Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo XVICapítulo XVIIIBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XVII

DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

La Constitución actual ha vuelto a la única idea razonable en lo que se refiere a la religión: la de consagrar la libertad de cultos sin restricción, sin privilegio, sin obligar siquiera a los individuos, con tal que observen formas en favor de un culto particular. Hemos evitado el escollo de esta intolerancia civil con que se ha querido reemplazar la intolerancia religiosa propiamente dicha, hoy que el progreso de las ideas se opone a esta última. En apoyo de esa nueva especie de intolerancia se ha citado frecuentemente a Rousseau, partidario de todas las teorías de la libertad, pero que también ha dado pretexto a todas las pretensiones de la tiranía.

Hay -dice- una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no precisamente en cuanto dogmas religiosos, sino como sentimientos de sociabilidad. Sin poder obligar a nadie a creer en esos dogmas, puede desterrar del Estado a quien no los comparta. Puede desterrarlo, no como impío, sino como insociable (1). ¿Quién es el Estado para decidir los sentimientos que hay que adoptar? ¿Qué me importa que el soberano no me obligue a creer, si me castiga por no creer? ¿Qué me importa que no me castigue como impío, si me castiga como insociable? ¿Qué me importa que la autoridad se abstenga de las sutilezas de la teología, si se pierde en una moral hipotética, no menos sutil, no menos ajena a su jurisdicción natural?

No conozco ningún sistema de servidumbre que haya consagrado errores más funestos que la impenitente metafísica de Rousseau: El Contrato social.

La intolerancia civil es tan peligrosa, más absurda y, sobre todo, más injusta que la intolerancia religiosa. Es tan peligrosa, puesto que conduce a los mismos resultados con otro pretexto; es más absurda, puesto que no está motivada por la convicción; es más injusta, puesto que el mal que causa no es fruto del deber, sino del cálculo.

La intolerancia civil adopta mil formas y se disfraza a cada paso para sustraerse al razonamiento. Vencida en los principios, discute en cuanto a su aplicación. Se ha visto cómo hombres perseguidos durante casi treinta siglos decían al gobierno que los liberaba de su larga proscripción que, si era preciso que hubiera en un Estado varias religiones positivas, no era menos necesario impedir que las sectas toleradas creasen, al subdividirse, otras nuevas (2). Mas cada secta tolerada, ¿no es ella misma una subdivisión de una secta antigua? ¿Con qué título discutiría a las generaciones futuras los derechos que ella ha reclamado contra las generaciones pasadas?

Se ha pretendido que ninguna de las iglesias reconocidas podía cambiar sus dogmas sin el consentimiento de la autoridad. Pero si por azar esos dogmas fueran rechazados por la mayoría de la comunidad religiosa, ¿podría la autoridad obligarla a profesarlos? Por lo que se refiere a la opinión, los derechos de la mayoría y los de la minoría son los mismos.

Se concibe la intolerancia cuando se impone a todos una misma profesión de fe; en este caso obra, al menos, de modo consecuente. Cree, sin duda, que mantiene a los hombres en el santuario de la verdad; pero cuando se permiten dos opiniones, dado que una de ellas es necesariamente falsa, el hecho de que el gobierno constriña a los individuos de una u otra a permanecer leales a la opinión de su secta, o a las sectas a mantener inalterada su opinión, es tanto como prestar su asentimiento al error.

La libertad completa e ilimitada de todos los cultos es tan favorable a la religión como conforme a la justicia.

Si la religión hubiera sido siempre perfectamente libre, creo que hubiera sido siempre un objeto de respeto y de amor. En tal supuesto, sería casi inconcebible el extraño fanatismo que hace de la religión un objeto de odio y de malevolencia. Ésta, mediante la cual un ser desgraciado recurre a un ser justo, un ser débil a un ser bueno, creo que no debe incitar, aun en aquellos mismos que la consideran quimérica, sino el interés y la simpatía. Quien considera como errores todas las esperanzas de la religión, debe sentirse más comnovido que cualquier otro por ese concierto universal de todos los seres dolientes, por esas súplicas del dolor que se proyectan, desde todos los rincones de la Tierra, hacia un cielo inconmovible, para quedar sin respuesta, y por la ilusión compasiva que interpreta por respuesta el rumor confuso de tantas plegarias, repetidas a lo lejos en los aires.

Las causas de cuantas penalidades nos aquejan son numerosas. La autoridad puede proscribirnos; la mentira, calumniarnos; los vínculos de una sociedad completamente artificial nos hieren; la naturaleza inflexible nos ataca en lo que nosotros amamos; hacia nosotros avanza la vejez, época sombría y solemne en la que los objetos se oscurecen y parecen retirarse, y en la que un algo frío y lánguido se extiende sobre todo lo que nos rodea.

Contra tantos dolores buscamos por todas partes consuelos, y todos nuestros consuelos duraderos son religiosos. Cuando los hombres nos persiguen, acudimos a algún remedio por encima de los hombres. Cuando vemos desvanecerse nuestras más caras esperanzas -la justicia, la libertad, la patria-, nos congratulamos de que exista en alguna parte un ser que sabrá agradecemos haber sido fieles, pese a nuestro siglo, a la justicia, a la libertad, a la patria. Cuando añoramos un objeto amado, echamos un puente sobre el abismo y lo atravesamos con el pensamiento. En fin, cuando la vida se nos escapa nos proyectamos hacia la otra vida. Así, la religión es, por esencia, la compañera fiel, la ingeniosa e infatigable amiga del infortunado.

Esto no es todo. Consoladora de la desgracia, la religión es, al mismo tiempo, la más natural de nuestras emociones. Todas nuestras sensaciones físicas, todos nuestros sentimientos morales, la hacen renacer en nuestros corazones sin que nos demos cuenta. Todo lo que nos parece sin límites y produce en nosotros la noción de la inmensidad, la vista del cielo, el silencio de la noche, la vasta extensión de los mares, todo lo que nos lleva al enternecimiento o al entusiasmo, la conciencia de una acción virtuosa, de un sacrificio generoso, de un peligro desafiado valientemente, del dolor del prójimo socorrido o consolado, todo lo que despierta en el fondo de nuestra alma los elementos primitivos de nuestra naturaleza, el desprecio del vicio, el odio a la tiranía; todo ello alimenta el sentimiento religioso.

Ese sentimiento es muy afín a todas las pasiones nobles, delicadas y profundas; como todas ellas, tiene algo de misterioso; el sentido común no puede explicarlas de modo satisfactorio. El amor, esa preferencia exclusiva por un objeto del que pudimos prescindir mucho tiempo y semejante a tantos otros; el afán de gloria, esa sed de una celebridad que ha de transmitirse a nuestra posteridad; el goce que nos produce nuestra abnegación, opuesto al instinto habitual de nuestro egoísmo; la melancolía, esa tristeza sin motivo en cuyo fondo hay un placer que no sabemos analizar, y otras mil sensaciones que no pueden describirse y que nos llenan de impresiones vagas y de emociones confusas, son inexplicables mediante un razonamiento vigoroso y todas ellas tienen afinidad con el sentimiento religioso. Todas estas cosas favorecen el desarrollo de la moral; hacen salir al hombre del estrecho círculo de sus intereses; devuelvan al alma esa elasticidad, esa delicadeza, esa exaltación que ahoga el hábito de la vida común y del cálculo que esta requiere. El amor es la más complicada de esas pasiones, debido a que tiene como fin un goce determinado, próximo a nosotros, y que desemboca en el egoísmo. El sentimiento religioso es, por la razón contraria, la más pura de todas las pasiones. No desaparece con la juventud; a veces se fortalece en la edad avanzada, como si el cielo nos lo diera para consolarnos en la época más desprovista de nuestra vida.

Un hombre genial decía que la contemplación del Apolo del Belvedere o de un cuadro de Rafael lo hacía mejor persona. En efecto, hay en la contemplación de la belleza algo que nos desprende de nosotros mismos, haciéndolos sentir que la perfección vale más que nosotros y que, por inspirarnos esa convicción un desinterés momentáneo, despierta en nosotros el poder del sacrificio, que es la fuente de toda virtud. Hay en la emoción, cualquiera que sea su causa, algo que hace circular nuestra sangre más de prisa, que nos procura una especie de bienestar, que duplica el sentimiento de nuestra existencia y de nuestras fuerzas, y que por ello nos hace susceptibles de una generosidad, de un valor, de una simpatía superiores a nuestra disposición habitual. Hasta el hombre corrompido es mejor cuando se siente emocionado, mientras perdura su emoción.

No quiero decir que la ausencia del sentimiento religioso signifique en todo individuo carencia de moral. Hay hombres cuya parte principal es el espíritu y sólo ceden ante la prueba más completa. Esos hombres están de ordinario entregados a meditaciones profundas, estando preservados de la mayoría de las tentaciones corruptoras por los goces del estudio o el hábito del pensamiento; en consecuencia, son capaces de una moralidad escrupulosa; pero en la masa de hombres vulgares la ausencia de sentimiento religioso, al no deberse a semejantes causas, prefigura frecuentemente un corazón árido, un espíritu frívolo, un alma absorbida por intereses pequeños e innobles, una gran esterilidad de imaginación. Hago la excepción de que la persecución hubiera irritado a esos hombres. La persecución provoca la rebeldía contra sus mandatos, pudiendo ocurrir entonces que hombres sensibles pero orgullosos, indignados por el hecho de que les imponga una religión, rechacen sin examen toda religión; esta excepción, circunstancial por naturaleza, no altera la tesis general.

No me merecería mala opinión un hombre ilustrado que fuera ajeno al sentimiento religioso; pero creo que un pueblo que es incapaz de este sentimiento carece de una facultad preciosa y, en consecuencia, lo estimo desheredado por naturaleza. Si se me acusa de no definir de modo preciso el sentimiento religioso, preguntaría a mi vez como es posible definir con precisión ese elemento ambiguo y profundo de nuestras sensaciones morales que por su misma naturaleza desafía todos los esfuerzos del lenguaje. ¿Cómo definir la impresión de una noche oscura, de una selva frondosa, del viento que gime a través de las ruinas o sobre las tumbas, del océano que se extiende más allá de la vista? ¿Cómo definir la emoción que causan los cantos de Ossián. la iglesia de San Pedro, la meditación de la muerte, la armonía de los sonidos y de las formas? ¿Cómo definir la fantasía, esa conmoción interior del alma donde van a reunirse y como a perderse, en una confusión misteriosa, todas las potencias de los sentidos y del pensamiento? Hay religión en el fondo de todas esas cosas. Todo lo que es bello, todo lo que es íntimo, todo lo que es noble, participa de la religión.

La religión constituye el centro común donde se reúnen por encima de la acción del tiempo y del alcance del vicio, todas las ideas de justicia, de amor, de libertad, de piedad, que en este mundo efímero constituyen la dignidad de la especie humana; la religión es la tradición permanente de todo lo que es bello, grande y bueno a través del envilecimiento y la inequidad de los siglos, la voz eterna que responde a la virtud con su mismo lenguaje, la llamada del presente al provenir, de la tierra al cielo, el recurso solemne de todos los oprimidos en todas las situaciones, la última esperanza de la inocencia que se inmola y de la debilidad que se pisotea.

¿A qué se debe, pues, que esa aliada constante, ese apoyo necesario, ese singular resplandor en medio de las tinieblas que nos rodean, haya estado expuesta siempre a ataques frecuentes y encarnizados? ¿A qué se debe que la clase que se ha declarado su enemiga haya sido casi siempre la más ilustrada, la más independiente y la más instruida? La religión ha sido desnaturalizada: se ha perseguido al hombre en ese último asilo, en ese santuario ú1timo de su existencia; la religión se ha transfonnado, en las manos de la autoridad, en institución amenazadora. Después de haber creado la mayoría de nuestros más punzantes dolores, el poder ha pretendido dominar al hombre en su más recóndito consuelo. La religión dogmática, potencia hostil y perseguidora, ha querido someter a su yugo las conjeturas de la imaginación en las necesidades del corazón. Se ha convertido en un azote más terrible que los que estaba destinada a hacer olvidar.

De ahí que, en toda época en que los hombres han proclamado su independencia moral, esa resistencia a la religión, aparentemente dirigida contra el más dulce de los afectos, se dirigía en realidad contra la más opresiva de las tiranías. La intolerancia, al poner la fuerza del lado de la fe, ha atribuido el valor a la duda; el furor de los creyentes ha exaltado la vanidad de los incrédulos y el hombre ha llegado de ese modo a apreciar un sistema que debió de considerar naturalmente como una desgracia. La persecución provoca la resistencia. La autoridad, al amenazar cualquier opinión, incita a la manifestación de esa opinión a cuantos espíritus tienen algún valor. Hay en el hombre un gennen de rebeldía contra toda coacción intelectual. Tal principio puede llevar hasta la violencia; puede ser la causa de muchos crímenes, pero es expresión de cuanto hay de noble en el fondo de nuestra alma.

Me he sentido lleno de tristeza y de asombro al leer el famoso Sistema de la naturaleza. Ese empecinamiento de un anciano a cerrar ante sí todo porvenir, esa inexplicable sed de destrucción, ese odio ciego y casi feroz contra una idea dulce y consoladora, me parecían un extraño delirio; pero lo comprendía, no obstante, recordando los peligros con que la autoridad acechaba a su autor. Siempre me ha perturbado la reflexión de los hombres no religiosos; no han gozado nunca de tiempo o libertad para considerar tranquilamente su propia opinión; ésta siempre ha sido para ellos un patrimonio del que se los quería despojar; han pensado más en justificarla y defenderla que en analizarla más a fondo. Pero dejándolos en paz; pronto echarán una triste mirada sobre el mundo que ellos han despoblado de la inteligencia y de la bondad supremas; ellos mismos se extrañarán de su victoria; la agitación propia del combate, la sed de reconquistar el derecho al libre examen, todas esas causas de exaltación no los sostendrán ya; su imaginación, antes absorbida por el éxito, se recogerá ociosa y solitaria sobre sí misma; contemplarán al hombre solitario en una tierra que ha de tragarlo. El universo aparece sin vida; generaciones pasajeras, fortuitas, aisladas, nacen, sufren, mueren; ningún vínculo existe entre esas generaciones cuyo único patrimonio es aquí el dolor, más allá la nada. Toda comunicación se rompe entre el pasado, el presente y el provenir; ninguna voz lleva su eco desde las generaciones desaparecidas a las presentes, y las voces de éstas desaparecerán un día en el mismo silencio eterno. ¿Quién no se da cuenta de que si la incredulidad no hubiera tropezado con la intolerancia, todo lo que hay de desalentador en ese sistema hubiera mantenido a sus sectarios en la apatía y en el silencio?

Lo repito: siempre que la autoridad garantice a la religión una total independencia, nadie tendrá interés en atacar a ésta; a nadie se le ocurrirá tal idea; mas si la autoridad pretende defenderla y, sobre todo, si quiere hacer de ella una aliada, la independencia intelectual no tardará en atacarla.

Toda intervención del gobierno en los asuntos religiosos es mala. Es mala cuando quiere mantener la religión contra el espíritu del libre examen, porque la autoridad no puede actuar sobre la convicción; sólo actúa sobre el interés. ¿Qué gana la autoridad no concediendo sus favores más que a los hombres que profesan opiniones consagradas? Lo único que consigue es apartar a los que confiesan su pensamiento, a los que, por consiguiente, se conducen al menos con franqueza; los otros, mediante una fácil mentira, saben urdir sus precauciones que engañan a los hombres escrupulosos, pero no a los corrompidos.

¿Cuáles son, por otra parte, los recursos con que cuenta un gobierno para favorecer una opinión? ¿Confiará exclusivamente a sus sectarios las funciones importantes del Estado? Los individuos rechazados se irritarán de la preferencia. ¿Obligará a escribir o a hablar en favor de la opinión que protege? Otros escribirán o hablarán en sentido contrario. ¿Restringirá la libertad de los escritos, de las palabras, de la elocuencia, del razonamiento, de la ironía misma o de la declamación? Se hallará, entonces, en un camino nuevo; ya no se ocupa de favorecer o de convencer, sino de sofocar o castigar. ¿Supone que las leyes podrán captar todos los matices y graduar proporcionahnente sus sanciones? ¿Serán moderadas sus medidas represivas? En tal caso, se las desafiará y sólo irritarán, sin intimidar. ¿Serán severas? Helo ahí perseguidor. Una vez colocado en esta pendiente resbaladiza y rápida, tratará en vano de detenerse.

¿Qué éxito cabe esperar de sus persecuciones? Ningún rey, que yo sepa, fue rodeado demás prestigio que Luis XIV. El honor, la vanidad, la moda, el poder omnipotente, permanecían bajo su reinado en la obediencia. Prestaba a la religión el apoyo del trono y el de su ejemplo. Ligaba la salvación de su alma a la observancia de las prácticas más rígidas y había persuadido a sus cortesanos de que la salvación del alma del rey revestía una particular importancia. Sin embargo, pese a su solicitud siempre creciente, pese a la austeridad de una corte experimentada, pese al recuerdo de cincuenta años de gloria, la duda se deslizó en los espíritus aún antes de su muerte. Vemos en las memorias de aquel tiempo cartas interceptadas, escritas por aduladores asiduos de Luis XIV, y tan ofensivas -nos dice Mme. de Maintenon- para Dios como para el rey. El rey murió, el impulso filosófico derribó todos los diques; el razonamiento se desquitó del dominio que había soportado impacientemente, y el resultado de tan larga presión fue la incredulidad llevada al exceso.

La autoridad no causa menos mal ni es menos impotente cuando, en un siglo escéptico, quiere restaurar la religión. Su restauración debe producirse únicamente por la necesidad que de ella tiene el hombre; cuando se le inquieta con consideraciones extrañas, se le impide sentir toda la fuerza de esa necesidad.

Se dice, y así lo creo, que la religión está en la naturaleza; no hace falta, pues, realzar su voz con la de la autoridad. La intervención de los gobiernos en defensa de la religión, cuando la opinión le es desfavorable, supone un inconveniente particular: el de ser defendida por hombres que no creen en ella. Los gobernantes, al igual que los gobernados, están sujetos a la marcha de las ideas humanas; cuando la duda ha penetrado en la parte ilustrada de una nación se abre paso en el propio gobierno.

Ahora bien: en todos los tiempos, las opiniones o la vanidad son más fuertes que los intereses. De nada sirve que los depositarios de la autoridad se digan que les resulta ventajoso favorecer la religión; aunque desplieguen todo su poder en favor de ella, serán incapaces de dispensarle toda su consideración. Hallan cierto gusto en hacer pública su verdadera intención, pues temen mostrarse convencidos por miedo a que los crean engañados; si su primera frase está consagrada a ordenar la credulidad, la segunta está destinada a reconquistar para ellos los honores de la duda, y se es mal misionero cuando uno se quiere colocar por encima de su propia profesión de fe (3).

Entonces se establece este axioma: el pueblo necesita una religión, axioma que halaga la vanidad de los que lo repiten, porque al hacerlo se separan de ese pueblo que necesita una religión.

Ese axioma es falso en sí mismo, en cuanto significa que la religión es más necesaria a las clases trabajadoras de la sociedad que a las ociosas y opulentas. Si la religión es necesaria, lo es igualmente a todos los hombres y en todos los grados de instrucción. Los crímenes de las clases pobres y poco ilustradas tiene un carácter más violento, más terrible, pero a la vez son de más fácil descubrimiento y castigo. La ley los envuelve, los atrapa, los comprime fácilmente, porque tales delitos la infringen de modo directo. La corrupción de las clases superiores se matiza, se diversifica; se sustrae a las leyes positivas, burla su espíritu eludiendo sus formas; les opone, además, el crédito, la influencia, el poder.

¡Extraño razonamiento! el pobre no puede nada; está rodeado de trabas, sujeto por ligaduras de toda especie, no tiene protectores ni apoyos; puede cometer un crimen aislado, pero todo se arma contra él cuando es culpable; no halla en sus jueces, elegidos siempre de una clase enemiga, ningún miramiento, ni en sus amistades, impotentes como él, ninguna suerte de impunidad; su conducta nunca influye en la suerte general de la sociedad de que forma parte, pese a lo cual ¡contra él solo se quiere la garantía misteriosa de la religión! El rico, por el contrario, es juzgado por sus iguales, por sus aliados, por hombres sobre quienes rebotan siempre en alguna medida las penas con que puedan castigarle. La sociedad le prodiga sus auxilios; todas las probabilidades materiales y morales están en su favor, debido al efecto de la riqueza; puede influir mucho, puede transtornar o corromper; pese a lo cual a ese ser poderoso y privilegiado se le quiere librar del yugo que parece indispensable hacer pesar sobre un ser débil y desarmado.

Digo todo esto en la hipótesis ordinaria de que la religión constituye un apoyo precioso para reforzar las leyes penales, pero no es esa mi opinión. Para mí, la religión ocupa un lugar más elevado; no la considero un suplemento de la horca y de la rueda. Hay una moral común fundada en el cálculo, el interés y la seguridad y que en rigor puede prescindir de la religión. Puede prescindir de ella el rico, porque reflexiona; el pobre, porque la ley le espanta y, además, teniendo trazadas de antemano sus ocupaciones, el hábito de un trabajo constante produce en su vida el efecto de la reflexión; pero ¡pobre del pueblo que sólo cuenta con esa moral común! Para crear una moral más elevada es para lo que me parece deseable la religión; la invoco, no para reprimir los crímenes groseros, sino para ennoblecer todas las virtudes.

Los defensores de la religión creen a menudo que realizan una proeza al poner de relieve su utilidad. ¿Qué dirían si se les demostrara que con ello prestan un mal servicio a la religión?

Igual que cuando se busca en las bellezas de la naturaleza un fin positivo, un uso inmediato, una aplicación a la vida cotidiana, se apaga todo el encanto de tan magnífico espectáculo, también cuando se atribuye a la religión una utilidad vulgar se la hace depender de esa utilidad. En tal caso sólo ocupa un lugar secundario, sólo parece un medio y, en consecuencia, se la rebaja.

El axioma de que el pueblo necesita una religión es, además, el medio más apropiado de destruir toda religión. El pueblo se da cuenta, gracias a un instinto bastante fino, de lo que sucede por encima de él. La causa de ese instinto es la misma que explica la penetración de los niños y de todas las clases dependientes. Su interés los ilustra sobre el pensamiento secreto de quienes disponen de su destino. Se cuenta demasiado con la ingenuidad del pueblo cuando se confía en que sigan creyendo lo que sus jefes se niegan a creer. Todo el fruto de sus artilugios es que el pueblo, al confirmar su incredulidad, se separe de su religión sin saber por qué. Lo único que se gana prohibiendo el examen es impedir al pueblo que se ilustre, pero no que sea impío. Se hace impío por imitación; se considera a la religión como algo simple y engañoso y cada uno la relega a sus inferiores, que, por su lado, se apresuran a rebajarla aún más. Cada día se la degrada más; se siente menos amenazada cuando se la ataca por todas partes. Puede entonces refugiarse en el fondo de las almas sensibles. La vanidad teme ser tachada de simple y rebajarse si se muestra respetuosa con la religión.

¡Quién lo creería! La autoridad se comporta indebidamente incluso cuando quiere someter a su jurisdicción los principios de la tolerancia, porque impone a ésta formas positivas y rígidas, contrarias a su naturaleza. La tolerancia es la libertad de todos los cultos, presentes y futuros. El emperador José II quiso establecer la tolerancia y, liberal en sus miras, empezó por mandar elaborar un vasto catálogo de todas las opiniones religiosas profesadas por sus súbditos. No sé cuántas fueron registradas, con el fin de incluirlas en los beneficios de su protección. ¿qué ocurrió? Un culto olvidado se manifestó de pronto, y José II, príncipe tolerante, le comunicó que había llegado demasiado tarde. Los deístas de Bohemia fueron perseguidos, en razón de una fecha, y el monarca filósofo se enfrentó a la vez contra el Brabante, que pedía el predominio exclusivo del catolicismo, y contra los desgraciados bohemios, que pedían la libertad de su opinión.

Esa tolerancia limitada encierra un singular error. Sólo la imaginación puede satisfacer sus propias necesidades. Aunque en un imperio se hubieran tolerado veinte religiones, no se habría hecho aún nada para los sectarios de la vigésima primera. Los gobiernos que se imaginan dejar a los gobernados una amplitud conveniente, permitiéndoles elegir entre un número fijo de creencias religiosas, se parecen a aquel francés que, llegado a una ciudad de Alemania cuyos habitantes querían aprender el italiano, les daba a elegir entre el vasco y el bajo-bretón.

Esa multitud de sectas de las que muchos se espantan es lo más saludable para la religión; hace que ésta no deje de ser un sentimiento para convertirse en una simple fórmula, un hábito casi mecánico que se combina con todos los vicios y algunas veces con todos los crímenes.

Cuando la religión degenera de ese modo pierde toda su influencia sobre la moral; se aloja, por así decirlo, en un casillero de la mente humana, donde permanece aislada de todo el resto de la existencia. Vemos en Italia cómo una misa precede al homicidio, la confesión le sigue, la penitencia le absuelve, y cómo el hombre, librado de remordimientos, se prepara a nuevos homicidios.

Nada es más simple. Para impedir la subdivisión de las sectas hay que impedir que el hombre reflexione sobre su religión; hay que impedirle ocuparse de ella; hay que reducirla a símbolos que se repiten, a prácticas que se observan. Todo se hace exterior; todo ha de hacerse sin examen; como consecuencia, se hace todo sin interés ni atención.

No sé qué pueblo mongol, movido por su culto a la frecuente oración, está persuadido de que lo que había de agradable a los dioses en las plegarias era que el aire, movido por el movimiento de los labios, les probaba sin cesar que el hombre se ocupaba de ellos. En consecuencia, ese pueblo inventó pequeños molinos de oraciones que, agitando el aire de cierto modo, mantienen perpetuamente el movimiento deseado. Mientras esos molinos giran, los individuos, persuadidos de que los dioses están satisfechos, se ocupan sin inquietud en sus asuntos o en sus placeres. La religión, en más de una nación europea, me ha recordado con frecuencia los pequeños molinos de ese pueblo mongol.

La multiplicación de las sectas supone una gran ventaja para la moral. Todas las sectas incipientes tienden a distinguirse de aquellas de las que se separan por una moral más escrupulosa y, con frecuencia ocurre también que la secta en cuyo seno se opera una escisión, animada por una encomiable emulación, no quiere quedarse atrás de los innovadores. Así, la aparición del protestantismo reformó las costumbres del clero católico. Si la autoridad no se mezclase en la religión, las sectas se multiplicarían al infinito; cada nueva congregación trataría de probar la bondad de su doctrina por la pureza de sus costumbres; cada congregación abandonada querría defenderse con iguales armas. De todo ello resultaría una lucha bendita, en la que el triunfo aguardaría a la moral más austera; las costumbres mejorarían sin esfuerzo por un impulso natural y una honrosa rivalidad. Esto es lo que ocurre en América y aun en Escocia, donde la tolerancia está lejos de ser perfecta, pero donde, sin embargo, el presbiterianismo se ha subdividido en numerosas ramas.

Hasta ahora la aparición de sectas, lejos de ir acompañada de estos efectos saludables, casi siempre ha significado transtornos y desgracias. Ello se ha debido a la intromisión de la autoridad; como consecuencia de la misma, las menores divergencias, hasta entonces inocentes e incluso útiles, se han convertido en gérmenes de discordia.

Federico Guillermo, el padre del gran Federico, extrañado de no ver reinar en la religión de sus súbditos la misma disciplina que en sus cuarteles, quiso un día unir a luteranos y reformados, eliminó de sus respectivas fórmulas cuanto era causa de sus discusiones y les ordenó ponerse de acuerdo. Hasta entonces esas dos sectas habían vivido separadas, pero en perfecta armonía. Condenadas a la unión, comenzaron enseguida una guerra encarnizada, se atacaron mutuamente y resistieron a la autoridad. A la muerte de su padre, Federico II subió al trono; dejó libres todas las opiniones; las dos sectas prosiguieron la lucha sin atraer sus miradas; hablaron sin ser escuchadas; pronto perdieron la esperanza del éxito y la irritación que da el temor; se callaron, las diferencias subsistieron y las oposiciones se aplacaron.

Al disentir a la multiplicación de las sectas, los gobiernos desconocen sus propios intereses. Cuando las sectas son muy munerosas en un país, se contienen mutuamente y dispensan al soberano de transigir con ninguna de ellas. Cuando sólo hay una dominante, el poder se ve obligado a recurrir a mil medios para no tener nada que temer de ella. Cuando sólo hay dos o tres, al contar cada una con bastante fuerza para amenazar a las otras, hace falta una vigilancia, una represión ininterrumpida. ¡Singular situación! Se quiere, según parece, mantener la paz, y con ese fin se impide que se subdividan las opiniones de modo que formen los hombres pequeñas asociaciones débiles o imperceptibles, en vez de lo cual se constituyen tres o cuatro grandes cuerpos enemigos que se enfrentan y que, gracias al cuidado que se pone en conservarlos nutridos y potentes, están prestos a atacarse a la primera señal.

Tales son las consecuencias de la intolerancia religiosa; la intolerancia irreligiosa no es menos funesta.

La autoridad no debe prohibir nunca una religión, aunque la crea peligrosa. Que castigue los actos culpables que una religión haga cometer, no como actos religiosos, sino como actos culpables; con ello logrará fácilmente reprimirlos. Si los ataca como religiosos, terminará por hacer de ellos un deber, y si quiere remontarse hasta la opinión de que se derivan, se meterá en un laberinto de vejaciones y de injusticias sin fin. El único medio de debilitar una opinión consiste en admitir el libre examen. Ahora bien, quien dice libre examen dice ausencia de toda clase de autoridad, ausencia de toda intervención colectiva; el examen es esencialmente individual.

Para que la persecución, que naturalmente subleva los espíritus y los afinca en la creencia perseguida, llegue a destruir esa creencia, es preciso pervertir los espíritus, con lo cual no sólo se ataca a la religión que se quiere destruir, sino a todo sentimiento de moralidad y de virtud. Si se quiere persuadir a un hombre para que desprecie o abandone a uno de sus semejantes caído en desgracia a causa de sus opiniones, si se le quiere convencer de que abandone hoy la doctrina que ayer profesaba porque de repente está amenazada, hay que ahogar en él toda justicia y todo orgullo.

Limitar, como se ha hecho con frecuencia entre nosotros, las medidas de rigor a los ministros de una religión no es otra cosa que trazar un límite ilusorio. Esas medidas alcanzan pronto a todos los que profesan la misma doctrina y no tardan en alcanzar a cuantos se compadecen de la desgracia de los oprimidos. Que no se me diga -decía M. de Clermont Tonerre en 1791, Y los hechos han justificado por partida doble su predicción- que persiguiendo a ultranza a los sacerdotes que se llaman refractarios se extinguirá toda oposición; espero lo contrario, y lo espero por estima a la nación francesa; porque toda nación que cede a la fuerza en materia de conciencia es una nación de tal modo vil y corrompida que no se puede esperar nada de ella, ni en el terreno de la razón ni en de la libertad.

La superstición sólo es funesta cuando se la protege o se la amenaza; no se la irrite con injusticias, despójesela simplemente de todo medio de causar mal con sus actos, se convertirá primero en una pasión inocente y pronto se extinguirá, falta de poder interesar por sus sufrimientos o de dominar por su alianza con la autoridad.

Error o verdad, el pensamiento del hombre es su propiedad más sagrada; error o verdad, los tiranos son igualmente culpables cuando lo atacan. El que prohibe en nombre de la filosofía la superstición especulativa, el que proscribe en nombre de Dios la razón independiente, merecen por igual el desprecio de los hombres de bien.

Séame permitido citar una vez más, al terminar, a M. de Clermont Tonerre. No se le acusará de defender posiciones exageradas. Aunque amigo de la libertad, o quizá porque lo era, fue atacado casi siempre por los dos partidos en la Asamblea constituyente; murió víctima de su moderación; creo que su opinión parecerá de algún peso. La religión y el Estado -decia- son dos cosas perfectamente distintas, perfectamente separadas, cuya reunión no puede sino desnaturalizar a ambas. El hombre mantiene relaciones con su Creador; inventa o recibe tales o cuales ideas sobre dichas relaciones; ese sistema de ideas se llama religión. La de cada uno es, pues, la opinión de cada hombre, puede éste abrazar o no abrazar tal religión. La opinión de la minoría no puede nunca estar sujeta a la de la mayoría; ninguna opinión puede ser ordenada por el pacto social. La religión es de todos los tiempos, de todos los lugares, de todos los gobiernos; su santuario está en la conciencia del hombre, y la conciencia es la sola facultad que el hombre no puede sacrificar nunca a una convención social. El cuerpo social no debe ordenar ni rechazar ningún culto.

Ahora bien, del principio de que la autoridad no debe ordenar ni proscribir ningún culto no resulta que no debe subvencionarlo; en este punto nuestra Constitución también ha permanecido fiel a los verdaderos principios. No es bueno hacer que se enfrente en el hombre la religión con el interés pecuniario. Obligar al ciudadano a pagar directamente a aquel que es, en cierto modo, su intérprete cerca del Dios a quien adora, es tanto como ofrecerle un provecho inmediato si renuncia a su creencia; es hacerle onerosos sentimientos que las distracciones del mundo para unos y sus trabajos para otros han castigado ya suficientemente. Se ha creído inteligente afirmar que valía más arar un campo nuevo que pagar a un sacerdote o edificar un templo; mas ¿qué es edificar un templo o pagar un sacerdote, sino reconocer que existe un ser bueno, justo y poderoso, con el que vale la pena estar en comunicación? Me gusta que el Estado declare subvencionando, no digo un clero, sino a los sacerdotes de todas las comuniones que son algo numerosas; me gusta, digo, que el Estado declare así que esa comunicación no está intemnnpida y que la Tierra no ha renegado del cielo.

Las nuevas sectas no necesitan que la sociedad se encargue de mantener a sus sacerdotes. Tienen todo el fervor de una opinión que empieza y de una convicción profunda. Pero cuando una secta ha llegado a reunir en torno a sus altares un número considerable de miembros de la asociación general, ésta debe pagar la nueva iglesia. Pagándolas todas, el peso resulta igual para todos, y en vez de ser un privilegio es una carga común que se reparte por igual.

Pasa con la religión como con las grandes carreteras: estoy de acuerdo en que el Estado las mantenga, con tal que deje a cada uno el derecho de preferir utilizar los senderos.


Notas

(1) Rousseau: Contrat social, lib. IV, cap. VIII. Añade: ... que si alguien, después de haber reconocido públicamente esos mismos dogmas, se conduce como si no creyera en ellos, que sea condenado a muerte; ha cometido el mayor de los crimenes: ha mentido ante las leyes. Pero quien tiene la desgracia de no creer en esos dogmas, no puede confesar sus dudas sin exponerse al destierro, y si sus afectos le retienen, si tiene una familia, una esposa, hijos que vacila en dejar para precipitarse en el exilio, ¿no sois vosotros, solo vosotros, quienes le forzáis a lo que llamáis el mayor de los crimenes, a la mentira ante las leyes? Yo diría además que en esas circunstancias tal mentira está muy lejos de ser un crimen. Cuando las pretendidas leyes exigen de nosotros la verdad sólo para proscribirnos, no les debemos la verdad.

(2) Discours des Juifs au gouvernement francais.

(3) Era muy evidente esta tendencia en los hcmbres que gozaban del favor de Luis XV y de Luis XVI. incluso en varios de los que estaban a la cabeza de la Iglesia.

Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo XVICapítulo XVIIIBiblioteca Virtual Antorcha