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PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XIX

DE LAS GARANTÍAS JUDICIALES

La Carta de 1814 se expresaba de forma muy ambigua sobre la inamovilidad de los jueces. Declaraba inamovibles a los de nombramiento real, sin fijar un término preclusivo para investir con el nombramiento real a los jueces ya en funciones como consecuencia del nombramiento anterior. El Ministerio pudo sacar partido de la situación de dependencia en que se encontraba gran número de individuos.

Más franco y firme en su marcha, el gobierno actual ha renunciado a toda prerrogativa equívoca en la nueva Constitución. Ha consagrado la inamovilidad de los jueces a partir de un momento concreto y próximo.

En efecto, todo nombramiento temporal, proceda del gobierno o del pueblo, toda posibilidad de revocación, salvo que vaya precedida de un juicio positivo, atentan por igual a la independencia del poder judicial.

Se ha luchado intensamente contra la venalidad de los cargos. Era un abuso, pero ese abuso tenía una ventaja que el orden judicial que vino a reemplazarlo nos ha hecho añorar con frecuencia.

Durante casi toda la Revolución, ni tribunales, ni jueces, ni juicios, fueron libres. Los diversos partidos se apoderaron, uno tras otro, de los instrumentos y de las formas de la ley. Hubiera sido necesario el valor del guerrero más intrépido para que nuestros magistrados se hubiesen atrevido a pronunciar sus sentencias de acuerdo con su conciencia. El valor que hace desafiar la muerte en una batalla es más fácil que la profesión pública de una opinión independiente entre las amenazas de tiranos o de facciosos. Un juez amovible o revocable es más peligroso que un juez que ha comprado su empleo. Haber comprado su puesto es cosa menos corruptora que temer siempre perderlo.

Supongo, por lo demás, establecidas y consagradas la institución de los jurados, la publicidad de los procedimientos y la existencia de leyes severas contra los jueces que dictan sentencias a sabiendas de que son injustas. Pero una vez tomadas esas precauciones, es conveniente que el poder judicial goce de una independencia perfecta, que ni una sola autoridad se permita la más ligera insinuación. Nada más adecuado para depravar la opinión y la moral públicas que esas declamaciones perpetuas, repetidas entre nosotros en todos los sentidos en épocas distintas, contra hombres que debían ser inviolables o, en caso contrario, sometidos a juicio.

Es evidente que en una monarquía constitucional el nombramiento de los jueces debe corresponder al príncipe. En tal tipo de gobierno hay que dar al poder real toda la influencia y aun toda la popularidad que la libertad permite. El pueblo puede equivocarse fácilmente en la elección de los jueces. Los errores del poder real son necesariamente más raros. No hay ningún interés en cometerlos; hay, por el contrario, empeño en preservarse de ellos, ya que los jueces son inamovibles y no se trata de comisiones temporales.

Para acabar de garantizar la independencia de los jueces quizá habría que aumentar en el futuro sus asignaciones. Regla general: asígnense a las funciones públicas sueldos que rodeen de consideración a quienes las desempeñan o conviértaselas en completamente gratuitas. Los representantes del pueblo, expuestos a la luz pública y en posición de alcanzar la gloria, no necesitan que se les pague; pero no es natural que las funciones de juez se ejerzan gratuitamente; toda función que necesita un sueldo es despreciada cuando éste es muy módico. Disminúyase el número de jueces, asígnenseles distritos que visitar y atribúyanseles sueldos considerables.

La inamovilidad de los jueces no bastaría para rodear a la inocencia de las salvaguardias a que tiene derecho, si a esos jueces inamovibles no se uniera la institución de los jurados, esa institución tan calunmiada y, sin embargo, tan bienehechora, pese a las imperfecciones de que aún no ha podido librarse por completo.

Sé que entre nosotros se ataca a los jurados por razonanúentos fundados en la falta de celo, en la ignorancia, en la apatía, en la frivolidad francesa. No se acusa a la institución, sino a la nación. Pero ¿quién no ve que una institución puede parecer en sus orígenes poco conveniente a una nación, debido a que no existe el hábito correspondiente, y mostrar posteriormente su utilidad y bondad, en el supuesto de que sea buena intrínsecamente, una vez que la nación adquiere, gracias a la propia institución, la capacidad que no tenía? Me resistiré siempre a admitir que una nación pueda mostrarse indiferente acerca del primero de sus intereses, la administración de la Justicia y la garantía de que debe gozar la inocencia acusada.

Según dice un adversario del jurado, aquel cuya obra quizá ha producido contra esta institución la impresión más profunda (1): Los franceses no tendrán nunca la instrucción ni la firmeza necesarias para que el jurado cumpla su fin. Tal es nuestra indiferencia para todo lo que se relaciona con la administración pública, tal es el imperio del egoísmo y del interés particular, la tibieza, la nulidad del espíritu público, que la ley que establece ese procedimiento no puede ser ejecutada. Pero lo que hace falta justamente es tener un espíritu público que supere tibieza y egoísmo tales. ¿Se cree que existiría un espíritu semejante entre los ingleses sin el conjunto de sus instituciones políticas? En un país en que la institución de los jurados ha sido suspendida sin cesar, la libertad de los tribunales violada, los acusados conducidos ante comisiones, no puede nacer tal espíritu; se va contra los ataques que se le han dirigido contra lo que se debía ir.

El jurado -prosigue- no podrá, como el espíritu de la institución exige, separar su convicción íntima de los autos, los testimonios, los indicios; cosas que no son necesarias cuando la convicción existe y que son insuficientes cuando no hay tal convicción. Pero no hay ningún motivo para separar esas cosas; al contrario, son las bases de la convicción. Lo único que exige el espíritu de las institución es que el jurado no se vea obligado a pronunciarse según un simple cálculo numérico, sino según la impresión que el conjunto de los autos, testimonios o indicios haya producido en él. Las luces del simple sentido común bastan para que un jurado sepa y pueda declarar si, tras haber oído a los testigos, haber leído los autos y comparado los indicios, está o no convencido.

Si los jurados -continúa el autor citado- hallan una ley demasiado severa, absolverán al acusado y, contra su conciencia, declararán el hecho no probado. Supone el caso en que un hombre fuera acusado de haber dado asilo a su hermano y que por esta acción incurriera en pena de muerte. Este ejemplo, a mi entender, lejos de núlitar contra la institución del jurado, es su mayor elogio; prueba que esa institución se opone a la aplicación de leyes contrarias a la humanidad, a la justicia y a la moral. Se es hombre antes que jurado: por consiguiente, lejos de censurar al jurado que en tal caso faltase a su deber de jurado, lo alabaría por cumplir su deber de hombre y acudir, con todos los medios a su alcance, en ayuda de un acusado a punto de ser castigado por una acción que, lejos de ser un crimen, es una virtud. Este ejemplo no prueba que no hagan falta jurados; demuestra que no debe haber leyes que condenen a muerte a quien da asilo a su hermano.

Pero entonces -se prosigue- cuando las penas sean excesivas o parezcan así al jurado, este se pronunciará en contra de su convicción. Respondo a esto que el jurado, en cuanto ciudadano y propietario, tiene interés en no dejar impunes los atentados que amenacen la seguridad, la propiedad o la vida de todos los miembros del cuerpo social; ese interés se sobrepondrá a una piedad pasajera. Inglaterra nos ofrece una demostración, quizá. triste, de lo que afirmo. Se aplican penas rigurosas a delitos que ciertamente no las merecen; y los jurados no se apartan de su convicción, aún compadeciendo a aquellos a quienes su declaración entrega al suplicio (2). Hay en el hombre cierto respeto a la ley escrita y necesita motivos muy poderosos para apartarse de ella. Cuando estos existen, la culpa es de las leyes. Si las penas parecen excesivas a los jurados, es que lo son en realidad, porque, insisto, ellos no tienen interés en estimarlas tales. En casos extremos, es decir, cuando los jurados duden entre un sentimiento irresistible de justicia y humanidad y la letra de la ley, entonces, hay que decirlo, no es un mal que se aparten de ella; no debe existir una ley que subleve la humanidad del común de los hombres de tal modo que los jurados, salidos del seno de una nación, no puedan decidirse a colaborar en la aplicación de esa ley; la institución de los jueces permanentes a quienes el hábito reconciliaría con esta ley bárbara, lejos de ser una ventaja, sería una calamidad.

Los jurados -se dice- faltarán a su deber, tanto por miedo como por piedad. Si es por miedo, será la culpa de la Policía, en exceso negligente por no saber ponerlos al abrigo de las venganzas individuales; si es por piedad, será la culpa de la ley, demasiado rigurosa.

La apatía, la indiferencia, la frivolidad francesa, son consecuencia de instituciones defectuosas, denunciándose el efecto para perpetuar la causa. Ningún pueblo permanece indiferente a sus intereses cuando se le permite ocuparse de ellos; cuando le son indiferentes es que se le ha rechazado. La institución del jurado es, a este respecto, tanto más necesaria al pueblo francés cuanto que por ahora parece más incapaz de él; encontrará en ella no sólo las ventajas particulares de la institución, sino la ventaja general y más importante de rehacer su educación moral.

A la inamovilidad de los jueces y a la santidad de los jurados hay que añadir aún el mantenimiento constante y escrupuloso de las formas judiciales.

Por una extraña petición de principio, durante la Revolución se ha declarado por anticipado culpables a los hombres que iban a ser juzgados.

Las formas son una salvaguardia. La abreviación de las formas significa la disminución o la pérdida de esa salvaguardia. Tal abreviación supone, pues, una pena. Si la inflingimos a un acusado es que su delito está demostrado de antemano. Pero si ya está probado, ¿para qué un tribunal, sea el que fuere? Si su delito no está probado, ¿con qué derecho se le coloca en una clase particular y proscrita y se le priva, por una simple sospecha, del beneficio común a todas los miembros del estado social?

Este absurdo no es el único. Las formas son necesarias o son inútiles para la convicción; si son inútiles, ¿por qué se las conserva en los procesos ordinarios? Si son necesarias, ¿por qué se las elimina en los procesos más importantes? Cuando se trata de una falta leve y el acusado no está amenazado en su vida ni en su honor, se instruye su causa del modo más solemne; mas cuando es cuestión de algún delito espantoso y, en consecuencia, de la infamia y de la muerte, se suprimen de un trazo todas las precauciones tutelares, no se consulta el Código, se abrevian las formalidades. ¡Es como si se creyera que cuanto más grave es una acusación, más superfluo es examinarla!

Son bandidos -se dice-, asesinos, conspiradores, a los únicas que negamos el beneficios de las formas; pero antes de reconocerlos como tales, ¿no hay que comprobar los hechos? Ahora bien, las formas son el medio de lograrlo. Si las hay mejores o más breves que las existentes, que se adopten, pero que se adopten entonces para todas las causas. ¿Por qué ha de haber una clase de hechos en la que se observen lentitudes superfluas y otra en la que se decida con una precipitación peligrosa? El dilema es claro. Si la precipitación no es peligrosa, las lentitudes son superfluas; si éstas no son superfluas, la precipitación es peligrosa. ¿Es que resulta posible, antes del juicio, distinguir, mediante signos exteriores e infalibles, a inocentes y culpables, a quiénes deben gozar de la prerrogativa de las formas y a quiénes deben ser privados de ellas? Puesto que esos signos no existen, las formas son indispensables, y debido a que las formas han parecido el único medio de distinguir al inocente del culpable, todos los pueblos libres han reclamado su institución. Por imperfectas que sean las formas, tienen una facultad protectora que no se les arrebata sino destruyéndolas; son las enemigas natas, los adversarios inflexibles de cualquier tiranía. Mientras subsisten, los tribunales oponen a la arbitrariedad una resistencia más o menos generosa, pero que sirve para contenerla. Bajo Carlos I, los tribunales ingleses absolvieron, pese a las amenazas de la Corte, a varios amigos de la libertad; bajo Cromwell, aunque dominados por el protector, declararon con frecuencia a ciudadanos acusados de adhesión a la monarquía; bajo Jacobo II, Jefferies fue obligado a pisotear las formas y violar la independencia de los mismos jueces creados por él para asegurar los numerosos suplicios de las víctimas de su furor. Hay en las formas algo de imponente y preciso que fuerza a los jueces a respetarse a sí mismos y a conducirse de modo equitativo y regular. La horrible ley que bajo Robespierre declaró superfluas las pruebas y suprimió los defensores, fue, en realidad, un homenaje rendido a las formas. Dicha ley demostró que las formas, modificadas, mutiladas, torturadas en todos sentidos por el genio de las facciones, seguían constituyendo un estorbo para hombres que habían sido seleccionados entre los menos preocupados por cualquier escrúpulo de conciencia o respeto a la opinón (3).

En fin, considero el derecho de gracia, del que nuestra Constitución inviste al emperador, como una última protección concedida a la inocencia.

Se ha opuesto a ese derecho uno de esos dilemas tajantes que parecen simplificar las cuestiones, cuando en realidad las falsean. Si la ley es justa -se ha dicho-, nadie debe tener derecho a impedir su ejecución; si es injusta, hay que cambiarIa. A este razonamiento le falta una condición: que exista una ley para cada hecho.

Cuanto más general es una ley, más se aleja de los actos particulares sobre los que, sin embargo, debe pronunciarse. Una ley solo puede ser perfectamente justa para una única circunstancia; cuando se aplica a dos circunstancias ligeramente diferentes entre sí, en una de ambas será más o menos injusta. Los hechos se matizan hasta el infinito; las leyes no pueden tener en cuenta todos. El dilema planteado es erróneo.

La ley puede ser justa como ley general, es decir, puede ser justa al atribuir tal pena a tal acción; y, sin embargo, puede no serlo en su aplicación a tal hecho particular; es decir, un acto materialmente idéntico al que la ley consideraba puede diferir de ella de un modo real, aunque indefinible legalmente. El derecho de otorgar gracia no es más que la conciliación de la ley general con la equidad particular.

La necesidad de tal conciliación es tan imperiosa que en todos los países en que se ha rechazado el derecho de gracia se le ha suplido con toda clase de argucias. Entre nosotros, el Tribunal de casación disponía de él en ciertos aspectos. Investigaba, en los juicios que parecían inflingir penas demasiado rigurosas, un vicio de forma que autorizase su anulación: para llegar a ello, recurría frecuentemente a formalidades muy minuciosas; pero se trataba de un abuso, aunque el motivo lo hiciera excusable. La Constitución de 1815 ha procedido rectamente al volver a una idea más simple y dar al poder supremo una de sus prerrogativas más atractivas y naturales.


Notas

(1) M. Gach, presidente de un Tribunal de primera instancia en el departamento del Lot.

(2) He visto en Inglaterrra a un jurado declarar culpable a una joven por haber robado muselina por valor de trece chelines. Sabían que su declaración llevaba consigo la pena de muerte.

(3) Un artículo excelente de la actual Constitución es el que limita la jurisdicción militar sólo a los delitos militares y no, como antes, a los delitos de los militares. Porque con ese pretexto tan pronto se privaba a los militares de las formas civiles como se sometía a los ciudadanos a las formas militares.

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