Índice de Principios de política de Benjamín ConstantPrólogo de Benjamín ConstantCapítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO I

DE LA SOBERANÍA DEL PUEBLO

Nuestra actual Constitución reconoce formalmente el principio de la soberanía del pueblo, es decir, la supremacía de la voluntad general sobre toda voluntad particular. Tal principio, en efecto, no se puede negar. Se ha pretendido en nuestros días minimizado, y los males que se han causado y los crímenes que se han cometido con el pretexto de hacer cumplir la voluntad general, dan una fuerza aparente a los razonamientos de aquellos que querrían asignar otra fuente a la autoridad de los gobiernos. Sin embargo, todos esos razonamientos no resisten a la simple definición de las palabras que se emplean. La ley no puede ser otra cosa que la expresión de la voluntad de todos, o de la de algunos. Ahora bien: ¿cuál sería el origen del privilegio exclusivo que se concediera a unos pocos? Si es la fuerza, ésta pertenece a quien se apodera y no constituye un derecho; si se reconoce su legitimidad en algún caso, habrá que reconocérsela en todos, con independencia de quien la detente, y todo el mundo querrá conquistarla. Si se supone sancionado el poder de unos pocos por el asentinúento de todos, ese poder se convierte entonces en la voluntad general.

Tal principio se aplica a todas las instituciones. La teocracia, la realeza, la aristocracia, son, cuando dominan sus adeptos, la voluntad general. Cuando no los dominan, no son más que fuerza. En una palabra, en el mundo sólo existen dos poderes: uno ilegítimo, la fuerza; otro legítimo, la voluntad general. Pero al mismo tiempo que se reconocen los derechos de esa voluntad, es decir, la soberanía del pueblo, es necesario, es urgente, concebir bien su naturaleza y determinar debidamente su dominio. Si no se definen con exactitud y precisión sus términos, el triunfo de la teoría podría resultar un fracaso en su aplicación. El reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada la suma de libertad de los individuos, y si se le atribuye una amplitud indebida, puede perderse la libertad, a pesar y en contra de ese mismo principio.

La precaución que recomendamos y que estamos dispuestos a adoptar es tanto más necesaria cuanto que los hombres de partido, por puras que puedan ser sus intenciones, se resisten siempre a limitar la soberanía. Se consideran sus presuntos herederos y, aun en manos de sus enemigos, la tratan como una propiedad futura. Desconfían de tal o cual forma de gobierno, de tal o cual clase de gobernantes; mas permítaseles organizar a su modo la autoridad y confiársela a mandatarios de su elección: no tendrán más preocupación que su ilimitado dominio.

Cuando se afirma que la soberanía del pueblo es ilimitada, se está creando e introduciendo azarosamente en la sociedad humana un grado de poder demasiado grande que, por sí mismo, constituye un mal, con independencia de quien lo ejerza. No importa que se le confíe a uno, a varios, a todos; siempre consistituiría un mal. Se atacará a los depositarios de ese poder y, según las circunstancias, se acusará sucesivamente a la monarquía, a la aristocracia, a la democracia, a los gobiernos mixtos, al sistema representativo. Se cometerá una equivocación; es al grado de poder, no a sus depositarios, al que hay que acusar. Es el arma a la que hay que atacar, no al brazo que la sostiene. Hay cargas demasiado pesadas para el brazo de los hombres.

El error de los que de buena fe, movidos por su amor a la libertad, han concedido a la soberanía del pueblo un orden sin límites, procede del modo en que se han formado sus ideas políticas. La historia les ha mostrado cómo un pequeño número de hombres, o incluso uno solo, detentaban un poder inmenso, causante de muchos males; su cólera se ha dirigido contra los detentadores del poder, no contra el propio poder. En lugar de destruirlo, sólo han pensado en desplazado. Era un sometimiento, y lo han considerado como una conquista. Se lo han conferido a la sociedad entera. De ella, ha pasado necesariamente a la mayoría; de la mayoría, a las manos de algunos hombres, a veces a las de un sólo hombre; ha causado tanto mal como antaño. Como resultado, se han multiplicado los ejemplos, las objeciones, los argumentos y los hechos contra las instituciones políticas.

En una sociedad fundada en la soberanía del pueblo, es evidente que ningún individuo, ninguna clase, tiene derecho a someter al resto a su voluntad particular; pero es falso que la sociedad en su conjunto posea sobre sus miembros una soberanía sin límites.

La universalidad de los ciudadanos es soberana en el sentido de que ningún individuo, ninguna fracción, ninguna asociación parcial puede arrogarse la soberanía si esta no le ha sido delegada. Pero de ello no se sigue que la universalidad de los ciudadanos, o aquellos que han sido investidos con la soberanía, puedan disponer soberanamente de la existencia de los individuos. Hay, al contrario, una parte de la vida humana que es, por naturaleza, individual e independiente y que queda al margen de toda competencia social. La soberanía sólo existe de un modo limitado y relativo. Donde comienza la independencia y la existencia individual se detiene la jurisdicción de esta soberanía. Si la sociedad sobrepasa esta línea, se hace tan culpable como el déspota cuyo único titulo es la espada exterminadora; la sociedad no puede rebasar su competencia sin ser usurpadora, ni la mayoría sin ser facciosa. El asentamiento de la mayoría no basta en todos los casos para legitimar sus actos; hay actos que es imposible sancionar; cuando una autoridad comete actos semejantes, nada importa la fuente de la que pretende emanar, nada importa que se llame individuo o nación. Le faltaría la legitimidad aunque se tratara de toda la nación y hubiere un solo ciudadano oprimido.

Rousseau ha ignorado esta verdad, y su error ha hecho de su ensayo El Contrato Social, tan frecuentemente invocado en favor de la libertad, el instrumento más terrible de todos los géneros de despotismo. Definió el contrato celebrado entre la sociedad y sus miembros como la enajenación completa y sin reservas de cada individuo con todos sus derechos a la comunidad. Para tranquilizarnos sobre las consecuencias de abandono tan absoluto de todas las partes de nuestra existencia en provecho de un ser abstracto, nos dice que el soberano, es decir, el cuerpo social, no puede perjudicar ni al conjunto de sus miembros, ni a cada uno de ellos en particular; pues al darse cada uno por completo, la condición es igual para todos, y ninguno tiene interés en hacerla onerosa a los demás. Al darse cada uno a todos, no se da a nadie; cada uno adquiere sobre todos los asociados los mismos derechos que él les cede, y gana el equivalente de todo lo que pierde, con más poder para conservar lo que tiene. Pero olvida que todos esos atributos preservadores que confiere al ser abstracto al que llama soberano, resultan de que este ser se compone de todos los individuos sin excepción.

Ahora bien, tan pronto como el soberano tiene que hacer uso del poder que posee, es decir, tan pronto como hay que proceder a una organización práctica de la autoridad, no pudiendo el soberano ejercerla por sí mismo, la delega, y todos esos atributos desaparecen. Al estar necesariamente, de grado o por fuerza, la acción que se ejecuta en nombre de todos a la disposición de uno solo o de algunos, resulta que al darse uno a todos, no es verdad que no se dé a nadie; al contrario, se da a los que actúan en nombre de todos. De ahí que, al darse por completo, no se llega a una condición igualitaria para todos, ya que algunos se aprovechan exclusivamente del sacrificio del resto; no es verdad que ninguno tenga interés en hacer onerosa la condición a los demás, puesto que hay asociados que están fuera de la condición común. Es falso que todos los asociados adquieren los mismos derechos que ceden; no todos ganan el equivalente de lo que pierden, y el resultado de lo que sacrifican es, o puede ser, el establecimiento de una fuerza que les quite lo que tienen.

El propio Rousseau se ha asustado de esas consecuencias: aterrado por la inmensidad del poder social que acababa de crear, no ha sabido en qué manos depositar ese poder monstruoso, y no ha encontrado otro preservativo contra el peligro que entraña tal soberanía que un expediente que hace imposible su ejercicio. Ha declarado que la soberanía no puede ser enajenada, ni delegada, ni representada. En otros términos, que no puede ser ejercitada; significaba de hecho anular el principio que acababa de proclamar.

Pero véase cómo los partidarios del despotismo son más francos en su conducta cuando adoptan el mismo axioma en cuanto les sirve y les favorece. Hobbes, el hombre que ha erigido de modo más inteligente el despotismo en sistema, se ha apresurado a reconocer el carácter limitado de la soberanía a fin de defender la legitimidad del gobierno absoluto de uno solo. La soberanía -dice- es absoluta; esta verdad ha sido reconocida siempre, incluso por aquellos que han inducido a la sedición o han provocado guerras civiles; su intención no era aniquilar la soberanía, sino transferir su ejercicio a otras manos. La democracia es una soberanía absoluta en manos de todos; la aristocracia, una soberanía absoluta en manos de algunos; la monarquía, una soberanía absoluta en manos de uno solo. El pueblo ha podido desprenderse de esa soberanía absoluta en favor de una monarca, que por lo tanto se ha convertido en su legítimo poseedor.

Se ve claramente que el carácter absoluto que Hobbes atribuye a la soberanía del pueblo es la base de todo su sistema. La palabra absoluto desnaturaliza toda la cuestión y nos lleva a una nueva serie de consecuencias; este es el punto en que Hobbes deja el camino de la verdad para dirigirse al del sofisma hasta alcanzar la meta que se ha propuesto al empezar. Trata de demostramos que, al no bastar las convenciones de los hombres para que sean cumplidas, hace falta una fuerza coercitiva que obligue a respetarlas; que por tener que preservarse la sociedad de las agresiones exteriores se necesita una fuerza común que arme para la defensa común; que por estar divididos los hombres en sus pretensiones, hacen falta leyes que reglamenten sus derechos. De la primera premisa deduce que el soberano tiene el derecho absoluto de castigar; de la segunda, que el soberano tiene el derecho absoluto de hacer la guerra; de la tercera, que el soberano es legislador absoluto.

Nada más falso que esas conclusiones. El soberano tiene el derecho de castigar, pero sólo las acciones culpables; tiene el derecho de hacer la guerra, pero sólo cuando la sociedad es atacada; tiene el derecho de hacer leyes, pero sólo cuando ésas leyes son necesarias y en tanto que sean conformes a la justicia. No hay, por tanto, nada de absoluto, nada de arbitrario en esas atribuciones. La democracia es la autoridad depositada en manos de todos, pero sólo la suma de autoridad necesaria a la seguridad de la asociación; la aristocracia es esa autoridad confiada a unos pocos; la monarquía, esa misma autoridad entregada a uno solo. El pueblo puede desprenderse de esa autoridad en favor de un solo hombre o de un pequeño número; pero su poder es limitado, como lo es el del pueblo que se lo ha conferido. Al suprimir esa sola palabra, inserta gratuitamente en la construcción de una frase, todo el planteamiento de Hobbes se derrumba. Por el contrario, con la palabra absoluto, ni la libertad ni, como se verá a continuación, la tranquilidad y la dicha son posibles bajo ninguna institución. El gobierno popular no es sino una tiranía convulsiva; el monárquico, un despotismo más concentrado.

Cuando la soberanía no está limitada, no hay ningún medio de poner a los individuos al cobijo de los gobiernos. En vano se pretenderá someter los gobiernos a la voluntad general. Son siempre ellos los que dictan esa voluntad, y todas las precauciones resultan ilusorias.

El pueblo -dice Rousseau- es soberano en un sentido y súbdito en otro; mas en la práctica esas dos relaciones se confunden. Le es fácil a la autoridad oprimir al pueblo como súbdito, para forzarlo a manifestar, como soberano, la voluntad que ella le prescribe.

Ninguna organización política puede evitar ese peligro. Es inútil la división de poderes si la suma total del poder es ilimitada, los poderes divididos no tienen más que formar una coalición y el despotismo será inevitable con sus nefastas consecuencias. Lo que nos importa no es que nuestros derechos no puedan ser violados por uno de los poderes sin la aprobación del otro, sino que ningún poder pueda transgredirlos. No basta que los agentes del poder ejecutivo necesiten invocar la autorización del legislador; es preciso que el legislador no pueda autorizar su acción sino en la esfera que legítimamente le corresponde. No basta que el poder ejecutivo no pueda actuar sin el concurso, si no se declara que hay materias que escapan a la esfera de competencia del legislador, es decir, que la soberanía es limitada, y que ni el pueblo ni sus delegados tienen derecho a convertir en ley cualquier capricho.

Es eso lo que hay que declarar, esa la verdad importante, el principio eterno que hay que establecer.

Ninguna autoridad sobre la tierra es ilimitada, ni la del pueblo, ni la de los hombres que se llaman sus representantes, ni la de los reyes, cualquiera que sea el titulo con que reinen, ni la de la ley, que, por ser la expresión de la voluntad del pueblo o del príncipe, según la forma de gobierno, debe circunscribirse a los mismos límites que la autoridad de que emana.

Los ciudadanos poseen derechos individuales independientes de toda autoridad social o política, y cualquier autoridad que viole esos derechos es ilegítima. Los derechos de los ciudadanos son: la libertad individual, la libertad religiosa, la libertad de opinión, que comprende el derecho a su libre difusión y el disfrute de la propiedad, la garantia contra todo acto arbitrario. Ninguna autoridad puede atentar a esos derechos sin renunciar a su propio titulo.

Al no ser ilimitada la soberanía del pueblo y al no bastar su voluntad para legitimar todo lo que quiere, la autoridad de la ley, que no es más que la expresión verdadera o supuesta de esa voluntad, tampoco es ilimitada.

Debemos muchos sacrificios a la tranquilidad pública; seríamos culpables ante la moral si, debido a un celo inflexible por nuestros derechos, nos resistiéramos a todas las leyes que nos parecieran conculcarlos; pero no estamos obligados a obedecer aquellas pretendidas leyes cuya influencia corruptora amenaza las partes más nobles de nuestra existencia, aquellas leyes que no sólo restringen nuestras libertades legítimas, sino que nos imponen acciones contrarias a esos eternos principios de justicia y de piedad que el hombre no puede dejar de observar sin degradarse y desmentir su naturaleza.

Siempre que una ley, aunque injusta, no tiende a depravarnos, siempre que los mandatos abusivos de la autoridad sólo exigen sacrificios que no nos envilecen ni pervierten, podemos obedecerla, pues sólo a nosotros nos afecta. Pero si la ley nos prescribiera pisotear nuestros principios o nuestros deberes, o si, con el pretexto de una devoción gigantesca y ficticia por lo que, según los casos, llamaría monarquía o República, o nos prohibiera la fidelidad a nuestros semejantes, o si nos obligara a traicionar a nuestros aliados o incluso a perseguir a nuestros enemigos vencidos, reflexionemos entonces la serie de injusticias y de crímenes que se esconden bajo el nombre de ley.

Siempre que una ley parece injusta existe el deber positivo, general, irrestricto, de no cumplirla. Esa fuerza de inercia no entraña transtornos, ni revoluciones, ni desórdenes.

Nada justifica al hombre que presta su asentimiento a la ley que cree inicua.

El terror no es una excusa más valiosa que cualquier otra pasión infamante. Dios confunda a cuantos sirven dócilmente y como autómatas a sus amos, agentes infatigables de todas las tiranías existentes, denunciadores póstumos de todas las tiranías derrocadas.

Durante los años terribles que nos tocó vivir, se nos decía que si se servía a leyes injustas, era sólo para hacerlas menos rigurosas, ya que el poder cuyo depósito se acepta ocasionaría mayores males confiado en manos menos puras. ¡Transacción falsa que abría una carrera sin límites a todos los crímenes! Cada uno jugaba con su conciencia y cada grado de injusticia hallaba dignos ejecutores. No veo por qué en tal sistema no se hacía uno verdugo de la inocencia, con el pretexto de estrangularla más dulcemente.

Resumamos ahora las consecuencias de nuestros principios.

La soberanía del pueblo no es ilimitada; está circunscrita por los límites que le marcan la justicia y los derechos de los individuos. La voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto. Los representantes de una nación no tienen el derecho de hacer lo que no puede hacer la propia nación. Ningún monarca, cualquiera que sea el título que invoque, fúndese en el derecho divino, en el de conquista o en el asentimiento del pueblo, posee un poder sin límites. Si Dios interviene en los asuntos humanos, es sólo para sancionar la justicia. El derecho de conquista no es otra cosa que la fuerza, no un derecho, ya que paSa a quien de ella se apodera. El asentimiento del pueblo no podría legitimar lo que es ilegítimo, puesto que un pueblo no puede delegar en nadie una autoridad que no tiene.

Se presenta una objeción contra la limitación de la soberanía. ¿Es posible limitarla? ¿Existe algún poder que pueda impedirle franquear las barreras que se le hayan señalado? Se dirá que se puede restringir el poder dividiéndolo mediante combinaciones ingeniosas. Se pueden oponer y equilibrar sus diferentes partes. Pero ¿cómo se hará para que la suma total no sea ilimitada? ¿Cómo limitar el poder de otro modo que por el poder?

Es indudable que no basta la limitación abstracta de la soberanía. Hay que buscar sus bases en instituciones politicas que combinen de tal modo los intereses de los diversos depositarios del poder, que su ventaja más evidente, más perdurable y más segura consista en que cada uno tenga límites a sus atribuciones respectivas. Sin embargo, la cuestión fundamental sigue siendo el ámbito y los límites de la soberanía, ya que, antes de haber organizado algo, hay que determinar su naturaleza y su alcance.

En segundo lugar, sin querer exagerar la influencia de la verdad, como con sobrada frecuencia han hecho los filósofos, se puede afirmar que la demostración clara y absoluta de ciertos principios constituye su mejor garantía. Ante la evidencia, se configura una opinión universal que pronto se impone. Si se reconoce que la soberanía tiene límites, es decir, que no existe en la tierra ningún poder ilimitado, nadie osará reclamar nunca semejante poder. La propia experiencia lo prueba. Ya no se atribuye, por ejemplo, a la sociedad el derecho de vida y muerte sin previo juicio. Del mismo modo, ningún gobierno moderno pretende ejercer semejante derecho. Si los tiranos de las antiguas Repúblicas nos parecen mucho más desenfrenados que los gobernantes de la historia moderna, hay que atribuirlo en parte a esa causa. Los atentados más monstruosos del despotismo de un solo individuo se debieron con frecuencia a la doctrina del poder ilimitado de todos.

La limitación de la soberanía es, entonces posible y practicable. Será garantizada primero por la fuerza, que garantiza todas las verdades reconocidas por la opinión; después lo será, de un modo más preciso, por la distribución y por el equilibrio de los poderes.

Pero comencemos por reconocer esa limitación como válida. Sin tal precaución previa, todo es inútil.

Encerrando la soberanía en sus justos límites, nada hay que temer; se arrebata al despotismo, sea de los individuos, sea de las asambleas, la sanción aparente que cree obtener en el espacio que dirige, ya que se prueba que tal espacio, aunque fuera real, no tiene el poder de sancionar nada.

El pueblo no tiene derecho de castigar a un solo inocente, ni tratar como culpable a un solo acusado, sin pruebas legales. No puede, pues, delegar en nadie semejante derecho. El pueblo no tiene el derecho de atentar a la libertad de opinión, a la libertad religiosa, a las garantías judiciales, a las formas protectoras. Ningún déspota, ninguna asamblea, puede, pues, ejercer un derecho semejante diciendo que el pueblo se lo ha conferido. Todo despotismo es, pues, ilegal; nada puede sancionarlo, ni aún la voluntad popular en que pretende fundarse, ya que, en nombre de la soberanía del pueblo, se atribuye un poder que no está comprendido en tal soberanía, y, en tal caso, ya no se trata únicamente de un desplazamiento del poder, sino de la creación de un poder que no debe existir.

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