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Penitenciaría Federal de los Estados Unidos.

Leavenworth, Kansas.

Diciembre 14 de 1920

Señorita Elena White

Nueva York, N. Y.

Mi querida camarada:

Tengo en mis manos tus hermosas y queridas cartas del 1° y 5 de este mes; ambas me comunican tus grandes esperanzas y tus sueños, y deliciosamente entretejido con todo esto - como flores asomándose entre el césped - esa nota de buen humor, de luz, amabilidad o cariño para los que sufren, lo cual hace de tus cartas una verdadera medicina para el corazón de este viejo rebelde.

Tus noticias respecto a una cercana libertad de los presos políticos son espléndidas, y cualquiera que sea el resultado, te lo agradezco; te lo agradezco, ya sea que dejen o no libres mis alas, porque lo que aprecio es esa emoción nacida en un delicado rincón de tu corazón, que te impulsa a enviar tan buenas noticias a tu camarada. Te sentiste felíz al recibir las noticias y deseabas que yo también me sintiera felíz; abres tu corazón, y dejas fluir su delicado perfume para mi satisfacción y bienestar. Gracias, muchas gracias, mi querida Elena.

Pensando en el asunto, no veo razón para que nosotros, prisioneros de guerra, quedemos en el cautiverio más tiempo. Creo que es una crueldad innecesaria e infructuosa conservarnos encerrados. Estamos separados del resto de los mortales, con la esperanza de que nuestro descontento no infecte a otros; pero, ¿somos nosotros realmente una fuente de descontento? Por mi parte puedo decir que no lo soy. Yo no he subido el precio del pan; no he privado a ningún niño de su leche; no he arrojado a ninguna familia al arroyo por falta de pago de la renta, porque no tengo casa habitación ni siquiera para mi; no he privado a ninguno del derecho de pensar con su propia cabeza y de obrar de acuerdo con ese derecho; no he obligado a ninguno a sudar y trabajar y aun a dar la vida por mí; ninguno puede señalarme como causante de su miseria, de sus lágrimas y de su desesperación. ¿Cómo, pues, puedo causar el descontento? Y si no soy una fuente de descontento, ¿por qué es que no me desatan mis alas ni me dejan volar hacia ese rincón de la Tierra en donde tiernos corazones lamentan mi ausencia?

Todo esto me hace sospechar que no se me conserva cautivo porque sea yo una fuente de descontento, sino porque quiero suprimirlo, porque me empeño en extirpar de nuestra Tierra todos los dolores, toda degradación y toda miseria que nace de toda situación en la que uno manda y otro obedece. Creo que esta es mi falta, este es mi crimen y, si es así, lo bendigo y lo acaricio, y estoy listo para volverlo a cometer con todo mi corazón, con todo mi cerebro y con todo mi cuerpo, porque ello responde al llamamiento de un instinto misterioso de armonía y belleza que se estremece en los más íntimos rincones de mi ser. Quiero que todo sea bello, en armonía con la naturaleza. Todo en la naturaleza es hermoso, todo respira belleza, menos el hombre, la más privilegiada de sus criaturas. ¿No es ésto una vergüenza para el hombre y una afrenta para la misma naturaleza? Odio, crimen, dolor, tal es la condición del hombre en medio de la grandeza y esplendor de la naturaleza; ¿y por qué? Porque hay uno que manda y otro que obedece; uno que explota y otro que es explotado, y de este modo somos una mancha en la superficie de la naturaleza; somos una deshonra para todas las cosas y para todos los seres, porque violamos toda armonía y toda belleza. Cuando todos los seres vivientes se regocijan bajo el aliento de la vida, el hombre se marchita, se enmohece y solloza y, teniendo cerebro, no se detiene a pensar que las estrellas se ofenden al ser miradas a través del velo de sus lágrimas, y que las rosas, los oros y las púrpuras de las auroras y de las puestas de sol se sienten ofendidas a la vista de sus andrajos y de su roña. Lo que el hombre necesita para apreciar la belleza y evitar el contraste de él con la armonía universal, es ser libre. Entonces, sólo entonces introducirá su nota en el concierto poderoso de la vida, y encontrará para sus ojos una función más noble que la de derramar lágrimas, y para su corazón algo mejor que ser el abrigo del odio y del dolor.

Como el espacio está para acabarse, pongo punto final a mis divagaciones. He estado enfermo, muy enfermo, la semana pasada; los catarros siempre me atacan en forma muy severa, acompañados con fiebres, dolor de cabeza, dolor de dientes, dolores reumáticos, y el invierno pasado hasta con pulmonía. ya vez, mi querida Elena que esta pobre planta tropical se marchita bajo el cielo gris, ceñudo y frío. Todavía estoy enfermo, pero ya no tanto, y creo que en dos o tres días más estaré bien ... para esperar otro ataque, y así sucesivamente.

Ahora debo terminar esta carta, mi buena Elena, deseando para ti horas felices en las próximas fiestas en que el mundo cristiano celebrará la venida a la vida del soñador que consiguió ser asesinado por los mismos que han hecho de él un dios y se arrastran a sus pies. ¡Que seas felíz, y olvida por unos cuantos días esa lúgubre prisión en la cual gastas tu juventud y tu salud, dos tesoros que nuestros amos compran por un pedazo de pan!

Da mi cariño a Erma y a todos los camaradas, y tú, mi querida amiga, creeme que vives en mi corazón con todos aquellos a quienes amo y que desempeñan una dulce y cariñosa parte en la fábrica de mis sueños.

Ricardo Flores Magón


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