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PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XVI

DE LA LIBERTAD DE PRENSA

Como el asunto de la libertad de prensa ha quedado suficientemente esclarecido desde hace algún tiempo, sólo requiere unas cuantas observaciones.

La primera es que nuestra actual Constitución se distingue de todas las precedentes en que ha establecido el único modo eficaz para reprimir los delitos de prensa, conservando, no obstante, su independencia; me refiero al juicio por jurados. Es una gran prueba, a la vez, de lealtad y de lucidez. Los delitos de prensa son diferentes de los demás delitos, porque se componen mucho más de la intención y del resultado que del hecho positivo. Sólo un jurado puede pronunciarse sobre la intención, de acuerdo con su convicción moral, y determinar el resultado mediante el examen y la comparación de todas las circunstancias. Cualquier tribunal que sentencie según leyes concretas se halla en la alternativa de permitirse la arbitrariedad o sancionar la impunidad.

Quiero señalar de paso que una predicción que aventuré hace un año se ha realizado completamente. Supongamos -dije entonces- una sociedad anterior a la invención del lenguaje que supliese ese medio de comunicación rápido y fácil por medios menos fáciles y más lentos. El descubrimiento del lenguaje produciría en tal sociedad una explosión súbita. Se verían peligros gigantescos en esos sonidos aún nuevos, y muchos espíritus prudentes y sabios, graves magistrados, antiguos administradores, echarían de menos los tiempos de un apacible y completo silencio. Pero la sorpresa y el susto desaparecerían gradualmente. El lenguaje se convertiría en un medio de alcance limitado; una desconfianza provechosa, fruto de la experiencia, preservaría a los oyentes de un entusiasmo irreflexivo, todo, al fin, volvería al orden, con la única diferencia de que las comunicaciones sociales y, en consecuencia, el perfeccionamiento de todas las artes, la rectificación de todas las ideas, contarían con un medio adicional. Igual pasará con la prensa, dondequiera que la autoridad, justa y moderada, no se enfrente con ella (1).

Ciertamente tenemos hoy la prueba irrefutable de la verdad de esta afirmación. Nunca la libertad, o más bien la licencia de prensa, fue más ilimitada; nunca se multiplicaron más los libelos en todas sus formas ni se pusieron con más empeño al alcance de todos los curiosos. Nunca al propio tiempo se concedió menos atención a esas producciones despreciables. Creo sinceramente que hoy hay más libelistas que lectores.

Diré no obstante que, pese a la indiferencia y al desdén del público, hará falta, en interés de la propia prensa, que leyes penales, escritas con moderación, pero con justicia, distingan pronto lo que es inocente de lo que es culpable y lo licito de lo prohibido. Las provocaciones al asesinato y a la guerra civil, las incitaciones al enemigo extranjero, los insultos directos al jefe del Estado, no se han permitido en ningún país. Me satisface mucho que la experiencia haya demostrado la impotencia de esas provocaciones y de esos insultos. Doy gracias al hombre que es bastante fuerte para mantener la paz de Francia, pese a los desenfrenos de un partido sin limites. Admiro al hombre que es suficientemente grande para permanecer impasible en medio de tantos ataques personales. En Inglaterra, cuna sin duda de la libertad de prensa, no se puede ultrajar al rey en ningún escrito, y la simple impresión de proclamas dirigidas contra él se castigaría severamente. Esa reserva impuesta por las leyes es motivada por una consideración de gran importancia.

La neutralidad del poder real, condición indispensable de toda monarquía constitucional, en la que insisto constantemente porque toda la estabilidad del edificio descansa sobre dicho fundamento, exige igualmente que el poder real no actue contra los ciudadanos y que éstos no actuen contra él. El rey en Inglaterra, el emperador en Francia, el depositario de la autoridad monárquica en todos los pueblos, están fuera de la esfera de las agitaciones políticas. No son hombres, son poderes. Pero así como no deben actuar como hombres, con lo que su función se desnaturalizaría, tampoco deben poder ser atacados como si se tratase de hombres cOrrientes. La ley garantiza a los ciudadanos contra toda agresión que de él proceda; debe también garantizar al rey de toda agresión que proceda de los ciudadanos. Ultrajado en su persona, el jefe del Estado vuelve a ser hombre. Si se ataca al hombre, éste se defenderá y la Constitución quedará destruida (2).


Notas

(1) Reflex. sur les const. et les garant., cap. VIII.

(2) Como no quiero que se me acuse de haber abandonado mis opiniones, recordaré aquí que al defender la libertad de prensa siempre he exigido el castigo de los libelos y de los escritos incendiario;, y transcribo aquí mis propias palabras: Los principios que deben dirigir a un gobierno en esta cuestión son simples y claros. Que los autores sean responsables de sus escritos cuando se publican, del mismo modo que todo hombre lo es de sus palabras cuando se pronuncian, de sus actos cuando se cometen. El orador que predicara el robo, el asesinato o el pillaje sería castigado por sus discursos. El escritor que predique el asesinato, el pillaje o el robo, debe ser castigado. (De la liberté des brochures, des pamphlels et des journaux, 2a. ed., pág. 72, París, 1814.) Decía además: El Parlamento ampliado invocó los principios de la libertad de prensa, dándoles una amplitud exagerada y una dirección absolutamente falsa, ya que se sirvió de ello para hacer poner en libertad a libelistas condenados por los tribunales, lo que es absolutamente contrario a lo que nosotros entendanos por libertad de prensa: porque todo el mundo desea que los tribunales ejerzan una acción severa contra los libelistas. (Observ. sur les discours de M. de Montesquieu, pág. 45, Paris, 1814.) En este caso, como en los otros, sigo pensando lo que pensaba y no pido nada que no hubiera ya pedido.

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