de alemanes, incluso los judios, pretenden administrar 11 millones y medio de eslavos.

Esa pretensión es ciertamente extraña. Se puede decir que desde los tiempos más antiguos el fin histórico de los alemanes era conquistar las tierras eslavas, destruir, oprimir y civilizar, es decir, germanizar o aburguesar los eslavos. Es así como se desenvolvió entre ambas naciones un profundo e histórico odio mutuo que resultó, para cada una de las partes, de la situación específica en que se encontró.

Los eslavos odian a los alemanes como todo pueblo vencido odia al vencedor, pero han permanecido irreconciliados y en el fondo de su alma insumisos. Los alemanes odian a los eslavos como los amos odian generalmente a sus esclavos: por su odio, que ellos, los alemanes, han merecido bien de parte de los eslavos; por ese miedo constante e involuntario que promueve en ellos el pensamiento y la esperdnza insatisfecha de los eslavos en su liberación.

Como todos los invasores de suelo extraño y los opresores de un pueblo extranjero, los alemanes odian y desprecian al mismo tiempo e injustamente a los eslavos. Hemos explicado por qué los odian; los desprecian porque los eslavos no han podido y no han querido germanizarse. Es notable en qué grado los alemanes prusianos reprochan amarga y seriamente a los alemanes austriacos y acusan al gobierno austriaco hasta la traición por no haber podido germanizar los eslavos. Tienen la convicción que es un crimen enorme contra los intereses patrióticos de todos los alemanes, contra el pangermanismo.

Los eslavos de Austria, amenazados o más bien perseguidos ya hoy por todas partes, insuficientemente aplastados por ese pangermanismo odioso, a excepción de los polacos, le han opuesto un absurdo aún más disgustante. un ideal no menos enemigo de la libertad y no menos destructor, el paneslavismo (1).

No afirmaremos que todos los eslavos de Austria, aun sin tener en cuenta los polacos, rinden homenaje a ese ideal tan monstruoso como peligroso para el cual, notémoslo al pasar, existe poca simpatía de parte de los eslavos turcos a pesar de todas las empresas de los agentes rusos que merodean incesantemente entre ellos. Pero es verdad, sin embargo, que la esperanza de una liberación y del salvador de Petrogrado está bastante ampliamente desarrollada entre los eslavos de Austria. El odio terrible y, agreguémoslo, justo, les ha llevado a tal grado de demencia que, olvidando o no sabiendo nada de todas las miserias sufridas por Lituania, Polonia, la Pequeña Rusia, incluso por el pueblo de la Gran Rusia bajo el despotismo moscovita y petersburgués, se han puesto a confiar que serán salvados por nuestro knut panruso del zar.

No hay que asombrarse que tales esperanzas absurdas hayan nacido en las filas de los eslavos. Ignoran la historia¡ no conocen tampoco la situación interior de Rusia¡ todo lo que han oído es que en despecho de los alemanes se había formado un enorme imperio, llamado eslavo puro, y poderoso en tal grado que los alemanes odiados tiemblan ante él. Los alemanes tiemblan, por consiguiente los eslavos deben regocijarse. Los alemanes odian, por consiguiente los eslavos deben amar.

Todo eso es natural. Pero es extraño, triste e inexcusable que entre la clase instruída de la nación eslava en Austria haya podido organizarse un partido a cuyo frente se encuentran hombres inteligentes, de vasta experiencia, e instruidos que predican abiertamente el paneslavismo o, en todo caso, según los unos, la emancipación de las razas eslavas por medio de la intervención poderosa del imperio ruso, y según los otros, la creación de un gran imperio eslavo bajo las riendas del zar ruso.

Es notable hasta qué grado esa maldita civilización alemana, burguesa y, por consiguiente, estatista en su esencia, ha llegado a infiltrarse en el alma misma de los patriotas eslavos. Nacieron en la sociedad burguesa germanizada, estudiaron en las escuelas y universidades alemanas, se habituaron a pensar, a sentir y a querer a la alemana, y se habrían vuelto completamente alemanes si el fin que perseguían no hubiera sido anti-alemán: es por medios y por métodos alemanes como quieren y esperan libertar a los eslavos del yugo alemán. No conociendo, gracias a su educación alemana, otro medio de liberación más que por intermedio de la fundación de Estados eslavos o de un solo Estado poderoso de los eslavos, se proponen un objetivo puramente alemán, porque el Estado moderno -centralista, burocrático, militar y policial del género, por ejemplo, del nuevo imperio germánico o panruso- es una creación puramente alemana: en Rusia estaba mezclada antes con un elemento tártaro; es verdad que Alemania no se detendrá ante el uso de los métodos tártaros tampoco.

Por su naturaleza misma los eslavos son, en el fondo, una raza categóricamente no política, es decir, no estatista. En vano los tchekos conmemoran su gran Estado moravo y los serbios el Estado de Dusham. Todo ese pasado se apoya, sea sobre fenómenos, sea sobre fábulas antiguas. Lo que es verdad es que ninguna raza eslava fue capaz, por sí misma, de crear un Estado.

La monarquía-República polaca fue creada bajo la doble influencia germánica y del latinismo después de la derrota completa sufrida por los campesinos y después de su sumisión servil al yugo de la nobleza polaca que, según el testimonio y la opinión de numerosos historiadores y escritores polacos (entre otros Mickiewicz), no era de origen eslavo.

El reino de los tchekos (o de Bohemia) ha sido puesto en pie puramente a ejemplo y a imagen de los alemanes, bajo la influencia directa de los alemanes, gracias a lo cual Behemia se convirtió pronto en miembro orgánico y en parte indisoluble del imperio germánico.

Por lo que se refiere a la historia de la formación del imperio panruso, todo el mundo la conoce; participaron en ella el knut tártaro, la bendición bizantina y la civilización policial y militar-burocrática alemana. El pobre pueblo de la Gran Rusia, y después de él los otros pueblos, pequeño-ruso, lituaniano y polaco que le fueron incorporados, no participaron en su formación más que con su espina dorsal.

Así, pues, es indisputable que los eslavos no construyeron nunca un Estado por sí mismos, por su propia iniciativa. Y no lo construyeron porque no fueron nunca una raza de invasores. Sólo las razas invasoras crean un Estado y lo crean con el fin de aprovecharse de él en detrimento de los pueblos subyugados.

Los eslavos eran, preeminentemente, una raza apacible y agrícola. Extraños a todo espíritu guerrero que animaba las razas germánicas, eran, por eso mismo, extraños a las tendencias estatistas que se habían desarrollado desde el comienzo en los alemanes. Viviendo separados e independientemente en sus comunas administradas por el hábito patriarcal, por los viejos, pero sin embargo sobre la base del principio electoral; disfrutando todos con el mismo derecho del suelo comunal, no conocieron ni tuvieron la nobleza; no han tenido siquiera una casta especial de sacrificadores, todos eran iguales entre sí, realizando, es verdad, en un sentido patriarcal sólo y por consiguiente de un modo muy incompleto, la idea de la fraternidad humana. No existía contacto político incesante entre las comunas. Pero cuando amenazaba un peligro común, como la invasión de una raza extraña, contraían temporalmente una alianza defensiva; una vez pasado el peligro esa sombra de unión política desaparecía también. Se deduce, pues, que no existía ni podía existir un Estado eslavo. Existía, al contrario, ese contacto social y fraternal entre todas las razas eslavas, hospitalarias en un alto grado.

Es natural que con tal organización, los eslavos habían quedado sin defensa contra las invasiones y las conquistas de las razas guerreras, sobre todo de los alemanes, que aspiraban a la extensión de su dominación en todas las direcciones. Los eslavos fueron, en parte, exterminados; la gran mayoría fue subyugada por los turcos, por los tártaros, por los magyares y sobre todo por los alemanes.

Desde la segunda mitad del siglo décimo comienza el martirologio y el período heroico de su esclavitud. En la lucha secular, incesante y tenaz contra los invasores, su sangre rodó a torrentes por la libertad de su suelo. Ya en el siglo XI encontramos dos hechos característicos: la rebelión general de los eslavos paganos que habitaban entre el Oder, el Elba y el mar Báltico, contra los paladines y los sacerdotes alemanes, y la indignación tan característica de los campesinos de la Gran Polonia contra la dominación de la nobleza. Luego tenemos, hasta el siglo XV, la lucha en una pequeña escala, imperceptible, pero incesante de los eslavos occidentales contra los alemanes, de las razas meridionales contra los turcos, y de los eslavos del noroeste contra los tártaros.

En el siglo XV encontramos la gloriosa y esta vez victoriosa revolución netamente popular de los husitas checos. Dejando a un lado su principio religioso que estaba, sin embargo, mucho más próximo al principio de la fraternidad humana y de la libertad de lo que lo está el principio católico y el principio protestante que le siguieron, dirijamos la atención sobre el carácter declaradamente social y antiestatista de esa revolución. Fue la rebelión de la comuna eslava contra el Estado alemán.

En el siglo XVII los husitas sufrieron una derrota completa gracias a una serie de traiciones de la burguesía de Praga semigermanizada. Casi la mitad de la población checa fue exterminada y las tierras distribuidas entre los colonistas venidos de Alemania. Los alemanes, y con ello los jesuitas, triunfaban. Durante más de dos siglos después de esa derrota sanguinaria, el mundo occidental eslavo permaneció inmóvil, mudo, abatido bajo el yugo de la iglesia católica y del germanismo triunfante. En ese tiempo los eslavos meridionales también soportaban su servidumbre bajo la dominación de la raza magyar o bajo el yugo de los turcos.

Pero, al contrario, la rebelión eslava, en nombre de esos mismos principios comunales, comenzó a despuntar al nordeste.

Sin decir nada de la lucha desesperada del glorioso Novgorod, de Pskof y de otras regiones contra los zares moscovitas en el siglo XVI, y de la alianza armada de los zemstvo de la Gran Rusia contra el rey de Polonia, contra los jesuitas, los boyardos moscovitas y en general contra el predominio de Moscú al comienzo del siglo XVII, recordemos la famosa insurrección de las poblaciones de la Pequeña Rusia y de Lituania contra la nobleza polaca y, luego, la insurrección aún más decisiva de los campesinos del Volga bajo la dirección de Stenka Razin; y en fin, un siglo más tarde, la rebelión no menos famosa de Putgatchef. Y en todos esos movimientos, en todas esas insurrecciones y revueltas puramente populares, encontramos ese mismo odio al Estado, esa misma aspiración hacia la creación de un sistema campesino de comunas libres. En fin, el siglo XIX puede ser denominado el siglo del despertar general de la raza eslava. Eso no es necesario decirlo siquiera por lo que respecta a Polonia. Esta no ha dormido jamás, porque desde la usurpación violenta de su libertad -no de la del pueblo, es verdad, sino la de los nobles y el Estado-, desde su desmenuzamiento entre tres Estados rapaces, no ha cesado de luchar y, hagan lo que quieran los Muravief y los Bismarck, se rebelará siempre hasta que obtenga su libertad. Desgraciadamente para Polonia, sus partidos dirigentes generalmente asociados a la nobleza, no han podido desembarazarse de su programa estatista y en lugar de buscar la emancipación y el rejuvenecimiento de su patria en la revolución social, la buscan -obedeciendo a las viejas tradiciones- sea en la protección de un Napoleón, sea en la alianza con los jesuitas y los feudales austriacos.

Pero nuestro siglo ha visto también el despertar de los eslavos de occidente y del sur. A pesar de todos los esfuerzos políticos, policiales y civilizadores alemanes, Bohemia surgió de nuevo, después de un sueño de tres siglos, como un país puramente eslavo y se convirtió en el centro natural de atracción para todo el movimiento eslavo en occidente.

La Serbia turca desempeña el mismo papel para el movimiento yugoeslavo. Pero junto con el despertar de las razas eslavas se promueve una cuestión en extremo importante y, se puede decirlo, fatal.

¿De qué modo deberá realizarse el renacimiento eslavo?

¿Por el medio antiguo del predominio estatista o bien por medio de la emancipación verídica de todos los pueblos, al menos de los pueblos europeos, de la emancipación del proletariado europeo entero de todo yugo y, en primer lugar, del yugo estatista?

Los eslavos ¿deben o pueden desembarazarse del yugo extranjero y, sobre todo, del yugo alemán que odian más, empleando a su vez ese mismo método alemán de invasión, de conquista y de sometimiento de las masas conquistadas a la fidelidad tan odiada con respecto a los eslavos como no lo fue antes respecto de los alemanes, o bien sólo por la insurrección solidaria de todo el proletariado europeo mediante la revolución social?

El porvenir de los eslavos depende de la elección entre uno de esos medios. ¿Por cuál hay que decidirse?

Según nuestra opinión, plantear la pregunta es clave para la respuesta. En despecho del sabio proverbio del rey Salomón, lo viejo no se repite; el Estado moderno, que no realiza más que la antigua idea de la dominación, realiza lo mismo que el cristianismo, la última forma de la creencia teológica o de la esclavitud religiosa, el Estado burocrático, militar, policial y centralista, que aspira por la necesidad misma de su fuero interior a conquistar, a someter y a estrangular todo lo que existe, vive, se mueve y respira a su alrededor, un Estado que encuentra su expresión más moderna en el imperio pangermánico, ha cumplido ya su misión. Sus días están contados y es de su caída de la que todos los pueblos esperan su completa emancipación.

¿Será preciso, pues, que los eslavos repitan la respuesta antihumanitaria, antipopular y condenada ya por la historia?

¿Para qué? No es un honor; al contrario, es crimen, oprobio, maldición de los contemporáneos y de la posteridad. ¿O bien quizás los eslavos están envidiosos del odio de todos los pueblos de Europa que los señores alemanes han merecido? ¿O la misión del dios mundial les agrada? ¡Que el diablo lleve a todos los eslavos, con todo su porvenir militar, si, después de tantos años de esclavitud, de sufrimientos y de silencio, deben presentar nuevas cadenas a la humanidad!

¿Y cuáles serían las ventajas para los eslavos? ¿Cuál podría ser la ventaja para las masas eslavas del pueblo, de la creación de un gran Estado eslavo? Esos Estados, dan, ciertamente, un provecho indudable, pero no para el proletariado, sino para la minoría privilegiada, para el clero, para la nobleza, para la burguesía o también, quizás, para aquellos intelectuales que, en nombre de su erudición diplomada y de su supuesto predominio intelectual, se consideran llamados a dirigir las masas; la ventaja es para los pocos millares de opresores, de verdugos y de explotadores del proletariado. Para el proletariado mismo, para las grandes masas del pueblo, cuanto más vasto es el Estado, más pesadas son las cadenas y más estrecha es la prisión.

Hemos dicho y demostrado más arriba que la sociedad no puede ser y permanecer un Estado sin convertirse en un Estado invasor. Esa misma concurrencia que, sobre el terreno económico, destruye y absorbe los pequeños capitales y también los capitales medianos, las fábricas y talleres, las posesiones territoriales y las casas comerciales en provecho de los capitales, fábricas, propiedades y casas comerciales enormes, destruye y absorbe los Estados pequeños y medianos, en beneficio de los grandes imperios. Desde entonces todo Estado, si quiere existir más que sobre el papel y no depender de la generosidad de sus vecinos en tanto que estos últimos están preparados a sufrir su existencia, si quiere ser verdaderamente independiente, debe indudablemente convertirse en un Estado invasor.

Pero convertirse en un Estado invasor significa ser obligado a mantener en tutela forzosa a gran número de millones de seres de un pueblo extranjero. Es necesario, pues, poner en pie una gran fuerza militar. Pero donde triunfa la fuerza militar, ¡adiós la libertad! Sobre todo adiós la libertad y la prosperidad del pueblo trabajador. Se deduce por tanto que la fundación de un gran Estado eslavo no significa otra cosa que la fundación de una gran esclavitud del pueblo eslavo.

Pero, nos dirán los estadistas eslavos, no queremos un solo gran Estado eslavo; desearíamos solamente la fundación de varios Estados puramente eslavos, de proporciones medianas, como garantía indispensable de la independencia de los pueblos eslavos. Pero ese punto de vista choca con la lógica y los hechos históricos, con la fuerza misma de las cosas; ningún Estado de proporciones medianas puede, actualmente, tener una existencia independiente. Por tanto, o bien esos Estados eslavos no existirán, o bien se fundará un solo Estado que lo absorberá todo, un Estado paneslavista, un Estado del knut, un Estado petersburgués.

¿Es que, en efecto, el Estado eslavo podría luchar contra el poder gigantesco del nuevo imperio pangermánico sin volverse él mismo tan gigantesco y tan poderoso? No hay que contar nunca con la acción solidaria de muchos Estados separados y ligados por los mismos intereses; primeramente porque la alianza de varias organizaciones y fuerzas heterogéneas, aunque fuesen iguales o superiores en número al enemigo, son, a pesar de todo, las más débiles, porque el enemigo es homogéneo y su organización, que obedece a una sola dirección, a una sola voluntad, es más fuerte y más duradera; luego, porque no hay que contar nunca con la cooperación amistosa de muchas potencias, aun cuando sus propios intereses exijan tal alianza. Los hombres de Estado, como todo mortal, son muy a menudo atacados de ceguera que les impide ver, más allá del interés y de la pasión momentánea, las exigencias fundamentales de su propia situación.

El interés directo de Francia, de Inglaterra, de Suecia y aun de Austria era, en 1863, sostener a Polonia contra Rusia, y sin embargo ninguno de esos países hizo nada. En 1864 era de un interés más directo aún para Inglaterra, para Francia, sobre todo para Suecia y aun para Rusia tomar la parte de Dinamarca amenazada por la invasión pruso-austriaca o más bien pruso-alemana; tampoco esta vez se ocupó nadie de ella. En 1870, por fin, Inglaterra, Rusia y Austria, sin hablar de los pequeños Estados del norte, debían, desde el punto de vista de sus intereses evidentes, detener la invasión triunfal de las tropas pruso-germánicas en Francia, hasta París mismo y casi hasta el sur; pero tampoco esta vez intervino nadie y no es sino más tarde, cuando se fundó, amenazante para todos, la nueva potencia germánica, que los Estados comprendieron que habrían debido intervenir. Pero era ya demasiado tarde.

Por consiguiente, no hay que contar con la inteligencia estatista de las potencias vecinas; no se debe contar más que con las propias fuerzas y esas fuerzas deben ser, al menos, iguales a las del enemigo. Se deduce que ningún Estado eslavo, considerado aisladamente, podrá resistir a la presión del imperio pangermánico.

¿No se podría, sin embargo, oponer a la centralización pangermánica la federación paneslavista, es decir, la unión de los Estados eslavos independientes del tipo, por ejemplo, de los Estados Unidos de América o de Suiza? También sobre esta cuestión deberá ser negativa nuestra respuesta.

Primeramente, para que pueda tener lugar una unión cualquiera es indispensable que el imperio panruso sea destruído, que se deshaga en un número de Estados separados, independientes unos de otros y unidos entre sí por el lazo federativo solamente, porque el mantenimiento de la independencia y de la libertad de Estados eslavos, pequeños o medianos, en una tal unión federativa con un imperio tan grande es simplemente imposible.

Supongamos que el imperio petersburgués se quebrantara en un número más o menos grande de Estados libres y que los Estados organizados sobre base independiente, Polonia, Bohemia, Serbia, Bulgaria, etc., formen juntos con esos Estados rusos libertados, una gran federación eslava. Afirmamos que aun entonces esa federación no sería capaz de luchar contra la centralización pangermánica por la simple razón de que la fuerza militar estará siempre del lado de la centralización.

La federación de los Estados podría, en un cierto grado, garantizar la libertad burguesa, pero no podría nunca crear una fuerza militar de Estado, por la razón misma que es una federación. La fuerza estatista exige absolutamente la centralización. Se nos da el ejemplo de Suiza y de los Estados Unidos de América. Y bien, es justamente Suiza la que, queriendo aumentar sus fuerzas militares y estatistas, aspira actualmente y abiertamente a la centralización; y la federación es posible hasta aquí en la América del Norte por la sola razón que en el continente americano, en la proximidad de la gran República, no existe ningún Estado poderoso y centralizado como Rusia, Alemania o Francia.

Así, pues, para oponerse en el terreno estatista y político al pangermanismo triunfante, no queda más que un solo medio, la fundación de un Estado paneslavista. Este medio es, desde todos los demás puntos de vista, extremadamente desventajoso para los eslavos, porque conduce infaliblemente al sometimiento general de los eslavos ante el knut panrusó. ¿Sería verdad eso respecto a su propio objetivo, es decir, la derrota de la potencia germánica y el sometimiento de los alemanes al yugo paneslavista, es decir, al imperio petersburgués?

No; no sólo no es verdad, sino que es indudablemente insuficiente. Es verdad que los alemanes en Europa no cuentan más de 50 millones y medio (incluso, claro está, los 9 millones de alemanes austriacos). Supongamos por un momento que el sueño de los patriotas alemanes se ha realizado enteramente y que el imperio germánico abarca toda la parte flamenca de Bélgica, Holanda, la Suiza alemana, toda Dinamarca y también toda Suecia con Noruega, lo que en total da una población de un poco más de 15 millones. ¿Y luego? Tendrá entonces en Europa a la sumo 66 millones, mientras que los eslavos cuentan 90 millones. Por tanto, desde el punto de vista cuantitativo, la población eslava de Europa es casi una tercera parte superior a la población alemana; y sin embargo continuamos afirmando que ningún Estado paneslavista podrá igualar el poder y la fuerza militar actual del imperio pangermánico. ¿Por qué? Porque en la sangre alemana está la pasión del orden estatista, de la disciplina estatista; no sólo falta esa pasión a los eslavos, sino que obran en ellos pasiones diametralmente opuestas; por eso es que para disciplinarIos es preciso tenerlos a bastonazos mientras que todo alemán recibe libremente y con convicción esos mismos golpes. Su libertad consiste precisamente en estar bien adiestrado, sometiéndose voluntariamente a toda autoridad.

Además, los alemanes son un pueblo serio y trabajador, tienen educación, son ordenados, exactos, económicos, lo que no les impide, cuando es necesario, y sobre todo cuando son los superiores los que lo exigen, luchar excelentemente.

Lo han probado en las últimas guerras. Además, su organización militar y administrativa ha sido llevada al último grado de perfección, un grado que ningún otro pueblo podrá nunca alcanzar: ¿Se puede imaginar uno, pues, que los eslavos rivalicen con ellos en el terreno del estatismo? Los alemanes buscan su vida y su libertad en el Estado: para los eslavos el Estado es la fosa fúnebre. Los eslavos deben buscar su emancipación fuera del Estado, no sólo en la lucha contra el Estado alemán, sino en la rebelión de todos los pueblos contra todo Estado, en la revolución social.

Los eslavos podrán emanciparse, podrán destruir el Estado alemán odiado, no por las aspiraciones vanas a subyugar a su vez a los alemanes a su dominación, a hacer de ellos los esclavos de su Estado eslavo, sino llamándolos hacia la libertad común, hacia la fraternidad de toda la humanidad sobre las ruinas de todos los Estados existentes. Pero los Estados no se derrumban por sí mismos; no podrán ser destruidos más que por la revolución de todos los pueblos y de todas las razas, por la revolución social internacional.

Organizar las fuerzas del pueblo para realizar tal revolución, he ahí el único fin de los que desean sinceramente la libertad de las razas eslavas de su yugo secular. Esos hombres de vanguardia deben comprender que lo mismo que constituía en el pasado la debilidad de los pueblos eslavos, principalmente, su inhabilidad para formar un Estado, se convierte en este momento en su fuerza, en su derecho al porvenir, y da un sentido interior a todos sus movimientos sociales contemporáneos. No obstante el desenvolvimiento enorme de los Estados modernos y a consecuencia de ese desenvolvimiento final que llevó por necesidad lógica e inevitable el principio mismo del estatismo hasta el absurdo, se vuelve claro que los días de los Estados y del estatismo están contados y que se acerca el tiempo de la emancipación de las masas trabajadoras y de su organización libre de abajo a arriba, sin la menor ingerencia gubernamental; de las uniones libres económicas del pueblo, al margen de todas las fronteras de Estados y de todas las diferencias nacionales, sobre la base única del trabajo productor completamente humanizado y enteramente solidario aunque variado.

Los eslavos de vanguardia deben comprender en fin que el tiempo del entretenimiento inocente en la filología eslava ha pasado y que no hay nada más absurdo y más hostil al pueblo que poner como ideal de todas las aspiraciones del pueblo el llamado principio de la nacionalidad. La nacionalidad no es un principio humanitario; es un principio histórico, un hecho local que tiene, ciertamente, el derecho a ser generalmente reconocido lo mismo que cualquier otro hecho real e inofensivo.

Todo pueblo -por minúsculo que sea- tiene su carácter, su modo específico de vivir, de hablar, de sentir, de pensar y de obrar; y ese carácter, esa modalidad son precisamente las bases de su nacionalidad y los resultados de toda la vida histórica y de todas las condiciones del ambiente de ese pueblo.

Todo pueblo, todo individuo es involuntariamente lo que es y tiene derecho indudablemente a ser él mismo. Es lo que constituye el llamado derecho nacional. Pero si el pueblo o el individuo existen de un cierto modo y no pueden existir de otro, no se deduce de ello de modo alguno que tengan el derecho o que les sea útil considerar para el uno su nacionalidad, para el otro su individualidad como principios exclusivos y que habría que ocuparse de ellos eternamente. Al contrario, cuanto menos se ocupen de sí mismos y más impregnados estén de la idea general de la humanidad, más se revivificarán y obtendrán un sentido interior de la nacionalidad del uno y de la individualidad del otro.

Lo mismo pasa con los eslavos. Permanecerán extraordinariamente insignificantes y pobres en tanto que continúen ocupándose de su eslavofilia estrecha, egoísta y además abstracta, extraña y por sí misma contraria al problema y a la causa de la humanidad en general; no conquistarán, como eslavos, su puesto legítimo en la historia y en la fraternidad libre de los pueblos más que cuando se hayan penetrado, junto con todos los demás, del interés general.

En todas las épocas de la historia hallamos el interés común que domina todos los otros intereses más particulares y exclusivamente nacionales, y el pueblo -o los pueblos que hallan en sí la vocación, es decir bastante comprensión, pasión y fuerza para entregarse a él, se convierten en pueblos históricos.

Es así como los intereses que predominan en épocas diferentes han sido de un orden diferente también. Para no ir más lejos, existió el interés más bien divino que humano y, por consiguiente, opuesto a toda libertad y al bienestar de los pueblos; hubo un interés predominante y en el más alto grado conquistador, el interés de la fe católica y de la iglesia católica; y los pueblos que entonces encontraron en sí las más grandes aptitudes para consagrarse a él -los alemanes, los franceses, los españoles, en parte los polacos- fueron gracias a eso justamente, cada cual en su ambiente, pueblos que marcharon en las primeras filas.

Después vino un nuevo período de renacimiento intelectual y de rebelión religiosa. El interés general del renacimiento puso en primera línea a los italianos, luego a los franceses y, en grado mucho menor, a los ingleses, los holandeses y los alemanes. La rebelión religiosa que había afectado ya a la Francia meridional colocó en el siglo XV en primer plano a nuestros husitas eslavos. Después de una lucha heroica que duró un siglo, los husitas fueron aplastados como antes lo fueron los albigenses franceses. Fue entonces cuando la Reforma reavivó al pueblo alemán, al francés, al inglés, al suizo y al escandinavo. En Alemania perdió pronto el carácter de rebelión que no se adaptaba de modo alguno al temperamento alemán y tomó la forma de una reforma pacífica del Estado, que sirvió luego para la fundación del despotismo estatista más franco, sistemático y científico. En Francia, después de una larga lucha sanguinaria que valió mucho para desarrollar el pensamiento libre en ese país, fue aplastada por el catolicismo triunfante. Al contrario, en Holanda, en Inglaterra y luego en Estados Unidos creó una nueva civilización que, en el fondo, antiestatista, no es menos económico-burguesa y liberal.

De esa manera el movimiento religioso reformador que abarcó en el siglo XVI casi toda la Europa dio nacimiento, en la humanidad civilizada, a dos direcciones principales: la dirección económico-burguesa y liberal con Inglaterra sola al principio a la cabeza, luego con Inglaterra y América; y la dirección despótico-estatista, en el fondo también burguesa y protestante aunque mezclada con elementos católicos de la nobleza; estos últimos, sin embargo, enteramente sometidos al Estado. Los representantes principales de esta tendencia fueron Francia y Alemania, primero la Alemania austriaca, luego la Alemania prusiana.

La gran revolución que marcó el fin del siglo XVIII ha vuelto a poner a Francia en el primer puesto. Ha creado un nuevo interés para toda la humanidad, el ideal de la libertad absoluta de la humanidad, pero sólo en el terreno exclusivamente político; ese ideal contenía en sí una contradicción insoluble y, por tanto, irrealizable; la libertad política sin la igualdad económica, y en general toda libertad política, es decir la libertad en el Estado es una mentira.

La revolución francesa ha producido así, a su vez, dos tendencias principales opuestas una a otra y luchando eternamente entre sí, pero al mismo tiempo indisolubles -digamos más, que se parece indudablemente en la misma aspiración hacia el mismo fin- la explotación sistemática del proletariado trabajador en favor de la minoría posesora que, desde el punto de vista numérico, disminuye gradualmente aun enriqueciéndose más y más.

Sobre esta explotación del trabajo obrero, uno de los partidos quiere edificar la República democrática; el otro, más consecuente, aspira a fundar el despotismo monárquico, es decir profundamente estatista, el Estado centralista, burocrático, policial con una dictadura militar apenas enmascarada por formas constitucionales inofensivas.

El primer partido, bajo la dirección del señor Gambetta, aspira actualmente a la conquista del poder en Francia. El segundo, con el príncipe de Bismarck a la cabeza, reina ya soberano en la Alemania prusiana.

Es difícil decir cuál de esas dos tendencias es la más útil al pueblo o, para hablar más exactamente, cuál de esas dos presenta menos mal y perjuicio para el pueblo, para las masas trabajadoras, para el proletariado; las dos aspiran con la misma pasión obstinada a la fundación o al refuerzo de un Estado poderoso, es decir al sometimiento completo del proletariado.

Contra esas dos tendencias estatistas hostiles al pueblo -tendencias republicana y neo-monárquica engendradas por la gran revolución burguesa de 1789 y de 1793-, se han desarrollado en fin de las profundidades del proletariado mismo, primeramente en el seno del proletariado francés y austriaco, luego en los otros países de Europa, una tendencia absolutamente nueva que se dirige abiertamente hacia la abolición de toda explotación y de toda opresión política o jurídica o administrativa y gubernamental, es decir hacia la abolición de todas las clases por medio de la nivelación económica de todas las riquezas y hacia la abolición de su último apoyo, el Estado.

Tal es el programa de la revolución social.

Así, pues, existe actualmente para todos los países del mundo civilizado un solo problema mundial, un solo interés mundial, la emancipación completa y definitiva del proletariado de la explotación económica y del yugo estatista. Está claro que ese problema no podría ser resuelto sin una lucha terrible y sangrienta y que la situación actual, el derecho, el valor de cada nación dependerán de la dirección, del carácter y del grado de participación que está dispuesta a aportar a esta lucha.

¿No está claro, por consiguiente, que los eslavos deben buscar y pueden conquistar su derecho y su puesto en la historia y en la alianza fraternal de los pueblos sólo por medio de la revolución social?

La revolución social, por tanto, no puede ser una revolución aislada de una sola nación; es, en su esencia, una revolución internacional; así, pues, los eslavos que busquen su libertad deberían, en nombre mismo de esa libertad, unir sus aspiraciones y la organización de sus fuerzas nacionales a las aspiraciones y a la organización de las fuerzas nacionales de todos los países: el proletariado eslavo debe entrar íntegramente en la Asociación Internacional de los Trabajadores.

Hemos tenido ya ocasión de recordar la declaración magnífica de fraternidad internacional hecha por los obreros vieneses en 1868 cuando rehusaron, a pesar de todas las persuasiones de los patriotas austriacos y suavos, enarbolar la bandera pangermanista y declararon categóricamente que los obreros del mundo entero son sus hermanos y que no reconocían ningún otro campo que el de la solidaridad internacional del proletariado de todos los países; comprendieron muy bien, al mismo tiempo, y expresaron entonces que son ellos sobre todo, obreros austriacos, los que no deben levantar la bandera nacional, porque el proletariado austriaco está compuesto de las razas más heterogéneas: magyares, italianos, rumanos y sobre todo eslavos y alemanes; y que por esa razón deben buscar una solución práctica a sus problemas al margen del llamado Estado nacional.

Unos pasos más en esa dirección y los obreros austriacos habrán llegado a comprender que la emancipación del proletariado es decididamente imposible en todo Estado; una tal abolición no es posible más que por el apoyo solidario del proletariado de todos los países, cuya primera organización en el terreno económico es precisamente la Asociación Internacional de los Trabajadores.

Si los obreros alemanes de Austria hubiesen comprendido eso habrían tomado la iniciativa, no sólo de su propia emancipación, sino también de la liberación de todas las masas obreras no-alemanas que componen el imperio austriaco, incluso naturalmente todos los eslavos, que habríamos sido los primeros en inducir a aliarse con ellos para abolir el Estado, es decir la prisión del pueblo, y fundar un nuevo mundo obrero internacional basado en la igualdad más completa y en la libertad.

Pero los obreros austriacos no han dado esos primeros pasos indispensables; no los han dado porque fueron detenidos desde su primer paso por la propaganda germano-patriótica del señor Liebknecht y de los otros socialdemócratas que fueron a Viena en julio, yo creo, del año 1868 con el propósito específico de desviar el instinto social justo de los obreros austriacos de la vía de la revolución internacional y de dirigirlo en el sentido de la agitación política en favor de la fundación de un Estado único llamado por él del pueblo -pangermánico naturalmente-, en una palabra, para la realización del ideal patriótico del príncipe de Bismarck, pero sólo en el terreno socialdemocrático y por medio de la llamada agitación legal del pueblo.

Ni los eslavos ni siquiera los obreros alemanes deben seguir esa ruta por la simple razón que un Estado, aunque debiese llamarse diez veces del pueblo y fuese decorado en las formas más democráticas, será indudablemente sólo una prisión para el proletariado; seguir esa ruta sería tanto más imposible para los eslavos, cuanto que significaría la subordinación voluntaria al yugo alemán, lo que es repulsivo para todo espíritu eslavo. Se deduce que no sólo no induciríamos a nuestros hermanos eslavos a entrar en las filas del partido-socialdemócrata de los obreros alemanes, a la cabeza de los cuales se encuentran, desde el comienzo, el diunvirato investido del poder dictatorial, señores Marx y Engels, y luego o bajo sus órdenes los señores Bebel, Liebknecht y algunos judíos aficionados a escribir; debemos, al contrario, emplear todos los medios pata impedir al proletariado eslavo cometer un acto de suicidio al aliarse a ese partido que está lejos de ser del pueblo, pero que por sus aspiraciones, por sus finalidades y sus medios es un partido puramente burgués y de los más exclusivamente alemanes, es decir, hostiles a los eslavos.

Cuanto más enérgicamente rechace el proletariado eslavo, en su propia salvaguarda, no sólo toda alianza, sino también todo acercamiento a ese partido -no hablamos de los trabajadores que se encuentran en él, sino de sus organizaciones y sobre todo de sus jefes, en todas partes y siempre burgueses-, más estrechamente deberá acercarse y aliarse a la Asociación Internacional de los Trabajadores. No hay que confundir en modo alguno el partido alemán socialdemócrata con la Internacional. Desde el punto de vista político el programa patriótico de aquél, no sólo no tiene nada de común con el programa de ésta, sino que le es absolutamente contrario. Es verdad que en el congreso manipulado de La Haya los marxistas trataron de imponer su programa a toda la Internacional. Pero ese ensayo promovió de parte de Italia, de España, de una parte de Suiza, de Francia, de Bélgica, de Holanda, de Inglaterra así como de parte de los Estados Unidos de América una protesta tan grande que se hizo claro para todos que, aparte de los alemanes, nadie quería el programa alemán. No hay ciertamente duda alguna que llegará el tiempo en que el proletariado alemán mismo, más al corriente de sus propios intereses como inseparables de los intereses del proletariado de todos los demás países, y de la tendencia funesta de ese programa que le ha sido impuesto, pero que está lejos de haber creado, se apartará de él y se lo dejará a sus jefes y a sus leaders burgueses.

Así, pues, lo repetimos, el proletariado eslavo deberá, a fin de ganar su propia emancipación del yugo imperial, entrar en masa en la Internacional, deberá crear en ella secciones de fábricas, de oficios y agrícolas, unirlas en federaciones locales y, si fuera necesario, en una federación que abarcase todos los eslavos. Sobre la base de los principios de la Internacional que liberan a todos y a cada uno de la patria estatista, los trabajadores eslavos deben y pueden, sin el menor peligro para su independencia, ir fraternalmente al encuentro de los trabajadores alemanes, pues la alianza con estos últimos sobre otra base es cosa categóricamente imposible.

Tal es la sola vía que lleva hacia la emancipación de los eslavos. Pero el camino tomado hoy por la gran mayoría de la juventud eslava occidental y meridional, bajo la dirección de sus patriotas venerables y más o menos meritorios, es de naturaleza exclusivamente estatista, enteramente adverso y ruinoso para las masas del pueblo.

Tomemos por ejemplo la Serbia turca, en especial el principado serbio como el único centro fuera de Rusia -y Montenegro también- donde el elemento eslavo ha adquirido una existencia política más o menos independiente.

El pueblo serbio ha derramado su sangre a torrentes para libertarse del yugo turco; pero apenas se ha libertado de los turcos fue uncido a un Estado nuevo, pero esta vez el suyo propio llevó el nombre de principado serbio, cuyo yugo en realidad era más insoportable que el yugo turco. Apenas esta parte del suelo serbio recibió la forma, el régimen, las leyes, las instituciones de un Estado más o menos regular, la vida nacional y la fuerza nacional que promovieron la lucha heroica contra los turcos y que vencieron definitivamente a éstos, expiraron de repente. El pueblo, ignorante y extremadamente pobre, es verdad, pero enérgico, apasionado y amante de la libertad por su naturaleza misma, se transformó repentinamente en un rebaño mudo e inmóvil, entregado en sacrificio al bandidismo burocrático y al despotismo.

No hay en la Serbia turca ni nobleza ni grandes propietarios territoriales, ni industriales ni comerciantes extremadamente ricos; pero al contrario se ha formado una nueva aristocracia burocrática compuesta por jóvenes educados en gran parte a costa del Estado, en Odessa, en Moscú, en Petersburgo, en Viena, en Alemania, en Suiza, en París. Durante la juventud, aún incorruptos en el servicio del Estado, esos jóvenes se distinguieron. por un patriotismo ferviente, por el amor al pueblo, por un liberalismo bastante sincero y también, últimamente, por tendencias democráticas y socialistas. Pero apenas entran al servicio del Estado la lógica de hierro de su situación, la fuerza misma de las cosas inherentes a ciertas relaciones jerárquicas y políticamente provechosas, se sobreponen, y los jóvenes patriotas se convierten de pies a cabeza en funcionarios, aun continuando algunas veces considerándose patriotas y liberales. Pero se sabe lo que es un funcionario liberal; es incomparablemente peor que un funcionario hecho y derecho.

Además, las exigencias de una cierta posición se vuelven más fuertes que los sentimientos, las intenciones y los mejores motivos. Al volver a su hogar los jóvenes serbios, después de haber recibido su educación en el extranjero, se sienten obligados, gracias a la educación recibida y sobre todo a sus deberes ante el gobierno por cuenta del cual han vivido la mayor parte en el extranjero, así como a causa de la imposibilidad absoluta de encontrar otros medios de subsistencia, a convertirse en funcionarios del Estado y hacerse otros tantos miembros de la única aristocracia que existe en el país, la de la clase burocrática. Una vez entrados en esa clase, se convierten a pesar de ellos en enemigos del pueblo.

Habrían querido quizás, y sobre todo al comienzo, libertar a su pueblo o, al menos, mejorar su vida, pero deben sofocarIe y robarle. Basta continuar ese trabajo durante dos o tres años para habituarse y reconciliarse con él al fin de cuentas, con ayuda de una mentira liberal cualquiera o incluso democrática y doctrinaria; y nuestra era abunda en esas mentiras. Una vez reconciliados con la necesidad férrea contra la cual no son capaces de luchar, se convierten en pillos rematados y son tanto más peligrosos para el pueblo cuanto más liberales o democráticas son sus declaraciones públicas.

Y entonces los más hábiles y más astutos adquieren en el gobierno microscópico del principado microscópico, una influencia predominante, y apenas la han adquirido comienzan a venderse a diestro y siniestro: en su propio país, al príncipe reinante o a un pretendiente cualquiera al trono (el acto de destronar a un príncipe y de reemplazarlo por otro ha recibido en el principado serbio el nombre de revolución); o bien a menudo y simultáneamente a los gobiernos de las grandes potencias protectoras, a Rusia, a Austria, a Turquía, actualmente a Alemania -que reemplaza en Oriente como en todas partes a Francia-, y con frecuencia a todas esas potencias juntas.




Notas

(1) Somos enemigos tan intransigentes del paneslavismo como del pangermanismo, y tenemos la intención de dedicar un artículo especial a esta cuestión, según nuestra opinión de importancia excepcional; por el momento no tenemos más que decir esto: consideramos como deber sagrado y apremiante de la juventud revolucionaria rusa el contrarrestar con todas sus fuerzas y con todos los medios posibles la propaganda paneslavista, emprendida en Rusia y sobre todo en los países eslavos por agentes oficiales del gobierno y eslavófilos voluntarios o por agentes oficiales rusos; se esfuerzan por asegurar a los desdichados eslavos que el zar eslavo de Petersburgo, imbuido de amor profundo hacia sus hermanos eslavos, y que el abyecto imperio panruso, enemigo y destructor del pueblo, el imperio que ha sofocado a Polonia y a la Pequeña Rusia, y que en parte vendió esta última a los alemanes, pueden y desean libertar los países eslavos del yugo alemán. ¡Y eso mientras el gabinete de Petersburgo vende del modo más flagrante toda la Bohemia con la Moravia al príncipe de Bismarck en recompensa por el apoyo prometido en Oriente!

Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha