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PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO X

DE LA DECLARACIÓN DE QUE LOS MINISTROS SON INDIGNOS DE CONFIANZA PÚBLICA

En los proyectos sobre la responsabilidad presentados durante el último año, se ha propuesto reemplazar por un medio más suave en apariencia la acusación formal, cuando la mala administración de los ministros hubiera comprometido la seguridad del Estado, la dignidad de la corona o la libertad del pueblo, sin haber infringido, no obstante, de modo directo ninguna ley positiva. Se ha querido investir a las asambleas representativas del derecho de declarar a los ministros indignos de la confianza pública.

Debe señalarse, para empezar, que de hecho se da esta declaración contra los ministros siempre que pierden la mayoría de las asambleas. Cuando tengamos lo que no tenemos aún, pero que es absolutamente indispensable en toda monarquía constitucional, es decir, un ministerio homogéneo, una mayoría estable y una oposición netamente diferenciada de esa mayoría, ningún ministro podrá mantenerse si no cuenta con la mayoría de los votos, a menos de convocar al pueblo a nuevas elecciones. Serán entonces éstas la piedra de toque de la confianza otorgada a ese ministro. No veo, pues, en la declaración que se propone para sustituir a la acusación sino el enunciado de un hecho probado, que no es necesario declarar. Pero advierto además que tal declaración, debido a su menor solemnidad y severidad en relación con una acusación formal, tenderá naturalmente a prodigarse con más frecuencia. Si se teme que se prodigue en exceso la acusación, es porque se supone facciosa a la asamblea. Pero si en efecto lo es, se mostrará más dispuesta a desacreditar a los ministros que a acusarlos, ya que podrá desacreditarlos sin comprometerlos por una declaración que no le compromete en nada, que al no requerir ningún examen no exige ninguna prueba, que, en fin, sólo es una manifestación de venganza. Si la asamblea no es facciosa, ¿para qué inventar una fórmula inútil en esta hipótesis y peligrosa en la otra?

En segundo término, cuando los ministros son acusados, se encomienda su juicio a un tribunal. Por su sentencia, cualquiera que sea, se restablece la armonía entre el gobierno y los órganos del pueblo. Pero no existe tribunal alguno que dicte sentencia en la declaración de que se trata. Es este un acto de hostilidad, cuyas consecuencias son tanto más desagradables cuanto éstas son inciertas y aleatorias. Se pone frente a frente al rey y a los mandatarios del pueblo y se pierde la gran ventaja de contar con una autoridad neutral que dirirna sus diferencias.

En tercer lugar, dicha declaración supone un ataque directo a la prerrogativa real. Disputa al príncipe la libertad de elección. Con la acusación no sucede lo mismo. Los ministros pueden llegar a ser culpables sin que el monarca haya obrado mal al nombrarlos antes que lo fuesen. Cuando se acusa a los ministros, sólo a ellos se ataca; mas cuando se los declara indignos de la confianza pública, el príncipe es inculpado en sus intenciones o en su propia decisión al elegir, lo que no debe suceder nunca en un gobierno constitucional.

La esencia de la realeza en una monarquía representativa es la independencia de la facultad de designación que se le atribuye. El rey nunca obra en su propio nombre. Colocado en la cumbre de todos los poderes, crea unos, modera otros, dirige, en suma, la acción política, atemperándola, sin participar en ella. De ahí resulta su inviolabilidad. Hay, pues, que dejarle esta prerrogativa intacta y respetada. No hay que disputarle jamás el derecho de elegir. No deben las asambleas arrogarse el derecho de excluir, derecho que, ejercido con obstinación, implica, en definitiva, el de nombrar.

No creo que se me acuse de ser demasiado favorable a la autoridad absoluta. Pero quiero que la realeza esté investida de toda la fuerza, rodeada de todo el respeto que le son necesarios para la salvación del pueblo y la dignidad del trono.

Que las deliberaciones de las asambleas sean perfectamente libres; que la asistencia de la prensa, libre de toda traba, las animen y las ilustren; que la oposición goce de los privilegios de la discusión más audaz, proporcionándole, así, todos los recursos constitucionales para despojar al ministro de su mayoría; no debe ofrecérsele un camino al que, una vez abierto, se precipitará sin cesar. La declaración, que se propone no será otra cosa que una fórmula sin consecuencia o un arma en manos de las facciones.

Añadiré que para los propios ministros es mejor que sean acusados de cuando en cuando y quizá no gravemente, que estar expuestos a cada instante a una declaración vaga, contra la que sería más difícil defenderlos. El mejor argumento en boca de los defensores de un ministro sería decir simplemente: ¡Acusadlo!

Lo he dicho y lo repito: la confianza de que goza un ministro o la desconfianza que inspira se prueba por la mayoría que le sostiene o que le abandona. Ese es el medio legal, la expresión constitucional. Es superfluo buscar otro.

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