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PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO II

DE LA NATURALEZA DEL PODER REAL EN UNA MONARQUÍA CONSTITUCIONAL

Nuestra Constitución, al establecer las responsabilidades de los ministros, separa claramente el poder ministerial del poder real. El solo hecho de que el monarca sea inviolable y los ministros responsables pone de manifiesto esta separación. No se puede negar que los ministros detentan un poder que, únicamente hasta cierto grado, les pertenece en propiedad. Si se los considerase exclusivamente como agentes pasivos y ciegos, su responsabilidad sería absurda e injusta, independientemente de que sólo serían responsables ante el monarca de la estricta ejecución de sus órdenes. Mas la Constitución establece su responsabilidad ante la nación y en ciertos casos, no puedan servirle de excusa las órdenes del monarca. Es, pues, evidente que son algo más que agentes pasivos. El poder ministerial, aunque emana del poder real, tiene, no obstante, una existencia verdaderamente independiente de este; la diferencia que existe entre la autoridad inviolable es esencial y fundamental.

Consagrada esta distinción por nuestra propia Constitución, creo oportuno dedicarle algunas consideraciones.

Insinuada en una obra que he publicado con anterioridad a la promulgación de la Carta Magna de 1814, ha parecido clara y útil a hombres cuya opinión considero de gran peso. Constituye, en efecto, a mi juicio, la clave de toda organización politica.

El poder real (me refiero al del jefe del Estado, cualquiera que sea su titulo) es un poder neutral. El de los ministros es un poder activo. Para explicar esta diferencia, definamos los poderes políticos tal como se los ha concebido hasta ahora.

El poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial son tres resortes que deben cooperar, cada uno en su esfera, al movimiento general; pero cuando, descompuestos, se cruzan, entrechocan y se traban, se necesita una fuerza que los ponga de nuevo en su sitio. Tal fuerza no puede residir en uno de los resortes en particular, porque se serviría de ella para destruir a los demás. Es preciso que esté situada fuera y que sea, en alguna medida, neutral, a fin de que su acción se aplique en cuantos puntos se requiera y lo haga con un criterio preservador, reparador, no hostil.

La monarquía constitucional tiene ese poder neutral en la persona del jefe del Estado. El verdadero interés de tal jefatura no consiste en modo alguno en que uno de los poderes destruya al otro, sino en que todos se apoyen, se entiendan y obren de acuerdo.

Hasta ahora, solo se han distinguido tres poderes en las organizaciones políticas.

Por mi parte, distingo cinco, de diversa naturaleza, en una monarquía constitucional:

1.- El poder real;
2.- El poder ejecutivo;
3.- El poder representativo de la continuidad;
4.- El poder representativo de la opinión;
5.- El poder judicial.

El poder representativo de la continuidad reside en una asamblea hereditaria; el poder representativo de la opinión, en una asamblea electiva; el poder ejecutivo está confiado a los ministros; el poder judicial, a los tribunales. Los dos primeros poderes hacen la ley; el tercero provee a su ejecución general; el cuarto, la aplica a los casos particulares. El poder real está en medio, pero encima de los otros cuatro, autoridad, a la vez, superior e intermediaria, sin interés en deshacer el equilibrio, sino, al contrario, con el máximo interés en conservarlo.

Dado que los hombres no obedecen siempre a su interés bien entendido, hay que tomar la precaución de que el jefe del Estado no pueda sustituir en su acción a los otros poderes. En eso consiste la diferencia entre la monarquía absoluta y la constitucional.

Como siempre es útil pasar de las abstracciones a la realidad, nos referiremos a la Constitución inglesa.

En Inglaterra, no puede hacerse ninguna ley sin el concurso de la Cámara hereditaria y de la Cámara electiva; no puede ejecutarse ningún acto sin la firma de un ministro, ni dictarse una sentencia más que por tribunales independientes. Pero una vez que se ha tomado la precaución de que hablo, véase cómo esta constitución hace uso del poder real para poner fin a toda lucha peligrosa y restablecer la armonía entre los demás poderes. Si la acción del poder ejecutivo resulta peligrosa, el rey destituye a los ministros. Si la de la Cámara hereditaria resulta funesta, el rey le da una tendencia nueva mediante la institución de nuevos pares. Si la de la cámara electiva se vislumbra amenazante, el rey hace uso de su veto, o se disuelve dicha Cámara. En fin, si la propia actividad del poder judicial es demasiado represiva en la aplicación de la ley en actos individuales imponiendo penas generales demasiado severas, el rey la modera mediante el ejercicio de su derecho de gracia.

El vicio de casi todas las constituciones ha sido no haber creado un poder neutral; en vez de ello, ha conferido la suma total de autoridad de que debe estar investida a uno de los poderes activos. Cuando esta suma de autoridad se ha reunido en la potestad legislativa, la ley, que no debe rebasar ciertas esferas, ha extendido su ámbito a todo. Se ha presentado una arbitrariedad y tiranía sin límites. De ahí los excesos del Parlamento, los de las Asambleas Populares en las Repúblicas de Italia o los de la Convención durante algunas de sus etapas. Cuando esa misma suma de autoridad se ha reunido en el poder ejecutivo, ha habido despotismo. De alú la usurpación a que dio lugar la dictadura en Roma.

La historia romana proporciona, en general, un gran ejemplo de la necesidad de un poder neutral intermediario de los poderes activos. Vemos en esa República, en medio de los roces que se producían entre el pueblo y el Senado, cómo cada partido buscaba garantías; pero, al reservárselas para sí, cada garantía se convertía en un arma contra el partido opuesto. Como los levantamientos del pueblo amenazaban destruir el Estado, se dio origen a los dictadores, magistrados defensores de la clase patricia. Reducidos los plebeyos a la desesperación a causa de la opresión de esta clase, no se destruyó la dictadura, sino que se recurrió a la creación de una institución paralela, el tribunado, autoridad completamente popular. Entonces los enemigos se encontraron frente a frente; cada uno solo se había fortificado en sus respectivas posiciones. Las centurias eran una aristocracia; las tribus, una democracia. Los plebiscitos decretados sin el refrendo del Senado, no eran, por ello, menos obligatorios para los patricios. Los sendoconsultos, que emanaban, a su vez, del patriciado, obligaban también a los plebeyos. Así, cada partido disponía alternativamente del poder, que debería haber estar confiado a manos neutrales, y abusaba de él, lo que ocurrirá tantas veces como los poderes activos no renuncien a él para formar un poder aparte.

La misma observación es aplicable a Cartago; instituyeron a los sufetas, para poner límites a la aristocracia del Senado; el Tribunal de los Ciento, para reprimir a los sufetas; el Tribunal de los Cinco, para contener a los Ciento. Querían, dice Condillac, poner frenos a una autoridad y establecían otra autoridad, que también tenía necesidad de ser limitada, dejando así siempre subsistir el abuso que querían remediar.

La monarquía constitucional nos ofrece, como ya he dicho, ese poder neutral, tan necesario para el ejercicio normal de la libertad. El rey, en un país libre, es un ser aparte, superior a la diversidad de opiniones, sin otro interés que el mantenimiento del orden y de la libertad, sin poder jamás entrar en la condición común, inaccesible, en consecuencia, a todas las pasiones que tal condición hace nacer y a todas las que la perspectiva de volver a ella alienta en el corazón de los agentes que están investidos de una potestad momentánea. Esa augusta prerrogativa de la realeza debe infundir, en el espíritu del monarca, una calma, y, en su alma, un sentimiento de tranquilidad, que no pueden ser patrimonio de ningún individuo situado en una posición inferior. El monarca está por decirlo así, por encima de las turbulencias humanas, y constituye un gran acierto de la organización política haber creado, en el seno mismo de los disentimientos, sin los cuales ninguna libertad es posible, una esfera inviolable de seguridad, de majestad, de imparcialidad, que permite el despliegue de esos di sentimientos sin ningún peligro, siempre que no excedan ciertos límites, y que, cuando aquel se perfila, le ponga término por medios legales, constitucionales y no arbitrarios. Todo ese inmenso beneficio se pierde si se rebaja el poder del monarca al nivel del poder ejecutivo, o se eleva éste al nivel del monarca.

Si se confunden esos dos poderes, resultan insolubles dos grandes cuestiones: una, la destitución del poder ejecutivo propiamente dicho; otra, la responsabilidad.

El poder ejecutivo reside, de hecho, en los ministros, pero la autoridad que podría destituirlo tiene el defecto, en la monarquía absoluta, de ser su aliada, y en la República, de ser su enemiga. Sólo en la monarquía constitucional se eleva aquella al rango de juez.

Así se ve que en la monarquía absoluta no hay otro medio de destituir al poder ejecutivo que una subversión, remedio con frecuencia más terrible que el mal que se trata de evitar; aunque las Repúblicas han tratado de organizar medios más regulares, estos han tenido frecuentemente igual resultado violento y desordenado.

Los cretenses inventaron un tipo de insurrección, en cierto modo legal, mediante la cual era posible deponer a todos los magistrados, y varios notables lo elogian (1). Una ley ateniense permitía a todo ciudadano matar a aquel que en el ejercicio de una magistratura hubiera atentado a la libertad de la República (2). La ley Valerio Publícola tenía el mismo objeto en Roma. Los florentinos tuvieron su Bailía, o consejo extraordinario, creado con tal fin y que, revestido de todos los poderes, tenía la facultad de destitución universal (3). Pero en todas esas constituciones el derecho de destituir al poder ejecutivo se encontraba, por así decir, a merced del que de él se apoderase, y este no se apoderaba para destruir la tiranía, sino para ejercerla. Resultaba de ello que el partido vencedor no se contentaba con despojar, además maltrataba, y como lo hacía sin un juicio, era más un asesinato que un acto de justicia.

La Bailía de Florencia, nacida de una tempestad, era débil desde su origen. Condenaba a muerte, encarcelaba, despojaba, porque no tenía otro medio de privar de autoridad a los hombres que eran sus depositarios. Así, tras haber agitado a Florencia mediante la anarquía, se convirtió en el principal instrumento del poderío de los Médicis.

Se necesita un poder constitucional que tenga siempre lo que la Bailía tenía de útil y que no tenga jamás lo que tenía de peligrosa; es decir, que no pueda condenar, ni encarcelar, ni despojar, ni proscribir, sino que se limite a quitar el poder a los hombres y a las asambleas que no sepan ejercerlo más tiempo sin peligro.

La monarquía constitucional resuelve ese gran problema; y para establecer mejor mis ideas, ruego al lector que coteje mis afirmaciones con la realidad. Esta realidad se halla en la monarquía inglesa. Crea ese poder neutral e intermedio, el poder real, independiente del ejecutivo. La destitución de éste no significa su persecución. El rey no necesita acusar a sus ministros de una falta, de un crimen o de un proyecto culpable para despedirlos; los despide sin castigarlos; de este modo, puede hacerse cuanto es necesario, sin hacer nada de lo que es injusto; como siempre sucede, por ser justo, tal procedimiento es también útil desde otro punto de vista.

Un gran defecto de toda Constitución es no dejar a los hombres poderosos otra alternativa que el poder o el cadalso.

Entre la destitución del poder ejecutivo y su castigo existe la misma diferencia que entre la disolución de las asambleas representativas y la acusación de sus miembros. Si se reemplazase la primera de esas medidas por la segunda, no hay duda de que las asambleas. al verse amenazadas, no sólo en su existencia política, sino en la individual, se pondrían furiosas por el sentimiento del peligro, y que el Estado se hallaría expuesto a los peores males. Lo mismo pasa con el poder ejecutivo. Si se sustituye la facultad de destituirlo sin el debido proceso legal por la de someterlo a juicio, se estimulan su temor y su cólera; defenderá su poder en nombre de su seguridad. La monarquía constitucional evita este peligro. Los representantes tras la disolución de su asamblea, los ministros tras su destitución, se reintegran a la clase de los demás ciudadanos, por lo que puede afirmarse la eficacia y moderación de estos dos grandes recursos contra los abusos de que hablamos.

Si se trata de la responsabilidad, son igualmente válidas consideraciones del mismo género.

Un monarca hereditario puede ser irresponsable; es un ser aparte, situado en la cúspide del poder. Su atribución particular, que perdura no sólo en él, sino en toda la estirpe, desde sus antepasados hasta sus descendientes, lo separa de todos los individuos de su imperio. No es nada extraordinario declarar a tal hombre inviolable, cuando una familia está investida del derecho de gobernar a un gran pueblo, con exclusión de las restantes familias, y a riesgo de todos los azares que conlleva la sucesión.

El propio monarca se presta sin repugnancia a la responsabilidad de sus ministros. Tiene que defender bienes más definitivos que tal o cual detalle de la administración, o tal o cual ejercicio parcial de la autoridad. Su dignidad es un patrimonio de familia que él retira de la lucha al abandonar su ministerio. Sólo cuando la potestad es de orden sagrado, se puede separar la responsabilidad de la potestad.

Un poder republicano que se renueva periódicamente no es un ser aparte, no tiene derecho a la indulgencia para sus errores, ya que ha buscado el puesto que ocupa y no tiene nada más definitivo que defender que su autoridad, comprometida cuando se ataca su ministerio, compuesto de hombres como él y con los que es siempre solidario.

Hacer el poder supremo inviolable es constituir a sus ministros en jueces de la obediencia que le deben. No pueden, en verdad, negarle esa obediencia más que dimitiendo; en tal supuesto, la opinión pública se convierte a su vez en juez entre el poder superior y los ministros, inclinándose la balanza del lado de los hombres que parecen haber sacrificado a ciencia y conciencia sus intereses. Nada se opone a ello en la monarquía hereditaria. Los elementos de que se compone la veneración que rodea al monarca impiden que se le compare con sus ministros, y la continuidad de su misión hace que todos los esfuerzos de sus partidarios se dirijan contra el nuevo ministerio. En una República se establecería la comparación entre el poder supremo y los antiguos ministros y conduciría a la opinión a desear que éstos alcancen el poder supremo, y nada, en su composición ni en sus formas, se opondría a ello.

Con un poder republicano no responsable y un ministerio responsable, el segundo lo sería todo y el primero no tardaría en ser juzgado como inútil. La no responsabilidad fuerza al gobierno a no hacer nada sino a través de sus ministros. ¿Cuál es entonces la utilidad de un poder superior al ministerio? En la monarquía, es impedir que otros se apoderen de él y establecer un punto fijo, inatacable, donde las pasiones no puedan acercarse. Pero nada parecido ocurre en la República, puesto que todos los ciudadanos pueden llegar al poder supremo.

Supongamos, en la Constitución de 1795, un Directorio inviolable y un ministerio activo y enérgico. ¿Se hubiera soportado durante mucho tiempo a cinco hombres que no hacían nada, detrás de seis que hubieran hecho todo? El gobierno republicano necesita ejercer sobre sus ministros una autoridad más absoluta que un monarca hereditario, porque en otro caso está expuesto a que sus auxiliares se conviertan en sus rivales. Mas para que ejerza tal autoridad es preciso que asuma la responsabilidad de los actos que ordena, porque no puede hacerse obedecer de los hombres si no les garantiza el resultado de la obediencia.

Las Repúblicas se ven, pues, forzadas a hacer responsable al poder supremo, pero entonces la responsabilidad resulta ilusoria.

Nunca podrá pensarse en exigir responsabilidad a unos hombres cuya caída interrumpiría las relaciones exteriores y detendría los engranajes interiores del Estado. ¿Va a subvertirse la sociedad por vengar los derechos de uno, de diez, de cien, de mil ciudadanos, diseminados en una superficie de treinta leguas cuadradas (ciento sesenta y siete kilómetros cuadrados)? La arbitrariedad será irremediable, porque el remedio será siempre peor que un mal moderado. Los culpables escaparán, bien por el uso que hagan de su poder corruptor, bien porque los mismos que estarían dispuestos a acusarlos tiemblen ante la idea del gran daño que su acusación puede causar al edificio constitucional. En efecto, para vengar la violación de una ley particular habrá que poner en peligro lo que sirve de garantía a todas las leyes. De esta fonna, los hombres débiles y los razonables, los venales y los escrupulosos, se verán obligados, por motivos diferentes, a secundar a los depositarios desleales de la autoridad ejecutiva. La responsabilidad será nula, porque es demasiado inalcanzable. En fin, siendo esencial al poder, cuando puede abusar impunemente, abusar siempre más, si las injusticias se multiplican al punto de llegar a ser intolerables, se exigirá la responsabilidad; pero al dirigirse contra los jefes del gobierno, la consecuencia probable será la destrucción del mismo.

No voy a examinar aquí si sería posible, mediante una nueva organización, remediar el citado inconveniente de la responsabilidad en una Constitución republicana. Lo que he querido probar es que la primera condición indispensable para que la responsabilidad sea efectiva es separar el poder ejecutivo del poder supremo. La monarquía constitucional alcanza ese gran objetivo, pero se perdería esa ventaja si se confundieran esos dos poderes.

El poder ministerial constituye en tal forma el único resorte de la ejecución en una Constitución libre, que todo lo que propone el monarca ha de hacerlo a través de sus ministros; no ordena nada, porque su firma no ofrece a la nación la garantía de su responsabilidad.

Cuando se trata de nombramientos, el monarca decide por sí: constituye uno de sus derechos indiscutibles. Pero cuando se trata de una acción directa o simplemente de una propuesta, el poder ministerial está obligado a ponerse delante, para que jamás la discusión o la resistencia comprometa al jefe del Estado.

Se ha pretendido decir que en Inglaterra no se da una diferenciación tan neta entre el poder real y el poder ministerial. Se ha citado una ocasión en que la voluntad del soberano se había impuesto a la de los ministros, negándose a hacer participar a los católicos de los privilegios de sus demás súbditos. Pero aquí se confunden dos cosas: el derecho de mantener lo que existe, derecho que pertenece necesariamente al poder real, y gracias al cual este se configura, según sostengo, en autoridad neutral y preservadora, y el derecho de proponer el establecimiento de lo que no existe todavía, derecho que pertenece al poder ministerial.

En la indicada circunstancia sólo se trataba de mantener lo que existía, porque las leyes contra los católicos están en pleno vigor, aunque su aplicación se haya suavizado. Ahora bien, ninguna ley puede abrogarse sin la participación del poder real. No examino si en este caso particular el ejercicio de tal poder fue bueno o malo; lamento que escrúpulos que son respetables, porque atañen a la conciencia, pero erróneos en principio y funestos en su aplicación, inclinaran al rey de Inglaterra a mantener normas vejatorias e intolerables; aquí sólo se trata de probar que al mantenerlas no se salió de sus límites. Para convencernos totalmente de ello establezcamos la hipótesis y supongamos que no hubieran existido esas leyes contra los católicos. La voluntad personal del rey no hubiera podido obligar a ningún ministro a proponerlas, y me atrevo a afirmar que, en nuestros días, el rey de Inglaterra no hallaría un solo ministro que propusiera semejantes leyes.

De este modo, la diferencia que existe entre el poder real y el ministerial se pone de relieve por el propio ejemplo con que se trataba de borrarla. El carácter neutral y puramente preservador del primero es indudable; de ambos, es evidente que sólo el segundo es activo, ya que si no quisiera actuar, el primero no hallaría ningún medio de obligarle a hacerlo, sin que tuviera tampoco la posibilidad de actuar sin él; esta posición del poder real únicamente representa ventajas y jamás inconvenientes, porque, del mismo modo que el rey de Inglaterra encontraría en la negativa de su gobierno un insuperable obstáculo para proponer leyes contrarias al espíritu del siglo y a la libertad religiosa, esa misma oposición ministerial sería imposible si quisiera impedir al poder real proponer leyes conformes a tal espíritu y favorables a esa libertad. Al rey le bastaría con cambiar de ministros; pero sin nadie que se presentase para desafiar la opinión y enfrentarse abiertamente a las iniciativas se ofrecerían mil para ser los órganos de medidas populares que la nación suscribiera con su aprobación y conformidad (4).

No quiero negar la existencia, en el cuadro de un poder monárquico más animado y activo, de ciertos aspectos seductores, pero las instituciones dependen de los tiempos mucho más que de los hombres. La acción directa del monarca se debilita siempre, inevitablemente, en razón de los progresos de la civilización.

Muchas cosas que admiramos y que nos parecen impresionantes en otras épocas son ahora inadmisibles.

Imaginemos a los reyes de Francia haciendo justicia a sus súbditos al pie de un árbol de encino; nos emocionará ese espectáculo y reverenciaremos ese ejercicio augusto y sencillo de una autoridad paternal; pero hoy ¿qué nos parecería un juicio celebrado por un rey sin el concurso de los tribunales? La violación de todos los principios, la confusión de todos los poderes, la destrucción de la independencia judicial, tan enérgicamente sostenida por todas las clases. No se hace una monarquía constitucional con remembranzas y poesía.

En una Constitución libre les quedan a los monarcas nobles sublimes prerrogativas. Les pertenece el derecho de conceder gracia, derecho de una naturaleza casi divina, que repara los errores de la justicia humana o sus rigores demasiado inflexibles, que también son errores; les pertenece el derecho de investir a los ciudadanos distinguidos de una ilustración perdurable, elevándolos a esa magistratura hereditaria que reúne el brillo del pasado y la solemnidad de las más altas funciones políticas; les pertenece el derecho de nombrar los órganos de las leyes y de asegurar a la sociedad el goce del orden público, y a la inocencia la seguridad; les pertenece el derecho de disolver las asambleas representativas y preservar así a la nación de los desvíos de sus mandatarios, convocando nuevas elecciones; les pertenece el nombramiento de los ministros, lo que proporciona al monarca la gratitud nacional cuando los ministros se ocupan dignamente de la misión que se les ha confiado; les pertenece, en fin, la distribución de gracias, favores, recompensas; la prerrogativa de pagar con una mirada o con una palabra los servicios prestados al Estado, prerrogativa que da a la monarquía un tesoro inagotable de opinión, que hace de cada amor propio un servidor y de cada ambición un tributario.

He ahí ciertamente una vasta carrera, atribuciones imponentes, una gran y noble misión; serían siniestros y pérfidos los consejeros que presentaran a una monarca constitucional, como objeto de deseo o de nostalgia, esa potestad despótica sin límites, o más bien sin freno, equívoca por ilimitada, precaria por violenta, y que pesaría de modo igualmente funesto sobre el príncipe, a quien no puede menos de desviar, que sobre el pueblo, al que sólo puede atormentar y corromper (5).


Notas

(1) Filangieri, 1, 10. Montesquieu: Esp. des Lois, VIII, 16.

(2) Petit: De Leg. At., III. 2.

(3) Maquiavelo, Passim.

(4) Lo que digo aquí del respeto o de la condescendencia de los ministros ingleses hacia la opinión nacional, desgraciadamente sólo se aplica a su administración interior. La renovación de la guerra, sin pretexto ni excusa, en respuesta a las demostraciones más moderadas, a las intenciones pacíficas mas manifiestamente sinceras, no hace probar que, para los asuntos del Continente, ese ministerio inglés no consulta ni la inclinación del pueblo, ni su razón, ni sus intereses.

(5) Es bastante notable que un instinto confuso haya mostrado siempre a los hcmbres la verdad que acabo de desarrollar en este capítulo, aunque no fue expuesta jamás; pero precisamente por ello ese instinto confuso fue causa de errores muy peligrosos.

Al sentir vagamente que el poder real era, por naturaleza, una autoridad neutral que, encerrada en sus límites, no tenía prerrogativas perjudiciales, se dedujo que no habría incooveniente en investirlo de esas prerrogativas, y cesó la neutralidad.

Si se hubiera propuesto conceder a los ministros una acción arbitraria sobre la libertad individual y sobre los derechos de los ciudadanos, todo el mundo hubiera rechazado esa propuesta, porque la naturaleza del poder ministerial, siempre en contacto con todos los intereses, hubiera mostrado inmediatamente el peligro de revestir a dicho poder de tal acción arbitraria. Pero esa autoridad se ha concedido con frecuencia a los reyes, porque se los consideraba desinteresados e imparciales; con tal concesión se destruyó la misma imparcialidad que le servía de pretexto.

Todo poder arbitrario se opone a la naturaleza del poder real. Así, siempre sucede una de estas dos cosas: o esta potestad se convierte en atributo de la autoridad ministerial, o el propio rey, cesando de ser neutral, se torna en una especie de ministro más temible, porque une a la inviolabilidad que posee atribuciooes que no debía poseer nunca. Entonces, estas destruyen toda posibilidad de tranquilidad, toda esperanza de libertad.

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