Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo VIIICapítulo XBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO IX

DE LA RESPONSABILIDAD DE LOS MINISTROS

La Constitución actual es quizá la única que ha establecido principios perfectamente aplicables y suficientemente detallados sobre la responsabilidad de los ministros. Los ministros pueden ser acusados y ser procesados por tres causas:

1. Por el abuso o el mal uso de su poder legal.

2. Por actos ilegales perjudiciales al interés público, sin relación directa con los particulares.

3. Por atentados realizados contra la libertad, la seguridad y la propiedad individuales.

En una obra aparecida hace tres meses (1) he probado que, al no tener ninguna relación esta clase de delito con las atribuciones que corresponden en virtud de la ley a los ministros, debía considerarse a éstos como ciudadanos y debían ser justiciables por tribunales ordinarios.

Es evidente que si un ministro secuestra, en un arrebato de pasión, a una mujer, o mata, en un acceso de cólera, a un hombre, no debe ser acusado en cuanto ministro, sino sufrir, como infractor de las leyes comunes, el procedimiento indicado por las leyes comunes para su delito y en las formas prescritas por ellas.

Al igual que con el secuestro y el homicidio sucede con todos los actos prohibidos por la ley. Un ministro que atenta ilegalmente contra la libertad o la propiedad de un ciudadano no delinque como ministro, ya que ninguna de sus atribuciones le confiere derecho a atentar ilegalmente contra la libertad o la propiedad de un individuo. Entra, pues, en la clase de los culpables comunes y corrientes y debe ser perseguido y castigado como ellos.

Hay que señalar que depende de cada uno de nosotros atentar o no contra la libertad individual. No es un privilegio particular de los ministros. Yo puedo, si quiero, pagar a cuatro hombres para que esperen a mi enemigo en la esquina de una calle y lo escondan en algún lugar oscuro donde lo tengan encerrado sin saberlo nadie. El ministro que hace secuestrar a un ciudadano sin autorización legal comete el mismo delito. Su calidad de ministro es extraña al acto y no cambia su naturaleza. Porque al no conferirle dicho título, repito, el derecho de hacer detener a los ciudadanos en contra de lo dispuesto formalmente por la ley, el delito cometido no se distingue del homicidio, del secuestro o de cualquier otro delito privado.

Sin duda, el poder que en virtud de la ley detenta un ministro le facilita los medios de cometer actos ilegítimos; pero este mal uso de su poder constituye un delito más. Es como si un individuo inventara un nombramiento de ministro para engañar a sus congéneres. Tal individuo fingiría una misión y se atribuiría un poder del que no está investido. El ministro que ordena un acto ilegal hace uso de una autoridad que no se le ha conferido. En consecuencia, en todos los delitos cometidos por una autoridad en los que son víctimas los individuos, éstos deben disponer de la posibilidad de actuar directamente contra los ministros.

Se ha querido negar a los tribunales ordinarios competencia para actuar en las acusaciones de esta naturaleza. Se han invocado, a tal efecto, la debilidad de los tribunales, que temerían castigar a los poderosos, y el inconveniente de confiar a los tribunales lo que se llama secretos de Estado.

Esta última objeción tiene su origen en ideas antiguas. Es un residuo del sistema en que se admitía que la seguridad del Estado podía exigir actos arbitrarios. Admitido que éstos no pueden motivarse, puesto que suponen precisamente la inexistencia de hechos y pruebas sobre los cuales se debe fundar la aplicación de la ley, se sostiene como indispensable el secreto. Cuando un ministro ha hecho prender y encarcelar ilegalmente a un ciudadano, es natural que sus defensores atribuyan tal atentado a razones secretas que sólo el ministro conoce y que no puede revelar sin comprometer la seguridad pública. Por mi parte, pienso que no existe seguridad pública sin garantías individuales. Se pone en peligro la seguridad pública cuando los ciudadanos ven en la autoridad una amenaza en vez de una salvaguardia. Creo que la arbitrariedad es el verdadero enemigo de la seguridad pública, que las tinieblas de que se rodea no hacen sino agravar sus peligros, que sólo hay seguridad pública en la justicia, justicia en las leyes, y leyes en el procedimiento. Creo que la libertad de un solo ciudadano interesa suficientemente al cuerpo social para que las causas de todo el rigor a que pueda sometérsele deban ser conocidas por sus jueces naturales. Creo que tal es el fin principal, el fin sagrado, de toda institución política, y que, como ninguna Constitución puede legitimarse de otro modo, sería vano intento tratar de hallar en otro fundamento fuerza y permanencia.

Si se piensa que los tribunales pueden ser demasiado débiles frente a los culpables, es porque a dichos tribunales se los representa en el estado de incertidumbre, de dependencia y de terror en que los sumió la Revolución. Gobiernos inquietos sobre sus derechos, amenazados en sus intereses, criaturas desdichadas de las facciones y deplorables herederos del odio que esas facciones habían inspirado, no podían crear ni tolerar tribunales independientes.

Nuestra Constitución, al hacer inamovibles a todos los jueces nombrados a partir de ese momento, les da una independencia de la que han carecido demasiado tiempo. Sabrán que del juicio de un ministro, como del de cualquier otro acusado, no se derivará ninguna censura constitucional, que no se enfrentan con ningún peligro; de su seguridad nacerán la imparcialidad, la moderación y el valor.

No es que los representantes de la nación no tengan también el derecho y el deber de protestar contra los atentados que los ministros pueden cometer contra la libertad si los ciudadanos, víctimas de ellos, no se atreven a hacer oír sus reclamaciones. El artículo que permite la acusación contra los ministros por comprometer la seguridad o el honor del Estado asegura a nuestros mandatarios la facultad de acusarlos si introducen en el gobierno lo que hay de más contrario a la seguridad y al honor de todo gobierno, es decir, la arbitrariedad. No se puede negar al ciudadano el derecho de exigir reparación por el perjuicio que sufre; pero es preciso también que los hombres investidos de su confianza puedan asumir su defensa. Esta nueva garantía es legítima e indispensable.

Nuestra Constitución la consagra implícitamente. Es necesario que ahora la armonicemos con la legislación, con la garantía que se debe también a los ministros, quienes, más expuestos que el simple particular al despecho de las pasiones heridas, deben hallar en las leyes y en el procedinúento una protección equitativa y suficiente.

No ocurre lo núsmo con los actos ilegales, perjudiciales al interés público, que no afectan directamente a los particulares, o con el abuso del poder cuyo ejercicio atribuye la ley a los ministros.

Hay muchos actos ilegales que sólo ponen en peligro el interés general. Es claro que tales actos únicamente pueden denunciarse y perseguirse por las asambleas representativas. Ningún individuo tiene interés ni derecho de atribuirse su persecución.

Respecto al abuso del poder legal conferido a los ministros, resulta aún más claro que los representantes del pueblo son los únicos que han de juzgar si tal abuso existe, y que un tribunal especial que goce de una competencia especial es también el único que ha pronunciarse sobre la gravedad del abuso.

Nuestra Constitución muestra, pues, una gran sabiduría cuando concede a nuestros representantes la mayor iniciativa en sus acusaciones y cuando confiere un poder discrecional al tribunal que ha de sentenciar.

Hay mil modos de declarar injusta o inútil una guena, de dirigir con demasiada precipitación, lentitud o negligencia la guerra declarada, de actuar con demasiada inflexibilidad o debilidad en las negociaciones, de quebrantar el crédito, sea por operaciones arriesgadas, por economías mal concebidas o por infidelidades disfrazadas bajo diferentes nombres. Si cada uno de estos modos de perjudicar al Estado hubiera de indicarse y especificarse por una ley, el código de la responsabilidad resultaría un tratado de historia y de política; aun así, sus disposiciones no alcanzarían sino al pasado. Los ministros hallarían fácihnente nuevos medios de eludirlas en el futuro.

Así, los ingleses, tan escrupulosamente aferrados en las esferas reguladas por la ley común a la aplicación literal de la misma, no designan los delitos que implican responsabilidad de los ministros sino con expresiones tan vagas como high crimes and misdemeanours (2), palabras que no precisan el grado ni la naturaleza del delito.

Quizá se crea que eso significa colocar a los ministros en una situación muy desfavorable y muy peligrosa. En tanto que para los simples ciudadanos se exigen la salvaguardia de la precisión más exacta y la garantia de la letra de la ley, los ministros están entregados a una especie de arbitrariedad conferida a sus acusadores y a sus jueces. Mas esta arbitrariedad está en la esencia misma de las cosas; sus inconvenientes deben ser moderados por la solenmidad de las formas, el carácter augusto de los jueces y la moderación de las penas. Pero el principio debe afirmarse: es mejor siempre confesar en teoría lo que no puede evitarse en la práctica.

Un ministro puede hacer tanto daño sin apartarse de la letra de una ley positiva que, si no se preparan medios constitucionales de reprimir ese mal y de castigar o alejar al culpable (porque se trata mucho más de quitar el poder a los ministros prevaricadores que de castigarlos), no quedará otra solución que buscar esos medios fuera de la propia Constitución. Los hombres, reducidos a discutir sobre los términos o a infringir las formas, no tendrán otra salida que el rencor, la deslealtad y la violencia. Sin un camino trazado de antemano se abrirá uno que será más corto, pero también más desordenado y más peligroso.

Existe en la realidad una fuerza que nadie puede eludir durante mucho tiempo. Si sólo se conciben contra los ministros leyes concretas, que no abarcan el conjunto de sus actos y la tendencia general de su administración, sustrayéndolos de hecho a todas las leyes, se terminará por no juzgarlos de acuerdo con esas disposiciones minuciosas e inaplicables, sino que se procederá contra ellos según las inquietudes producidas, el mal realizado y el grado de resentimiento que hayan provocado en la ciudadanía o en el cuerpo ministerial.

Estoy seguro de no defender la arbitrariedad a pesar de estar convencido de que la ley sobre la responsabilidad no puede ser tan detallada como las leyes comunes, por tratarse de una ley política cuya naturaleza y aplicación, conlleva inevitablemente algo de discrecional, gracias -como he dicho- al ejemplo de los ingleses. En efecto, no sólo existe entre ellos la libertad, sin alteraciones ni violencia, desde hace ciento treinta y cuatro años, sino que de todos sus ministros, expuestos a una responsabilidad indefinida y perpetuamente denunciados por la oposición, son muy pocos los que han sido sometidos a proceso, sin que ninguno haya sido castigado.

Nuestros recuerdos no deben confundirnos. Hemos sido furiosos y turbulentos como esclavos que rompen sus cadenas. Pero ahora somos un pueblo libre; si seguimos siéndolo y organizamos con ánimo y franqueza instituciones libres, pronto seremos tranquilos y prudentes como un pueblo libre.

No me detendré en probar aquí que la persecución de los ministros debe ser confiada, según ordena la Constitución, a los representantes de la nación; pero haré resaltar una ventaja de la Constitución actual sobre todas las que la han precedido. La acusación, la persecución, la instrucción, el juicio, todo puede publicarse, mientras que antes estaba, si no decretado a lo menos admitido, que esos procedimientos solemnes debían instruirse en secreto.

Como hay en los hombres investidos de autoridad la predisposición a rodearse de un misterio que, en su opinión, aumenta su importancia, reproduciré algunos razonamientos que he alegado en otra publicación (3) en favor de la difusión de las acusaciones.

Se pretende que tal difusión pondrá a merced de oradores imprudentes los secretos del Estado, que el honor de los ministros se verá constantemente comprometido por acusaciones, en fin, aun cuando se pruebe su falsedad, se conmoverá peligrosamente la opinión pública.

Los secretos de Estado no son tantos como le gusta a los ignorantes afirmar o al pueblo creer. El secreto sólo es indispensable en algunas raras y momentáneas circunstancias: en el caso de alguna expedición militar, por ejemplo, o de alguna alianza decisiva, en época de crisis. En todos los demás casos, la autoridad solamente quiere el secreto para actuar sin oposición, pero la mayoría de las veces, después de haber obrado, echa de menos una oposición que le hubiera iluminado.

En los casos en que el secreto es verdaderamente necesario, la autoridad no tiende a divulgarlo, pues esas cuestiones sólo se someten a debate una vez que el objeto al que se refieren se ha hecho público.

El derecho de paz y de guerra, la dirección de las operaciones militares, la de las negociaciones, la conclusión de los tratados, pertenecen al poder ejecutivo. Únicamente después que se ha emprendido una guerra puede hacerse responsables a los ministros de la legitimidad de esa guerra. Sólo después que una expedición ha triunfado o fracasado se puede pedir cuenta de ella a los ministros. Sólo después que se ha concluido un tratado, se puede examinar su contenido.

Las discusiones normalmente se entablan sobre cuestiones ya conocidas. No divulgan ningún hecho. Se limitan a examinar hechos notorios desde un nuevo punto de vista.

El honor de los ministros no requiere que las acusaciones formuladas contra ellos se rodeen de misterio; al contrario, exige imperiosamente que el examen se haga a la luz del día. Un ministro justificado en secreto no está nunca justificado. Es imposible que las acusaciones se mantengan ocultas. El impulso que las dicta induce inevitablemente a quienes las formulan a revelarlas. Reveladas en conversaciones ambiguas, adquieren toda la gravedad que la pasión intenta darles. La verdad es incapaz de refutarlas. No se impide hablar al acusador; se impide sólo que se le responda. Los enemigos del ministro aprovechan el velo que cubre lo que es para hacer verosímil lo que no es. Es muy posible que una explicación pública y completa, en la que los órganos de la nación hubieran informado a toda ella sobre la conducta del ministro denunciado, probaría a la vez su moderación y su inocencia. Una discusión secreta hace que se cierna sobre él la acusación, sólo combatida por una encuesta misteriosa, dejando pesar sobre ellos la apariencia de la convivencia, de la debilidad o de la complicidad.

Los mismos razonamientos son aplicables a la pretendida conmoción a que se expone a la opinión. No puede inculparse a un hombre poderoso sin que la opinión se despierte y la curiosidad se agite. Es imposible eludirlas. Hay que tranquilizar a una satisfaciendo la otra. No se conjuran los peligros quitándolos de la vista. Al contrario, aumentan cuando se los oscurece; los objetos se agrandan en el seno de las tinieblas; en la sombra, todo parece hostil y gigantesco.

Las declamaciones desconsideradas, las acusaciones infundadas, se gastan por sí mismas, se desacreditan y desaparecen al fin, por el sólo efecto de la opinión que las juzga y las desprecia. Únicamente son peligrosas bajo el despotismo o en las demagogias sin contrapeso constitucional. Bajo el despotismo, porque al circular contra su voluntad ganan el favor de cuanto se le opone; en las demagogias, porque, al estar reunidos y confundidos, como en el despotismo, todos los poderes, cualquiera que se apodere de ellos, subyugando a la masa mediante la palabra, se hace su dueño absoluto. Es el despotismo con otro nombre. Mas cuando los poderes están equilibrados y se frenan entre sí, la palabra no goza de esa influencia rápida e inmoderada.

Hay también en Inglaterra, en la Cámara de los Comunes, demagogos y hombres turbulentos. ¿Qué sucede? Hablan; no se los escucha, y se callan. El interés que pone una asamblea en su propia dignidad le enseña a reprimir a sus miembros sin necesidad de ahogar su voz. La opinión pública se forma mediante la apreciación de las arengas violentas y de las acusaciones mal fundadas; debe permitírsele educarse. Tiene que completar su educación; interrumpirla significa tanto como retardarla. Préstese vigilancia, si se cree indispensable, a los resultados inmediatos que pueda provocar. Que la ley prevenga los disturbios; mas tengan la seguridad de que la publicidad es le medio más infalible de evitarlos; pondrá de su lado a la mayoría nacional, que, de otro modo, habría que reprimir, hasta posiblemente combatir. La mayoría la secundará. La razón se ofrece como auxiliar, mas para obtener su concurso es preciso no tenerla en la ignorancia; por el contrario, hay que ilustrarla.

¿Se quiere tener la seguridad de contar con un pueblo pacífico? Ilústresele todo cuanto se pueda sobre sus intereses. Cuanto más los conozca, más prudente, moderadamente juzgará. Se asusta de lo que se le oculta y su temor le irrita.

La Constitución concede a los ministros un tribunal especial. Aprovecha la institución de la pairía para constituirla en juez de los ministros, en todas las causas en que la acusación no corre a cargo de alguien lesionado en sus intereses. Los pares son, en efecto, los únicos jueces cuyas luces son suficientes y su imparcialidad segura.

La acusación de los ministros es, en realidad, un proceso entre el poder ejecutivo y el poder del pueblo. Para llevarlo a fin debe recurrirse a un tribunal cuyo interés no coincida ni con el del pueblo ni con el del gobierno, pero que, sin embargo, esté unido por otro interés a los de estos.

La organización de los pares reúne estas dos condiciones. Sus privilegios separan a sus miembros del pueblo. Los pares no han de entrar ya en la condición común. Tienen, pues, un interés distinto del interés popular. Mas como el número de pares es siempre obstáculo para que la mayoría de ellos pueda participar en el gobierno, esa mayoría tiene, en este aspecto, un interés distinto al del gobierno. Al mismo tiempo, los pares están interesados en la libertad del pueblo, porque si esta fuera aniquilada, la libertad y la dignidad de los pares desaparecerían. Están interesados también en el mantenimiento del gobierno, porque el derrocamiento de éste supondría el de la institución.

La Cámara de los pares es, pues, por la independencia y neutralidad que la caracterizan, el juez que conviene a los ministros. Situados en un puesto que inspira naturalmente el espíritu conservador a sus titulares, formados por su educación en el conocimiento de los grandes intereses del Estado, iniciados por sus funciones en la mayoría de los secretos de la administración, los pares reciben también de su posición social una gravedad que les confiere madurez de examen y una suavidad de maneras que, disponiéndolos a los miramientos y a las consideraciones, suple la ley positiva con los delicados escrúpulos de la equidad.

Los representantes de la nación, llamados a vigilar el empleo del poder y los actos de la administración pública y más o menos admitidos en los detalles de las negociaciones, ya que los ministros deben darles cuenta de ellas cuando están terminadas, parecen hallarse también en el caso de decidir si esos ministros merecen la aprobación o la censura, la indulgencia o el castigo. Pero los representantes de la nación, elegidos por un tiempo limitado e inclinados a complacer a sus representados, se resienten siempre de su origen popular y de su situación, que se hace precaria cada cierto tiempo. Tal situación los arroja a una doble dependencia, la de la popularidad y la del favor. Además están llamados a menudo a actuar como antagonistas de los ministros, y debido precisamente al hecho de que pueden convertirse en sus acusadores, no podrían ser sus jueces.

Respecto a los tribunales ordinarios, pueden y deben juzgar a los ministros culpables de atentados contra los individuos; pero sus miembros no son los más indicados para dictaminar sobre causas que son más políticas que judiciales, en general, no están familiarizados con los conocimientos diplomáticos, las combinaciones militares o las operaciones financieras; conocen imperfectamente el estado de Europa; sólo han estudiado los códigos de sus leyes positivas, cuyo significado literal consultan y su estricta aplicación exigen en virtud de su oficio.

El espíritu sutil de la jurisprudencia se opone a la naturaleza de las grandes cuestiones, las cuales deben ser consideradas desde el punto de vista del aspecto público nacional, incluso en ocasiones europeo, y sobre las cuales deben decidir los pares como jueces supremos, según sus conocimientos, su honor y su conciencia. Porque la Constitución confiere a los pares un poder discrecional, no sólo para tipificar el delito, sino para imponer la pena.

En efecto, los delitos en cuya comisión pueden incurrir los ministros no constan de un solo acto ni de una serie de actos positivos, encuadrado cada uno de ellos en una ley concreta; su responsabilidad se agrava o atenúa según matices que la palabra no puede designar ni, con mayor razón, tipificar la ley. Todo intento de dictar una ley precisa y detallada, como deben ser las leyes penales, sobre la responsabilidad de los ministros, es necesariamente ilusorio. La conciencia de los pares es su juez natural, y dicha conciencia debe pronunciarse libremente sobre la pena y el delito.

Me hubiera agradado que la Constitución prohibiese expresamente la imposición de una pena infamante a los ministros. Las desventajas propias de las penas infamantes se acentúan cuando recaen sobre hombres que han ocupado una situación brillante. Siempre que la ley se arroga la distribución del honor y de la afrenta, invade indebidamente el dominio de la opinión, presta siempre a reclamar su supremacía. De ahí se deriva una lucha que siempre va en detrimento de la ley. Esta lucha se librará especialmente cuando se trata de delitos politicos sobre los que existen necesariamente opiniones diversas. Se debilita el sentido moral del hombre cuando se le impone, en nombre de la autoridad, la estimación o el desprecio. Este sentido, profundo y delicado, se siente herido por la violencia que se pretende causarle y ocurre que, al fin, un pueblo no sabe ya lo que es la estimación y lo que es el desprecio.

Concebidas estas penas infamantes para ser impuestas a hombres a quienes conviene rodear, en el ejercicio de sus funciones, de respeto, suponen, en cierto modo, su anticipada degradación. Ante la vista de un ministro castigado con una pena denigrante, la opinión pública se hará una pobre idea del ministro que está en el poder.

En fin, la especie humana tiene demasiada inclinación a pisotear a los grandes personajes caídos. Guardémonos de alentar tal inclinación. La repugnancia que por el delito se manifestase tras la caída de un ministro no sería, las más de las veces, más que envidia y desprecio por la desgracia.

La Constitución no ha limitado el derecho de gracia que corresponde al jefe del Estado; puede, pues, ejercerlo en favor de los ministros condenados.

Sé que esta disposición ha alarmado a más de un espíritu suspicaz. Un monarca -se ha dicho- puede ordenar a sus ministros actos culpables y perdonarlos después. Tal cosa significa alentar, mediante la garantía de la impunidad, el celo de los ministros serviles y la audacia de los ambiciosos.

Para valorar esta objeción hay que remontarse al primer principio de la monarquía constitucional, es decir, a la inviolabilidad. Esta supone que el monarca no puede obrar mal. Esta hipótesis es, evidentemente, una ficción legal que de hecho no libra realmente de los sentimientos y de las debilidades humanas al individuo colocado en el trono. Pero se ha tenido conciencia de que tal ficción legal era necesaria en interés del orden y de la libertad, porque sin aquella todo es desorden y guerra eterna entre el monarca y las facciones.

Hay, pues, que respetar esta ficción en toda su amplitud. Si se abandona un instante, se vuelve a caer en todos los peligros que se han tratado de evitar. No hay duda de que se la abandona cuando se restringen las prerrogativas del monarca, con el pretexto de sus intenciones, ya que supone admitir que sus intenciones puedan ser sospechosas, y, por tanto, que él pueda querer el mal y, por consiguiente, hacerlo. Al llegar a este punto, se destruye la hipótesis sobre la que su inviolabilidad descansa en la opinión y se ataca el principio de la monarquía constitucional. Según éste, los actos del poder deben ser atribuidos siempre a los ministros; están ahí para responder de los mismos. El monarca está en una categoría distinta, tal vez sagrada; las miradas, las sospechas, no deben alcanzarle jamás. Carece de intenciones, de debilidades, de convivencia con sus ministros, porque no es un hombre (4); es un poder neutral y abstracto, situado encima de las tempestades.

Si se tacha de metafísico el punto de vista constitucional mediante el cual examino esta cuestión, descenderé con gusto al terreno de la aplicación práctica y de la moral, y no tendré inconveniente en decir que negar al jefe del Estado el derecho de otorgar gracia a los ministros condenados constituirá otro inconveniente, tanto más grave cuanto más fundado fuese al motivo por el que se limitara su prerrogativa.

Puede ser, en efecto, que un príncipe seducido por el apego a un poder sin límites incite a sus ministros a intrigas dolosas contra la Constitución o la libertad; las intrigas se descubren, los autores son acusados, convictos, se dicta la sentencia. ¿Qué se logra al disputar al príncipe su derecho a detener la espada dispuesta a castigar a quienes han sido instrumento de sus designios secretos y obligarle a autorizar el castigo? Se le coloca entre sus deberes políticos y los deberes más sagrados de la gratitud Y del afecto. Pese a todo el celo irregular no deja de ser celo, y los hombres no podrían, sin ingratitud, castigar la lealtad que aceptaron. Se le obliga así a un acto de cobardía y de perfidia; se le deja abandonado a los remordimientos de su conciencia, se le envilece a sus propios ojos, se le rebaja a los ojos de su pueblo. Es lo que hicieron los ingleses al obligar a Carlos I a firmar la ejecución de Stafford; el poder real, degradado, pronto fue destruido.

Si se quiere conservar a la vez monarquía y libertad, lúchese valerosamente contra los ministros para separarlos; pero en el príncipe excusemos al hombre, honrando al monarca. Respétense sus sentimientos, porque éstos son siempre respetables. No se le supongan errores que la Constitución manda ignorar. Sobre todo, no se le obligue a repararlos con rigores que, dirigidos a servidores ciegamente fieles, resultarían crímenes.

Y observemos que si somos una nación, si tenemos elecciones libres, tales errores no serán peligrosos. Los ministros, aun no castigados, estarán desarmados. Aunque el príncipe ejerza en favor de ellos su prerrogativa y la gracia sea concedida, el delito ha sido reconocido; el culpable pierde la autoridad, porque no puede continuar gobernando el Estado frente a una mayoría que le acusa, ni crearse mediante nuevas elecciones una nueva mayoría. ya que en tales elecciones la opinión popular llevaría de nuevo a la asamblea a la mayoría acusadora.

Si no somos una nación, si no sabemos organizar elecciones libres, todas nuestras precauciones serán vanas. Nunca sabríamos utilizar los medios constitucionales que preparamos. Podríamos triunfar en épocas agitadas mediante violencias brutales, pero no vigilaríamos, no acusaríamos, no juzgaríamos nunca a los ministros. Solo podríamos acudir a proscribirlos cuando ya hubieran caído.

Cuando un ministro ha sido condenado, tanto si sufre la pena impuesta por su sentencia como si ésta le es perdonada por el monarca, debe quedar a salvo de los ataques que los partidos vencedores dirigen, con distintos pretextos, contra los vencidos. Los partidos simulan temores excesivos para justificar sus medidas vejatorias. Saben bien que dichos temores no tienen fundamento y que sería rendir excesivo honor al hombre el suponerle una tan ardorosa fidelidad al poder caído. El encono se oculta bajo apariencias de pusilanimidad, y para ensañarse con menos vergüenza en un individuo indefenso, se le presenta como un instrumento de terror. Quisiera yo que la ley pusiera una barrera infranqueable a todos esos rigores tardíos y que, tras haber detenido al culpable, le dispensara su protección. Debiera ordenarse que ningún ministro, después de haber sufrido su pena, pueda ser detenido ni desterrado. No hay nada tan vergonzoso como esas proscripciones prolongadas. Indignan a las naciones o las corrompen. Reconcilian con las víctimas a todas las almas un poco elevadas. Un ministro cuyo castigo había aplaudido la opinión pública se halla rodeado de la compasión de ésta cuando el castigo legal se agrava con la arbitrariedad.

Resulta de todas las disposiciones precedentes que los ministros serán denunciados con frecuencia, acusados algunas veces, condenados raramente, castigados casi nunca. Este resultado puede, a primera vista, parecer insuficiente a los hombres que piensan que tanto para los delitos de los ministros como para los de los individuos, un castigo positivo y severo es de una justicia exacta y de una necesidad absoluta. Yo no comparto esa opinión. Creo que la responsabilidad debe alcanzar, sobre todo, dos fines: despojar de poder a los ministros culpables y alimentar en la nación, mediante la vigilancia de sus representantes, la difusión de sus debates y el ejercicio de la libertad de prensa -aplicada al análisis de todos los actos ministeriales-, un espíritu de examen, un interés habitual por el mantenimiento de la Constitución del Estado, una participación constante en los asuntos; en una palabra un sentimiento animado de vida política.

No se trata, pues, tanto en cuanto se refiere a la responsabilidad como en las circunstancias ordinarias, de procurar que la inocencia no esté nunca amenazada y que el crimen no quede nunca impune. En cuestiones de esta naturaleza, inocencia y delito son raramente evidentes. Lo que se precisa es que la conducta de los ministros pueda quedar fácihnente sometida a una investigación escrupulosa y que, al mismo tiempo, cuenten con recursos suficientes para evitar las consecuencias de tal investigación si se prueba que su delito no es tan odioso que no merezca gracia, no sólo según las leyes universales, más indulgentes que las leyes escritas.

Esta benevolencia en la aplicación práctica de la responsabilidad, no es más que una consecuencia necesaria y justa del principio sobre el que descansa toda mi teoría.

He señalado que no está exenta de cierto grado de arbitrariedad; la arbitrariedad es, en cualquier circunstancia, un grave inconveniente.

Si afecta a los simples ciudadanos, nada puede legitimarla. El pacto de los ciudadanos con la sociedad es claro y formal. Ellos han prometido respetar sus leyes; la sociedad ha prometido dárselas a conocer. Si ellos son fieles a sus compromisos, ella no puede exigirles otra cosa. Los ciudadanos tienen derecho a saber claramente cuál será la consecuencia de sus actos, cada uno de los cuales debe considerarse en sí y juzgarse según un texto concreto.

Los ministros han hecho otro pacto con la sociedad. Han aceptado voluntariamente, confinando en la gloria, el poder o la fortuna, funciones importantes y complicadas que forman un todo compacto e indivisible. Ninguno de sus actos ministeriales puede ser considerado aisladamente. Han consentido en que su conducta sea juzgada en su conjunto, lo cual no puede ser misión de ninguna ley concreta. De ahí el poder discrecional que se ha de ejercer sobre ellos.

Mas una equidad escrupulosa exige, y es deber estricto de la sociedad, suavizar el ejercicio de ese poder cuanto permita la seguridad del Estado. He ahí la razón de ese tribunal especial compuesto de forma que sus miembros estén desembarazados de todas las pasiones populares. He ahí la razón de la facultad dada a este tribunal de sentenciar según su conciencia y de elegir o mitigar la pena. De ahí, en fin, ese recurso a la clemencia del rey, a disposición de todos sus súbditos, pero especialmente de los ministros más que de cualquier otro, de acuerdo con sus relaciones personales.

Sí, efectivamente, los ministros serán castigados raras veces. Mas si la Constitución es libre y la nación enérgica, ¿qué importa el castigo de un ministro cuando, sometido a juicio solemne, entra de nuevo en las filas de los plebeyos más impotente que el último de los ciudadanos, ya que la reprobación le acompaña y le persigue? Gracias a ello, la libertad se ha preservado de sus ataques, el espíritu público ha recibido la conmoción saludable que le anima y purifica, la moral social ha logrado el homenaje resplandeciente del poder, llevado a estrados y herido por su sentencia.

Es cierto que M. Hastings no ha sido castigado, pero ese opresor de la India ha comparecido de rodillas ante la Cámara de los Pares, y la voz de Fax, de Sheridan y de Burke, vengadora de la humanidad tanto tiempo pisoteada, ha despertado en el alma del pueblo inglés emociones de generosidad y sentimientos de justicia y ha obligado a los agitadores a moderar su avidez y a suspender sus violencias.

Lord Melville tampoco ha sido castigado, y por lo que a mí respecta no deseo poner en tela de juicio su inocencia. Pero el ejemplo de un hombre encarnecido en la rutina y la habilidad de las especulaciones y denunciado no obstante, pese a su sagacidad, acusado, pese a sus numerosos apoyos, ha servido para recordar a los que seguían el mismo camino que el desinterés y la rectitud conllevan utilidad y seguridad.

Lord North ni siquiera ha sido acusado. Pero con la sola amenaza de una acusación, sus antagonistas han reproducido los principios de la libertad constitucional y proclamado el derecho de toda fracción de un Estado a no soportar sino las cargas que ha consentido.

En fin, en épocas más antiguas, los acusadores de M. Wilkes sólo fueron castigados con multas, pero la acusación y el juicio fortalecieron las garantías de la libertad individual y consagraron el axioma de que la casa de cada inglés es su asilo y su castillo.

En estas cosas residen las ventajas de la responsabilidad, no en las detenciones y los suplicios.

Ni la muerte, ni siquiera el cautiverio de un hombre, han sido nunca necesarios para la salvación de un pueblo; ésta debe residir en él mismo. Una nación que tuviera miedo de la vida o de la libertad de un ministro despojado de su poder sería una nación miserable. Se parecería a esos esclavos que mataban a sus amos por miedo a que reaparecieran con el látigo en la mano.

Si se es riguroso con los ministros declarados culpables, a fin de que sirva de ejemplo para los futuros, me atrevería a decir que el dolor de una acusación que repercute en Europa, la vergüenza de un juicio, la privación de un puesto eminente, la soledad que sigue a la desgracia y que turba el remordimiento, son, para la ambición y el orgullo, castigos bastante severos, lecciones bastante instructivas.

Debe señalarse que esa indulgencia con los ministros en lo que concierne a la responsabilidad no compromete en nada los derechos y la seguridad de los individuos, porque los delitos que atentan a esos derechos y amenazan esa seguridad están sometidos a otros procedimientos, juzgados por otros jueces. Un ministro puede equivocarse sobre la legitimidad o la utilidad de una guerra; puede equivocarse sobre la necesidad de una cesión, en un tratado; puede equivocarse en una operación financiera. Es, pues, preciso que sus jueces estén investidos de poder discrecional para apreciar sus motivos, es decir, para considerar las diversas alternativas. Mas un ministro no puede equivocarse cuando atenta ilegalmente a la libertad de un ciudadano. Sabe que comete un delito, y lo sabe igual que cualquier individuo que cometiera igual acto. Por cuestiones políticas tiene que desaparecer cuando se trata de actos ilegales o arbitrarios. En tal caso, las leyes comunes recuperan toda su fuerza, los tribunales ordinarios deben sentenciar, las penas deben ser concretas, y su aplicación al pie de la letra.

Sin duda, el rey puede condonar la pena. Eso siempre puede hacerlo, pero su clemencia hacia el culpable no priva al individuo perjudicado de la reparación que los tribunales le han concedido (5).


Notas

(1) De la responsabilité des ministres, París, 1815, cap. I.

(2) High crimes and misdemeanours. Crímenes de Estado y delitos menores.

(3) De la responsabilité des ministres, cap.. IX.

(4) Los partidarios del despotismo también han dicho que el rey no era un hcmbre, pero de tal afirmación han inferido que podía hacerlo todo, y que su voluntad reemplazaba a las leyes. Afirmo que el rey constitucional no es un hombre, pero no lo es porque no puede hacer nada sin sus ministros, y éstos no pueden hacer nada sino por las leyes.

(5) No he creido necesario responder aquí al reproche de lentitud dirigido contra los procedimientos que la Constitución ha prescrito para acusar y juzgar a los ministros. Se muestra singular precipitación al estimar que cuarenta días es plazo excesivo cuando se trata de examinar las cuestiones más complicadas y de dictaminar sobre el destino de los hombres que han tenido en la mano la suerte del Estado.

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