Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo XIXBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XX

CONSIDERACIONES FINALES

Nuestros representantes tendrán que ocuparse de algunas de las cuestiones de las que trato en esta obra.

El propio gobierno se ha cuidado de anunciar, como he dicho al principio, que la Constitución podrá ser perfeccionada. Es de desear que se proceda a ello lentamente, con calma, sin impaciencia y sin precipitaciones. Si la Constitución tiene defectos, es una prueba más de que los hombres mejor intencionados no prevén siempre las consecuencias de cada articulo de una Constitución. Lo mismo podría ocurrir a quienes quisieran refundirla para corregirla. Es fácil hacer el hogar más cómodo cuando sólo se introducen cambios parciales; son tanto más gratos cuanto son casi insensibles; pero es peligroso derribar el hogar para reedificarlo, sobre todo cuando mientras se espera no se tiene asilo.

El extranjero nos contempla y sabe que somos una nación fuerte. Si nos ve disfrutar de una Constitución, por imperfecta que sea, verá que somos una nación razonable y nuestra razón será para él más imponente que nuestra fuerza. El extranjero nos contempla y sabe que a nuestro frente marcha el primer general del siglo. Si nos ve reunidos en torno suyo, se creerá vencido de antemano; pero divididos, pereceremos.

Se ha alabado mucho la magnanimidad de nuestros enemigos. Ella no les ha impedido indemnizarse de sus gastos de guerra. Nos han arrebatado Bélgica y el Rin, que una larga posesión y tratados solemnes habían identificado con Francia. De nuevo vencedores, su magnanimidad los llevaría a indemnizarse. Nos arrebatarían el Franco-Condado, Lorena y Alsacia. ¿Por qué las proclamaciones de Bruselas serían mejor observadas que las de Francfort?

El emperador ha dado la más incontestable prenda de la sinceridad de sus intenciones; ha reunido en torno suyo a seiscientos veintinueve representantes de la nación, libremente elegidos, y sobre cuya elección no ha podido ejercer ninguna influencia el gobierno. En el momento de esa reunión solemne ejercía la dictadura. Si sólo hubiera querido el despotismo, hubiera podido tratar de conservarla.

Su interés se oponía a ello, se dirá; sin duda. Pero ¿No significa tal cosa que su interés está de acuerdo con la iibertad? ¿Y no es eso un motivo de confianza?

Ha sido el primero en convocar desde la Asamblea constituyente una representación en pleno completamente nacional. Ha respetado, aún antes de entrar en vigor la Constitución, la libertad ilimitada de la prensa, cuyos excesos no son sino el homenaje más claro a la firmeza de su noble resolución. Ha restituido a una porción numerosa del pueblo el derecho de elegir a sus magistrados.

Una vez que ha avizorado la meta, ha marcado el camino. Ha comprendido mejor que nadie que cuando se adopta un sistema hay que adoptarlo plenamente; que la libertad debe ser completa y que es la garantía y el límite del poder; la conciencia de su fuerza le ha elevado sobre esas suspicacias dobles y pusilánimes que seducen a los espíritus mezquinos y que comparten las almas débiles.

Estas realidades explican nuestra conducta: nosotros, que nos hemos unido al gobierno actual en este momento de crisis, nosotros, que hemos permanecido ajenos al amo del mundo, nos hemos alineado en torno al fundador de una Constitución libre y al defensor de la patria.

Cuando su llegada resonó de un extremo a otro de Europa veíamos en él al conquistador del mundo, y nosotros deseábamos la libertad. ¿Quién no hubiera dicho, en efecto, que convenía más a la libertad y la debilidad que una fuerza inmensa y casi milagrosa?

Así lo creí yo, lo confieso, y con esa esperanza, tras permanecer diez meses sin contacto con el gobierno que acaba de caer, después de haberme opuesto constantemente a sus medidas sobre la libertad de prensa, la responsabilidad de los ministros y la obediencia pasiva, me aproximé al mismo cuando se derrumbaba. Les repetí incansablemente que era la libertad lo que había que salvar, y que ellos mismos sólo podían salvarse gracias a la libertad. Tal es en adelante la suerte de todos los gobiernos de Francia. Mas esas palabras impotentes asustaban los oídos poco acostumbrados a escucharlas.

Se habló alguna vez de Constitución, pero no se adoptó ninguna medida nacional, nada se hizo para tranquilizar a la opinión flotante. Todo era caos, estupor, confusión. Al menos, para quien desesperaba de la causa y la anunciaba como desesperada. La libertad, el verdadero instrumento de salvación, les era odiosa.

Ese gobierno se fue. ¿Qué debíamos hacer? ¿Seguir un partido que no era el nuestro, que nosotros habíamos combatido cuando tenía apariencia de fuerza, cuyas intenciones y pensamientos eran contrarios a nuestras opiniones y a nuestros deseos, un partido que habíamos defendido durante algunos días, sólo como medio, como paso obligado a la libertad? Pero ahora faltaba la meta de nuestros esfuerzos. ¿Podemos esperar del extranjero una monarquía constitucional? Sin duda, no; únicamente la división de Francia, o una administración dependiente, dócil ejecutora de las órdenes que recibiera de él.

Cuando Jacobo II abandonó Inglaterra, los ingleses declararon que su huida era una abdicación; desde entonces son libres.

No. Yo no he querido unirme a nuestros enemigos y mendigar la matanza de los franceses para levantar por segunda vez un edificio que se vendría abajo inmediatamente.

Esforzarse en defender a un gobierno que se abandona a sí mismo no es prometer expatriarse con él; dar una prueba de abnegación a la debilidad sin esperanza y sin recurso no es abjurar la tierra de los padres; afrontar peligros por una causa que se espera depurar después de haberla salvado no es entregarse a esa causa cuando, pervertida y cambiada, toma al extranjero como auxiliar y como medio la matanza y el incendio. En fin, no huir no es trásfuga. Sin duda, al hacer este solemne testimonio se experimentan todavía sentimientos amargos. Se comprueba, no sin asombro y sin pena que no puede suavizar la novedad del descubrimiento, hasta qué punto la estima es una pesada carga para los corazones y cómo, cuando se cree que un hombre irreprochable ha dejado de serlo, gusta condenarle.

El futuro responderá, porque la libertad surgirá de ese porvenir, por borrascosa que nos parezca. Entonces, después de haber exigido durante veinte años los derechos de la especie humana, la seguridad de los individuos, la libertad del pensamiento, la garantía de las propiedades, la abolición de toda arbitrariedad, me felicitaré a mí mismo por haberme unido antes de la victoria a las instituciones que consagran todos esos derechos. Habré realizado la obra de mi vida.

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