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Penitenciaría Federal de los Estados Unidos.

Leavenworth, Kansas.

Agosto 25 de 1922.

Señorita Elena White.

Nueve York, N. Y.

Mi querida camarada:

De modo que mi carta no se perdió. Me alegro, mucho me alegro que haya llegado con seguridad a su apreciable destino, como puedo ver por el contenido de tu afectuosa misiva, fecha 5 del presente, la cual recibí, aunque no así las flores ... ¿Pobres flores! Pero tu carta es más hermosa que mil flores. ¡Qué bien escribes cuando quieres hacerlo!

No me siento inclinado a escribir esta vez; ¡siento tanta melancolía! He estado muy enfermo durante estos últimos tres o cuatro meses; parece como que los grandes fríos, que tanto me atormentan, están degenerando en una enfermedad terrible, espantosa. Durante los últimos diez días, poco más o menos, he estado esputando sangre. He sido examinado, pero no conozco el resultado; pues el análisis del esputo fue hecho en Topeka, Kansas, y el Informe aún no llega aquí. No puedo menos que sentirme triste. Comprendo que de una manera u otra tiene uno que morir; pero, a pesar de eso, no puedo dejar de estar triste. Sin embargo, tu carta es tan agradable; encuentro tanta fragancia en ella, que me siento inspirado. ¡Cuán grande es el poder de la expresión sincera de los sentimientos! Y bajo el encanto de tus sentimientos, sueño. He aquí que han desaparecido los muros, y las rejas y los puños velludos armados con garrotes, signos todos de mi existencia crepuscular. ¡Qué bien y con que claridad veo, y con qué fuerza y que vigoroso me siento: es un milagro! Mientras que vibre en mis oídos una suave melodía que pocos mortales oyen, miro, a través del aire traslúcido, las calles, y las plazas, y los edificios y los monumentos de una ciudad, de la Ciudad de la Paz, como lo comprendo por una señal desplegada en la parte más alta de los más elevados edificios y monumentos de esta maravillosa comunidad. Un suspiro de alivio brota de mi atormentado pecho, y como si este suspiro, que parece compendiar la tristeza colectiva que ha vivido en los corazones de los humildes de todos los países, desde que en la noche de los tiempos fue oído por primera vez el silbido de un látigo manejado por un amo, fuese la señal para las felices multitudes de entrar en la vida, las calles, las plazas, los edificios y los monumentos se llenan repentinamente de gente, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, los dichosos moradores de la Ciudad de la Paz. Con respeto y admiración dirijo una mirada a toda la extensión abarcando toda la pompa de las calles, las plazas, los edificios y monumentos, que parecen sonreír bajo el sol; no se ve una sola torre de iglesia apuntando hacia las alturas como en un esfuerzo para hacer al hombre ver con desprecio las cosas de la vida, ni está el claro azul del cielo afrentado con las feas siluetas de muros almenados; ni una prisión, ni una casa de tribunal, ni el edificio del Capital ofenden la suave y tranquila belleza de la Ciudad de la Paz. Es la Ciudad sin pecado ni virtud. En su admirable lenguaje vernacular, lleno de palabras capaces de expresar los más sutiles y más ligeras emociones, no hay significado para las palabras amo y esclavo, caridad y piedad, autoridad y obediencia. Como no existe el pecado, la vegüenza es desconocida allí. Las nociones del bien y el mal no tienen raíces en los corazones de esta gente inocente y pura; ellos son naturales, y naturalmente y sin ostentación, hombres, y mujeres y niños exhiben sus encantos y su belleza como lo hacen las flores. No son ni buenos ni malos: son sencillamente hermosos como los árboles, como las plantas, como las aves, como las estrellas, porque, como los árboles y las plantas, y las aves y las estrellas siguen el ritmo de la vida, ese ritmo que los pueblos atrasados tratan de confinar en las páginas amarillas del código, como una persona cruel arroja a una jaula a los cantores de las selvas. Y contemplo y contemplo las multitudes felices de la Ciudad de la Paz. No hay prisa, no hay precipitación entre ellos, no hay una cara ansiosa leyendo el tiempo en los relojes públicos. Tanto cuanto mi vista alcanza, no hay señales de chimineas que envenenen el aire, ni manchen el azul del cielo con el sucio humo negro; estas benditas gentes han encontrado la manera de hacer agradable el trabajo, suprimiendo a los parásitos y convirtiéndose ellos mismos en propietarios y trabajadores al mismo tiempo. Algunos de ellos van al trabajo, otros se divierten; pero todos ellos llevan el mismo aspecto radiante, porque trabajo y placer son ahora sinónimos. Allí no hay pobres. Los jóvenes y las doncellas, cogidos de la mano y meciéndose rítmicamente alrededor del Monumento de la Belleza, están desnudos. Sí, pero no son pobres, están honrando la belleza y se han quitado sus hermosos vestidos para mostrar su gloriosa desnudez; porque, ¿hay algo más bello que la desnudez del hombre y de la mujer? El ideal es más bello, dice una voz gentil; el ideal es la belleza misma.

Tengo que suspender mis extravagancias, mi querida camarada; el espacio no es bastante grande para la completa extensión de mis alas.

Dale mi cariño a todos nuestros buenos camaradas.

Ricardo Flores Magón


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