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PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO IV

DE UNA ASAMBLEA HEREDITARIA Y DE LA NECESIDAD DE NO LIMITAR EL NÚMERO DE SUS MIEMBROS

En una monarquía hereditaria es indispensable reconocer el derecho sucesorio de una clase. En un país en el que no se admita ninguna distinción basada en el nacimiento no es posible imaginar de qué forma se consagraría ese privilegio para la transmisión más importante, la de la función que interesa más esencialmente a la tranquilidad y a la vida de los ciudadanos. Si se quiere que el gobierno de uno solo subsista sin clase hereditaria, habrá de ser un puro despotismo. Todo puede marchar, por un tiempo determinado, con el despotismo, que no es sino la fuerza; pero todo lo que se mantiene por el despotismo corre sus riesgos, es decir, está amenazado de caer. Los elementos del gobierno de uno solo, sin clase hereditaria, son: un hombre que manda, soldados que ejecutan, un pueblo que obedece. Para proporcionar otra sustentación a la monarquía hace falta un cuerpo intermedio; Montesquieu lo exige, aún en la monarquía electiva. Siempre que se coloque a un hombre solo a tal altura, es preciso, si se quiere evitar que gobierne con la espada, rodearle de otros hombres que tengan interés en defenderle. La experiencia coincide aquí con el razonamiento. Los notables de todos los partidos habían previsto ya en 1791 el resultado de la abolición de la nobleza en Francia, aunque la nobleza careciera de toda prerrogativa política, y ningún inglés creería ni por un instante en la estabilidad de la monarquía inglesa si se suprimiera la Cámara de los pares.

Quienes discuten la transmisión hereditaria de la primera Cámara, ¿admitirían que la nobleza subsistiese al lado y con independencia de dicha Cámara y dar a ésta un carácter vitalicio? Mas aún ¿qué sería una nobleza hereditaria sin funciones, al lado de una magistratura vitalicia investida de funciones importantes? No otra cosa que lo que era la nobleza en Francia, durante los años que precedieron a la Revolución, y que fue precisamente lo que preparó su derrumbe. Sólo se veía en ella un motivo decorativo de brillo, pero le faltaba una misión precisa; grata para sus titulares, ligeramente humillante para los que no la poseían, carecía de medios reales de acción y de fuerza. Su preeminencia era más bien de carácter negativo; es decir, entrañaba más exclusiones para los plebeyos que ventajas positivas para la clase privilegiada. Irritaba, pero no sojuzgaba. No era un cuerpo intermedio que mantuviera al pueblo en orden y velase por la libertad; era una corporación sin base y sin lugar propio en el cuerpo social. Todo se concertaba para debilitarla, hasta la ilustración y la superioridad individual de sus propios miembros. Separada del feudalismo por el progreso de las ideas, era el recuerdo difuso de un sistema destruido.

En nuestro siglo es preciso que la nobleza disfrute de nuevo de prerrogativas constitucionales y concretas. Éstas hieren menos a los que no las poseen, y al mismo tiempo dan más fuerza a quienes las poseen. Si designamos con el nombre de pairía a la primera Cámara, la pairía será una magistratura al mismo tiempo que una dignidad; estará menos expuesta a los ataques y podrá ser defendida más fácilmente.

Obsérvese además que si esta primera Cámara no es hereditaria, habrá que determinar el modo de renovar sus miembros. ¿Será el nombramiento del rey? Una Cámara vitalicia nombrada por el rey ¿será suficientemente fuerte para contrarrestar a la otra asamblea, emanada de la elección popular? En la pairía hereditaria, los pares se fortalecen debido a la independencia que adquieren inmediatamente después de su nombramiento; a los ojos del pueblo toman un carácter distinto al de simples delegados de la corona. Aspirar a dos cámaras, una nombrada por el rey, otra por el pueblo, sin una diferencia ftmdamental (porque las elecciones vitalicias se parecen demasiado a cualquier otra clase de elección), es enfrentar a los dos poderes, entre los cuales, precisamente, hace falta uno intermedio, el del rey y el del pueblo.

Seamos fieles a la experiencia. En la Gran Bretaña la pairía es compatible con un alto grado de libertad civil y política; todos los ciudadanos que se distinguen pueden llegar a ella. No participa del único carácter odioso de la herencia: la exclusividad. Apenas se nombra a un simple ciudadano, goza éste de los mismos privilegios legales que el más antiguo de los pares. Las ramas segundonas de las primeras casas de Inglaterra entran en la masa del pueblo; constituyen un lazo entre la pairía y la nación, al igual que la pairía forma un lazo entre la nación y el trono.

Mas ¿por qué -se dice- no limitar el número de miembros de la Cámara hereditaria? Ninguno de los que han propuesto esa limitación han señalado cuál sería su resultado.

Esa Cámara hereditaria es un cuerpo que el pueblo no tiene derecho de elegir ni el gobierno de disolver. Si se limita el número de miembros de ese cuerpo, puede formarse en su seno un partido, y éste, pese a no estar apoyado por el asentimiento del gobierno ni del pueblo, sólo podrá ser derrotado mediante el derrocamiento de la propia Constitución.

Una época notable en los anales del Parlamento británico pondrá de relieve la importancia de esta consideración. En 1783 el rey de Inglaterra destituyó de sus consejos a la coalición formada por lord North y M. Fox. El Parlamento era, casi en su totalidad, partidario de esta coalición; el pueblo inglés era de opinión diferente. Cuando apeló el rey al pueblo por la disolución de la Cámara de los comunes, una inmensa mayoría apoyó al nuevo ministerio. Pero supóngase que la coalición hubiera tenido a su favor a la Cámara de los pares, que el rey no podía disolver; es evidente que si la prerrogativa real no le hubiera investido de la facultad de nombrar suficiente número de nuevos pares, la coalición, rechazada a la vez por el monarca y por la nación, hubiese conservado, pese a uno y otra, la dirección de los asuntos.

Limitar el número de pares o senadores sería crear una aristocracia formidable que podría desafiar al príncipe y a los súbditos. Toda Constitución que cometiera tal error no tardaría en quebrantarse, porque es necesario, indudablemente, que la voluntad del príncipe y el deseo del pueblo, cuando concuerdan, no sean desobedecidos; y cuando la Constitución no ofrece los cauces para hacer algo que es necesario, se hace a pesar de la propia Constitución.

Si se objeta que la multiplicación excesiva de pares puede redundar en desprestigio de la dignidad, diré que el único remedio reside en el interés del príncipe en no rebajar la dignidad del cuerpo que le rodea y le sostiene. Si abandona ese interés, la experiencia le conducirá de nuevo a él.

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