Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo VICapítulo VIIIBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO VII

DE LA DISCUSIÓN EN LAS ASAMBLEAS REPRESENTATIVAS

A la Constitución actual le debemos una mejora importante: el restablecimiento de la discusión pública en las asambleas.

La Constitución del año VIII la había prohibido; la Carta Real sólo la permitió con muchas restricciones para una de las Cámaras y rodeó todas las deliberaciones de la otra de un misterio tan extraño que ningún motivo razonable podía explicar. Hemos vuelto a las ideas sencillas. Hemos comprendido que las reuniones se realizan con la esperanza de entendimiento, que para entenderse hay que hablar y que los mandatarios no están autorizados, salvo en raros y breves periodos de excepción, a disputar a sus representados el derecho de conocer la forma en que se tratan sus intereses.

Un artículo de la Constitución que a primera vista parece detallista y que ha sido censurado, contribuirá poderosamente a que las discusiones sean útiles. Me refiero al artículo que prohibe los discursos escritos. Es cierto que tiene un carácter más reglamentario que constitucional, pero el abuso de tales discursos se ha propagado tanto y ha desnaturalizado de tal modo la marcha de nuestras asambleas, que es digno de aplauso que al fin se le haya puesto remedio.

Cuando los oradores se ven obligados a improvisar es cuando se entabla una verdadera discusión. Cada uno, impresionado por los razonamientos que acaba de escuchar, se ve naturalmente impulsado a examinarlos. Dichos razonamientos impresionan su espíritu, aun sin darse cuenta. No puede borrarlos de su memoria; las nuevas ideas se amalgaman con las que él aporta, las modifican y le sugieren respuestas que presentan las cuestiones desde sus diversos puntos de vista.

Cuando los oradores se limitan a leer lo que han escrito en el silencio de su gabinete, ya no discuten, se dedican a extenderse sobre sus argumentos; no escuchan, porque lo que puedan escuchar no ha de cambiar nada lo que quieren decir; sólo esperan a que finalice su intervención el que los precede; no examinan la opinión que aquel defiende, cuentan el tiempo que emplea y que consideran excesivo. En tales condiciones no hay discusión; cada uno reproduce objeciones ya refutadas; no toman en cuenta lo que han previsto, todo lo que perjudicaría una defensa elaborada anticipadamente. Los oradores se suceden sin entenderse, y si se refutan es por azar, parecen dos ejércitos que desfilaran en sentido opuesto, uno al lado del otro, percibiéndose apenas, evitando hasta mirarse por miedo a salirse de la ruta irrevocablemente trazada.

Ese inconveniente de una discusión basada en discursos escritos no es el único ni el más temible; hay uno mucho más grave.

Lo que entre nosotros amenaza más el buen orden y la libertad no es la exageración, ni el error, ni la ignorancia, aunque tales cosas no falten; es la necesidad de producir efecto. Tal necesidad, que degenera en una especie de furor, es tanto más peligrosa cuanto que no tiene sus raíces en la naturaleza del hombre, sino que es una creación social, fruto tardío y artificial de una civilización antigua y de una ciudad inmensa. Por tanto, no se modera por sí misma, como ocurre con las pasiones naturales, que se desgastan por el propio uso. El sentimiento no la detiene, porque no tiene nada de común con él; la razón no puede nada contra ella, porque no se trata de ser convencido, sino de convencer. La propia fatiga no la calma, porque quien la experimenta no consulta sus propias sensaciones, sino que observa las que produce en los demás. Opiniones, elocuencia, emociones, no son más que medios, y hasta el mismo hombre se convierte en un instrumento de su propia vanidad.

En una nación con tales inclinaciones debe lograrse que los mediocres pierdan toda la esperanza de producir ningún efecto por sus propios medios; digo ningún efecto, porque nuestra vanidad es, al tiempo, hmnilde y desenfrenada; aspira a todo y se contenta con poco. Por sus pretensiones, se diría que es insaciable; pero viendo cómo Se esponja con los más modestos éxitos, nos admira su frugalidad.

Apliquemos esas verdades a nuestro tema. ¿Se quiere que nuestras asambleas representativas sean razonables? Exíjase a los hombres que desean brillar en ellas la necesidad de tener talento. La mayoría se refugiará en la razón, como único recurso posible; pero si se abre a esa mayoría un camino en el que cualquiera puede hacer progresos, nadie querrá privarse de esa ventaja. Todos aspirarán a la elocuencia y a la celebridad, podrán hacer un discurso escrito o encargarlo, y, de esa forma, tratar de llamar la atención sobre su papel de legisladores, con lo que las asambleas se convertirán en academias, con la diferencia de que en tal caso las arengas académicas decidirán de la suerte, de las propiedades y hasta de la vida de los ciudadanos.

Me resisto a citar las increíbles pruebas de ese deseo de producir efecto en las épocas más deplorables de nuestra revolución. He visto cómo los representantes buscan temas de discurso, a fin de que su nombre no fuera extraño a los movimientos que se habían producido; hallado el tema y escrito el discurso, el resultado les era indiferente. Desterrados los discursos escritos, crearemos en nuestras asambleas lo que siempre les ha faltado: esa mayoría silenciosa que, disciplinada, digámoslo así, por la superioridad de los hombres de talento, se reduce a escucharlos, al no poder hablar en su lugar, esa mayoría se ilustra porque está condenada a la modestia y el silencio la hace razonable.

La presencia de los ministros en las asambleas contribuirá a dar a las discusiones el carácter que deben tener. Los propios ministros discutirán las reformas necesarias a la administración; aportarán conocimientos prácticos que sólo puede proporcionar el ejercicio del gobierno. La oposición no será hostil, la constancia no degenerará en obstinación. Tomando en cuenta las objeciones razonables, el gobierno enmendará los proyectos sancionados, explicará los textos oscuros. La autoridad podrá, sin comprometerse, rendir un justo homenaje a la razón y defenderse ella misma mediante las armas del razonamiento.

Sin embargo, nuestras asambleas sólo alcanzarán el grado de perfección de que es susceptible el sistema representativo cuando los ministros, en lugar de asistir en calidad de tales, sean también miembros por elección nacional. Era un gran error de nuestras constituciones precedentes la incompatibilidad existente entre el ministerio y la representación.

Cuando los representantes del pueblo no pueden participar nunca en el poder, hay que temer que lo consideren su enemigo natural. Si por el contrario, los ministros pueden ser escogidos en el seno de las asambleas, los ambiciosos dirigirán sus esfuerzos contra los hombres y respetarán la institución. Al dirigirse los ataques únicamente contra los individuos, serán menos peligrosos para el conjunto. Nadie querrá destruir un instrumento cuyo uso podría conquistar, y del mismo modo que trataría de disminuir la fuerza del poder ejecutivo si hubiera de serie siempre extraña, la cuidará si puede pertenecerle algún día.

Vemos el ejemplo en Inglaterra. Para los enemigos del ministerio, el poder que contemplan es imagen de su futura fuerza y autoridad; la oposición consiente las prerrogativas del gobierno, como su herencia, y respeta sus medios futuros en los adversarios actuales. Un gran defecto de una Constitución consiste en separar a los partidos, de forma tal, que uno no pueda llegar al otro sino a costa de ella. Es, sin embargo, lo que ocurre cuando el poder ejecutivo, puesto fuera del alcance de los legisladores, constituye siempre para ellos un obstáculo, jamás una esperanza.

No se deben excluir las diversas facciones en una organización política si lo que se quiere es conservar las ventajas de la libertad. Hay que esforzarse en conseguir que esas facciones sean lo más inofensivas posible y, supuesto que la victoria les llegará un día, hay que prevenir o suavizar los inconvenientes de su victoria.

Cuando los ministros son miembros de las asambleas, son más fácilmente atacables si son culpables, porque sin que haya necesidad de denunciarlos, basta con responderles; también les resultará más fácil demostrar su inocencia si son inocentes, ya que, en cada momento, pueden explicar y dar razones de su conducta.

Al reunir en los mismos individuos, sin dejar por ello de distinguir los poderes, la doble calidad de ministro y miembro de la asamblea, se constituye un gobierno en armonía, en vez de crear dos bandos en lucha.

De este modo, además, un ministro inepto o sospechoso no puede conservar el poder. En Inglaterra, el ministro pierde efectivamente su puesto si se halla en minoría (1).


Notas

(1) M. Pitt ha sido una excepción a esa regla durante dos meses en 1784. Pero es que la nación entera era partidaria de su ministerio, en contra de la Cámara de los Comunes.

Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo VICapítulo VIIIBiblioteca Virtual Antorcha