Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

La insurrección de la Comuna de París contra la asamblea nacional de Versalles y contra el salvador de la patria -Thiers-, consumada por los obreros parisienses en presencia de las tropas alemanas que cercaban aún a París, indica y explica enteramente esa pasión única que agita hoy al proletariado francés para quien no existe ni debe existir en lo sucesivo otra causa y otra guerra que la causa y la guerra revolucionaria y social.

Esto explica plenamente, por otra parte, el furor frenético que se apoderó de los corazones de los gobernantes y representantes versalleses, así como los actos inauditos cometidos bajo sus indicaciones y bendiciones directas contra los comunalistas vencidos. Y en efecto, desde el punto de vista del patriotismo estatista, los obreros parisienses habían cometido un crimen horrible; a la vista de los ejércitos alemanes que cercaban aún a París y que acababan de destruir la patria y de hacer pedazos la potencia y la grandeza nacionales, que habían herido el honor nacional directamente en el corazón, ellos, los obreros, agitados por una pasión feroz, cosmopolita, revolucionaria y social, proclamaron la abolición definitiva del Estado francés, la disolución de la unidad estatista de Francia, incompatible con la autonomía de las comunas francesas. Los alemanes redujeron solamente las fronteras y la fuerza de su patria política, mientras que esos obreros querían abatirla completamente, y como para exponer sus fines traidores, derribaron la columna de Vendome, ese testimonio augusto de la gloria pasada.

Desde el punto de vista político patriótico, ¿qué crimen habría podido ser comparado a ese sacrilegio inaudito? Y recordáos bien que el proletariado parisiense lo había cometido, no por azar, ni bajo la influencia de algún demagogo o en uno de esos momentos de arrebato intenso que se encuentran a menudo en la historia de cada nación y sobre todo en la de la nación francesa. Y bien, no. Esta vez los obreros franceses obraron con calma y con pleno conocimiento de causa. Esa negación práctica del patriotismo estatista era, ciertamente, la expresión de una fuerte pasión popular, pero de una pasión que no era pasajera, sino profunda, se podría decir incluso reflexiva y transformada ya en conciencia nacional; una pasión descubierta repentinamente ante un mundo amedrentado como un abismo sin fondo dispuesto a devorar todo el régimen actual con todas sus instituciones, sus comodidades, sus privilegios y con toda su civilización ... Es entonces cuando se hizo claro, con una claridad tan terrible como indudable, que en lo sucesivo toda reconciliación era imposible entre el proletariado salvaje y hambriento, por una parte dominado por la pasión revolucionaria y social y aspirando con encarnizamiento hacia la creación de un mundo diferente, basado en los principios de la verdad humana, de la justicia, de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad -principios sufridos en una sociedad respetable como objetos inocentes de ejercicios históricos y el mundo instruido y civilizado de las clases privilegiadas, por otra, que defendía con una energía sin límites el orden estatista, jurídico, metafísico, teológico, militar y policial como la última fortaleza que protegía en la hora actual el privilegio precioso de la explotación económica; lo repetimos: entre esos dos mundos -entre la humanidad miserable y la sociedad civilizada que une a ella, como sabemos, toda suerte de cualidades, de bellezas y de virtudes- la paz es imposible.

¡Es la guerra a vida o muerte! Y no sólo en Francia, sino en toda Europa; y esa guerra no podrá ser determinada más que por la victoria decisiva de una de ambas partes, por la derrota decisiva de la otra.

O bien el mundo burgués instruido deberá reprimir y subyugar el espíritu instintivo de revuelta de las grandes masas, de modo como para forzar las masas trabajadoras, por la fuerza de las bayonetas, del knut y del palo, benditos, sin duda alguna, por un dios cualquiera y explicados inteligentemente por la ciencia; eso equivaldría entonces a volver a la restauración completa del Estado bajo la forma más franca posible en el presente, es decir bajo la forma de una dictadura militar o de un régimen imperial; o bien las masas romperán definitivamente el yugo odioso y secular y destruirán con sus raíces la explotación burguesa y la civilización burguesa que se deriva de ella; significará, con otras palabras, el triunfo de la revolución social, la abolición de todo lo que lleva el nombre de Estado.

Así, pues, el Estado por una parte, la revolución social por la otra, he ahí los dos polos cuyo antagonismo constituye la esencia misma de la vida pública actual en toda Europa, pero mucho más palpable en Francia que en ningún otro país. El mundo gubernamental que abarca toda la burguesía incluso, claro está, la aristocracia aburguesada, halló su hogar, su último refugio y su último apoyo en Versalles.

La revolución social que ha sufrido una derrota terrible en París, pero que no fue pulverizada y estuvo lejos de ser vencida -abarca actualmente, como en el pasado, todo el proletariado de las ciudades y de los campos-, comienza ya a apoderarse, por su propaganda incesante de la población rural también, al menos en el mediodía de Francia, donde esa propaganda es desplegada y realizada en una escala muy vasta. Esa oposición hostil de dos mundos en lo sucesivo inconciliables es, pues, la segunda razón por la cual es absolutamente imposible para Francia el volver a ser un Estado predominante de primer orden.

Todos los estratos privilegiados de la sociedad francesa habrían, ciertamente, querido colocar de nuevo su patria en esa situación brillante e imponente, pero están al mismo tiempo, de tal modo impregnados de la pasión de la avaricia, del enriquecimiento a todo precio, del egoísmo antipatriótico, que para realizar ese fin patriótico estarían, hay que decirlo, dispuestos a sacrificar los bienes, la vida, la libertad del proletariado, pero rehusarían sacrificar el menor de sus privilegios y prefirirían más bien sufrir el yugo extranjero que abandonar sus propiedades o nivelar las fortunas y los derechos.

Lo que ocurre ante nuestros ojos en esta hora lo confirma en todos los puntos. Cuando el gobierno del señor Thiers anunció oficialmente en la Asamblea de Versalles la firma del tratado definitivo con el gabinete de Berlín, gracias al cual las tropas alemanas evacuarían en septiembre las provincias de Francia ocupadas aún por ellas, la mayoría de la Asamblea, que representaba la coalición de las clases privilegiadas de Francia, inclinó la cabeza; los fondos franceses que representaban aun más vivamente y más efectivamente sus intereses, bajaron como después de una catástrofe política ... Se vio que la presencia odiosa, violenta e infame para Francia del ejército alemán triunfante era para los patriotas franceses privilegiados que representaban la virtud y la civilización burguesa, un consuelo, un apoyo, una salvación, y que su alejamiento próximo era equivalente para ellos a una condena a muerte.

El patriotismo de la burguesía francesa buscaba pues su salvación en el sometimiento vergonzoso de la patria. A los que pueden aún dudar de ello no tenemos más que hacerles ver un periódico conservador cualquiera de Francia. Es notorio en qué grado todos los matices del partido reaccionario, los bonapartistas, los legitimistas, los orleanistas han temblado de miedo, en qué grado se han turbado y en qué grado se pusieron rabiosos con la elección del señor Barode como diputado de París. Pero ¿quién es Barode? Es una de las numerosas mediocridades del partido del señor Gambetta, conservador por posición, por instinto y por tendencia, pero decorado con frases democráticas y republicanas que no impiden de ningún modo -al contrario ayudan prodigiosamente- la ejecución de las medidas más reaccionarias; en una palabra, un hombre entre el cual y la revolución no había ni habrá nunca nada de común y que, en 1870 y 1871 era uno de los más celosos defensores del orden burgués en Lyon. Pero hoy, lo mismo que muchos otros patriotas burgueses, considera provechoso luchar bajo la bandera muy lejos de ser revolucionaria del señor Gambetta. En ese sentido fue elegido por París a despecho del presidente de la República Thiers y de la asamblea monárquica pseudo-nacional que reinaba en Versalles. ¡Y la elección de esa nulidad era suficiente para revolver el partido conservador entero! ¿Y sabéis cuál era su argumento principal? ¡Los alemanes!

Abrid un periódico cualquiera y veréis de qué modo amenazan al proletariado francés con la justa cólera del príncipe de Bismark y de su emperador (¡qué patriotismo!) Sí, llaman simplemente en ayuda a los alemanes contra la revolución social francesa que los amenaza. En su enloquecimiento estúpido, han tomado incluso al inocente Barode por un socialista revolucionario.

Una tal actitud de la burguesía francesa presenta pocas esperanzas para el restablecimiento del poder estatista y del predominio de Francia por intermedio del patriotismo de las clases privilegiadas.

El patriotismo del proletariado francés no presenta tampoco grandes promesas. Las fronteras de su patria se han ampliado tanto que abarcan hoy al proletariado del mundo en oposición a toda la burguesía, sin excluir naturalmente a la burguesía francesa. Las declaraciones de la Comuna de París fueron decisivas en esa dirección y las simpatías expresadas ahora tan claramente por los obreros franceses hacia la revolución española, sobre todo en la parte meridional de Francia donde existe una tendencia franca hacia la unión fraternal con el proletariado español y aún hacia la creación con este último de una federación nacional basada en el trabajo emancipado y en la propiedad colectiva, a despecho de todas las diferencias nacionales y de las fronteras estatista; esas simpatías y esas aspiraciones, digo, demuestran que para el proletariado francés, lo mismo que para las clases privilegiadas, la época del patriotismo estatista ha pasado.

En presencia pues de una tal ausencia de patriotismo en todas las capas de la sociedad francesa y, en este momento, de una guerra abierta y sin cuartel existente entre ellas, ¿cómo poder restablecer un Estado poderoso?

Todo el talento estatista del anciano presidente de la República se ha derrochado en vano, y todos los enormes sacrificios aportados al altar de la patria política -como por ejemplo al exterminio inhumano de decenas de millares de comunalistas parisienses, de sus mujeres y de sus hijos, y la deportación igualmente inhumana de otras varias decenas de millares a Nueva Caledonia- serán reconocidos indudablemente como sacrificios inútiles.

En vano el señor Thiers se esfuerza por restablecer el crédito, la calma en el país, el antiguo orden de cosas y la fuerza militar de Francia. El edificio estatista, quebrantado sin cesar en su base por el antagonismo entre el proletariado y la burguesía, cruje y se hiende, y amenaza cada minuto con derrumbarse. ¿Dónde puede ese Estado viejo y afectado de una enfermedad incurable hallar la fuerza para luchar contra el joven y hasta aquí aún robusto Estado germánico?

En lo sucesivo, pues, el papel de Francia, como potencia de primer orden, ha terminado. El período de su potencia política ha pasado tan irremediablemente como el de su clasicismo literario, monárquico o republicano. Todos los antiguos fundamentos del Estado están podridos en ella, y en vano Thiers se esfuerza por construir sobre ellos su República conservadora, es decir el antiguo Estado monárquico con una insignia pseudo-republicana. Pero también en vano el jefe del partido radical actual, el señor Gambetta, el sucesor evidente del señor Thiers, promete construir un nuevo Estado, supuesto sinceramente republicano, sobre bases supuestamente nuevas, porque esas bases no existen y no pueden existir.

En el período serio que atravesamos, un Estado poderoso no puede tener más que un solo fundamento sólido: el de la centralización militar y burocrática. La diferencia esencial entre la monarquía y la República más democrática está en que en la primera la clase de los burócratas oprime y saquea al pueblo para mayor provecho de los privilegiados y de las clases propietarias, así como de sus propios bolsillos en nombre del soberano; mientras que en la República oprimirá y robará al pueblo del mismo modo en provecho de los mismos bolsillos y de las mismas clases pero ya en nombre de la voluntad del pueblo. En la República, el llamado pueblo, el pueblo legal, a quien se supone representado por el Estado, sofoca y sofocará siempre al pueblo viviente y real. Pero el pueblo no estará más aligerado si el palo que le pega lleva el nombre del palo del pueblo.

La cuestión social, la pasión de la revolución social se apoderó, en esta hora, del proletariado francés. Debe ser o bien satisfecha o bien domada y reprimida; pero no puede ser satisfecha más que con la caída de la violencia estatista, ese último refugio de los intereses burgueses. Por consiguiente, ningún Estado, por democráticas que sean sus formas, incluso la República política más roja, popular sólo en el sentido mentiroso conocido con el nombre de representación del pueblo, no tendrá fuerza para dar al pueblo lo que desea, es decir la organización libre de sus propios intereses de abajo a arriba, sin ninguna ingerencia, tutela o violencia de arriba, porque todo Estado, aunque sea el más republicano y el más democrático, incluso el Estado pseudopopular, inventado por el señor Marx, no representa, en su esencia, nada más que el gobierno de las masas de arriba a abajo por intermedio de la minoría intelectual, es decir de la más privilegiada, de quien se pretende que comprende y percibe mejor los intereses reales del pueblo que el pueblo mismo.

Así pues, dar satisfacción a la pasión popular y a las exigencias del pueblo es cosa absolutamente imposible para las clases propietarias y para las gobernantes, la violencia de Estado, el Estado simplemente, porque Estado significa precisamente violencia, la dominación por la violencia, enmascarada, si es posible y, si es preciso, franca y descarada.

Pero el señor Gambetta es tan representante de los intereses burgueses como el señor Thiers mismo; lo mismo que él quiere un Estado poderoso y la dominación absoluta de la clase media agregando a ella, quizá, el estrato de los obreros aburguesados que compone, en Francia, una parte bastante importante de todo el proletariado. Toda la diferencia entre él y el señor Thiers consiste en que este último, obsesionado por los prejuicios de su época, busca el apoyo y la salvación en la burguesía extremadamente rica solamente y considera con desconfianza las decenas y aun centenares de millares de nuevos pretendientes a la misión de gobernantes salidos de la pequeña burguesía y de la clase ya mencionada de los obreros que aspiran a la burguesía; mientras que el señor Gambetta, rechazado por las altas esferas que hasta entonces habían reinado soberanas en Francia, aspira a fundar su poder político, su dictadura republicana-democrática precisamente sobre esa enorme mayoría burguesa que, hasta aquí, había quedado excluída de los beneficios y de los honores de la administración estatista.

Es seguro, por lo demás -y creemos que con plena razón-, que es justamente él solo el que conseguirá, con ayuda de esa mayoría, acaparar el poder; las clases ricas, los banqueros, los grandes propietarios territoriales, los comerciantes y los industriales, en una palabra, todos los especuladores importantes que más se enriquecen por el trabajo obrero, se dirigirán a él, la reconocerán a su vez y buscarán su alianza y su amistad que no les rehusará ciertamente porque, hombre de Estado como es, sabe muy bien que ningún Estado, y sobre todo que ningún Estado poderoso puede existir sin su alianza y amistad.

Eso significa que el Estado gambettista será tan opresor y ruinoso para el pueblo como sus predecesores más francos, pero no menos tiranos; y precisamente porque estará investido de amplios poderes democráticos, podrá garantizar con más fuerza y más seguridad la explotación libre y tranquila del trabajo obrero a la minoría rica y rapaz.

Como hombre de Estado de la nueva escuela, el señor Gambetta no teme de ningún modo ni las formas democráticas más amplias ni el derecho electoral para todos. Sabe, mejor que nadie, las pocas garantías que contienen para el pueblo y de qué valor son, al contrario, para los individuos y las clases que explotan; sabe que nunca es tan terrible y fuerte el despotismo de los gobiernos como cuando se apoya en la llamada representación de la llamada voluntad del pueblo.

Por tanto, si el proletariado francés pudiese ser arrastrado a creer en las promesas del abogado ambicioso, si el señor Gambetta consigue calmar ese proletariado turbulento por una dosis anestésica de su República democrática, no hay ninguna duda de que conseguirá restablecer el Estado francés en toda su grandeza y predominio pasados.

Pero es precisamente esa tentación la que no podrá salirle bien. No existe actualmente en el mundo fuerza, un medio político o religioso que pueda sofocar en el seno del proletariado de un país cualquiera y menos en el seno del proletariado francés, la aspiración hacia la emancipación económica y hacia la igualdad social. Gambetta puede hacer lo que quiera, puede amenazar con las bayonetas, puede adular y requebrar; no podrá nunca dominar la fuerza hercúlea que se oculta tras esas aspiraciones; no podrá nunca uncir, como antes, las masas trabajadoras al carro brillante del Estado. Ninguna flor oratoria podrá cubrir y nivelar el precipicio que separa irrevocablemente la burguesía del proletariado, ni poner fin a la lucha encarnizada entre ambos. Esa lucha exigirá el empleo de todos los medios y de todas las fuerzas a disposición del Estado, de modo que no le quedarán ni medios ni fuerza al Estado francés para conservar la preponderancia exterior frente a los Estados europeos. ¿Cómo podrá entonces rivalizar con el imperio de Bismarck?

A pesar de todas las bellas frases y de todas las adulaciones de los patriotas del Estado francés, Francia, como Estado está condenada en lo sucesivo a ocupar un puesto modesto y bastante secundario; más que eso, deberá someterse al comando superior y a la influencia protectora del imperio germánico, como antes de 1870 el Estado italiano estaba sometido a la política del imperio francés.

La situación, a decir verdad, es bastante ventajosa para los especuladores franceses que hallan un consuelo suficiente en el mercado internacional, pero no es de ningún modo envidiable desde el punto de vista de la vanidad nacional que abunda en los patriotas del Estado francés. Se habría podido creer, hasta 1870, que esa vanidad era tan poderosa que sería capaz de arrojar los campeones obstinados de los privilegios burgueses en brazos de la revolución social, siempre que fuera posible libertar a Francia del oprobio de ser vencida y subyugada por los alemanes. Pero después de 1870, nadie esperará eso de su parte; todos saben que estarán más bien dispuestos a aceptar cualquier influencia, aun la sumisión al protectorado alemán, antes que renunciar a la dominación provechosa de su propio proletariado.

¿No está, pues, claro que el Estado francés no se restablecerá jamás como para igualar su potencia pasada? ¿Es que eso significaría entonces que la misión mundial y de vanguardia de Francia ha terminado? De ningún modo: significa solamente que habiendo perdido irremisiblemente su grandeza como Estado, Francia deberá buscar una nueva grandeza en la revolución social.

Pero si no es Francia, ¿qué otro Estado de Europa podría disputar la grandeza del nuevo Estado germánico?

No es ciertamente Gran Bretaña. Primeramente Inglaterra no fue nunca, propiamente hablando, un Estado en el sentido estricto de esa palabra, es decir, en el sentido de la centralización militar, policial y burocrática. Inglaterra representa más bien una federación de intereses privilegiados, una sociedad autónoma en la cual predominó al principio la aristocracia financiera, pero una sociedad en cuyo seno, como en Francia, bien que bajo formas un poco diferentes, el proletariado aspira claramente y de una manera amenazadora al nivelamiento de la propiedad económica y de los derechos políticos.

Se deduce por sí mismo que la influencia de Inglaterra en los asuntos políticos de la Europa continental fue siempre grande, pero se basó más bien en la riqueza que en la organización material de la fuerza. Actualmente es evidente que ha disminuido sensiblemente. Una treintena de años antes no habría sufrido tan tranquilamente ni la conquista de las provincias renanas por los alemanes, ni el restablecimiento de la influencia rusa en el mar Negro, ni la marcha de los rusos hacia Khiva.

Una condescendencia tan sistemática de su parte prueba la indudable decadencia política que, por lo demás, crece de año en año. La causa principal de esa decadencia es ese mismo antagonismo entre el mundo trabajador y el mundo de la burguesía explotadora y políticamente dominadora.

La revolución social en Inglaterra está más próxima de lo que se piensa, y en ninguna parte será tan terrible, porque en ninguna parte encontrará una resistencia tan encarnizada y tan bien organizada como en ese país.

España e Italia están completamente fuera de cuestión.

No se convertirán nunca en Estados ni peligrosos ni siquiera fuertes, y no por falta de medios, sino porque el espíritu del pueblo de uno y otro país lleva fatalmente a un fin completamente diferente.

España, desviada de su vida normal por el fanatismo católico y por el despotismo de Carlos V y de Felipe II, y enriquecida repentinamente, no por el trabajo del pueblo, sino por la plata y el oro americano en los siglos XVI y XVII, intentó cargar sobre sus hombros el honor poco envidiable de la fundación, por la fuerza, de una monarquía mundial. Pagó cara su presunción. El período de su potencia fue precisamente el comienzo de su empobrecimiento intelectual, moral y material. Después de una corta tensión sobrenatural de sus fuerzas, que la ha hecho temible y odiosa en toda Europa, pero que logró detener por un momento, sólo por un momento, el movimiento progresivo de la sociedad europea, apareció de repente exhausta y cayó en un grado extremo de entorpecimiento, de debilitamiento y de apatía en que ha quedado, definitivamente, deshonrada por la administración monstruosa e idiota de los Borbones, hasta el instante en que Napoleón I, por su invasión rapaz en sus confines, la despertó de sus dos siglos de sueño.

Se vió que España no estaba muerta. Fue salvada del yugo extranjero por una insurrección puramente popular y demostró que las masas populares, ignorantes e inermes son capaces de resistir a las mejores tropas del mundo, siempre que estén animadas de una pasión fuerte y unánime.

España probó más, y principalmente que para conservar la libertad, las fuerzas y las pasiones del pueblo, incluso la ignorancia es preferible a la civilización burguesa.

En vano los alemanes se vanaglorian y comparan su insurrección nacional -pero que estuvo lejos de ser popular- de 1812 y 1813 con la de España. Los españoles, aislados, se levantaron contra la potencia colosal del conquistador hasta entonces invencible; mientras que los alemanes no se levantaron contra Napoleón más que después de la derrota completa que sufrió en Rusia. Hasta entonces no se había podido encontrar la menor aldea alemana o ciudad alemana cualquiera que se hubiese atrevido a presentar la menor resistencia a las tropas francesas victoriosas.

Los alemanes han sido de tal modo habituados a la sumisión -esa virtud fundamental del Estado- que la voluntad del vencedor se hizo sagrada para ellos en cuanto reemplazó de hecho a la voluntad interior del país. Los generales prusianos mismos, rindiendo uno tras otro sus fortalezas, las posiciones más fortificadas y las capitales, repetían las palabras memorables que se hicieron más tarde proverbiales del comandante de aquella época en Berlín: La calma es el primer deber del ciudadano. Sólo el Tirol constituía una excepción. Napoleón encontró en el Tirol una resistencia decididamente popular.

Pero el Tirol forma, como se sabe, la parte más atrasada e ignorante de Alemania y su ejemplo no halló imitadores en ninguna otra parte de la Alemania ilustrada.

La insurrección popular, por su carácter mismo, es instintiva, caótica y despiadada; supone siempre un sacrificio y un gasto enorme de su propiedad y de la ajena. Las masas del pueblo están siempre dispuestas a sacrificarse; y lo que las convierte en una fuerza brutal y salvaje capaz de realizar gestos heroicos y de realizar objetivos en apariencia imposibles es que poseen muy poco o con frecuencia nada, y por consiguiente, la propiedad no las desmoraliza. Si la victoria o la defensa lo exige, no se detendrán ante el exterminio de sus propias aldeas y ciudades, y como la propiedad es generalmente ajena, desarrollan positivamente una pasión destructiva. Esa pasión negativa, sin embargo, está lejos de ser suficiente para elevarse a la altura de la causa revolucionaria; pero sin ella esta última sería imposible, porque no puede haber revolución sin una destrucción extensiva y apasionada, una destrucción saludable y fecunda, puesto que es de ella, y solamente por ella, de donde surgen y nacen mundos nuevos.

Tal destrucción es incompatible con la conciencia burguesa, con la civilización burguesa, porque ésta está enteramente construída sobre el culto fanático y divino de la propiedad. Ciudadano o burgués preferirían perder la vida, el honor, la libertad antes que renunciar a la propiedad; el pensamiento mismo de atentar a su existencia o de querer destruirla para un fin cualquiera le parece un sacrilegio; he ahí por qué no querrán nunca la destrucción de sus ciudades y de sus casas, aunque lo exija la defensa del país: he ahí por qué el burgués francés de 1870 y los Bürger alemanes hasta 1813 se sometieron tan fácilmente a los felices conquistadores. Hemos visto que la posesión de tal o cual propiedad era suficiente para desmoralizar los campesinos franceses y matar en ellos la última chispa de patriotismo.

Así, pues, para decir nuestra última palabra sobre la llamada insurrección popular de Alemania contra Napoleón, repitamos ante todo que no tuvo lugar más que cuando sus tropas deshechas huían de Rusia y cuando los regimientos prusianos y otros regimientos alemanes que, recientemente aún, formaban parte del ejército napoleónico, pasaron del lado ruso y además que ni siquiera entonces hubo en Alemania insurrección verdaderamente popular, que hubo gran número de ciudades y de aldeas que permanecieron en calma como en el pasado, que sólo se organizaron destacamentos de franco-tiradores, formados por la juventud -generalmente compuestos de estudiantes- y que fueron incorporados inmediatamente en el ejército regular, lo que es siempre contrario al método y al espíritu de las insurrecciones populares.

En una palabra, los jóvenes ciudadanos de Alemania o, para ser más exactos, los fieles súbditos, excitados por los sermones calurosos de sus filósofos, e inflamados por los cantos de sus poetas, se armaron para la defensa y para el restablecimiento del Estado alemán, porque es precisamente entonces cuando se despertó en Alemania la idea de un Estado pangermánico. Sin embargo, el pueblo español se levantó como un solo hombre para proteger, contra el violador poderoso y audaz, la libertad de la patria y la independencia de la vida del pueblo.

Desde entonces España no ha vuelto a dormir, pero durante 60 años sufrió buscando nuevas formas para una nueva vida. ¡Qué no ha ensayado, la desgraciada! De la monarquía absoluta, dos veces restaurada, hasta la Constitución de la reina Isabel; de Espartero hasta Narváez; de Narváez a Prim y de este último al rey Amadeo, Sagasta y Zorrilla; quería, diríase, medir toda suerte de matices de la monarquía constitucional, y todo le era estrecho, ruinoso, imposible. Tan imposible como lo ha probado la República conservadora, es decir, la dominación de los especuladores, de los ricos propietarios y de los banqueros bajo formas republicanas. Bien pronto probará también que es tan imposible la federación política pequeño-burguesa como Suiza.

Es bien en serio como se apodero de España el diablo del socialismo revolucionario. Los campesinos de Andalucía y de Extremadura, sin pedir permiso a nadie y sin esperar órdenes, se apoderaron ya y continúan apoderándose de las tierras de los antiguos propietarios territoriales. Cataluña, con Barcelona en primera línea, proclama en alta voz su independencia, su autonomía. El pueblo de Madrid proclama la República federal y rehusa someter la revolución a las direciones futuras de la Asamblea constituyente. En las provincias del norte, que se hallan en poder de la llamada reacción carlista, la revolución se realiza francamente: los fueros son proclamados así como la independencia de las provincias y de las comunas; se queman todas las actas civiles y judiciales, las tropas, en toda la extensión de España, fraternizan con el pueblo y expulsan sus oficiales. Es la bancarrota general -pública y privada- que comienza: la primera condición de una revolución social y económica.

En una palabra, es un desastre y una devastación definitivos; y todo eso se derrumba por sí mismo, quebrantado o barrido por su propia podredumbre. No existen ya ni finanzas ni ejército, ni justicia ni policía; no existe ni potencia estatista, ni Estado; pero queda el pueblo renovado y vigoroso abrazado, actualmente, a la sola pasión socialrevolucionaria. Bajo la dirección colectiva de la Internacional y de la Alianza de los revolucionarios socialistas, estrecha sus filas y organiza su fuerza y se prepara a crear, sobre las ruinas del Estado que se derrumba y de la sociedad burguesa, su sociedad del hombre-obrero emancipado.

En Italia ocurre como en España, se está en vísperas de la revolución social. También allí, a pesar de todos los esfuerzos de los monárquicos constitucionales y a pesar incluso de los esfuerzos heroicos pero vanos de los dos grandes jefes, Mazzini y Garibaldi, la idea del estatismo no podrá arraigar, porque es contraria al espíritu entero y a las aspiraciones instintivas actuales y a las exigencias materiales de la gran masa del proletariado rural y urbano.

Lo mismo que en España, Italia, que tiene desde hace mucho tiempo y, sobre todo, irrevocablemente, tradiciones conservadas en los libros de Dante, de Machiavelli, y en la literatura política contemporánea, pero ciertamente no en la memoria del pueblo, Italia, digo, no conservó más que una sola tradición viviente, la de la autonomía absoluta, no siquiera de las provincias, sino de las comunas. Agregad aún a esa única concepción política, verdaderamente existente en el seno del pueblo, la heterogeneidad histórica y etnográfica de las provincias que hablan en dialectos talmente diferentes que la población de una provincia comprende con dificultad y a menudo no comprende en modo alguno, a la población de otras provincias.

Se comprende, por consiguiente, a qué distancia se encuentra Italia de la realización del ideal político último estilo de la unidad estatista. Eso no significa, sin embargo, que Italia esté socialmente dividida. Al contrario, existe; a pesar de todas las diferencias que hay en los dialectos, usos y costumbres, un carácter y tipo italiano comunes que permiten en seguida distinguir un italiano de un miembro de cualquier otra raza, aunque sea meridional.

Por otro lado, la solidaridad efectiva de los intereses materiales y de las aspiraciones intelectuales unen de la manera más estrecha y soldan entre sí todas las provincias italianas. Es de notar que todos esos intereses, lo mismo que esas aspiraciones, son dirigidas precisamente contra la unidad política violenta y forzada, y, al contrario tienden hacia el establecimiento de la unidad social; se puede decir, pues, y demostrar con hechos numerosísimos de la vida actual de Italia que su unidad política forzada o estatista habría tenido por resultado la desunión social y que, en consecuencia, la destrucción del Estado italiano nuevamente establecido tendrá por resultado infalible su reunión social libre.

Todo esto, evidentemente, no se refiere más que a las masas del pueblo, porque en los estratos superiores de la burguesía italiana -lo mismo que en los demás países se ha formado junto con la unidad estatista la de la clase privilegiada de los explotadores del trabajo, que se desarrolla y adquiere proporciones más y más grandes.

Esa clase lleva ahora, en Italia, el nombre de Consortería.

Esa consortería abarca toda la casta oficial, burocrática y militar, policial y judicial; la clase de los grandes propietarios, de industriales, de comerciantes y de banqueros; todos los abogados y toda la literatura oficial y oficiosa, así como el Parlamento entero cuya derecha disfruta, en el momento, de todas las ventajas de la administración, mientras que la izquierda aspira a la conquista de esa misma administración.

Así, pues, en Italia, como en todas partes, existe la clase política una e indivisible de los ladrones que roban al país en nombre del Estado y que lo llevaron, con el más grande provecho de este último, a un grado extremo de empobrecimiento y de desesperación.

Pero la miseria más terrible, aunque afecte a millones de proletarios, no es aún un recurso suficiente para una revolución. El hombre está dotado por naturaleza de una paciencia maravillosa y que le impulsa, es verdad, a menudo a la desesperación, y el diablo sabe hasta qué grado puede soportarlo todo cuando, junto a la miseria que le condena a privaciones inauditas y a una muerte lenta por inanición, es compensado aún por una estupidez, por una dureza de sentimientos, por una ausencia completa de toda conciencia de su derecho y por una paciencia tal y una obediencia imperturbable que distinguen, entre todos los pueblos, sobre todo a los hindúes orientales y a los alemanes. Un hombre dotado así no resucitará jamás: morirá, pero no se despertará.

Pero cuando es llevado a la desesperación, su rebelión se vuelve entonces más probable. La desesperación es un sentimiento agudo y apasionante despertado por el sufrimiento obtuso y semi-somnoliento y presupone al menos un cierto grado de comprensión de la posibilidad de una mejor situación que no confía, sin embargo, alcanzar.

En fin, es imposible quedar demasiado largo tiempo en la desesperación; impulsa al hombre bien pronto sea a la muerte, sea a la acción. ¿Pero a qué acción? Evidentemente, a la de la emancipación y a la de la conquista de mejores condiciones de existencia. Incluso el alemán en la desesperación cesa de ser razonador; sin embargo, hacen falta muchos insultos de toda especie, muchas vejaciones, sufrimientos y males antes de que sea impulsado a la desesperación.

Pero la miseria y la desesperación no bastan aún para suscitar la revolución social. Son capaces de promover motines locales, pero no bastan para levantar masas enteras. Para llegar a eso, es indispensable poseer un ideal común a todo el pueblo; desarrollado históricamente de las profundidades del instinto del pueblo; educado, ampliado y esclarecido por una serie de fenómenos significativos y de experiencias severas y amargas, es necesario tener una idea general de su derecho y una fe profunda, apasionada, religiosa si se quiere, en ese derecho. Cuando tal idea y tal fin se encuentran con la miseria que les lleva a la desesperación, entonces la revolución social es inevitable, está próxima y ninguna fuerza podrá resistirle.

Es justamente en esa situación en la que se encuentra Italia. La miseria y los sufrimientos que ha soportado son terribles, apenas ceden a la miseria y a los sufrimientos que abruman al pueblo ruso. Pero, al contrario, el proletariado italiano ha desarrollado en un grado superior a lo que ha hecho el nuestro, la conciencia revolucionaria apasionada que se determina en él de día en día, con más claridad y fuerza. Inteligente y apasionado por naturaleza, el proletariado italiano comienza, en fin, a comprender lo que quiere y lo que debe querer para llegar a la emancipación integral y general. En ese sentido, la propaganda de la Internacional, conducida enérgica y ampliamente, durante los dos últimos años, le valió mucho. Le dio, o más bien estimuló en él ese ideal, burdamente delineado por su instinto singularmente profundo, sin el cual -como hemos dicho- la insurrección del pueblo, cualesquiera que sean los sufrimientos soportados por él, es absolutamente imposible; le indica el fin que debe realizar y al mismo tiempo le abre el camino y los medios para la organización de la fuerza popular.

Este ideal presenta, naturalmente, al pueblo en primer lugar el fin de la miseria, de la pobreza y la satisfacción completa de todas las necesidades materiales por medio del trabajo colectivo, obligatorio e igual para todos; luego, el fin de los amos y de toda suerte de dominación y la organización libre de la vida del país en acuerdo con las necesidades del pueblo, no de arriba a abajo, siguiendo el ejemplo del Estado, sino de abajo a arriba, por el pueblo mismo, al margen de todo gobierno y de los parlamentos, la unión libre de las asociaciones, de las comunas, de las provincias y de los pueblos agrícolas e industriales; y en fin, en un porvenir más lejano, la fraternidad humanitaria triunfante sobre las ruinas de todos los Estados.

Es notable que en Italia, como en España, el programa comunista-estatista de Marx no tuvo absolutamente éxito alguno; al contrario, el programa de la famosa Alianza de los revolucionarios socialistas, que proclamó la guerra incondicional a toda dominación, a toda tutela, autoridad o poder gubernamental, fue vasta y apasionadamente aceptado.

Bajo estas condiciones un pueblo puede conquistar siempre su libertad, construir su propia vida sobre la libertad más amplia de cada uno, pero no puede en modo alguno amenazar la libertad de otras naciones; es por eso que no hay que esperar una política de conquistas de parte de Italia y de España; al contrario, es preciso confiar en una revolución social en ellas.

Los pequeños Estados, como Suiza, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Suecia, por esas mismas razones, pero sobre todo o causa de su poca importancia política, no son una amenaza para nadie, pero deben, al contrario, temer la invasión de parte del nuevo imperio germánico.

Quedan, pues, Austria, Rusia y la Alemania prusiana.

Pero al mencionar Austria ¿no se habla del enfermo incurable que se aproxima rápidamente a la muerte? Ese imperio fundado gracias a los lazos dinásticos y a la violencia militar, compuesto además de cuatro razas opuestas entre sí, pero bajo la hegemonía de la raza alemana odiada por las otras tres, e igualmente por su número, apenas la cuarta parte de toda la población; la mitad compuesta de eslavos que exigen la autonomía y últimamente quebrantada en dos Estados: el de los magyares-eslavos y el de los germanos-eslavos, un tal imperio, decimos, ha podido existir en tanto que predominó el despotismo militar y policial. Durante el último cuarto de siglo recibió tres golpes mortales. La primera derrota le fue inferida por la revolución de 1848, que puso fin al viejo sistema y a la vieja administración del príncipe Metternich. Después, sostiene su existencia precaria por todos ios medios heroicos y por medio de toda suerte de reconfortantes. Salvado en 1849 por el emperador Nicolás, buscó su salvación, bajo la administración del oligarca arrogante, el príncipe Schwartzenberg, y del jesuita de tendencias eslavófilas, el conde de Tun, redactor del Concordato, en la reacción clerical y política más desesperada y en el restablecimiento de la centralización más absoluta y más despiadada en todas sus provincias, a despecho de todas las diferencias nacionales. Pero la segunda derrota, sufrida en manos de Napoleón III en 1859, probó bien que la centralización burocrática no podía salvarla.

Desde entonces se lanzó en el liberalismo; marchó de Sajonia el rival inexperimentado y desgraciado del príncipe (entonces todavía conde) de Bismarck, el barón de Beist, y se puso a libertar con encarnizamiento a sus pueblos de una manera que pudiese, al libertarlos, salvar al mismo tiempo su unidad estatista, es decir, resolver un problema simplemente insoluble.

Era preciso satisfacer simultáneamente a las cuatro razas principales que pueblan el imperio: los eslavos, los alemanes, los magyares y los valacos, que no sólo son excesivamente diferentes por naturaleza unos de otros, por la lengua nacional, y por los diferentes niveles de sus costumbres y de su cultura, sino que a menudo se tratan con hostilidad y no podrían, por consiguiente, ser mantenidos por un lazo de Estado sino mediante la violencia gubernamental.

Era preciso dar satisfacción a los alemanes, cuya mayoría, aspirando a conquistar una constitución democrática liberal, pide al mismo tiempo con insistencia y con fuerza la conservación para sí del derecho antiguo de predominio gubernamental en el imperio austriaco, a pesar del hecho que no constituyen, con los judíos, más que la cuarta parte de toda su población.

¿Es que no es esa una nueva prueba de esta verdad que hemos defendido siempre con la convicción que de su comprensión general depende la solución de todos los problemas sociales: la verdad que el Estado, que todo Estado, aunque fuese investido de las formas más liberales y más democráticas, está necesariamente basado en el predominio, en la dominación, en la violencia, es decir en el despotismo, oculto si lo queréis, pero tanto más peligroso?

Los alemanes, por naturaleza, por decirlo así, estatistas y burócratas, apoyan sus pretensiones sobre su derecho histórico, es decir, sobre el derecho de conquista y de antigüedad, por una parte, y sobre la pretendida superioridad de su cultura, por la otra. Tendremos ocasión aún de demostrar hasta dónde se extienden sus pretensiones; limitémonos ahora a los alemanes austriacos, bien que sea muy difícil separar sus pretensiones de las reclamaciones de los alemanes en general.

Los alemanes austriacos han comprendido de mala voluntad, durante estos últimos años, que deben renunciar, al menos al principio, al predominio sobre los magyares a quienes reconocen en fin el derecho a una existencia independiente. De todas las razas que pueblan el imperio austriaco los magyares son, después de los alemanes, el pueblo más estatista; a pesar de las persecuciones más feroces y las medidas más draconianas con que el gobierno austriaco había intentado, durante los años 1850-1859, romper su tenacidad, no sólo no desistieron de su independencia nacional, sino que defendieron, y defienden, su derecho -según ellos también histórico- al predominio gubernamental sobre todas las otras razas que pueblan con ellos mismos el reino húngaro, bien que no constituyen sino un poco más de un tercio de todo el reino (1).

De este modo el desgraciado imperio austriaco se rompió en dos Estados de fuerza casi igual y unidos sólo bajo una sola corona: en el Estado cisleytano o eslavo-alemán con 20.500.000 habitantes (de ellos 7.200.000 alemanes y judíos, 11.500.000 eslavos y casi 1.800.000 italianos y de otras nacionalidades) y en el Estado transleytano. húngaro o magyo-eslavo-rumano-alemán.

Es de notar que ninguno de esos dos Estados presenta, aunque sea por su composición interior, una garantía de una fuerza actual o siquiera futura.

A pesar de la constitución liberal y la circular reconocida de los gobernantes magyares, la lucha entre las razas no se ha apaciguado de ninguna manera en el seno del reino húngaro. La mayoría de la población, sometida a los magyares, no los quiere y no querrá jamás, voluntariamente, sufrir su yugo, por cuya razón se desarrolla una lucha incesante entre ambos, apoyándose los eslavos en sus hermanos de turquía, y los rumanos en la población amiga de la Walaquia, de la Moldavia, de la Besambia y de la Bucovina; los magyares, que no forman más que el tercio de la población, están forzados a buscar en Viena apoyo y protección; y la ciudad imperial, que no puede digerir aún la separación de Hungría, y alimenta, con respecto a todos los gobiernos decrépitos y dinásticos derrotados, una esperanza secreta de restauración milagrosa de la potencia perdida, está excesivamente contenta de esas luchas intestinas que impiden al reino húngaro afirmarse, y atiza secretamente las pasiones eslavas y rumanas contra los magyares. Los gobernantes magyares y los políticos lo saben bien y, en compensación, sostienen por su parte relaciones clandestinas con Bismarck que, previendo una guerra inevitable contra el imperio austríaco, condenado a perecer, coquetea con los magyares.




Notas

(1) El reino húngaro cuenta 5.500.000 magyares, 5.000.000 eslavos, 2.700.000 romanos, 1.800.000 judíos y alemanes, y unos 5.000 pertenecientes a otras razas; en total 15.500.000 habitantes.

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