Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo IICapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO III

DEL DERECHO DE DISOLVER LAS ASAMBLEAS REPRESENTATIVAS

Hay cuestiones que todos los hombres ilustres consideran resueltas desde hace tiempo, y sobre las cuales, en consecuencia, no estiman necesario insistir; mas, con gran sorpresa suya, cuando se trata de pasar de la teoría a la práctica, esas cuestiones se ponen en duda. Se diría que el espíritu humano solo cede a la evidencia a condición de no pasar a los hechos.

Se ha discutido mucho acerca del derecho de disolver las asambleas representativas, derecho atribuido por nuestra Acta constitucional, como por la Constitución inglesa, al depositario del poder supremo, sin embargo, toda organización política que no consagrara esa facultad en las manos del jefe del Estado se convertiría necesariamente en una demagogia desenfrenada y turbulenta, a menos que el despotismo, supliendo por golpes de autoridad las prerrogativas legales, redujese las asambleas al papel de instrumentos pasivos, mudos y ciegos.

Es cierto que ninguna libertad puede existir en un gran país sin asambleas fuertes, numerosas e independientes; mas tales asambleas no dejan de ser peligrosas y, por interés de la misma libertad, hay que organizar medios infalibles de prevenir sus desvíos.

La sola tendencia de las asambleas a multiplicar hasta el infinito el número de leyes, constituye un inconveniente irremediable si su disolución inmediata y su reconstitución con elementos nuevos, no las detienen en su marcha impetuosa e irresistible.

La multiplicación de las leyes estimula en los legisladores dos inclinaciones naturales: la necesidad de actuar y el placer de creerse imprescindibles. Todo hombre que siente una vocación especial preferirá pecar por exceso que por defecto. Los encargados de detener a los vagabundos en los caminos se sienten tentados de buscar problemas con todos los viajeros. Cuando los espías no tienen nada que descubrir, inventan. Basta crear en un país un ministerio que vigile a los conspiradores, para que se oiga hablar constantemente de conspiraciones. Los legisladores se reparten la existencia humana por derecho de conquista, como los generales de Alejandro se repartían el mundo. Se puede decir que la multiplicidad de las leyes es la enfermedad de los Estados representativos, porque en ellos todo se hace por leyes, mientras que la ausencia de las mismas es la enfermedad de las monarquías absolutas, porque en ellas todo se hace por los hombres.

Es la imprudente multiplicación de las leyes la que, en ciertas épocas, ha sido desfavorable a lo que hay de más noble, la libertad, y hace que se busque un refugio en lo que hay de más miserable y más bajo, la servidumbre.

El veto es un medio directo adecuado para reprimir la actividad indiscreta de las asambleas representativas; pero empleado con frecuencia, las irrita sin desarmarlas; su disolución es el único medio cuya eficacia es segura.

Cuando no se imponen límites a la autoridad representativa, los representantes del pueblo no son defensores de la libertad, sino candidatos a la tiranía; y una vez constituida esta, es quizá tanto más enojosa cuanto que los tiranos son más numerosos. En una Constitución de la que forma parte la representación nacional, la nación sólo es libre cuando sus diputados tienen límites.

Una asamblea que no puede ser reprimida ni contenida es, de todas las potestades, la más ciega en sus movimientos, la más imprevisible en sus resoluciones, incluso para los mismos miembros que la componen. Se lanza a excesos que, en un principio, parecerían imposibles: una actividad desordenada en todas las esferas, una multiplicación sin límite de las leyes, el deseo de complacer las pasiones del pueblo, abandonándose a su impulso, o aun adelantándose a él; el despecho que le inspira la resistencia de otros o la censura que prevé; la oposición en el sentido nacional y la obstinación en el error; ora el espíritu de partido, que no deja opción entre los extremos; ora el espíritu de grupo, que sólo robustece la usurpación; unas veces la temeridad, otras la indecisión, la violencia o la fatiga, la complacencia para uno solo o la desconfianza contra todos, la impulsión por sensaciones puramente físicas, como el entusiasmo oel miedo; la ausencia de toda responsabilidad moral, la certeza de escapar por el conjunto a la vergüenza de la cobardía o a los riesgos de la audacia: tales son los vicios de las asambleas cuando no están encerradas dentro de límites infranqueables (1).

Una asamblea con potestad ilimitada es más peligrosa que el propio pueblo. Los hombres reunidos en gran número tienen impulsos generosos. Casi siempre son vencidos por la piedad o movidos por la justicia; en tal situación, actúan en su propio nombre. La masa puede sacrificar sus intereses a sus emociones; pero los representantes de un pueblo no están autorizados a imponerle tal sacrificio. La naturaleza de su misión los debe detener. La violencia de una reunión popular se combina en ellos con la impasibilidad de un tribunal, y de esa combinación no puede resultar otro exceso que el rigor. Los llamados traidores en una asamblea son de ordinario los que claman en favor de medidas indulgentes. Los hombres implacables puede que atraigan alguna vez la censura, pero jamás son sospechosos.

Arístides decía a los atenienses, reunidos en la plaza pública, que su propia salvación resultaría demasiado cara si hubiera de compararse con una resolución injusta o pérfida. Profesando tal doctrina, una asamblea temería que sus miembros, sin la ilustración que procede del razonamiento ni de la elocuencia del impulso generoso, la acusaran de inmolar el interés público frente al interés privado.

De nada valdría contar con la fuerza que proporciona una mayoría razonable si a esta le faltara la garantía que representa un poder constitucional situado fuera de la asamblea. Una minoría muy unida, que cuenta con la iniciativa del ataque, que atemoriza o seduce, argumenta o amenaza, según los casos, termina por dominar a la mayoría. La violencia une a los hombres, porque los ciega en todo lo que no es su propósito común. La moderación los divide, porque deja su espíritu abierto a todas las consideraciones parciales.

La Asamblea constituyente se comporúa de los hombres más estimados, más ilustres de Francia. ¡Cuántas veces decretó leyes que su propia razón reprobaba! No había cien hombres en la Asamblea legislativa que quisieran derribar el trono. Sin embargo, desde el principio al fin de su corta y triste vida, fue arrastrada en una dirección contraria a sus deseos. Las tres cuartas partes de la Convención tenían horror a los crímenes que habían manchado los primeros días de la República; pues bien; los autores de esos crímenes, aunque en pequeño número en su seno, no tardaron en sojuzgarla.

Quienquiera que haya repasado las actas auténticas del Parlamento de Inglaterra desde 1640 hasta su disolución por el coronel Pride, antes de la muerte de Carlos I, debe estar convencido de que los dos tercios de sus miembros deseaban ardientemente la paz que sus votos rechazaban incesantemente y consideraban funesta una guerra cuya necesidad proclamaban unánimemente todos los días.

¿Se inferirá de tales ejemplos que no hacen falta asambleas representativas? En tal caso, el pueblo no tendría órganos representativos, ni el gobierno apoyo, ni el crédito público garantía. La nación se aislará de su jefe, los individuos se aislarán de la nación, de cuya existencia nadie dará testimonio. Las asambleas legislativas constituyen el único medio de transmitir vida en el cuerpo político. Tal vida tiene sin duda sus peligros, que nosotros no hemos menospreciado. Mas cuando, para librarse de ellos, los gobiernos quieren ahogar el espíritu nacional supliendo este mediante un artificio, aprenden a su costa que hay otros peligros para los cuales la mejor defensa es el espíritu nacional y que el mecanismo mejor ideado no se puede conjurar.

Es, pues, preciso que las asambleas representativas subsistan libres, imponentes, vivas. Pero es también preciso que sus desvíos puedan ser reprimidos. Ahora bien: la fuerza represiva debe hallarse situada fuera. Las reglas que una asamblea se impone por su propia voluntad son ilusorias e improcedentes. La misma mayoría que consiste en encadenarse con fórmulas rompe éstas a su antojo y recobra el poder tras haberlo abdicado.

La disolución de las asambleas no es, como se ha dicho, un ultraje a los derechos del pueblo; al contrario, cuando las elecciones son libres, es una llamada a sus derechos, en favor de sus intereses. Digo cuando las elecciones son libres, porque cuando no lo son no hay sistema representativo.

Entre una asamblea que se obstinara en no hacer ninguna ley, en no proveer a ninguna necesidad, y un gobierno que no tuviera el derecho de disolverla, ¿qué medio de administración quedaría? Cuando tal medio no se encuentra en la organización política, los acontecimientos lo sitúan en la fuerza. Ésta va siempre en apoyo de la necesidad. Sin la facultad de disolver las asambleas representativas, su inviolabilidad sólo es una quimera. Se pondrá en peligro su propia existencia, ante la imposibilidad de renovar sus elementos.


Notas

(1) Debo observar que estos principios sobre las asambleas que reúnen todos los poderes no los profeso ahora por primera vez. Este texto está sacado de mi Reflexions sur les constitutions et les garanties, publicado en mayo de 1814, cuando me encontraba más bien en oposición al gobierno que había, y solo tenía esperanza para la libertad en la Cámara de diputados.

Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo IICapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha