Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo IVCapítulo VIBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO V

LA ELECCIÓN DE LAS ASAMBLEAS REPRESENTATIVAS

La Constitución ha mantenido los colegios electorales únicamente con dos mejoras, una consiste en ordenar que tales colegios se renueven con elecciones anuales y la otra en quitar al gobierno el derecho de nombrar la presidencia. La necesidad de proporcionar rápidamente a la nación los órganos que esta requiere no ha permitido revisar y corregir esa parte importante de nuestra Acta constitucional, que es, sin duda, la más imperfecta. Los colegios electorales, elegidos con carácter vitalicio y, sin embargo, expuestos a su disolución (porque tal disposición no ha sido anulada), tienen todos los inconvenientes propios de las antiguas asambleas electorales y ninguna de sus ventajas. Tales asambleas, emanadas de una fuente popular e instituidas en el preciso momento en que habían de efectuarse los nombramientos, podían considerarse representativas en mayor o menor medida de la opinión de sus miembros.

En los colegios electorales por el contrario, esta opinión solo penetra lenta y parcialmente. Jamás está en mayoría, y cuando resulta ser la del colegio ya no es, a menudo, la del pueblo. El pequeño número de los electores ejerce también una influencia molesta en la naturaleza de la elección. Las asambleas encargadas de elegir la representación nacional deben ser tan numerosas como lo permita el buen orden. En Inglaterra, los candidatos, desde una tribuna, en mitad de una plaza pública o de un jardín público, lleno de una multitud inmensa, arengan a los electores que los rodean. En nuestros colegios electorales, el número es restringido, las normas severas; se exige un silencio riguroso. No se presenta ninguna cuestión que pueda remover los espíritus y subyugar momentáneamente el egoísmo individual. No es posible ninguna seducción. Ahora bien: los hombres vulgares sólo son justos cuando se los arrastra, y sólo se los puede arrastrar cuando, reunidos en masa, obran y reaccionan unos sobre otros. Sólo se atraen las miradas de varios millares de ciudadanos mediante una gran opulencia o mediante una extensa reputación. Simples relaciones de vecindad acaparan, en una reunión, una mayoría de dos o tres centenares. Para ser nombrado por el pueblo se requiere contar con una mayoría de partidarios más allá de quienes nos rodean ordinariamente. Para ser elegido por algunos electores basta con no tener enemigos. Las ventajas están del lado de las cualidades negativas y hay pocas probabilidades para el talento. Entre nosotros, la representación nacional ha sido, con frecuencia, menos avanzada que la opinión pública en muchos asuntos (1).

Si alguna vez queremos gozar completamente en Francia de los beneficios del gobierno representativo, hay que adoptar la elección directa. Ésta, desde 1788, lleva a la Cámara de los comunes británica a todos los hombres ilustres. Difícilmente se podría citar a un inglés distinguido por su talento político que no haya sido honrado con la elección si lo ha intentado.

Sólo la elección directa puede investir a la representación nacional de una fuerza verdadera y enraizarla profundamente en la opinión. El representante nombrado por cualquier otro procedimiento no halla en ninguna parte una voz que reconozca la suya. Ninguna fracción del pueblo toma en cuenta su valor, porque a todas los desalienta el largo proceso en cuyas mallas su sufragio se desnaturaliza o desaparece.

Si se teme el carácter francés, impetuoso y que soporta mal el yugo de la ley, diré que somos así porque no hemos adquirido el hábito de reprimirnos. En las elecciones ocurre lo mismo que en todo lo que atañe al buen orden. Las precauciones inútiles producen el desorden o lo aumentan. En Francia, nuestros espectáculos, nuestras fiestas, están rodeados de guardias y de bayonetas. Se creería que no pueden reunirse tres ciudadanos sin necesitar dos soldados para separarlos. En Inglaterra se reúnen veinte mil hombres y ni un soldado aparece entre ellos; la seguridad de todos se confía a la razón y al interés de cada uno; y esa multitud, sintiéndose depositaria de la tranquilidad pública y particular, vela escrupulosamente por ese depósito. Por lo demás, es posible, mediante una organización más complicada que la de las elecciones británicas, garantizar una mayor calma en el ejercicio de ese derecho del pueblo. Un ilustre personaje, elocuente escritor, ingenioso político e infatigable amigo de la libertad y de la moral, el señor Necker, ha propuesto, en una de sus obras, una forma de elección que parece merecer la aprobación general. Cien propietarios, designados por sus pares, presentarían en cada distrito, a todos los ciudadanos con derecho de votar, cinco candidatos, entre los que esos ciudadanos elegirían. Tal procedimiento es preferible a los que hemos ensayado hasta ahora; todos los ciudadanos cooperarían directamente en el nombramiento de sus mandatarios.

Tiene, sin embargo, un inconveniente: si se confía a cien hombres la propuesta inicial, podría ocurrir que un individuo que gozara en su distrito de gran popularidad se viera excluido de la lista; tal exclusión bastaría para desinteresar a los votantes, llamados a elegir entre cinco candidatos, de los que estaría ausente el objeto de sus deseos reales y de su verdadera preferencia.

Al dejar al pueblo la elección definitiva, me gustaría darle también la primera iniciativa. Es decir, que, en cada distrito, todos los ciudadanos con derecho a voto elaborasen una primera lista de cincuenta, formaran después una asamblea de cien, encargados de presentar, por los cincuenta anteriores, cinco, y entre esos cinco elegirían todos los ciudadanos.

De ese modo, los cien individuos a quien se confiara la presentación no podrían verse arrastrados, debido a su parcialidad por un candidato, a presentar a su lado únicamente a concurrentes de imposible elección. Y que no se diga que ese peligro es imaginario; hemos visto cómo el Consejo de los Quinientos recurrió a esa estratagema para forzar la composición del Directorio. El derecho de presentar equivale a menudo al de excluir.

Tal inconveniente disminuiría si se toma en cuenta la modificación que propongo:

1. La asamblea presentada debería elegir sus candidatos entre hombres que gozasen del favor popular y que, por consecuencia, poseyesen cierto grado de crédito y de consideración entre sus conciudadanos;
2. Si en la primera lista se hallara un hombre al que una extensa reputación le hubiera valido la gran mayoría de los sufragios, los cien electores difícilmente podrían dejar de presentarle; en caso contrario, si tuvieran la libertad de formar una lista sin que se hubiera manifestado previamente el deseo del pueblo, motivos de simpatía o de envidia podrían llevarlos a excluir a aquel que había merecido tal adhesión, pero no tendría ningún medio de legalizar su decisión.

Por lo demás, sólo por deferencia a la opinión dominante transijo con la elección inmediata. Testigo de los aparentes desórdenes que agitan en Inglaterra las elecciones reñidas, he visto cuán exagerada es la relación que se hace de esos desórdenes. He visto, por supuesto, elecciones acompañadas de peleas, de gritos, de disputas violentas; mas no por eso la elección dejaba de recaer en hombres distinguidos por su talento o por su fortuna; y acabada la elección, todo volvía al orden acostumbrado. Los electores de la clase inferior, que se habían mostrado obstinados y turbulentos, tornaban a ser laboriosos, dóciles, hasta respetuosos. Satisfechos de haber ejercido sus derechos, se plegaban a las jerarquías y a las convenciones sociales, tanto más cuanto que al obrar de ese modo tenían conciencia de obedecer sólo al cálculo razonable de su interés manifiesto. Al día siguiente de una elección no quedaba ya la menor huella de la agitación de la víspera. El pueblo había vuelto a sus trabajos, pero el espíritu público había recibido la sacudida saludable que es necesaria para reanimarlo.

Algunos hombres ilustres censuran la conservación de los colegios electorales por motivos totalmente opuestos a aquellos en que me apoyo. Lamentan que las elecciones no se llevan ya a cabo por un cuerpo único y aportan en apoyo de sus lamentaciones argumentos que conviene refutar, porque tienen algo plausible.

El pueblo -dicen- es absolutamente incapaz de proporcionar a las diversas ramas del gobierno los hombres que son más convenientes por su carácter y talento; el pueblo no debe elegir directamente; los cuerpos electorales deben instituirse, no en la base, sino en la cumbre de la sociedad; la selección debe partir, no de abajo, donde se hacen siempre necesariamente mal, sino de arriba, donde se harán necesariamente bien: de ese modo, los electores tendrán siempre el mayor interés en el mantenimiento del orden y de la libertad pública, en la estabilidad de las instituciones y en el progreso de las ideas, en la solidez de los buenos principios y en el perfeccionamiento gradual de las leyes y de la administración. Cuando los nombramientos de funcionarios para el desempeño de funciones específicas se hacen por el pueblo, la selección es, en general, esencialmente mala (2).

Si se trata de magistraturas eminentes, los cuetpos electorales inferiores escogen también bastante mal. Únicamente por una especie de azar se ven elegidos, de cuando en cuando, algunos hombres de mérito. Los nombramientos en el cuetpo legislativo, por ejemplo, sólo pueden ser hechos convenientemente por hombres que conozcan bien el objeto o fin general de toda legislación, que estén muy al tanto del estado actual de los asuntos y de los espíritus, que puedan, recorriendo con una ojeada todas las divisiones del territorio, designar con mano segura la élite de los talentos, de las virtudes y de la ilustración. Cuando un pueblo numeroso y diseminado en un vasto territorio nombra a sus mandatarios principales sin intermediario, tal operación le obliga, inevitablemente, a dividirse en secciones situadas a distancias que no les permiten ni la comunicación ni el acuerdo recíprocos. Resulta de ello una selección fragmentaria. Hay que buscar la unidad de las elecciones en la unidad del poder electoral.

Esos razonamientos se apoyan en una idea muy exagerada del interés general, del fin general del gobierno, de la legislación, de todas las cosas a las que se aplica este concepto. ¿Qué es el interés general sino el acuerdo que se efectúa entre los intereses particulares? ¿Qué es la representación general sino la representación de todos los intereses parciales que han de transigir en lo que les es común? El interés general es distinto, sin duda, de los intereses particulares, pero no es lo contrario. Se habla siempre como si uno ganase lo que los otros pierden; lo general no es sino el resultado de esos intereses combinados; difiere de ellos como un cuerpo difiere de sus partes. Los intereses individuales son los que atañen más a los individuos; los intereses de los distritos son los que atañen más a estos; ahora bien: son los individuos y los distritos los que componen el cuerpo político; son, por consecuencia, los intereses de esos individuos y de esos distritos los que deben ser protegidos; al proteger a todos, se suprimirá de cada uno de ellos lo que perjudica a los demás, resultando de esto el verdadero interés público, el cual coincide con los intereses individuales una vez que se les ha eliminado el poder de perjudicarse mutuamente. Cien diputados nombrados por cien distritos de un Estado llevan al seno de la asamblea los intereses particulares, las preocupaciones locales de sus electores; esta base les es útil: forzados a deliberar juntos, pronto se dan cuenta de los sacrificios respectivos que son indispensables; se esfuerzan en disminuir la extensión de ellos, y en esto reside una de las mayores ventajas de la forma de su designación. La necesidad acaba siempre por unirlos en un acuerdo común, y cuanto más fragmentadas han sido las elecciones, la representación logra un carácter más general. Si se invierte la gradación natural, si se coloca el cuerpo electoral en la cúspide del edificio, los nombrados por él deberán pronunciarse sobre un interés público cuyos elementos desconocen, se les encomienda concertar intereses cuyas necesidades ignoran o desdeñan. Conviene que el representante de un distrito actúe como órgano del mismo, que no ceda ninguno de sus derechos, reales o imaginarios, sino después de haberlos defendido; que sea parcial en la defensa de los intereses que representa porque si cada uno es parcial en dicha defensa, la parcialidad de cada uno, unida y conciliada, tendrá las ventajas de la imparcialidad de todos.

Las asambleas, por fragmentaria que pueda ser su composición, tienden de modo muy acusado a incorporar un espíritu de grupo que las aísla de la nación. Los representantes situados en la capital, lejos de la representación popular que los ha nombrado, pierden de vista los usos, las necesidades, el modo de ser de quienes representan; llegan a menospreciar y prodigar tales cosas; ¿qué ocurriría si se liberara a estos órganos de las necesidades públicas de toda responsabilidad local (3), colocándolos para siempre por encima de los sufragios de sus conciudadanos y haciéndolos elegir por un cuerpo situado, como se quiere, en la cúspide del edificio constitucional?

Cuanto más grande es un Estado y más centralizada es la autoridad, más inadmisible resulta un cuerpo electoral único y más indispensable la elección directa. Nada se opone a que una comunidad de cien mil hombres atribuya a un Senado el derecho de nombrar a sus senadores o representantes; nada se opone tampoco a que las Repúblicas federales hagan otro tanto, ya que, al menos, su administración interior no correría ningún riesgo. Pero en todo gobierno que tienda a la unidad, privar a las distintas fracciones del Estado de intérpretes nombrados por ellas, se estará estimulando la creación de corporaciones que deliberan en el vacío y que, debido a su indiferencia por los intereses particulares, se entregan al interés general.

No es este el único inconveniente que presenta el nombramiento de los mandatarios del pueblo por un Senado. Este procedimiento destruye una de las mayores ventajas del gobierno representativo: la de establecer relaciones frecuentes entre las diversas clases de la sociedad. Esta ventaja sólo puede resultar de una elección directa. Este tipo de elección exige que las clases poderosas se interesen constantemente por las clases inferiores. Obliga a la riqueza a disimular su arrogancia y al poder a moderar su acción, haciendo del sufragio del grupo menos opulento, una recompensa para la justicia y para la bondad, y un castigo para la opresión. No debe renunciarse gratuitamente.a ese instrumento cotidiano de bienestar y de armonía, ni menospreciar tal causa de beneficencia que no siendo, al principio, más que un cálculo, pronto se convierte en una cualidad.

Frecuentemente nos lamentamos de que las riquezas se concentran en la capital y que en el campo se ven agobiados por los impuestos que aquellas les imponen y que jamás se les devuelven. La elección directa vincula a los propietarios con sus propiedades, de las que sin ella se alejan inevitablemente. Cuando de nada les sirve el sufragio popular, su cálculo se limita a sacar de sus tierras el mayor provecho. La elección directa les impone un cálculo más noble y mucho más útil para quienes viven bajo su dependencia. Sin la elección popular, sólo tienen necesidades de crédito, y esta necesidad los concentra en torno a la autoridad central. Gracias a la elección popular sienten la necesidad de la popularidad y de volver a sus orígenes, fijando las raíces de su vida política en sus posesiones.

Se han elogiado a veces las ventajas del feudalismo, que mantenía al señor feudal unido a sus vasallos y distribuía por igual la opulencia entre todas las partes del territorio. La elección popular ofrece las mismas ventajas, sin entrañar iguales abusos.

Se habla constantemente de estimular y honrar, retribuyendo de manera justa a la agricultura y al trabajo. Se conceden premios que se distribuyen caprichosamente, condecoraciones que la opinión discute. Resultaría más sencillo conceder la importancia que tienen a las clases agrícolas, pero tal importancia no se crea mediante decretos. Su base debe estar constituida por el interés de quienes esperan verla reconocida, de quienes ambicionan conseguirla.

En segundo lugar, el nombramiento por un Senado para las funciones representativas tiende a corromper, o por lo menos, a debilitar el carácter de los aspirantes a esas funciones eminentes.

Por nmcho que se desacredite la intriga o los esfuerzos que son necesarios para convencer a una multitud, sus efectos son menos malos que las maniobras indirectas que se precisan para poner de acuerdo a unos cuantos hombres en el poder. La intriga -dice Montesquieu- es peligrosa en un Senado o en un Consejo de nobles, pero no lo es en el pueblo, cuya naturaleza le impulsa a actuar por pasión (4).

Todo lo que se discute en una asamblea numerosa, aparece a la luz del día, y el pudor modera las acciones públicas; mas cuando alguien se inclina ante algunos hombres a quienes implora en silencio, se humilla ante su sombra y los individuos poderosos tienen demasiada inclinación a gozar de la humildad, de los ruegos y de las súplicas obsequiosas de quienes así actúan.

Hay épocas en que se teme todo cuanto se parece a la energía; son épocas propicias a la tiranía, a los espíritus serviles; se alaba entonces la dulzura, la flexibilidad, los talentos ocultos, las cualidades privadas; pero son épocas de debilidad. Es importante que los talentos ocultos se den a conocer, que las cualidades privadas hallen su recompensa en el bienestar interior, que la flexibilidad y la dulzura obtengan los favores de los grandes. Los hombres que acaparan la atención, que atraen el respeto, que han adquirido un derecho a la estima, a la confianza, a la gratitud del pueblo, serán los hombres elegidos por el mismo; esos hombres más enérgicos serán también los más moderados.

Se imagina siempre a la mediocridad como pacífica; pero, en realidad, sólo lo es cuando es impotente. Cuando el azar reúne a muchos hombres mediocres y los inviste de alguna fuerza, su mediocridad es más palpable, más envidiosa, más convulsiva en su marcha que el talento, incluso cuando éste es movido por las pasiones. Las luces calman las pasiones, moderan el egoísmo, tranquilizan la vanidad.

Uno de los argumentos que he esgrimido contra los colegios electorales opera con igual fuerza contra la forma de renovación usada hoy por nuestras asambleas, cuya abolición, afortunadamente, la Constitución actual acaba de decretar. Me refiero a esa renovación periódica de un tercio o un quinto, que hacía que los recién llegados se hallaran siempre en minoría.

La renovación de las asambleas tiene como fin, no sólo impedir que los representantes de la nación constituyan una clase aparte y separada del resto del pueblo, sino también proporcionar intérpretes fieles a las mejoras que han podido operarse, de una elección a otra, en la opinión. Si se supone que las elecciones están bien organizadas, los elegidos de una época representán más fielmente la opinión que los de épocas anteriores.

¿No es absurdo poner en minoría a los órganos de la opinión existente frente a una opinión inexistente? La estabilidad es, sin duda, deseable, no debe abusarse de la renovación, ya que también es absurdo hacer elecciones tan frecuentes que la opinión pública no tenga tiempo de ilustrarse durante el intervalo que las separa. Contamos además con una asamblea hereditaria que representa la continuidad. No introduzcamos elementos de discordia en la asamblea electiva que representa el progreso. La lucha del espíritu conservador y del espíritu progresista es más útil entre dos asambleas que en el seno de una sola; no hay entonces minoría que se erija en vencedora; sus violencias en la asamblea de que forma parte fracasan ante la calma de la que sanciona o rechaza sus resoluciones; la irregularidad, la amenaza, ya no son instrumentos de mando sobre una mayoría a quienes se asusta, sino causas de desconsideración y de descrédito a los ojos de los jueces que deben decidir.

La renovación por terceras o quintas partes tiene graves inconvenientes para la nación entera y para la propia asamblea.

Aunque sólo pueda ser nombrado un tercio o un quinto, no dejan de ponerse en movimiento todas las esperanzas. No son las múltiples posibilidades, sino la existencia de una sola, lo que despierta todas las ambiciones; la dificultad en que se hallan las hace mas celosas y agresivas. El pueblo igual se agita por la elección de un tercio o de un quinto que por una elección total. En las asambleas los recién llegados están oprimidos un año, pero pronto se convierten en opresores. Esta verdad ha sido demostrada por cuatro experiencias sucesivas (5).

La experiencia y el recuerdo de nuestras asambleas sin contrapeso nos inquieta y acucia constantemente. Creemos percibir en toda asamblea una causa de desorden, y esta causa nos parece más poderosa en una asamblea renovada totalmente. Pero cuanto más real se presente el peligro más escrupulosos debemos ser sobre la naturaleza de las precauciones. Sólo debemos adoptar aquellas cuya utilidad está comprobada y cuyo éxito está asegurado.

La única ventaja que presenta la renovación por terceras o quintas partes la ofrece, de modo más completo y sin ningún otro inconveniente, la reelección indefinida que nuestra Constitución permite y que las constituciones precedentes habían, erróneamente, excluido.

La imposibilidad de la reelección constituye un gran error en todos sus aspectos. La posibilidad de una reelección ininterrumpida ofrece al mérito una recompensa digna de él y es vivero para un pueblo de una porción de figuras admirables y respetadas. La influencia de los individuos no se destruye por instituciones rivales. Lo que subsiste naturalmente de esta influencia en cada época es precisamente lo que necesita. No rebajemos al talento por leyes envidiosas. No se gana nada alejando así a los hombres distinguidos; la naturaleza ha querido que se pongan al frente de las asociaciones humanas; el arte de las constituciones es asignarles ese lugar sin que para llegar a él necesiten turbar la paz pública.

Nada es más contrario a la libertad, y al propio tiempo más favorable al desorden, que la forzosa exclusión de los representantes del pueblo al término de sus funciones. Tal politica hará de los miembros de las asambleas que no pueden ser reelegidos, débiles que querrán hacerse del menor número de enemigos posible, a fin de obtener compensaciones o de disfrutar tranquilamente en su retiro. Si se ponen obstáculos a la reelección indefinida, se despoja al genio y al valor del premio que se le debe; se preparan compensaciones y triunfos a la cobardía y a la ineptitud; se sitúa en el mismo plano al hombre que ha hablado de acuerdo con su conciencia que al que ha servido a las facciones con su audacia o a la arbitrariedad con su complacencia.

Las funciones vitalicias, observa Montesquieu (6), tienen la ventaja de ahorrar a quienes las cumplen esos momentos de pusilanimidad y debilidad que preceden a los hombres destinados a volver a la categoría de simples ciudadanos, al expirar su poder. La reelección indefinida tiene otra ventaja: favorece los cálculos de la moral. Sólo estos tienen un éxito duradero; pero para obtenerlo se necesita tiempo.

Además, los hombres íntegros, intrépidos, experimentados en los asuntos, ¿son suficientemente numerosos para que se pueda prescindir de ellos? ¿es justo rechazar voluntariamente, a quienes han merecido la estimación general? Habrá tambien lugar para los talentos nuevos; el pueblo tiende a acogerlos, pero no se le debe coaccionar a hacerlo, no se le debe obligar, a cada elección, a elegir a recién llegados que pondrán su fuerza y amor propio en perseguir y conquistar la celebridad. Las naciones gustan de crear reputaciones.

Tenemos grandes ejemplos: en América, los sufragios del pueblo no han dejado de asistir a los fundadores de su Independencia; en Inglaterra, figuras ilustres por reelecciones no interrumpidas se han convertido, en cierto modo, en una propiedad popular. ¡Felices las naciones fieles, capaces de estimar con constancia!

Para terminar, nuestra nueva Constitución se ha aproximado a los sanos principios, sustituyendo al salario concedido hasta ahora a los representantes de la nación por unas dietas más módicas. Al eliminar de las funciones que exigen mayor nobleza de alma todo cálculo interesado, se elevará la Cámara de representantes al rango que le corresponde dentro de nuestra organización constitucional. Los sueldos atribuidos a las funciones representativas se convierten pronto en el objeto principal de las mismas. Los candidatos sólo ven, en sus nobles funciones, ocasiones de aumentar o consolidar su fortuna, facilidades de desplazamiento, ventajas económicas. Hasta los propios electores se dejan arrastrar por una especie de piedad que los inclina a favorecer al esposo que quiere establecerse, al padre sin medios económicos que quiere educar a sus hijos o casar a sus hijas en la capital. Los acreedores designan a sus deudores, los ricos a aquellos de sus parientes a quienes prefieren socorrer a expensas del Estado y no a su propia costa. Realizada la designación, hay que conservar lo que se ha obtenido: los medios se parecen al fin. La especulación termina en la flexibilidad o en el silencio.

Al pagar a los representantes del pueblo, no sólo se los interesa en el cumplimiento escrupuloso de sus funciones, sino también en el mantenimiento en esas funciones.

También me preocupan otras consideraciones: No estoy de acuerdo con las fuertes condiciones de propiedad para el ejercicio de las funciones políticas. La dependencia es muy relativa, una vez que un hombre tiene lo necesario, sólo necesita la elevación de su alma para prescindir de lo superfluo. Sin embargo, es deseable que las funciones representativas sean desempeñadas, en general, por hombres que pertenezcan, si no a la clase opulente, sí, al menos, a la acomodada. Su punto de partida es más ventajoso, su educación más cuidada, su espíritu más libre, su inteligencia ilustrada. La pobreza, como la ignorancia, tiene sus prejuicios. Ahora bien, si los representantes no reciben ninguna dieta, se coloca el poder en la propiedad y se deja una posibilidad equitativa a las excepciones legítimas.

Combinad de tal modo vuestras instituciones y vuestras leyes, nos dice Aristóteles, que los empleos no puedan ser objeto de un cálculo interesado; si no es así, la multitud, a la que, de otro lado, importa poco la exclusión de los puestos eminentes porque le gusta ocuparse de sus propios negocios, ambicionará los honores y el provecho. No será necesaria ninguna precaución cuando las magistraturas no sientan la codicia. Los pobres preferirán ocupaciones lucrativas a funciones dificultosas y gratuitas. Los ricos ocuparán las magistraturas, porque no tendrán necesidad de dietas (7).

Esos principios no son aplicables a todos los empleos en los Estados modernos; hay algunos que exigen una fortuna por encima de toda fortuna particular; pero nada impide que se los aplique a las funciones representativas.

Los cartagineses habían hecho ya esa distinción: todas las magistraturas elegidas por el pueblo eran ejercidas gratuitamente. Las demás eran remuneradas.

En una Constitución, en la que los hombres menos favorecidos desde el punto de vista económico no posean derechos políticos, la ausencia de toda remuneración para los representantes de la nación me parece natural. ¿No es una contradicción afrentosa y ridícula excluir de la representación nacional al pobre, por estimar que sólo al rico corresponde representarla y hacerle pagar después a sus representantes como si estos fueran pobres?

La corrupción que nace de la ambición es mucho menos funesta que la que procede de cálculos innobles. La ambición es compatible con mil cualidades ingeniosas: con la probidad, el valor, el desinterés, la independencia; la avaricia no puede coexistir con ninguna de esas cualidades. Si no se puede apartar de los empleos a los hombres ambiciosos, apartemos, al menos, a los codiciosos; con ello disminuiremos considerablemente el número de competidores; los que alejemos serán precisamente los menos estimables.

Mas se necesita una condición para que las funciones representativas puedan ser gratuitas: su importancia. Nadie desea ejercer funciones despreciables por su insignificancia y que serían vergonzosas si dejaran de ser despreciables; en semejante Constitución sería mejor que no hubiera funciones representativas.


Notas

(1) No hablo de las cuestiones partidistas, sobre las cuales, en medio de las conmociones, no influyen los talentos; hablo de los asuntos de economía política.

(2) No puedo evitar relaciOnar con esta sección el sentimiento de Maquiavelo y de Montesquieu. Los hombres -dice el primero-, aunque sujetos a equivocarse en lo general, no lo están en lo particular. El pueblo es admirable -dice el segundo- para elegir a los que ha de confiar una parte de su autoridad; el resto del párrafo demuestra que Montesquieu se refería a una designación especial, a una función determinada.

(3) Debe comprenderse que por responsabilidad no entiendo aquí una responsabilidad legal, sino una responsabilidad de opinión.

(4) Esprit des Lois, 11, 2.

(5) El tercio del año IV (1796) fue suprimido.
El tercio del año V (1797) no fue aceptado.
El tercio del año VI (1798) fue rechazado.
El tercio del año VII (1799) fue victorioso y destructor.

(6) Espirit des Lois, V, 7.

(7) Aristóteles: Política, lib. V, cap. VII.

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