Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha

XI

En resumen su programa era bastante inocente y estaba lleno de contradicciones. Las instituciones democráticas y populares se ligaron fantásticamente a la forma monárquica de gobierno, ligaron la independencia de los soberanos a la unidad pangermánica y esta última a la federación republicana de Europa. En una palabra, casi todo debe quedar como hasta aquí y todo debe ser impregnado del nuevo estado de espíritu y debe, sobre todo, tener un carácter filantrópico; la libertad y la igualdad deben prosperar en condiciones que las destruyen. Un programa tal no podía ser inventado más que por los burgueses sentimentales de Alemania del sur que se habían hecho notar al principio por un desdén sistemático y luego por una negación ardiente de las aspiraciones socialistas de nuestros días, como lo ha probado el congreso de la Liga de la paz en 1868.

Es claro que el partido del pueblo debía asumir una actitud hostil contra el partido obrero de los socialdemócratas fundado en el 60 por Ferdinand Lassalle.

Tendremos aún ocasión de relatar en detalle el desarrollo de las asociaciones obreras en Alemania y, en general, en toda Europa. Notemos ahora que hacia la última década y principalmente en 1869, la masa obrera de Alemania estaba dividida en tres categorías: la primera, la más numerosa, estaba fuera de toda organización. La segunda, bastante numerosa también, estaba compuesta de sociedades para la educación de los obreros (Arbeiterbildungsverein), y en fin la tercera, la menos numerosa, pero al contrario la más enérgica y la más inteligente, fundó una falange de obreros lassalianos con el nombre de partido general de los obreros alemanes (Deutsche Allgemeine Arbeiterverband).

No tenemos que hablar de la primera categoría. La segunda representaba una especie de pequeñas asociaciones obreras bajo el control directo de Schultze-Delitsch y de socialistas burgueses del mismo calibre.

Ayúdate a tí mismo, era su consigna: se recomendaba con insistencia a los trabajadores no esperar ni salvación ni ayuda de parte del Estado o del gobierno, sino únicamente de su propia energía. El consejo era excelente si no se hubiese agregado a él la falsa seguridad de que en las condiciones actuales de la organización social, paralelamente a la existencia del monopolio económico que explotaba las masas obreras y del Estado político que salvaguardaba esos monopolios contra la insurrección del pueblo, la emancipación de los trabajadores era posible. Gracias a esa ilusión y, de parte de los socialistas burgueses y de los jefes de ese partido, a un engaño consciente, los trabajadores que caían bajo su influencia debían alejarse sistemáticamente de toda preocupación y de toda cuestión política y social relativa al Estado, a la propiedad, etc., tomar como punto de partida la existencia racional y legítima del orden de cosas tal como subsiste hoy y buscar los mejoramientos y alivios a su suerte en la organización de asociaciones, cooperativas de consumo, de crédito y de producción. En cuanto a la educación política, Schultze-Delitsch proponía a los obreros el programa entero del partido del progreso a que él y sus camaradas pertenecían.

Desde el punto de vista económico, y esto es claro para todos ahora, el sistema de Schultze-Delitsch tendía lógicamente hacia la protección de la sociedad burguesa contra la tempestad social; en cuanto al punto de vista político, sometía completamente al proletariado a la burguesía que lo explotaba y en manos de la cual debía ser un instrumento obediente y estúpido.

Ferdinand Lassalle se había levantado contra un engaño tan burdo y doble. Le fue fácil romper el sistema económico de Schultze-Delitsch y mostrar la inanidad de sus sistemas políticos. Nadie pudo, como Lassalle, aplicar y demostrar de un modo tan convincente a los obreros alemanes que en las condiciones económicas actuales la situación del proletariado no sólo no puede mejorarse sino que, al contrario, por la fuerza misma de la ley económica infalible, deberá empeorar de año en año a pesar de todas las tentativas cooperativas que pudieran aportar una ventaja efímera y temporal y eso a un número ínfimo de trabajadores. Destruyendo el programa político había probado que toda esa política llamada popular no tenía en suma otra virtud que un refuerzo de los privilegios económicos de la burguesía.

Hasta aquí estamos de acuerdo con Lassalle. Pero es desde aquí donde nos separamos de él y, en general, de los socialistas demócratas o comunistas de Alemania: en oposición a Schultze-Delitsch, que recomendaba a los trabajadores que no buscasen su salvación más que en su propia energía y que no esperasen nada del Estado, Lassalle, después de haber demostrado que en las condiciones económicas actuales era imposible no sólo alcanzar su emancipación, sino también el menor mejoramiento de su suerte, que será inevitablemente empeorada; y luego que en tanto que exista un Estado burgués los privilegios burgueses permanecen inaccesibles, llegó a formular la conclusión siguiente: para alcanzar la verdadera libertad, que esté basada en la igualdad económica, el proletariado deberá conquistar el Estado y dirigir la fuerza estatista contra la burguesía en beneficio de la masa obrera, lo mismo que hoy es dirigida contra el proletariado en beneficio único de la clase explotadora.

¿Pero cómo se hará dueño del Estado? Para eso no hay más que dos medios: o bien por una revolución política, o bien por una agitación legal del pueblo en favor de las reformas pacíficas. Lasalle, alemán, judío, sabio y hombre rico, aconsejó el segundo medio.

En ese sentido y con ese fin organizó un partido considerable, y de preferencia político, de los obreros alemanes; lo organizó jerárquicamente, sometido a una severa disciplina y a su dictadura; en una palabra, hizo lo que el señor Marx había querido hacer, durante los últimos tres años, en la Internacional. La tentativa de Marx fracasó, pero la de Lassalle tuvo un éxito brillante. El objetivo directo e inmediato del partido fue la agitación pacífica a través del país en pro del sufragio universal para la elección de los representantes del Estado obrero y del poder.

Habiendo conquistado ese derecho por medio de las reformas legales, el pueblo enviará sólo a sus representantes en el Parlamento que, por una serie de decretos y de leyes, transformará el Estado burgués en un Estado popular. El primer deber de un Estado popular sería abrir un crédito ilimitado a las asociaciones obreras de producción y de consumo que, sólo entonces, estarían en situación de luchar contra el capital burgués y llegarían pronto a vencerlo y absorverlo. Cuando el proceso de devoramiento terminase, entonces se abriría la era de la transformación radical de la sociedad.

Tal es el programa de Lassalle, tal es el programa del partido socialdemócrata. En el fondo no es a Lassalle, sino a Marx a quien pertenece ese programa, que lo desarrolló ampliamente en su célebre Manifiesto del partido comunista publicado por él y Engels en 1848.

Una alusión evidente a ese programa se encuentra en el primer Manifiesto de la Asociación Internacional, escrito por Marx en 1864; en las palabras siguientes: el primer deber de la clase obrera consiste en la conquista del poder político, o, como se ha dicho en el Manifiesto comunista: el primer paso hacia la revolución de los trabajadores debe consistir en la elevación del proletariado al rango de clase dominante. El proletariado debe concentrar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado elevado al rango de clase dominante.

¿No está claro que el programa de Lassalle no se distingue en nada del programa de Marx a quien reconocía como a su maestro? En el folleto contra Schultze-Delitsch, Lassalle, que había caracterizado con una claridad verdaderamente genial sus obras y había definido sus idas fundamentales sobre el desenvolvimiento político y social de la sociedad futura, decía francamente que esas ideas y la terminología misma no le pertenecían a él sino a Marx que fue el primero en formularlas y en desarrollarlas en su obra notable, que no publicó todavía.

Tanto más singular parece ser la protesta del señor Marx insertada, después de la muerte de Lassalle, en la introducción de su obra sobre el Capital. Marx se queja amargamente del plagio de Lassalle, que se apropió de sus ideas.

La protesta es excesivamente extraña de parte de un comunista que predicaba la propiedad colectiva y que no comprendía que una idea, una vez emitida, cesaba de ser propiedad de un individuo. La cosa sería diferente si Lassalle hubiese copiado una página o más, eso habría sido un plagio y la prueba de un fracaso intelectual de un autor incapaz de dirigir las ideas tomadas a otros y de reproducirlas por un trabajo intelectual propio en una forma independiente. Así no obran más que los que están desprovistos de capacidades intelectuales o que son deshonestos por vanidad cuervos disfrazados con plumas de pavo.

Lassalle era demasiado inteligente y demasiado independiente de espíritu para recurrir a medios tan mezquinos a fin de atraer sobre él la atención del público. Era vanidoso como correspondía a un judío, pero al mismo tiempo estaba dotado de cualidades tan notables que habría podido sin muchas dificultades satisfacer las exigencias de la vanidad más refinada. Era inteligente, erudito, rico, hábil y extremadamente audaz; tenía, en el más alto grado, el don de la dialéctica, el del talento oratorio, de la claridad de comprensión y de exposición. En oposición a su maestro Marx, que es fuerte en teoría, en intriga secreta y clandestina y pierde, al contrario, la fuerza y la significación en la arena pública, Lassalle estaba creado, se habría dicho que expresamente, para la lucha abierta en el terreno político. La sutilidad dialéctica y la fuerza de la lógica, estimuladas por el amor propio caldeado en la lucha, reemplazaban en él la fuerza de las convicciones apasionadas. Obraba con una fuerza enorme sobre el proletariado pero estaba lejos de ser un hombre del pueblo.

Toda su vida, su ambiente, sus hábitos, sus gustos estaban estrictamente ligados a la clase burguesa, a lo que se llamaba la juventud dorada. La superaba naturalmente por el cerebro, reinaba por su inteligencia, gracias a la cual se encontró a la cabeza del proletariado alemán. En el espacio de algunos años había alcanzado una popularidad inmensa.

Toda la burguesía liberal y democrática le odiaba profundamente; sus camaradas de ideas, los socialistas, los marxistas y el maestro mismo, Marx, concentraron contra él toda la fuerza de su envidia malevolente. Lo odiaban tan profundamente como la burguesía: en tanto que vivió no se atrevieron a expresarle su odio, porque era demasiado fuerte para ellos.

Tuvimos ocasión varias veces de expresar nuestro disgusto profundo hacia las teorías de Lassalle y de Marx, que recomendaban a los trabajadores, si no como el ideal, al menos como el objetivo principal más próximo, la fundación del Estado popular que, según ellos, no sería más que el proletariado elevado al rango de clase dominante.

Si el proletariado, se pregunta, se convierte en clase dominante, ¿sobre quién dominaría? Quedará, pues, otro proletariado que será sometido a esa nueva dominación, a ese nuevo Estado. Ese es el caso, por ejemplo, de la masa campesina que, como se sabe, no disfruta de la benevolencia de los marxistas y que, encontrándose en un nivel inferior de cultura, será probablemente gobernada por el proletariado de las ciudades y de las fábricas; o, si consideramos la cuestión desde el punto de vista nacional, los esclavos caerán por esas mismas razones bajo un yugo servil en relación con el proletariado alemán vencedor, semejante al que sufre este último en relación a su burguesía.

Donde existe el Estado existe inevitablemente la dominación, por consiguiente la esclavitud; el Estado sin la esclavitud -abierta o enmascarada- es imposible: es la razón por la cual somos enemigos del Estado.

¿Qué significa el proletariado elevado al rango de clase dominante? ¿Sería el proletariado entero el que se pondrá a la cabeza del gobierno? Hay aproximadamente unos 40 millones de alemanes. ¿Se imagina uno a todos esos 40 millones miembros del gobierno? El pueblo entero gobernará y no habrá gobernados. Pero entonces no habrá gobierno, no habría Estado; mientras que si hay Estado habrá gobernados, habrá esclavos.

Este dilema se resuelve fácilmente en la teoría marxista.

Entienden, por gobierno del pueblo, un gobierno de un pequeño número de representantes elegidos por el pueblo. El sufragio universal -el derecho de elección por todo el pueblo de los representantes del pueblo y de los gerentes del Estado-, tal es la última palabra de los marxistas lo mismo que de la minoría dominante, tanto más peligrosa cuanto que aparece como la expresión de la llamada voluntad del pueblo.

Así, pues, desde cualquier parte que se examine esta cuestión, se llega siempre al mismo triste resultado, al gobierno de la inmensa mayoría de las masas del pueblo por la minoría privilegiada. Pero esa minoría, nos dicen los marxistas, será compuesta de trabajadores. Si, de antiguos trabajadores, quizás, pero que en cuanto se conviertan en gobernantes o representantes del pueblo cesarán de ser trabajadores y considerarán el mundo trabajador desde su altura estatista; no representarán ya desde entonces al pueblo, sino a sí mismos y a sus pretensiones de querer gobernar al pueblo. El que quiera dudar de ello no sabe nada de la naturaleza humana.

Pero esos elegidos serán convencidos ardientes y además socialistas científicos. Eta palabra socialistas científicos que se encuentra incesantemente en las obras y dicursos de los lassallianos y de los marxistas, prueban por sí mismas que el llamado Estado del pueblo no será más que una administración bastante despótica de las masas del pueblo por una aristocracia nueva y muy poco numerosa de los verdaderos y pseudos sabios. El pueblo no es sabio, por tanto será enteramente eximido de las preocupaciones gubernamentales y será globalmente incluido en el rebaño administrado. ¡Hermosa liberación!

Los marxistas se dan cuenta de esa contradicción, y reconociendo que un gobierno de sabios -el más pesado, el más ultrajante y el más despreciable del mundo- será, a pesar de todas las formas democráticas, una verdadera dictadura, se consuelan con el pensamiento que esa dictadura será provisoria y corta. Dicen que su sola preocupación y su solo objetivo será educar y elevar al pueblo, tanto desde el punto de vista económico como del político, a un nivel tal que todo gobierno se vuelva pronto superfluo, y el Estado, perdiendo todo su carácter político, es decir, de dominación, se transformará en una organización absolutamente libre de los intereses económicos de las comunas.

Tenemos aquí una contradicción flagrante. Si el Estado fuera verdaderamente popular, ¿qué necesidad hay de abolirio? Y si el gobierno del pueblo es indispensable para la emancipación real del pueblo, ¿cómo es que se atreven a llamarlo popular? Por nuestra polémica contra ellos les hemos hecho confesar que la libertad o la anarquía, es decir, la organización libre de las masas laboriosas de abajo a arriba, es el objetivo final del desenvolvimiento social y que todo Estado, sin exceptuar su Estado popular, es un yugo que, por una parte, engendra el despotismo y, por la otra, la esclavitud.

Dicen que tal dictadura-yugo estatista es un medio transitorio inevitable para poder alcanzar la emancipación integral del pueblo: anarquía o libertad, es el objetivo; Estado o dictadura, es el medio. Así, pues, con el fin de emancipar las masas laboriosas es preciso ante todo subyugarlas.

Sobre esa contradicción se ha detenido por el momento nuestra polémica. Ellos afirman que sólo la dictadura -la suya, evidentemente- puede crear la voluntad del pueblo; respondemos que ninguna dictadura puede tener otro objeto que su propia perpetuación y que no es capaz de engendrar y desarrollar en el pueblo que la soporta más que la esclavitud; la libertad no puede ser creada más que por la libertad, es decir, por la rebelión del pueblo y por la organización libre de las masas laboriosas de abajo a arriba.

Más tarde tenemos intención de examinar con más detalles y desde más cerca esta cuestión a cuyo alrededor gira todo el interés de la historia contemporánea. Por el momento atraemos la atención del lector sobre el hecho siguiente, hecho muy significativo que se repite invariablemente.

Mientras que la teoría político-social de los socialistas anti-estatistas o anarquistas le lleva infaliblemente y directamente a una ruptura completa con todos los gobiernos, con todos los matices de la política burguesa, no dejando otra salida que la revolución social, la teoría opuesta de los comunistas estatistas y de la autoridad científica arrastra con la misma infalibilidad y embrolla a sus partidarios bajo el pretexto de táctica política, en transaciones incesantes con los gobiernos y los diferentes partidos políticos burgueses; en otras palabras, los lleva directamente hacia la reacción.

Lassalle mismo es la mejor prueba de ello. Todos conocen sus relaciones y sus negociaciones con Bismarck. Liberales y demócratas, contra quienes llevaba a cabo una guerra implacable y muy habil, aprovecharon eso para acusarlo de estar vendido al enemigo. Lo mismo, aunque menos manifiestamente, murmuraban entre sí los partidarios personales de Marx en Alemania. Pero unos y otros mentían. Lassalle era rico y no tenía, ninguna razón para dejarse comprar: era demasiado inteligente y demasiado orgulloso para preferir al rol de agitador independiente la situación despreciable de un agente de un gobierno o de cualquiera que fuese.

Hemos dicho ya que Lassalle no era un hombre del pueblo, porque era demasiado elegante para tener contacto con el proletariado fuera de las reuniones públicas donde lo magnetizaba generalmente por su talento oratorio notable; estaba demasiado mimado por la riqueza y por los hábitos que se derivan de una existencia elegante y caprichosa para hallar la menor satisfacción en el seno del pueblo; y, en fin, era demasiado consciente de su superioridad intelectual para no experimentar un cierto desprecio ante la multitud iletrada y grosera a que se dirigía más bien como un médico a su enfermo que como de hermano a hermano. En esos límites estaba seriamente consagrado a la causa del pueblo, lo mismo que un médico honesto está consagrado a la curación de su enfermo a quien, por lo demás, considera menos como hombre que como objeto. Estamos firmemente convencidos que era hasta tal punto honesto y orgulloso que nada del mundo le habría hecho traicionar la causa del pueblo.

No hay necesidad de recurrir a viles suposiciones para explicarse las relaciones y las transacciones de Lassalle con el ministro prusiano. Lassalle estaba, como hemos dicho, en guerra abierta con todos los matices liberales y demócratas y despreciaba profundamente a esos retóricos inocentes cuya impotencia e inconsistencia veía tan claramente; Bismarck luchabá también contra ellos -bien que por razones diferentes-; ese fue, pues, el primer pretexto para un acercamiento. Pero la base fundamental consistía en el programa político y social de Lassalle, en la teoría comunista creada por el señor Marx.

El punto cardinal de ese programa es la emancipación (imaginaria) del proletariado por el solo medio del Estado. Pero para eso sería preciso que el Estado quisiera convertirse en el libertador del proletariado del yugo del capital burgués. ¿Cómo hacer para llegar a inspirar tal voluntad al Estado? Unicamente dos medios pueden concurrir a ese fin. El proletariado debe realizar una revolución para conquistar el Estado, medio heroico. Según nosotros, una vez en posesión del Estado, deberá destruirlo inmediatamente, como prisión eterna de la masa laboriosa; pero según la teoría del señor Marx el pueblo no sólo no debe destruirlo, sino que, al contrario, debe afirmarlo y reforzarlo y ponerlo en ese estado en manos de sus bienhechores, padrinos y maestros, de los jefes del partido comunista, es decir, del señor Marx y de sus amigos que comenzarán entonces a libertar a su modo. Centralizarían las riendas del poder en un puño de hierro, porque el pueblo ignorante exige un tutela muy enérgica; fundarán un solo banco de Estado que concentrará en sus manos toda la producción comercial, industrial, agrícola y hasta científica y repartirán la masa del pueblo en dos ejércitos: uno industrial y otro agrícola, bajo el comando directo de los ingenieros de Estado que formarán así la nueva casta privilegiada político-científica del Estado.

¡Admirad el objetivo brillante que coloca ante el pueblo alemán la escuela de los comunistas alemanes! Pero para llegar a todos esos beneficios es indispensable ante todo dar un pasito inocente: ¡la revolución! ¡Esperad que los alemanes hagan una revolución! Discutir indefinidamente sobre la revolución, pase, ¡pero en cuanto a hacerla ...!

Los alemanes mismos no creen en la revolución alemana.

Sería preciso que otro pueblo la comience o que una fuerza exterior cualquiera pueda arrastrarlos o impulsarlos a ella; por sí mismos no irán nunca más allá del estadio de la argumentación. Es preciso, por consiguiente, buscar otro medio para conquistar el Estado. Es preciso conquistar la simpatía de los hombres que se encuentran o podrían encontrarse a la cabeza del Estado ...

En la época de la actividad de Lassalle, como por lo demás hoy todavía, es Bismarck le que estaba a la cabeza del Estado. ¿Quién habría podido reemplazarle? El partido liberal y el democrático-progresista estaban vencidos; quedaba sólo el partido puramente democrático que más tarde tomó el nombre de partido popular. Pero ese partido era insignificante en el norte, un poco más numeroso en el sur, y aspiraba directamente a la hegemonía del imperio austriaco.

Los últimos acontecimientos han probado que ese partido exclusivamente burgués no poseía ninguna independencia ni fuerza. Cayó completamente en ruinas en 1870.

Lassalle estaba especialmente dotado del instinto y del sentido práctico que faltaba a Marx y a sus partidarios. Como sucede con todos los teóricos, Marx era un soñador incorregible en la práctica. Lo había demostrado por la infortunada campaña en la Asociación Internacional que tuvo por fin el establecimiento de su dictadura en la Internacional y por medio de la Internacional en todo el movimiento revolucionario del proletariado de Europa y de América. Es preciso estar loco o ser sabio totalmente abstracto para proponerse tal finalidad. El señor Marx ha sufrido en el año corriente una derorta completa y merecida, pero es dudoso que eso le libre de sus quimeras ambiciosas.

Es gracias a esas mismas quimeras y al deseo de adquirir admiradores y partidarios en las filas de la burguesía como Marx impulsó siempre y continúa impulsando al proletariado a transacciones con los radicales burgueses. Jacobino por educación y por predilección, su sueño favorito es la dictadura política. Gambetta y Castelar son los hombres de su ideal. Su corazón, sus pensamientos aspiran hacia ellos y si últimamente se vio obligado a descalificarlos, es sólo porque no pudieron sostener la apariencia de ser socialistas.

Un doble fin es perseguido en ese deseo de transacción con la burguesía radical que se ha evidenciado en Marx más y más durante los últimos años: primeramente, la burguesía radical, si llegase a conquistar el poder político, querrá, tendrá la posibilidad de querer hacer uso de él en beneficio de proletariado; luego, una vez conquistado el poder, el partido radical ¿podrá un día resistir la reacción cuya raíz se encuentra en su propio seno?

El partido radical burgués se diferencia de la masa laboriosa en que, por sus intereses económicos y políticos, así como por sus hábitos de vida, por su ambición, su vanidad y sus prejuicios, está profundamente y, digámoslo, orgánicamente ligado a la clase explotadora. ¿Cómo podrá querer emplear el poder, aunque lo hubiese conquistado con ayuda del pueblo, en provecho de este último? Sería simplemente el suicidio de toda una clase, y el suicidio de toda una clase es cosa imposible. Los demócratas más frenéticos y los más rojos han sido, son y serán burgueses en tal grado que bastará siempre una declaración seria de las reivindicaciones e instintos socialistas de parte del pueblo, para forzarlos a lanzarse inmediatamente en la reacción más desenfrenada y más insensata.

Todo eso es lógicamente inevitable; y, lógica aparte, toda la historia contemporánea demuestra esa inevitabilidad. Basta recordarse de la traición desvergonzada del partido republicano rojo en las jornadas de junio de 1848; y por si tal ejemplo y la cruel lección que le siguió durante un periodo de veinte años, lección dada por Napoleón III, hubiesen sido insuficientes para que se repitiera la misma cosa, se repite aun de nuevo en Francia en 1870-71. Gambetta y su partido se mostraron los enemigos más encarnizados del socialismo revolucionario. Traicionaron a Francia, entregándola con los pies y manos ligados, a la reacción que hoy impera en ella. Otro ejemplo está en España. El partido político radical más extremista (el partido intransigente) ha demostrado ser el enemigo más encarnizado del socialismo internacional.

Se plantea aún otra cuestión: ¿la burguesía radical puede realizar sin la insurrección del pueblo un golpe de Estado triunfante? Basta plantear la cuestión para resolverla negativamente: no. Se deduce, pues, que no es el pueblo el que tiene necesidad de la burguesía, sino la burguesía la que tiene necesidad del pueblo para el triunfo de la revolución. Esto se ha hecho evidente en todas partes y en Rusia más que en otros países. Reunid toda nuestra juventud que piensa revolucionariamente, pero que razona con el espíritu de la nobleza y de la burguesía; pero, en primer lugar, ¿cómo la ligaréis en un solo organismo viviente con un pensamiento único y una aspiración única? No puede unirse más que disolviéndose en el pueblo; fuera del pueblo permanecerá siempre como una multitud vacía de sentido, sin voluntad propia, charlatana y enteramente impotente.

Los mejores hombres del mundo burgués, burgueses de nacimiento y no por convicción y aspiraciones, no pueden ser útiles más que a condición de que se disuelvan en el pueblo, en la verdadera causa del pueblo; pero si continúan existiendo fuera del pueblo, no sólo le serán inútiles, sino francamente nocivos.

El partido radical es un partido aparte; vive y obra fuera del pueblo. ¿Qué significa su tentativa de alianza con el pueblo trabajador? Ni más ni menos que la conciencia de su impotencia, la confesión de que el apoyo del pueblo le es indispensable para conquistar el poder estatista, no en provecho del pueblo, naturalmente, sino en beneficio propio.

Y en cuanto lo haya conquistado, se convertirá inevitablemente en el enemigo del pueblo; una vez convertido en su enemigo, perderá su punto de apoyo -la fuerza del pueblo- y para quedar en el poder, aunque no fuese más que un tiempo limitado, será obligado a buscar nuevas fuentes de energía, pero ya contra el pueblo en las alianzas y transacciones con los partidos reaccionarios vencidos. Yendo de este modo, de compromiso en compromiso, de traición en traición, se vuelve a poner él mismo y vuelve a poner al pueblo en manos de la reacción. Escuchad lo que dice hoy Castelar, republicano encarnizado, convertido en dictador: La política vive de compromisos y de transacciones, es por eso que tengo intención de colocar a la cabeza del ejército republicano generales del partido monárquico moderado. Los resultados a que se encamina de ese modo son, naturalmente, claros para todo el mundo.

Lassalle, hombre práctico, comprendía a maravilla todas estas consideraciones; además, despreciaba profundamente a toda la burguesía alemana y no podía, por consiguiente, aconsejar a los trabajadores que anudasen relaciones con un partido burgués cualquiera.

Quedaba la revolución; pero Lassalle conocía perfectamente a sus compatriotas para confiar en una iniciativa revolucionaria de su parte. ¿Qué le quedaba, pues, que hacer? Una sola cosa: tratar relaciones con Bismarck.

El punto de reunión estaba dado por la teoría misma de Marx, a saber: un Estado-unido, vasto y fuertemente centralizado. Lassalle lo quería, y Bismarck lo estaba realizando. ¿Qué les impedía, pues, aliarse?

Desde su advenimiento al ministerio, después del parlamento prusiano de 1848, Bismarck había demostrado que era el enemigo despreciador de la burguesía; en cuanto a su actividad presente, muestra que no es ni fanático ni esclavo del partido feudal de la nobleza al cual pertenece por su origen y su educación y del cual quiere cortar las alas con la ayuda del partido deshecho, vencido y servilmente obediente de los liberales burgueses, demócratas, republicanos y aun socialistas, que aspiran definitivamente a un denominador común en el Estado.

Su objetivo principal, como el de Lassalle y el de Marx, es el Estado. Es por esa razón que Lassalle se mostró incomparablemente más lógico y práctico que Marx, que consideraba a Bismarck como un revolucionario, a su modo, naturalmente, y que soñaba en desposeerlo por la razón, sin duda, que ocupaba en el Estado el primer puesto, puesto que según el señor Marx, debía pertenecerle a él mismo.

Lassalle, no tenía probablemente un amor propio tan grande y no desdeñó de ningún modo entrar en relaciones con Bismarck. En acuerdo completo con el programa político enunciado por Marx y Engels en el Manifiesto comunista, Lassalle no pedía a Bismarck más que una sola cosa: que abriera el crédito del Estado a las asociaciones obreras de producción. Pero al mismo tiempo -y eso prueba en qué grado tenía confianza en Bismarck- llevaba a cabo, siempre de acuerdo con el programa, entre los obreros una agitación legal y pacifica en favor de la conquista del sufragio, otra quimera sobre la cual hemos tenido ya ocasión de expresar nuestra opinión.

La muerte repentina y prematura de Lassalle no le permitió llevar a buen fin sus planes ni pudo siquiera desarrollarlos suficientemente.

Después de la muerte de Lassalle se fundó un tercer partido bajo la influencia de los amigos y de los discipulos de Marx, entre la libre federación de las sociedades para la educación de los trabajadores y el partido general de los trabajadores alemanes. A su frente se encontraron dos hombres de talento, uno semi-obrero, el otro literato y discipulo y agente de Marx: los señores Bebel y Liebknecht.

Hemos contado ya las consecuencias molestas de la aventura del señor Liebknecht en Viena en 1808. El resultado de esa aventura fue el congreso de Nurenberg (agosto de 1868) en el cual se organizó definitivamente el partido socialdemócrata.

Según las intenciones de sus fundadores, que obraban bajo las órdenes directas de Marx, ese partido debía convertirse en la sección pangermánica de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Pero las leyes alemanas y sobre todo prusianas impidieron tal afiliación. Esta no fue anunciada más que indirectamente del modo siguiente: El partido social-demócrata de los trabajadores alemanes entra en relaciones con la Asociación Internacional de los Trabajadores en tanto que tales relaciones están permitidas por las leyes alemanas.

No hay duda que ese partido ha sido fundado en Alemania con la osperanza y el designio secretos de introducir por su intermedio en la Internacional el programa entero de Marx, dejado al margen por el primer congreso de Ginebra (1866).

El programa de Marx se convirtió en el programa del partido socialdemócrata. Comienza repitiendo algunos párrafos principales del programa de la Internacional, confirmado por el primer congreso de Ginebra; pero luego, y repentinamente, se da un paso brusco hacia la conquista del poder político, recomendada a los trabajadores alemanes como el fin más inmediato y más urgente del nuevo partido, adjuntando la famosa frase: La conquista de los derechos políticos (sufragio universal, libertad de prensa, libertad de asociación y de reuniones públicas, etc.), como condición preliminar indispensáble de la emancipación económica de los trabajadores. He aquí la significación de esa frase: antes de proceder a la revolución social, los trabajadores deben realizar una revolución política, o, lo que está más en conformidad con el carácter alemán y más simplemente, adquirir los derechos políticos por medio de una agitación pacífica. Y como todo movimiento político no puede ser más que un movimiento burgués, se desprende de ahí, por consiguiente, que ese programa recomienda a los trabajadores alemanes asimilarse ante todo los intereses y fines burgueses y llevar a cabo un movimiento político en favor de la burgueía radical que, entonces, por reconocimiento, no libertará al pueblo, sino que lo subyugará a una nueva autoridad, a una nueva explotación.

Tuvo lugar una reconciliación conmovedora sobre la base de ese programa entre los trabajadores alemanes y austriacos y los radicales burgueses del partido popular. A la conclusión del congreso de Nurenberg los delegados elegidos especialmente para ese fin por el congreso, partieron para Stuttgart, donde se concertó una alianza formal, defensiva y ofensiva, entre los representantes de los trabajadores engañados y los jefes del partido radical burgués.

Como resultado de esa alianza, unos y otros acudieron, como hermanos, al segundo congreso de la Paz y de la Libertad que abrió sus sesiones en septiembre, en Berna. En ese congreso se produjo un hecho significativo. Si no todos, al menos muchos de nuestros lectores han oído hablar de la escisión que se manifestó por primera vez en ese congreso entra los socialistas y revolucionarios que habían pertenecido al partido conocido con el nombre de Alianza o que entraron después en ella.

La cuestión que dio el pretexto exterior a la escisión inevitable ya desde hacía tiempo, fue expuesta de una manera precisa y clara por los aliancistas. Querían desnudar a los socialistas y a los demócratas burgueses, forzarles a expresar abiertamente no sólo su indiferencia, sino su actitud positivamente hostil hacia la cuestión que podía ser considerada como cuestión popular, es decir, la cuestión social.

Propusieron con este fin a la Liga de la Paz y de la Libertad que reconociera como fin principal de todas sus aspiraciones la igualación de los individuos (no sólo desde el punto de vista político o jurídico, sino sobre todo desde el punto de vista económico) y de las clases (en el sentido de la abolición total de éstas). En una palabra, invitaron a la Liga a aceptar el programa social-revolucionario.

Dieron expresamente la forma más moderada a su proposición a fin de que los adversarios, la mayoría de la Liga, no pudiese enmascarar su negativa por una objeción contra el modo extremo con que era planteado el asunto. Se les dijo claramente: No nos ocupamos esta vez de la cuestión de los medios para alcanzar el fin. Os preguntamos: ¿queréis la realización de ese fin? ¿Lo reconocéis como legítimo y actualmente como objetivo principal, por no decir único? ¿Queréis, deseáis realizar la igualdad más completa, no fisiológica o etnológica, sino social y económica entre los hombres, en cualquier parte del mundo que sea, a cualquier nación que pertenezcan? Estamos convencidos y toda la historia contemporánea está ahí para confirmarlo: que en tanto que la humanidad esté repartida en minoría de explotadores y en mayoría de explotados, la libertad es imposible y se convierte en una mentira. Si queréis la libertad para todos, debéis querer, con nosotros, la igualdad entre todos. ¿La queréis o no? Si los señores demócratas burgueses y los socialistas hubieran sido más inteligentes, habrían respondido con un sí a fin de salvar su honor, y habrían podido postergar, como hombres prácticos, la realización de ese fin ad kalendas graecas. Los aliancistas, que temían tal respuesta, se habían convenido de antemano para poner a discusión en esa eventualidad la cuestión de los medios necesarios para conseguir ese fin. Entonces habría surgido la cuestión de la propiedad colectiva e individual, de la abolición del derecho jurídico y del Estado.

En este terreno la mayoría del congreso habría podido estar mejor situada para librar batalla que sobre la primera.

La claridad de la primera cuestión era tal que no permitía ningún subterfugio. En cuanto a la segunda, es más complicada y da materia a un número infinito de definiciones, lo que, con una cierta habilidad, permitiría hablar y votar contra el socialismo del pueblo y al mismo tiempo darse aires de ser socialista y amigo del pueblo. Bajo este aspecto la escuela de Marx nos había dado muchos ejemplos y el dictador alemán es tan hospitalario (a condición expresa de que se prosterne uno ante él) que cubre en la hora actual con su bandera un número considerable de socialistas y de demócratas burgueses en el más alto grado y que la Liga de la paz y de la Libertad habría podido abrigarse bajo él con la sola condición de que quisiera reconocerlo como el hombre más grande.

Tal actitud de parte del congreso burgués habría hecho más difícil la posición de los aliancistas; habría resultado una lucha entre la Liga y estos últimos, semejante a la que existe hoy entre ellos y Marx. Pero la Liga se mostró más estúpida y también más honesta que los marxistas; aceptó la batalla en el primer terreno que se le propuso y a la cuestión de si exige la igualdad económica, sí o no, respondió en gran mayor con un no. Se separó así definitivamente del proletariado y se condenó a una muerte próxima. Murió y no dejó más que dos sombras extraviadas y quejumbrosas: Armand Goeg y el millonario saint-simoniano Lemonnier.

Volvamos ahora al hecho extraño que ha pasado en ese congreso, a saber: que los delegados vueltos de Nurenberg y de Stuttgart, es decir, los obreros enviados al congreso de Nurenberg por el nuevo partido socialdemócrata de los trabajadores alemanes y los suavos burgueses del partido popular votaron como un solo hombre, con la mayoría de la Liga, contra la igualdad. Que los burgueses votaron así no puede sorprender a nadie, no son burgueses en balde. Ningún burgués, aunque fuese el revolucionario más rojo, puede querer la igualdad económica, porque esa igualdad equivale a su muerte.

Pero, ¿de qué modo pudieron votar los trabajadores miembros del partido socialdemócrata contra la igualdad? ¿No es una prueba de que el programa a que están subordinados hoy les conduce directamente a un fin diametralmente opuesto al planteado por su posición social y por su instinto, y que su alianza con los radicales burgueses, concluída para fines políticos, está basada no en la absorción de la burguesía por el proletariado, sino, al contrario, sobre la subordinación de éste a aquélla?

Otro hecho notable. El congreso de Bruselas de la Internacional que clausuró sus sesiones algunos días antes del de Berna, rechazó toda solidaridad con este último, y todos los marxistas que participaron en el congreso de Bruselas hablaron y votaron en ese sentido. ¿De qué modo se puede explicar entonces que otros marxistas, obrando como los primeros, bajo la influencia directa de Marx, hayan podido llegar a una unanimidad tan conmovedora con la mayoría del congreso de Berna?

Todo eso ha permanecido siendo un enigma que no ha podido explicarse hasta aquí. La misma contradicción hay que registrar durante todo el año 1868, y aun después de 1869 en el Volksstaat, el órgano principal y oficial, por decido así, del partido socialdemócrata de los trabajadores alemanes y editado por los señores Bebel y Liebknecht. Se encontraban en él algunos artículos bastante enérgicos contra la Liga burguesa; pero eran seguidos por francas declaraciones de ternura, algunas veces por reproches amistosos. El órgano que debía representar los intereses reales del pueblo parecía suplicar a la Liga que reprimiera sus manifestaciones demasiado francas de instintos burgueses que comprometían a los defensores de la Liga ante los trabajadores.

Tal vacilación en el partido del señor Marx continuó hasta septiembre de 1869, es decir, hasta el congreso de Basilea, Este congreso forma una época en el desenvolvimiento de la Internacional.

Ante todo, los alemanes habían tomado una parte muy débil en los congresos de la Internacional. El rol principal era desempeñado por los trabajadores de Francia, de Bélgica, de Suiza y en parte de Inglaterra. Pero ahora los alemanes, que organizaron su partido a base del programa más arriba enunciado, más bien político-burgués que popular y social, se presentaron al congreso de Basilea como un regimiento bien disciplinado y votaron, como un solo hombre, bajo la vigilancia severa de uno de sus jefes, el señor Liebknecht.

Lo primero que hicieron fue, naturalmente, la introducción de su programa y la proposición de colocar la cuestión política por encima de toda otra cuestión. Tuvo lugar una batalla encarnizada en la cual los alemanes sufrieron una derrota decisiva. El congreso de Basilea conservó intacta la pureza del programa de la Internacional y no permitió a los alemanes mutilarla por la introducción de la política burguesa.

Es así como comenzó la escisión en la Internacional cuya causa fueron y son los alemanes. Se atrevieron a proponer a una sociedad, preminentemente internacional, quisieron imponerlo hasta por la fuerza, su programa estrechamente burgués, político-nacional, exclusivamente alemán, pangermánico.

Fueron derrotados completamente y los aliancistas, miembros de la Alianza de los revolucionarios socialistas, contribuyeron en mucho a esa derrota. De ahí procede el odio atroz da los alemanes contra la Alianza. El fin de 1869 y la primera mitad de 1870 estuvieron repletos de insultos groseros y de intrigas aún más groseras y a menudo abyectas de los marxistas contra los hombres de la Alianza.

Pero todo eso acabó pronto por tranquilizarse bajo la amenaza de la tempestad militar y política que se acumulaba en Alemania y que se difundía por Francia. La salida de la guerra es conocida: Francia fue vencida y Alemania, transformada en imperio, ocupó su puesto.

Acabamos de decir que Alemania tomó el puesto de Francia. No, ocupó un puesto que ningún otro Estado había ocupado precedentemente en la historia contemporánea; ni siquiera la España de Carlos V ocupó ese puesto; es el imperio de Napoleón I el que podría comparársele en potencia y en influencia.

No sabemos lo que habríamos tenido si Napoleón III hubiese triunfado. La situación, ciertamente, habría sido mala, muy mala; pero no habría podido haber mayor desgracia para el mundo entero, para la libertad de los pueblos, que lo que tenemos ahora. El triunfo de Napoleón III habría tenido consecuencias para los demás países; como una enfermedad aguda, dolorosa, pero de corta duración, porque ningún estrato de la nación francesa posee en cantidad suficiente el elemento orgánicamente estatista que es indispensable para la afirmación y la perpetuación de la victoria. Los franceses habrían destruido ellos mismos su hegemonía temporal que podría, tal vez, adular su vanidad, pero que su temperamento no puede soportar.

No pasa lo mismo con los alemanes. Están creados al mismo tiempo para la esclavitud y para la dominación; el francés es soldado por temperamento, por vanagloria, pero no puede sufrir la disciplina. El alemán se someterá voluntariamente a la disciplina más insoportable, la más ultrajante y la más pesada: incluso está dispuesto a amarla, siempre que lo coloque, o más bien que coloque a su Estado alemán, por encima de todos los demás Estados y pueblos.

¿Cómo se podría explicar de otro modo ese entusiasmo loco que se apoderó de toda la nación alemana, de todos los estratos de la sociedad alemana, a la recepción de noticias de una serie de victorias brillantes obtenidas por las tropas alemanas y, en fin, de la toma de París? Todos saben bien en Alemania que el resultado inmediato de la victoria será el predominio indudable del elemento militar que, ya antes, se había distinguido por una villanía sin límites, y que, por consiguiente, en la vida interior del país, eso equivaldría al triunfo de la reacción más vil. ¿Y entonces? Ninguno o casi ningún alemán se asustó: todos se unieron, al contrario, en un entusiasmo unánime. Toda la oposición suava se fundió como la nieve ante el brillo del nuevo sol imperial. El partido popular desapareció y los burgueses, los nobles, los campesinos, los profesores, los literatos, los estudiantes levantaron hasta las nubes el triunfo pangermánico. Todas las sociedades alemanas y todos los círculos del extranjero organizaron regocijo y gritaron ¡Viva el emperador!, aquel mismo que ahorcaba a los demócratas en 1848. Todos los liberales, demócratas y republicanos se hicieron bismarckianos; aun en los Estados Unidos, donde habrían podido aprender y habituarse a la libertad, los millones entusiastas de emigrantes festejaron el triunfo del despotismo pangermánico.

Un hecho tan general no puede ser considerado como acontecimiento pasajero. Indica una pasión profunda, viviente en el alma de todo alemán, pasión que parece contener como elementos inseparables el mando y la obediencia, la dominación y la servidumbre.

¿Y los trabajadores alemanes? ¡Y bien!, los trabajadores alemanes no han hecho nada, ni una sola declaración enérgica de simpatía y de solidaridad con los trabajadores de Francia. Se celebraron algunos pocos mítines donde se pronunciaron algunas frases en que callaba el orgullo nacional triunfador, por decido así, ante la proclamación de solidaridad internacional. Pero nadie se aventuró más allá de las palabras; y, sin embargo, se habría podido comenzar por hacer algo en Alemania, completamente desprovista de tropas. Es verdad que la mayor parte de los trabajadores estaba enrolada en el ejército donde cumplían a perfección el deber de soldado, es decir ametrallaban, estrangulaban, asesinaban y fusilaban a todos por orden de los jefes, y saqueaban también. Algunos de ellos, aun cumpliendo así sus obligaciones militares, escribían al mismo tiempo cartas conmovedoras en el Volksstaat, describiendo vívidamente los actos bárbaros perpetrados por las tropas alemanas en Francia.

Hubo, sin embargo, varios ejemplos de oposición más tenaz, como las protestas del valiente viejo Jacoby, que pagó con prisión en la fortaleza, las protestas de Bebel y de Liebknecht, que están aún encerrados en una fortaleza. Pero son ejemplos solitarios y muy raros. No podemos olvidar el artículo aparecido en septiembre de 1870 en el Volksstaat y en el cual el triunfo pangermánico era claramente transparente. Comenzaba por estas palabras: Gracias a las victorias obtenidas por las tropas alemanas, la iniciativa histórica ha pasado definitivamente de Francia a Alemania, nosotros, alemanes, etc.

Se podría decir, en suma, que sin excepción el sentimiento entusiasta del triunfo militar, nacional y político dominaba en los alemanes y predomina aún. ¡Es en él donde se basa sobre todo la potencia del imperio pangermánico y de su gran canciller, el príncipe de Bismarck!

Las ricas provincias conquistadas, la masa considerable de material de guerra conquistado y, en fin, los cinco mil millones que permiten a Alemania mantener un ejército enorme, bien organizado y con un armamento perfeccionado; la creación del imperio y su subordinación orgánica a la autocracia prusiana; la instalación de nuevas fortalezas y, finalmente, la creación de una flota, todo eso contribuye, es verdad, considerablemente al refuerzo de la potencia pangermánica. Pero su apoyo principal consiste, sin embargo, en la simpatía profunda e indudable del pueblo.

Como se ha expresado uno de nuestros amigos suizos: Ahora, todo sastre alemán que viva en Japón, en China o en Moscú, siente tras sí la flota alemana y toda la potencia alemana; esa conciencia llena de orgullo, suscita en él transportes de entusiasmo; el alemán es, en fin, capaz de decir con altivez, como el inglés o el americano, apoyándose en su Estado: soy alemán. Es verdad que cuando el inglés o el americano dicen: soy inglés, soy americano, entienden por esas palabras: soy un hombre libre, mientras que el alemán subentiende por esas palabras: soy un esclavo, pero, al contrario, mi emperador es el más poderoso de los soberanos y el soldado alemán que me estrangula os estrangulará a todos.

¿Se contentará largo tiempo el pueblo alemán con esa situación? ¿Quién podría decirlo? Había soñado tanto con esa dicha de un Estado único -de un látigo único- que es preciso creer que querrá disfrutar de él largo tiempo aún.

Cada pueblo tiene su gusto particular, y el de un buen látigo estatista predomina en el pueblo alemán.

Que con la centralización estatista comenzarán, y comienzan ya, a desarrollarse en Alemania todos los principios negativos, toda la corrupción, todas las causas de la desorganización intestina que son el resultado inevitable de vastas centralizaciones políticas, no es dudado por nadie. Es tanto más difícil dudar de ello cuanto que a los ojos de todos comienza ya el proceso de descomposición moral e intelectual; y basta leer los periódicos alemanes -los más conservadores o moderados- para encontrar en todas partes descripciones espantosas de la corrupción que se ha apoderado del público alemán que, como se sabe, era considerado como el más honesto del mundo.

Es el resultado inevitable del monopolio capitalista acompañado siempre y en todas partes de ún refuerzo y de la ampliación de la centralización estatista. El capital privilegiado y concentrado en manos de un pequeño número se ha convertido en la hora actual, por decir así, en alma del Estado político; le da sus créditos a él solo y en cambio el Estado le garantiza el derecho ilimitado a explotar el trabajo de pueblo. El monopolio financiero es inseparable del mercado de la bolsa y está estrechamente ligado a la extracción de sus últimos céntimos por medio de compañías por acciones, comerciales e industriales, pues las masas del pueblo así como de la pequeña y mediana burguesía se empobrecen gradualmente.

Gracias a la especulación de la Bolsa y de las acciones, la antigua virtud burguesa basada en el ahorro, en la moderación y en el trabajo, desaparece de la burguesía actual; se manifiesta una tendencia general hacia un rápido enriquecimiento y como éste no es posible más que por el fraude y por el robo llamado legal, y también ilegal, siempre que sea hábil, está claro que debe desaparecer la vieja honestidad y buena fe burguesa.

Es notabe ver con qué codicia desaparece, bajo nuestros ojos, la famosa honestidad alemana. La honestidad burguesa alemana era indeciblemente estrecha y estúpida; pero el alemán corrompido es una criatura de tal modo repugnante que las palabras nos faltan para describirlo. En el francés la corrupción se oculta bajo la gracia y la inteligencia hábil y atractiva, mientras que la corrupción alemana, que no conserva ninguna medida, está en descubierto. Brilla con toda su desnudez repugnante, grosera y estúpida.

Con esta nueva tendencia económica que gana la sociedad alemana entera desaparece velozmente toda la dignidad de la prensa alemana, del arte alemán, de la ciencia alemana.

Los profesores se han vuelto, más que nunca, lacayos y los estudiantes se emborrachan más y más con la cerveza a la salud y al honor de su emperador.

¿Y los campesinos? Quedan perplejos. Sistemáticamente impulsados y retenidos, durante siglos, por la burguesía liberal misma en los campos de la reacción, constituyen hoy, en su gran mayoría, sobre todo en Austria, en Alemania central y en Baviera, el apoyo más sólido de la reacción.

Deberán pasar aún muchos años antes de que vean y comprendan que el Estado pangermánico unificado y el emperador con su enorme personal militar, civil y policial les oprime y les roba.

Los obreros, en fin, están desorientados por sus jefes políticos, literarios o judíos. Su situación es cada año más y más insostenible; la prueba está en las perturbacione serías que estallan entre ellos en todas las comarcas industriales principales de Alemania. Casi no pasa un mes o semana sin que haya que registrar una ofervescencia y algunas veces incluso una colisión con la policia en una u otra ciudad alemana. Pero no habría que concluir que la revolución del pueblo está próxima: ante todo porque los jefes mismos odian con tanto ardor como el menor burgués la revolución y la temen, aunque no cesen de hablar de ella. Es en razón de ese odio y de ese miedo que conducen toda la población sobre la vía de la llamada agitación legal y pacifica que resulta generalmente de la elección de uno o dos obreros o incluso burgueses de barniz literario del partido socialdemócrata al parlamento pangermánico. No sólo no es peligroso, sino que al contrario, es excesivamente útil al Estado alemán como un pararrayos o una válvula de seguridad.

Y además no hay que esperar una revolución alemana, porque existe muy poco elemento revolucionario en el espíritu, el carácter y el temperamento del alemán. El alemán es capaz de razonar indefinidamente contra toda autoridad y aun contra el emperador; pero esa tendencia misma al razonamiento evapora, por decirIo así, sus fuerzas intelectuales y morales, no le da la posibilidad de concentrarse y lo libra, por consiguiente, del peligro de una explosión revolucionaria.

Y después de todo ¿cómo se podría unir, en el pueblo alemán, la tendencia revolucionaria con la obediencia hereditaria y la aspiración hacia la dominación que constituye, como hemos repetido más de una vez, la característica fundamental de su esencia? ¿Sabéis cuál es hoy la aspiración que domina en la conciencia y en el instinto de todo alemán Es el deseo de ensanchar todo lo posible las fronteras del imperio alemán.

Tomad un alemán de cualquier estrato social que sea y será mucho que encontréis uno sobre mil, qué digo, sobre diez mil alemanes que no os responda con la célebre canción de Arndt: No, no, no, la patria alemana debe ser más vasta. Todo alemán considera que la obra de la creación de un gran imperio germánico no acaba más que de comenzar y que para terminarla es necesario agregarle toda Austria, sin excepción de Hungría, Suecia, Dinamarca, Holanda, una parte de Bélgica, una parte aún de Francia y toda Suiza hasta los Alpes. Tal es la pasión que, hoy, sofoca en él todo otro sentimiento. Es esa misma pasión la que dirige actualmente todo los actos del partido social-demócrata.

Y no creáis que Bismarck era un enemigo tan encarnizado de ese partido como aparentaba serlo. Es demasiado inteligente para no ver que le sirve de pioneer, propagando la idea estatista germánica en Austria, en Suecia, en Dinamarca, en Bélgica, en Holanda y en Suiza. Es la propaganda de esa idea germánica la que forma hoy la principal aspiración de Marx que, como hemos observado, había intentado renovar en su beneficio, en el seno de la Internacional, las hazañas y victorias del príncipe de Bismarck.

Bismarck tiene en sus manos todos los partidos y es poco probable que los ponga en manos del señor Marx; es actualmente, más que el Papa o que la Francia clerical, el jefe de la reacción europea y, se podría decirlo, de la reacción mundial.

La reacción francesa es monstruosa, ridícula y lamentable hasta el extremo, pero no es de ningún modo peligrosa. Es demasiado insensata, está en contradicción demasiado flagrante con las aspiraciones de la sociedad contemporánea y de la burguesía misma, sin deber hablar del proletariado, y con las condiciones de la existencia del Estado, para que pueda convertirse en una fuerza verdadera. No es nada más que una conclusión enfermiza y desesperada del Estado francés moribundo.

El caso es diferente con la reacción pangermánica. No se cuida de las contradicciones groseras y estúpidas con las demandas modernas de la civilización burguesa; trata, al contrario, de obrar en todas las cuestiones en pleno acuerdo con ella. En el arte de ocultar bajo las formas más liberales y más democráticas sus actos y obras despóticas, superó a su maestro Napoleón III.

Examinad, por ejemplo, la cuestión religiosa. ¿Quién tomó la iniciativa valerosa de reaccionar resueltamente contra las pretensiones medievales de la Santa Sede? Es Alemania, es el príncipe de Bismarck que no temió las intrigas de los jesuitas que minaban en todas partes contra él en el pueblo, donde promovían disturbios, pero sobre todo en la corte imperial, demasiado insuficientemente preparada aún para inclinarse ante todas las gazmoñerías; no tuvo miedo siquiera de su puñal, de su veneno, con los cuales, desde hacía ya mucho tiempo, tenían el hábito de desembarazarse de sus adversarios peligrosos. El príncipe de Bismarck asumió una posición tan clara contra la Iglesia católica que aun el viejo afable Garibaldi, ¡héroe en el campo de batalla, pero muy mal filósofo y político, que odiaba a los sacerdotes por sobre todas las cosas y en tal grado que bastaba declararse amigo suyo para ser proclamado inmediatamente el hombre más liberal y el más avanzado!, que incluso Garibaldi, decimos, acaba últimamente de publicar un ditirambo entusiasta en honor del gran camaleón alemán, proclamándolo el libertador de Europa y del mundo. El pobre general no ha comprendido que en la hora actual, esa reacción es incomparablemente peor y más peligrosa que la reacción clerical, malvada, pero impotente, porque es absolutamente imposible ahora; que la reacción estatista es hoy más peligrosa, que es aún posible, que reviste hoy la última y la única forma posible de la reacción. La mayoría de los llamados liberales y demócratas no lo comprenden aún y es por eso que muchos de ellos, como Garibaldi, consideran a Bismarck como defensor de la libertad del pueblo.

De ese mismo modo había obrado el príncipe de Bismarck con respecto a la cuestión social. ¿No había convocado, hace sólo algunos meses, un verdadero congreso social de sabios juristas y economistas políticos de Alemania a fin de someter a una discusión seria y profunda todas las cuestiones que interesan en el momento a los obreros? Es verdad que algunos señores no pudieron tomar ninguna decisión y no habrían podido hacerlo, pues les fue planteada una cuestión: ¿cómo se puede aliviar la suerte de los obreros sin cambiar en nada las relaciones existentes entre capital y trabajo, o lo que quiere decir lo mismo, cómo hacer posible lo imposible? Está claro que han debido separarse sin tomar ninguna decisión; pero la teoria es que Bismarck, al contrario de los demás hombres de Estado de Europa, comprende toda la importancia de la cuestión social y que se ocupa de ella seriamente.

En último lugar, dio completa satisfacción a la vanidad política de la burguesía patriótica alemana. No sólo fundó un imperio pangermánico poderoso y unido, sino que dio las formas de gobierno más liberales y democráticas; le dio un parlamento basado en el sufragio universal con un derecho ilimitado a discutir toda suerte de cuestiones, no reservándose él más que el derecho a no hacer y poner en práctica más que lo que él y su soberano considerasen necesario. De este modo dejó el campo libre a algunos para charlar todo lo que quisieran, reservándose él tres cosas: las finanzas, la policia y el ejército; es decir, toda la esencia del Estado moderno, toda la fuerza de la reacción.

Gracias a esos tres pequeños detalles reina hoy soberanamente en toda Alemania y por Alemania en el continente.

Hemos mostrado, y creo demostrado, que todos los demás Estados de este continente son tan débiles que nadie tiene necesidad de ocuparse de ellos, sea porque están insuficientemente constituidos y que no podrán nunca constituir un Estado serio, como Italia, sea, en fin, porque están en estado de descomposición, como Austria, Turquía, Rusia, España y Francia. Entre los adolescentes de una parte y los decrépitos por otra se levanta, lleno de belleza y de fuerza, el edificio majestuoso del Estado pangermánico, el último abrigo de todos los privilegios y de todos los monopolios, de la civilización burguesa, en una palabra; es la fortaleza poderosa del estatismo, es decir de la reacción. Sí, no existe en el continente de Europa más que un solo Estdo verdadero, es el Estado pangermánico; todo el resto no es más que un virreinato del poderoso imperio alemán.

Ese imperio ha declarado, por boca de su gran canciller, la guerra hasta el fin contra la revolución social. El príncipe de Bismarck ha pronunciado su sentencia de muerte en nombre de cuarenta millones de alemanes que le sostienen y que le sirven de apoyo. En cuanto a Marx, su rival envidioso, y tras él todos los jefes del partido socialdemócrata en Alemania, declararon por su parte, como en confirmación de la declaración de Bismarck, una guerra igualmente encarnizada contra la revolución social.

Vemos que, actualmente, por una parte se encuentra la reacción más completa, realizada en el imperio germánico, en el pueblo alemán que no es movido más que por la sola pasión de conquista y de dominación, es decir, de estatización; por la otra se levanta, como el único defensor dé la liberación de los pueblos y de los millones de trabajadores, la revolución social. Por el momento ha concentrado sus fuerzas en el sur de Europa: en Italia, en España, en Francia; pero esperamos que pronto se unirán también a ella los pueblos del noroeste: Bélgica, Holanda y, sobre todo, Inglaterra y, en fin, más tarde, todas las razas eslavas.

Está inscrito en la bandéra pangermánica: Mantenimiento y refuerzo del Estado a todo precio. Pero en la bandera socialista revolucionaria, en nuestra bandera, están inscritas, en contraposición, con letras relumbrantes y sangrientas, las palabras: abolición de todos los Estados, destrucción de la civilización burguesa, libre organización de abajo a arriba por medio de las asociaciones libres, organización del lumpenproletariado, de toda la humanidad liberada, creación de un nuevo mundo humano.

Índice de Estatismo y anarquía de Miguel BakuninAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha