Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo VCapítulo VIIBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO VI

DE LAS CONDICIONES DE PROPIEDAD

Nuestra Constitución no se pronuncia sobre las condiciones de propiedad requeridas para el ejercicio de los derechos políticos porque estos, confiados a colegios electorales, están por ello mismo en manos de los propietarios. Pero si se sustituyeran esos colegios por la elección directa, las condiciones de propiedad se harían indispensables.

Ningún pueblo ha considerado como miembros del Estado a todos los individuos que residen en cualquier lugar dentro de su territorio o que tienen algún título específico. No se trata aquí de las distinciones que, en el mundo antiguo, separaban a los esclavos de los hombres libres, y, en el moderno, a los nobles de los plebeyos. La democracia más absoluta establece dos clases: en una se relega a los extranjeros y a quienes no han alcanzado la edad prescrita por la ley para ejercer los derechos de ciudadanía; la otra se compone de los hombres que han cumplido dicha edad y han nacido en el país. Existe, pues, un principio según el cual entre los individuos que viven en un territorio hay unos que son miembros del Estado y otros que no lo son.

Según este principio, para ser miembro de una asociación hay que poseer cierto grado de raciocinio y un interés común con los demás miembros de la asociación. Se supone que los menores de cierta edad legal no poseen ese grado de raciocinio; se estima igualmente que los extranjeros no se guían por ese interés. La prueba es que los primeros, al cumplir la edad establecida, se convierten en miembros de la asociación política, y los segundos alcanzan la ciudadanía mediante su residencia, sus propiedades o sus relaciones. Se supone que tales hechos dan, a los unos, raciocinio; a los otros, el interés requerido.

Pero ese principio necesita una ampliación adicional. En nuestras sociedades actuales, el nacimiento en el país y la madurez de edad no bastan para conferir a los hombres las cualidades requeridas por el ejercicio de los derechos de ciudadanía. Aquellos a quienes la pobreza mantiene en una perpetua dependencia y condena a trabajos diarios, no poseen mayor ilustración que los niños acerca de los asuntos públicos, ni tienen mayor interés que los extranjeros en una prosperidad nacional cuyos elementos no conocen y en cuyos beneficios sólo participan indirectamente.

No quiero cometer ninguna injusticia con la clase trabajadora. Es tan patriota como cualquiera de las restantes y, a menudo, realiza los más heroicos sacrificios, siendo su abnegación tanto más de admirar, cuanto que no se ve recompensada por la fortuna ni por la gloria. Pero una cosa es, a mi juicio, el patriotismo por el que una persona debe estar dispuesta a morir por su país, y otra distinta el patriotismo por el que se cuidan los propios intereses. Es preciso, pues, además del nacimiento y la edad legal, un tercer requisito: el tiempo libre indispensable para ilustrarse y llegar a poseer rectitud de juicio. Sólo la riqueza asegura el ocio necesario, sólo ella capacita al hombre para el ejercicio de los derechos políticos.

Puede afirmarse que el estado actual de la sociedad, en el que se mezclan ricos y pobres, atribuye a una porción de éstos, los mismos intereses e iguales posibilidades que a los primeros; que el hombre que trabaja tiene tanta necesidad de reposo y de seguridad como el propietario; que los ricos no son, de derecho y de hecho, sino los distribuidores de los bienes comunes entre todos los individuos, y que a todos beneficia que el orden y la paz fomenten el desarrollo de todas las facultades y de todos los recursos individuales.

Esos razonamientos fallan por exceso. Si fueran convincentes, no habría ningún motivo para negar a los extranjeros los derechos de ciudadanía. Las relaciones comerciales entre los países europeos determinan que la tranquilidad y el bienestar de todos los países interesen a la mayoría. La caída de un imperio, sea el que fuere, es tan funesta a los extranjeros que han unido su suerte mediante sus especulaciones financieras a ese imperio, como pueda serlo a sus propios habitantes, si se exceptúa a los propietarios. Los hechos lo demuestran. En medio de las más crueles guerras, los negociantes de un país se interesan a menudo y, en ocasiones, incluso realizan esfuerzos para que la nación enemiga no sea destruida. Sin embargo, un razonamiento tan ambiguo no parecerá suficiente para elevar al extranjero a la categoría de ciudadano.

Debe advertirse que el propósito lógico de los ricos es acceder a la propiedad; todos los medios de que disponen los destinarán a ese fin. Si a la libertad de facultades y de industria que se les debe, se añaden los derechos políticos que no se les deben, tales derechos, en manos del mayor número, servirán infaliblemente para invadir la propiedad. Utilizarán ese camino irregular en vez de seguir el natural: el trabajo. Tal proceder constituirá para ellos una fuente de corrupción y para el Estado una fuente de desórdenes. Un escritor célebre ha observado muy acertadamente que cuando los no propietarios tienen derechos políticos ocurre una de estas tres cosas: o actúan en virtud de su propio impulso, y entonces destruyen la sociedad, o son movidos por el hombre o los hombres en el poder, y en tal caso son instrumentos de tiranía, o bien son los aspirantes al poder quienes los manejan, y en tal supuesto son instrumentos de facción. En consecuencia, es preciso establecer condiciones de propiedad, tanto para ser electores como para ser elegibles.

En todos los países que tienen asambleas representativas es indispensable que éstas, cualquiera que sea su organización concreta, estén compuestas por hombres con un mínimo de riqueza. Un individuo puede, por sus brillantes méritos, cautivar a la multitud; pero las asambleas, para granjearse la confianza, necesitan tener intereses concordantes con sus deberes. Toda nación identifica siempre la acción de una asamblea con sus intereses. Tiene la certeza de que al amor al orden, a la justicia y a la conservación reinará entre la mayoría de los hombres con propiedades. No son sólo, por consiguiente, útiles por las cualidades que poseen, sino también por las que se les atribuyen, por la prudencia que se les supone y por la favorable predisposición que inspiran. Inclúyase entre los legisladores a hombres pobres; por buenas que sean sus intenciones, la inquietud que despierten en los ricos obstaculizará todas sus medidas. Las leyes más prudentes parecerán sospechosas y, en consecuencia, desobedecidas; por el contrario, la otra solución habría logrado el sostén del asentimiento popular al gobierno, aún en el supuesto de que no sea en todo perfecto.

Durante nuestra revolución, es cierto que los ricos han cooperado con los pobres en la promulgación de leyes absurdas y expoliadoras. La causa ha sido que los primeros tenían miedo de los segundos revestidos de poder. Querían hacerse perdonar su propiedad. El temor de perder lo que se tiene conduce a la pusilanimidad y a comportarse con el furor propio de quienes quieren adquirir lo que no tienen. Las faltas o los crímenes de los ricos fueron consecuencia de la presión de los pobres.

¿Qué condiciones equitativas de propiedad deberían establecerse?

Una propiedad puede ser tan limitada que el que la posee sólo es propietario en apariencia. Según un autor que ha tratado perfectamente el asunto, quien no posea la renta territorial suficiente para vivir durante el año, sin tener que trabajar para otro, no es verdaderamente propietario. La parte de propiedad que le falta le sitúa en la clase de los asalariados. Los propietarios son dueños de su existencia porque pueden negarle el trabajo. Sólo quien posee la renta necesaria para vivir con independencia de toda voluntad extraña puede ejercer los derechos de la ciudadanía. Una condición de propiedad inferior sería ilusoria; una más elevada sería injusta.

Creo, no obstante, que se puede reconocer como propietario a quien tiene en arriendo indefinido una explotación agrícola que produce lo suficiente. En el estado actual de la propiedad en Francia, el agricultor que no puede ser desahuciado es, en realidad, más propietario que el ciudadano que sólo lo es aparentemente de un bien que arrienda. Es entonces justo conceder iguales derechos a uno que otro. Si se objeta que al finalizar el arriendo el agricultor pierde su calidad de propietario, responderé que todo propietario puede, en cualquier momento y por las causas más diversas, perder su propiedad.

Se advertirá que sólo me refiero a la propiedad territorial, cuando ciertamente existen varias clases de propiedad, siendo la del suelo, simplemente, una de ellas. La propia Constitución reconoce este principio, ya que admite la representación no sólo del territorio, sino de la industria.

Confieso que si la consecuencia de tal disposición hubiera sido poner en un mismo plano propiedad territorial e industrial no vacilaría en censurarla. La propiedad industrial carece de alguna de las ventajas de la propiedad territorial, y es justamente sobre ellas sobre las que se funda el espíritu preservador necesario para las asociaciones políticas.

La propiedad territorial influye sobre el carácter y el destino del hombre debido a la propia naturaleza de los cuidados que exige. El agricultor se dedica a ocupaciones constantes y progresivas. Debido a ello configura sus hábitos en la regularidad. El azar, que constituye una gran fuente de desorden para la moral, jamás cuenta en la vida del agricultor. Toda interrupción le es nociva; toda imprudencia es una pérdida segura. Sus éxitos son lentos; no puede acelerarlos ni aumentarlos mediante intuiciones afortunadas. Su vida transcurre entre la dependencia de la naturaleza y la independencia de los hombres. Todo ello le proporciona una disposición tranquila, un sentimiento de seguridad, un espíritu de orden que le identifica con la vocación a la que debe su tranquilidad y su propia subsistencia.

La propiedad industrial influye únicamente en el hombre por los beneficios económicos que le procuran o le prometen; no proporciona a su vida tanta estabilidad y es más artificial y menos inmutable que la propiedad territorial. La operaciones que conlleva suelen consistir en transacciones fortuitas; sus éxitos son más rápidos, pero dependen mucho del azar. No forma parte de su naturaleza esa progresión lenta y segura que crea el hábito y, poco después, la necesidad de uniformidad. No crea un hombre independiente de los demás sino, por el contrario, lo hace depender de ellos. La vanidad, ese germen fecundo de las agitaciones politicas, se ve herida a menudo en el propietario industrial, casi nunca en el agricultor (1). Éste, calcula en paz el orden de las estaciones, la naturaleza del suelo, el carácter del clima. El industrial calcula las fantasías, el orgullo, el lujo de los ricos. Una explotación agrícola es una patria en miniatura. En ella se nace, se cría, se educa, se crece con los árboles que la rodean. En la propiedad industrial nada habla a la imaginación, nada al recuerdo, nada sobre la parte moral del hombre. Se dice el campo de mis antepasados, la cabaña de mis padres. Nunca se ha dicho la tienda o el taller de mis padres. Las mejoras realizadas en la propiedad territorial no pueden separarse del suelo al que se incorporan y del que forman parte. La propiedad industrial no es susceptible de mejora, sino de enriquecimiento y éste puede transportarse a voluntad.

Desde el punto de vista de las facultades intelectuales, el agricultor tiene una gran superioridad sobre el artesano. La agricultura exige una serie de conocimientos, de observaciones, de experiencias que forman el raciocinio (2). A ello se debe ese asombroso sentido de justicia y rectitud que tiene el campesino.

Las profesiones industriales se limitan a menudo, debido a la división del trabajo, a operaciones mecánicas.

La propiedad territorial encadena al hombre al lugar en el que habita, pone obstáculos a los desplazamientos, crea un patriotismo interesado. La industria uniformiza todos los paises, facilita los desplazamientos, separa el interés del patriotismo. Estas ventajas y desventajas recíprocas de ambos tipos de propiedad, consideradas desde el punto de vista político aumentan en razón inversa al valor de la propiedad. Un artesano apenas pierde nada cuando cambia de residencia; un pequeño propietario de tierras se arruina al expatriarse. Ahora bien: son precisamente estas clases inferiores de los propietarios las que deben proporcionamos el criterio para juzgar los efectos de las diferentes especies de propiedad, ya que dichas clases son las más numerosas.

Independientemente de esta superioridad moral en la propiedad de la tierra, esta es favorable al orden público por la situación en que coloca a sus poseedores. Los artesanos, asentados en las ciudades, están a merced de los facciosos; los agricultores, diseminados en los campos, son casi imposibles de reunir y, en consecuencia, de sublevar.

Aristóteles percibió esta situación. Hizo resaltar con mucha fuerza los caracteres distintivos de las clases agrícolas y de las clases mercantiles y mostró su favor por las primeras.

La propiedad industrial posee, sin duda, grandes ventajas. La industria y el comercio han creado para la libertad un nuevo medio de defensa: el crédito. La propiedad territorial garantiza la estabilidad de las instituciones; la propiedad industrial asegura la independencia de los individuos.

Por tanto, rehusar los derechos políticos a esos comerciantes cuya actividad y opulencia duplican la prosperidad del país que habitan sería una injusticia y, además, una imprudencia, porque sería oponer la riqueza al poder.

Mas, si se reflexiona, se advertirá fácilmente que la exclusión no alcanza a los propietarios industriales que sería enojoso excluir; casi todos son, al mismo tiempo, propietarios territoriales. En cuanto a los que no tienen más propiedad que su industriosidad, entregados, por una necesidad que ninguna institución vencerá jamás, a una ocupación mecánica, están privados de todo medio de instruirse y pueden, con las mejores intenciones, hacer sufrir al Estado la pena de sus inevitables errores. A esos hombres hay que respetarlos, protegerlos, garantizarlos contra toda vejación por parte del rico, eliminar todas las cargas que pesen sobre su trabajo, allanar cuanto sea posible su laboriosa carrera, pero no llevarlos a una esfera nueva a la que no los llama su destino, donde su concurso es inútil, sus pasiones amenazadoras y su ignorancia peligrosa.

Sin embargo, nuestra Constitución ha llevado hasta el exceso su preocupación por la industria. Ha creado para ella una representación especial; pero, prudentemente, ha limitado el número de representantes de esta clase a un veintisieteavo de la representación general.

Algunos estudiosos han creído reconocer una tercera especie de propiedad. La han llamado intelectual y han defendido su opinión de un modo bastante ingenioso. Un hombre distinguido en una profesión liberal -han dicho-, un jurisconsulto, por ejemplo, no está menos vinculado al país que habita que el propietario territorial. Le resulta más fácil a este último enajenar su patrimonio que al primero trasladar su reputación. Su fortuna reside en la confianza que inspira y es resultado de muchos años de trabajo, de su inteligencia, de su habilidad, de los servicios prestados, del hábito de recurrir a él en circunstancias difíciles, de las relaciones locales acumuladas por su larga experiencia. La expatriación le privaría de tales ventajas. Su sola presencia en una tierra extraña significaría su ruina.

Esa propiedad que se llama intelectual sólo depende de la opinión. Si se permite a todos atribuírsela, todos la reclamarán. sin duda, porque los derechos políticos supondrán no sólo una prerrogativa social, sino una certificación de talento, y negárselos a sí mismos sería un acto raro de desinterés y de modestia. Si es la opinión de los demás la que atribuye esa propiedad intelectual, dicha opinión sólo se manifiesta mediante el éxito y la fortuna que es su consecuencia infalible. En tal caso, la propiedad será, naturalmente, el patrimonio de los hombres distinguidos en todos los órdenes.

Pero es necesario hacer valer consideraciones de mayor importancia. Quizá sean las profesiones liberales las que, a fin de que su influencia no sea funesta en las discusiones políticas, más piden el mismo trato que recibe la propiedad. Tales profesiones, tan dignas de consideración por tantos títulos, no cuentan siempre entre sus ventajas la de rodear sus ideas con esa justicia práctica que es necesaria para dictaminar sobre los intereses positivos de los hombres. Se ha visto en nuestra revolución a literatos, matemáticos o químicos entregarse a las opiniones más exageradas, sin perjuicio de ser, en otros aspectos, ilustrados y estimables; pero habían vivido lejos de los hombres y se habían habituado a abandonarse a su imaginación o a tomar en consideración únicamente la evidencia rigurosa o, en fin, a ver en la naturaleza, en la reproducción de los seres, una prefiguración de la destrucción. Habían llegado, por diferentes caminos, al mismo resultado: desdeñar las consideraciones sacadas de los hechos, despreciar el mundo real y sensible, razonar sobre el estado social como entusiastas, sobre las pasiones como geómetras, sobre los dolores humanos como físicos.

Si tales errores fueron patrimonio de hombres superiores, ¿cuáles no serán los extravíos en que incurrirían los candidatos subalternos, los pretendientes desgraciados? ¡Cuán urgente es poner un freno al amor propio herido, a las vanidades agriadas, a todas esas causas de amargura, de agitación, de descontento, contra una sociedad en la que uno se halla desplazado, de rencor contra hombres que se consideran injustos! Todos los trabajos intelectuales son honorables, todos deben ser respetados. Nuestro primer atributo, nuestra facultad distintiva, es el pensamiento. Quienquiera que lo ejercite tiene derecho a nuestra estima, con independencia del éxito. Quienquiera que lo ultraje o lo rechace abdica a su calidad de hombre y se sitúa fuera de la especie humana. Sin embargo, cada ciencia da al espíritu del que la cultiva una dirección exclusiva que resulta peligrosa en los asuntos políticos, a menos que esté contrapesada.

Ahora bien, tal contrapeso no puede hallarse sino en la propiedad. Solo ella establece entre los hombres lazos uniformes. Los pone en guardia contra el sacrificio imprudente de la dicha y de la tranquilidad de los demás, abarcando en ese sacrificio su propio bienestar y obligándolos a tomar en consideración su propio interés. Los hace descender de lo alto de las teorías quiméricas y de las exageraciones impracticables, estableciendo entre ellos y el resto de los miembros de la asociación relaciones numerosas e intereses comunes.

No se crea que esta precaución es sólo útil para el mantenimiento del orden; también lo es para el de la libertad. Por extrañas razones, las ciencias que a veces inclinan a los hombres, durante los periodos de agitación política, a ideas de libertad imposibles, en otras ocasiones los hacen indiferentes y serviles bajo el despotismo. Los sabios propiamente dichos poco tienen que temer del poder, aún injusto. Lo que más que aborrece éste es el pensamiento. Se sirve de las ciencias como medios para el gobernante y de las bellas artes como distracción para los gobernados. Así los hombres cuyos estudios no tienen relación alguna con los intereses activos de la vida y siguen un camino que los garantiza contra una autoridad que nunca los considera rivales, con frecuencia se indignan muy poco de los abusos del poder que pesan sobre las demás clases.


Notas

(1) Pius questus -dice de la agricultura Catón el Viejo- stabilissimus minimeque male cogitontes qui in eo studio occupati sunt.

(2) Smith: Richesse des Nations, I, 10.

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