Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo XVIICapítulo XIXBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XVIII

DE LA LIBERTAD INDIVIDUAL

Todas las constituciones que ha tenido Francia garantizaban sin excepción la libertad individual; pero bajo el imperio de esas constituciones, esa libertad se ha violado sin cesar. No basta una simple declaración, hacen falta salvaguardias positivas, cuerpos bastante poderosos para emplear en favor de los oprimidos los medios de defensa que la ley escrita consagra. Nuestra Constitución actual es la única que ha creado esas salvaguardias y otorgado suficiente poder a los cuerpos intermedios. La libertad de prensa a salvo de todo ataque, gracias al juicio por jurado, la responsabilidad ministerial y, sobre todo, la de sus agentes inferiores y finalmente, la existencia de una representación numerosa e independiente, constituyen las defensas que rodean hoy la libertad individual.

Dicha libertad es, en efecto, el objeto de toda asociación humana; sobre ella reposa la moral pública y privada; sobre ella descansan los cálculos de la industria; sin ella no hay para los hombres, paz, dignidad ni dicha.

La arbitrariedad destruye la moral, porque no hay moral sin seguridad, no es posible ninguna dulce afección sin la certeza de que los objetos de tal afección descansan seguros bajo la protección de su inocencia. Cuando la arbitrariedad ataca sin escrúpulo a un hombre que le es sospechoso, no persigue a un individuo aislado, sino a la nación entera, a quien primero menosprecia y después degrada. Los hombres tienden siempre a librarse del dolor; cuando ven amenazado lo que aman, se desligan de ello o lo defienden. Las costumbres, dice M. de Paw, se corrompen súbitamente en las ciudades atacadas por la peste; los moribundos se roban entre sí; la arbitrariedad es, en lo moral, lo que la peste en lo físico.

Es enemiga de los vínculos domésticos, porque la sanción de éstos es la esperanza fundada de vivir juntos, de vivir libres en el asilo que la justicia garantiza a los ciudadanos. La arbitrariedad constriñe a los hijos a ver oprimir a su padre sin poder defenderle; a la esposa, a soportar en silencio la detención de su marido; a los amigos y allegados, a negar sus más queridas afecciones.

La arbitrariedad es enemiga de todas las transacciones que fundan la prosperidad de los pueblos; quebranta el crédito, aniquila el comercio, conmueve la seguridad. Cuando un individuo sufre sin haber sido reconocido culpable, todo el que no está privado de inteligencia se cree amenazado, y con razón, porque no queda ninguna garantía, todas las transacciones se resienten de ello, la tierra tiembla y se vive en el terror.

Cuando se tolera la arbitrariedad, se propaga de tal modo que el ciudadano más desconocido puede de pronto verse amenazado por ella. No basta mantenerse apartado y dejar que los demás sufran sus efectos. Mil lazos nos unen a nuestros semejantes, y el egoísmo más activo es incapaz de romperlos todos. Se cree uno invulnerable escondido en el rincón que ha elegido; pero se tiene un hijo a quien su juventud arrastra, un hermano menos prudente que se permite una murmuración, un antiguo enemigo, a quien en otro tiempo se agravió, que ha sabido conquistar alguna influencia. ¿Qué hacer entonces? Después de haber reprobado con amargura toda reclamación y de haber rechazado toda queja, ¿se quejará uno a su vez? Se está condenado de antemano por la propia conciencia y por esa opinión pública envilecida que uno mismo ha contribuido a formar. ¿Se cederá sin resistencia? ¿Es que será posible esta postura? Hubo ocasión de ver cómo se oprimía a otros hombres y se les declaró culpables; con ello se abrió el camino que ahora uno mismo debe seguir.

La arbitrariedad es incompatible con la existencia de un gobierno concebido como una institución, ya que las instituciones políticas son contratos, y la naturaleza de éstos consiste en el establecimiento de límites fijos. Por ser la arbitrariedad el extremo opuesto a un contrato, mina en su base toda institución política.

La arbitrariedad es peligrosa para un gobierno concebido como un mecanismo en acción, ya que, aunque acelera su marcha y a veces parece comunicarle potencia, despoja siempre a su actividad de regularidad y de continuidad.

Si se dice a un pueblo que sus leyes son insuficientes para gobemarlo, se le autoriza a responder: Si son insuficientes, queremos otras. Con estas palabras, toda autoridad legítima se pone en cuestión, no queda otra cosa que la fuerza; en efecto, sería el colmo de la ingenuidad decirles: Habéis consentido en que se os imponga esta o aquella molestia para aseguraros tal o cual protección; os quitamos la protección, pero os dejamos la molestia; soportaréis, de un lado, todas las trabas del estado social, y del otro, os veréis expuestos a todos los azares del estado salvaje.

La arbitrariedad no sirve de nada a un gobierno desde el punto de vista de su seguridad. Cuanto haga un gobierno legalmente en contra de sus enemigos, éstos no podrán hacerlo contra él legalmente, porque ésta es precisa y formal; mas lo que hace contra ellos arbitrariamente, ellos pueden también hacerlo contra él, porque lo arbitrario es ambiguo y sin límites (1).

Cuando un gobierno establecido se permite el empleo de la arbitrariedad, sacrifica el objeto de su existencia a las medidas que toma para conservarla. ¿Por qué se quiere que la autoridad reprima a quienes ataquen nuestra propiedades, nuestra libertad o nuestra vida? Para que esos goces nos estén asegurados. Pero si nuestra fortuna puede ser destruida, nuestra libertad amenazada, nuestra vida perturbada por lo arbitrario, ¿qué ventajas obtenemos de la protección de la autoridad? ¿Por qué se quiere que se castigue a quienes conspiren contra la Constitución del Estado? Porque se teme ver un poder opresivo en lugar de una organización legal. Pero si es la propia autoridad la que ejerce ese poder opresivo, ¿qué ventaja proporciona? Todo lo más, una ventaja de hecho durante algún tiempo. Las medidas arbitrarias que puede tomar un gobierno consolidado siempre serán menos numerosas que las que realicen las facciones que no han alcanzado todavía el poder; mas esa misma ventaja se pierde en razón de la arbitrariedad. Una vez que se utilizan sus recursos, se encuentran tan fáciles, tan cómodos, que no se quiere ya emplear otros. Presentada primero como recurso extremo en circunstancias infinitamente raras, la arbitrariedad llega a ser la solución de todos los problemas y su práctica diaria.

Lo que preserva de la arbitrariedad es la observancia de las formas. Estas son las divinidades tutelares de las asociaciones humanas; son los únicos medios protectores de la inocencia, las únicas relaciones entre los hombres. Reina la oscuridad al margen de ellas; todo queda al albur de la conciencia solitaria, de la opinión vacilante. Solo las formas son claras, solo en ellas puede confiar el oprimido.

Lo que pone remedio a la arbitrariedad es la responsabilidad de los agentes. Los antiguos creían que los lugares manchados por el crimen debían ser objeto de una expiación, y yo creo que en el futuro el suelo envilecido por un acto arbitrario tendrá necesidad, para purificarse, del castigo ejemplar del culpable, cuantas veces vea en un pueblo a un ciudadano encarcelado arbitrariamente y no vea el pronto castigo de esa violación de las formas, diré: Tal pueblo puede desear ser libre, puede merecer serlo; pero ignora todavía los primeros rudimentos de la libertad.

Muchos perciben únicamente en el ejercicio de la arbitrariedad una medida de policía, y como esperan ser siempre sus distribuidores, sin ser nunca objeto de la misma, la consideran utilísima para la tranquilidad pública y el buen orden; otros, más recelosos, sólo ven en ella, no obstante, una vejación particular; más el peligro es mucho mayor.

Dése a los depositarios de la autoridad ejecutiva el poder de atentar a la libertad individual y se aniquilarán todas las garantías, que son la primera condición y el único fin de la reunión de los hombres bajo el imperio de las leyes.

Se quiere la independencia de los tribunales, de los jueces, de los jurados. Mas si los miembros de los tribunales, los jurados y los jueces pudieran ser detenidos arbitrariamente' ¿en qué pararía su independencia? ¿Qué sucedería si se tolera la arbitrariedad contra ellos, no por su conducta pública, sino en virtud de causas secretas? La autoridad ministerial, sin duda, no procedería contra ellos durante el desempeño de sus funciones en el recinto aparentemente inviolable en el que los colocó la ley. Tampoco oSaría, si se dejara guiar más por su conciencia que por su voluntad, detenerlos o desterrarlos en su calidad de jurados o de jueces; pero los detendría, los desterraría como individuos sospechosos. Lo más que haría sería esperar a que fuese olvidada la sentencia que a sus ojos constituyó su delito para atribuir algún otro motivo al rigor ejercido contra ellos. No serían, pues, algunos ciudadanos oscuros los entregados a la arbitrariedad de la policía, sino todos los tribunales, todos los jueces, todos los jurados, todos los acusados también, los que se pondrían a su merced.

En un país en que los ministros dispusieran, sin el debido proceso, de los arrestos y de los destierros, carecería de todo sentido otorgar en nombre de las luces alguna libertad y seguridad a la prensa. Si un escritor, aun conformándose a las leyes, se opusiera a las opiniones o censurarse los actos de la autoridad, no se le detendría o desterraría como escritor, sino como individuo peligroso, sin declarar el motivo.

¿Para qué prolongar con ejemplos la explicación de una verdad tan evidente? Todas las funciones públicas, todas las situaciones privadas, se verían igualmente amenazadas. El importuno acreedor que tuviera por deudor a un agente del poder, el padre intratable que le negase la mano de su hija, el esposo molesto que defendiera contra él el recato de su mujer, el competidor cuyos méritos o el vigilante cuya vigilancia le fueran motivos de alarma, no se verían, sin duda, detenidos o exiliados como acreedores, como padres, como esposos, como vigilantes o como rivales. Pero pudiendo la autoridad detenerlos o desterrarlos por razones secretas, ¿Qué garantía puede existir para que esta no invente esas razones secretas? ¿Qué arriesgaría con ello? Habría que reconocer que no se le puede pedir una justificación legal, y en cuanto a la explicación que por prudencia quizá creyera deber dar a la opinión, dado que no podría analizarse ni verificarse nada, ¿quién no se percata de que la calumnia seria suficiente para motivar la persecución?

Nada queda al abrigo de la arbitrariedad cuando una vez se ha tolerado. Ninguna institución le escapa. Las anula todas en su base. Engaña a la sociedad mediante formas vanas. Todas las promesas resultan perjurios; todas las garantías, trampas para los desgraciados que confían en ellas.

Cuando se excusa la arbitrariedad o se quieren paliar sus peligros, se razona siempre como si los ciudadanos mantuvieran relaciones únicamente con el depositario supremo de la autoridad. Pero existen relaciones inevitables y más directas con todos los agentes subordinados. Cuando se permite el destierro, el encarcelamiento o cualquier vejación no autorizada por la ley ni pronunciada en un proceso previo, el ciudadano no está colocado bajo el poder del monarca ni el de los ministros, sino bajo la férula de la autoridad más subalterna. Ésta puede atacarle con una medida provisional y justificar esa medida mediante un informe falso. Triunfa siempre que engaña, y la facultad de engañar le está asegmada. En la medida en que el príncipe y lQS ministros están situados adecuadamente para dirigir los asuntos generales y para favorecer el crecimiento y la prosperidad del Estado, de su dignidad, de su riqueza y de su poder, la propia amplitud de esas funciones importantes les impide el examen detallado de los intereses de los individuos; intereses minuciosos e imperceptibles ciertamente, cuando se los compara a la suma de ellos, pero no menos sagrados, ya que comprenden la vida, la libertad, la seguridad de la inocencia. El cuidado de esos intereses debe, pues, confiarse a aquellos que pueden ocuparse de ellos, a los tribunales, a los que se encomienda exclusivamente el examen de los agravios, la verificación de las quejas, la investigación de los delitos; a los tribunales, que están en condiciones, en cumplimiento de su deber, de analizar todo, de ponderar todo en una balanza fiel; a los tribunales, que tienen esa misión especial que sólo ellos pueden cumplir.

En mi razonamiento no distingo los destierros de los arrestos y los encarcelamientos arbitrarios. Porque es injusto considerar el destierro como una pena más suave. Nos engañan las tradiciones de la antigua monarquía. El destierro de algunos hombres distinguidos nos induce a error. Nuestra memoria nos evoca a M. de Choiseul, rodeado de los homenajes de amigos generosos, con lo cual el destierro nos parece una pompa triunfal. Mas descendamos a los hombres más oscuros y trasladémosnos a otras épocas. Veremos entte esos hombres cómo el destierro arranca el padre a sus hijos, el esposo a su mujer, el comerciante a sus empresas forzando a los padres a interrumpir la educación de su familia o a confiarla a manos mercenarias, separando a los amigos de los amigos, turbando al anciano en sus hábitos, al hombre industrioso en sus especulaciones, al talento en sus trabajos. Veremos cómo el destierro está ligado a la pobreza, la miseria persiguiendo a la víctima en una tierra desconocida, las primeras necesidades sin satisfacer, los menores goces imposibles. Veremos el destierro unido a la desgracia, arrojando sobre sus víctimas sospechas y desconfianzas; precipitándolas en una atmósfera de proscripción, entregándolas alternativamente a la frialdad del primer extranjero y a la insolencia del último agente. Veremos cómo el destierro ahoga todos los afectos, cómo el cansancio priva al desterrado del amigo que le seguía, cómo el olvido le disputa los demás amigos, cuyo recuerdo representaba ante sus ojos a la patria ausente, cómo el egoísmo admite las acusaciones como apología de la indiferencia y cómo el proscrito abandonado se esfuerza en vano en retener en el fondo de su alma solitaria algún imperfecto vestigio de su vida pasada.

El gobierno actual es el primero de todos los que Francia ha tenido que ha renunciado formalmente a esta prerrogativa terrible en la Constitución que ha propuesto (2), consagrando de este modo todos los derechos, todas las libertades, asegurando a la nación lo que quería en 1789, lo que sigue queriendo hoy, lo que pide con una perseverancia imperturbable desde hace veinticinco años, siempre que ha podido hacerse oír. Es así como el gobierno echará cada día raíces más profundas en el corazón de los franceses.


Notas

(1) B. Constant: Réactions politiques, Paris, 1797. págs. 85-87.

(2) Art. 61. Nadie podrá ser perseguido, detenido, arrestado ni desterrado sino en los casos previstos por la ley.

Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo XVIICapítulo XIXBiblioteca Virtual Antorcha