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PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XV

DE LA INVIOLABILIDAD DE LA PROPIEDAD

He sostenido en el primer capítulo de esta obra que los ciudadanos poseen derechos individuales, independientes de toda autoridad social, y que esos derechos son la libertad personal, la libertad religiosa, la libertad de opinión, la garantía contra lo arbitrario y el goce de la propiedad.

Distingo, sin embargo, los derechos de propiedad de los demás derechos de los individuos.

Varios de los que han defendido la propiedad mediante razonamientos abstractos han incurrido en un error grave: han presentado la propiedad como algo misterioso, anterior a la sociedad, independiente de ella. Ninguna de esas afirmaciones es cierta. La propiedad no es anterior a la sociedad, porque sin la asociación, que le proporciona una garantía, sería el derecho del primer ocupante o, en otras palabras, el derecho de la fuerza, es decir, un derecho que no es tal derecho. La propiedad no es independiente de la sociedad, porque puede concebirse un estado social, aunque sea muy mísero, sin propiedad, en tanto que no se puede imaginar propiedad sin estado social.

La propiedad existe como consecuencia de la sociedad; la sociedad se ha dado cuenta de que el mejor medio de hacer gozar a sus miembros de los bienes comunes a todos, y disputados por todos antes de ser instituida, es conceder una parte a cada uno, o mejor, mantener a cada uno en la parte que ocupaba, garantizándole su disfrute, con los cambios que dicho disfrute pudiera experimentar, sea como resultado de los múltiples cambios del azar, sea como resultado de un distinto grado de industriosidad.

La propiedad es sólo una convención social, pero el hecho de que lo reconozcamos así no significa que la consideremos menos sagrada, menos inviolable, menos necesaria que los escritores que adoptan otro sistema. Algunos filósofos han considerado su institución como un mal, su abolición como posible; para fundamentar sus teorías han recurrido a un cúmulo de suposiciones, muchas de las cuales no se realizarán probablemente, y otras -las menos quiméricas- se relegan a una época tan lejana que cualquier previsión es imposible; no sólo parten del supuesto de un aumento en los conocimientos del hombre, al que probablemente este llegue, pero sobre el que sería absurdo fundar nuestras instituciones presentes, sino que dan por sentado una tal disminución en el trabajo que se requiere actualmente para la subsistencia de la especie humana que va más allá de cualquier invención que pueda imaginarse.

Es cierto que cada uno de los descubrimientos mecánicos que vienen a sustituir por instrumentos y máquinas la fuerza física del hombre representa una conquista para el pensamiento. Según las leyes de la naturaleza, dichas conquistas, al resultar más fáciles a medida que se multiplican, deben sucederse con velocidad acelerada. Pero hay gran distancia aún de lo que hemos hecho, e incluso de lo que podemos imaginar en ese orden, a una total liberación del trabajo manual; no obstante, ésta sería indispensable para hacer posible la abolición de la propiedad, a menos que se quisiera, como algunos de esos escritores piden, repartir por igual ese trabajo entre todos los miembros de la asociación. Mas tal reparto, de no ser un sueño, iría contra su propio fin; quitaría al pensamiento el descanso que debe hacerle fuerte y profundo, a la industria la perseverancia que la conduce a la perfección, a todas las clases las ventajas del hábito, de la unidad de propósito y de la centralización de los esfuerzos. Sin propiedad, la especie humana permanecería estacionaria y en el estadio más primitivo y salvaje de su existencia. Teniendo cada uno que proveer por sí solo a todas sus necesidades, dividiría sus fuerzas para subvenir a aquellas y, abrumado por el peso de tan diversa actividad, jamás avanzaría un paso. La abolición de la propiedad vendría a destruir la división del trabajo, fundamento del perfeccionamiento de todas las artes y las ciencias. La facultad progresiva, esperanza favorita de los escritores a quienes refuto, perecería, falta de tiempo e independencia, y la igualdad grosera y coactiva que nos recomiendan pondría un obstáculo invencible al establecimiento gradual de la igualdad verdadera, la del bienestar y el conocimiento.

La propiedad, en cuanto convención social, es de la competencia y la jurisdicción de la sociedad. Posee sobre ella derechos que no tiene sobre la libertad, la vida y las opiniones de sus miembros.

Pero la propiedad está íntimamente ligada a otras partes de la existencia humana, de las que unas no están sometidas en absoluto a la jurisdicción colectiva y otras lo están sólo de un modo limitado. La sociedad debe, en consecuencia, restringir su acción sobre la propiedad, porque no podría ejercerla en toda su extensión sin alcanzar objetos que no le están subordinados.

A la arbitrariedad sobre la propiedad pronto sigue la arbitrariedad sobre las personas: en primer lugar, porque es contagiosa; en segundo lugar, porque la violación de la propiedad provoca necesariamente la resistencia. La autoridad se ensaña entonces contra el oprimido que resiste, y como consecuencia de querer quitarle su propiedad atenta a su libertad.

No me ocuparé en este capítulo de las confiscaciones ilegales y de otros atentados políticos contra la propiedad. No pueden considerarse esas violaciones como prácticas usuales en un gobierno regular; son medidas absolutamente arbitrarias, cuya naturaleza comparten; el desprecio por la fortuna de los hombres sigue de cerca al desprecio por su seguridad y por su vida.

Me limitaré a observar que por semejantes medidas los gobiernos pierden mucho más que ganan. Los reyes -dice Luis XIV en sus Memorias- son señores absolutos y tienen naturalmente la disposición plena y libre de todos los bienes de sus súbditos. Mas cuando los reyes se consideran señores absolutos de cuanto poseen sus súbditos, estos ocultan lo que poseen o lo disputan: si lo ocultan, se pierde para la agricultura, para el comercio, para la industria, para todo género de prosperidad; si lo prodigan en placeres frívolos, vanos e improductivos, se sustrae a los empleos útiles y a las especulaciones reproductivas. Sin seguridad la economía resulta engaño y la moderación imprudencia. Cuando se puede ser despojado de todo, hay que conquistar el máximo posible, puesto que así habrá mayores posibilidades de sustraer algo del despojo o el robo. Cuando se puede ser despojado de todo, hay que gastar el máximo posible, puesto que de este modo cuanto se gaste se habrá arrancado a la arbitrariedad. Luis XIV creía que su afirmación favorecía mucho a la riqueza de los reyes, cuando, en realidad, estaba defendiendo una posición que, al arruinar a los pueblos, debería arruinar a los reyes.

Hay otras especies de despojo menos directas de las que creo útil hablar algo más extensamente (1). Los gobiernos se las permiten para disminuir sus deudas o aumentar sus recursos, a veces con el pretexto de la necesidad, otras con el de la justicia, alegando siempre el interés del Estado. Al igual que los apóstoles celosos de la soberanía del pueblo piensan que la libertad pública gana con las trabas puestas a la libertad individual, existen hoy muchos hacendistas que creen que el Estado se enriquece con la ruina de los individuos. ¡Loor a nuestro gobierno, que ha rechazado esos sofismas y se ha impuesto no incurrir en esos errores mediante mi artículo positivo de nuestra Acta constitucional!

Los atentados indirectos a la propiedad, de los que nos ocupamos a continuación, se dividen en dos clases.

Pertenecen a la primera las bancarrotas parciales o totales, la reducción de la deuda nacional en capitales o en intereses, el pago de esa deuda en efectos de un valor inferior a su valor nominal, la alteración de las monedas, las retenciones, etc. Pertenecen a la segunda clase los actos de autoridad contra los hombres que han tratado con los gobiernos para suministrarles los objetos necesarios a sus empresas militares o civiles. Las leyes o medidas retroactivas contra los enriquecidos, las cámaras ardientes, la anulación de los contratos, de las concesiones, de las ventas hechas por el Estado a los particulares.

Algunos escritores han considerado el establecimiento de la deuda pública como una causa de prosperidad; el asunto me merece una opinión completamente distinta. La deuda pública ha creado un nuevo tipo de propiedad que no vincula su poseedor al suelo, como la propiedad territorial, que no exige un trabajo asiduo ni especulaciones difíciles, como la propiedad industrial, que no supone, en fin, talentos distinguidos, como la propiedad que llamamos intelectual. El acreedor del Estado sólo se interesa en la prosperidad de su país en la misma medida que cualquier acreedor en la riqueza de su deudor. Con tal que éste le pague, está satisfecho; las negociaciones que tienen por objeto asegurar dicho pago le parecen siempre aceptables, por dispendiosas que puedan ser. La facultad que tiene de enajenar su crédito le hace indiferente al riesgo probable, pero lejano, de ruina nacional. No hay un rincón de tierra, una manufactura, una fuente de producción cuyo empobrecimiento no contemple con indiferencia, siempre que existan otros recursos que permitan el pago de sus rentas (2).

La propiedad de fondos públicos es de naturaleza esencialmente egoísta y solitaria, y tiende a ser agresiva, porque sólo existe a expensas de otros. Debido a la complicada organización de las sociedades modernas, resulta que mientras el interés natural de toda nación es que los impuestos se reduzcan a la menor suma posible, la creación de deuda pública hace que el interés de una porción de la nación sea el aumento de los impuestos (3).

Mas sean cuales fueren los efectos perjudiciales de las deudas públicas, es un mal inevitable en los grandes Estados. Los que subvienen habitualmente a los gastos nacionales mediante los impuestos casi siempre se ven forzados a realizar anticipos y estos anticipos constituyen una deuda; en cuanto se presenta una circunstancia extraordinaria, se ven obligados a pedir prestado. En cuanto a los que adoptan el sistema de empréstitos con preferencia al de los impuestos, y sólo establecen contribuciones para hacer frente a los intereses de sus impuestos (tal es a grandes líneas el sistema actual de Inglaterra), una deuda pública es inseparable de sus existencias. Así, recomendar a los Estados modernos que renuncien a los recursos que el crédito les ofrece sería una tentativa inútil.

Admitida la deuda nacional, sólo hay un medio de atenuar sus efectos nocivos: respetarla escrupulosamente. Se le da así una estabilidad que la asimila, en cuanto su naturaleza lo permite, a los otros tipos de propiedad.

La mala fe nunca puede ser remedio para nada. No pagar las deudas públicas supondría añadir a las consecuencias inmorales de una propiedad que da a sus poseedores intereses diferentes de los de la nación de que forman parte las consecuencias, más funestas aún, de la incertidumbre y la arbitrariedad. Estas dos son las causas principales de lo que se llama la especulación. Ésta jamás se desarrolla con más fuerza y actividad que cuando el Estado viola sus compromisos; todos los ciudadanos se ven reducidos entonces a buscar en el azar de las especulaciones alguna compensación a las pérdidas que la autoridad les ha hecho sufrir.

Establecer diferencias entre los acreedores, indagar las transacciones de los individuos, investigar la suerte que han corrido los efectos públicos y las manos por las que han pasado hasta su vencimiento, es dar paso a la bancarrota. Un Estado contrae deudas y da en pago sus efectos a los hombres a quienes debe dinero. Estos se ven forzados a vender los efectos que se les han dado. ¿Con qué pretexto el Estado, apoyándose en esta transferencia, va a discutir el valor de esos efectos? Cuanto más se discuta su valor, más se reducirá éste. Con el pretexto de esa nueva depreciación, los pagará a un precio aún más bajo. Esa doble progresión, repercutiendo sobre sí misma, reducirá pronto el crédito a la nada y llevará a los particulares a la ruina. El acreedor originario puede hacer con su título lo que quiera. Si vendió su crédito, la culpa no fue de él, a quien forzó la necesidad, sino del Estado, que le pagó en efectos que tuvo que vender. Si vendió su crédito a bajo precio, la falta no es del comprador que lo adquirió a su cuenta y riesgo, sino del Estado también, que dio lugar a ese riesgo, ya que el crédito vendido no se hubiera envilecido si el Estado no hubiera inspirado esa desconfianza.

Al establecer que un efecto baja de valor al pasar a segundas manos como consecuencia de una transferencia cuyas condiciones debe ignorar el gobierno, ya que se trata de estipulaciones libres e independientes, se hace de la circulación, considerada siempre como un medio de riqueza, una causa de empobrecimiento. ¿Cómo justificar esa política que niega a sus acreedores lo que les debe y desacredita lo que les da? ¿Con qué razón condenan los tribunales al deudor, al mismo tiempo acreedor de una autoridad en quiebra? Ved cuál es la situación: encerrado en un calabozo, despojado de lo que me pertenecía, porque no pude satisfacer las deudas que contraje fiado en el crédito público, ¿pasaré ante la tribuna de donde emanaron las leyes que me despojaron? A un lado estará el poder que me despoja; en el otro, los jueces que me castigan por haber sido despojado.

Todo pago nominal es una quiebra; toda emisión de papel que no puede ser convertido a voluntad en numerario -dice un autor francés conocido- es un despojo violento? (4) Que los que la cometen detenten el poder público no cambia en nada la naturaleza del acto. La autoridad que paga al ciudadano en valores ficticios le obliga a efectuar pagos semejantes. Para no deshonrar sus operaciones y hacerlas imposibles está obligada a legitimar todas las operaciones del mismo tipo. Al crear la necesidad para algunos, proporciona una excusa a todos. Un egoísmo mucho más sutil, más sagaz, más rápido, más plurifacético que el de la autoridad se desboca al oír la señal dada. Desconcierta cualquier precaución adoptada por la rapidez, la complicación, la variedad de sus fraudes. Cuando la corrupción puede justificarse por la necesidad, no tiene límites. Si el Estado quiere establecer diferencias entre sus transacciones y las de los individuos, la injusticia se hace más escandalosa.

Los acreedores de una nación son parte de la misma. Si se establecen impuestos para pagar los intereses de la duda pública, ésta pesa sobre la nación entera; los acreedores. Lo cual significa tanto como afirmar que un peso que es demasiado fuerte para ser soportado por todo un pueblo será soportado más fácilmente por la cuarta o la octava parte de ese pueblo.

Toda reducción forzada es una bancarrota. Se trató con individuos de acuerdo con condiciones libremente pactadas; dichos individuos cumplieron las condiciones; entregaron sus capitales, después de retirarlos de ramas de la industria que les prometían beneficios; se les debe todo lo que se les prometió; el cumplimiento de lo prometido no es otra cosa que la indemnización legítima de los sacrificios que hicieron, de los riesgos que corrieron. Si un ministro lamenta haber propuesto condiciones onerosas, la culpa es suya y no del que no ha hecho más que aceptarlas. Es doblemente suya, porque lo que ha determinado que sus condiciones sean onerosas es la serie de incumplimientos anteriores; si hubiera inspirado entera confianza, habría obtenido mejores condiciones.

Si se reduce la deuda en una cuarta parte, ¿qué impide reducirla en un tercio, en las nueve décimas partes o en su totalidad? ¿Qué garantía se puede dar a sus acreedores o a sí misma? El primer paso hace siempre más fácil el segundo. Si la aplicación de principios severos hubiera constreñido a la autoridad al cumplimiento de sus promesas, habría buscado recursos en el orden y la econonúa. Pero ha ensayado los del fraude y ha admitido que ha hecho uso de ellos, los cuales la dispensan de todo trabajo, de toda privación, de todo esfuerzo. Volverá a ellos sin cesar, porque no tiene para contenerse la conciencia de la integridad.

Tal es la ceguera que sigue al abandono de la justicia, que se ha llegado a pensar que al reducir las deudas por un acto de autoridad se reanimaría el crédito, muy escaso en la actualidad. Se partió de un principio mal comprendido y mal aplicado. Se pensó que cuanto menos se debiera, más confianza se inspiraría, porque se estaría en mejor situación de pagar las deudas; pero se han confundido el efecto de una liberación legítima y el de una bancarrota. No basta que un deudor pueda satisfacer sus compromisos; es preciso también que lo quiera, o que se tengan los medios de forzarle a ello. Un gobierno que se aprovecha de su autoridad para anular una parte de su deuda, prueba que no tienen voluntad de pagar. Sus acreedores no tienen facultad para obligarle a ello. ¿Qué importan, pues, sus recursos?

No pasa con la deuda pública como con los artículos de primera necesidad: cuanto menos cantidad de éstos hay, más valor tienen. Ello se debe a que tienen un valor intrínseco y que su valor relativo se aumenta con su rareza. Por el contrario, el valor de una deuda sólo depende de la fidelidad del deudor. Si se resquebraja la fidelidad, el valor se destruye. En vano se reducirá la deuda a la mitad, a la cuarta, a la octava parte; lo que reste de esta deuda, más acreditado estará. Nadie necesita ni desea una deuda que no se paga. Cuando se trata de los particulares, el poder cumplir sus compromisos es la condición principal, porque la ley es más fuerte que ellos. Pero cuando se trata de los gobiernos, la condición principal es la voluntad.

Hay otro tipo de bancarrotas acerca de las cuales diversos gobiernos se plantean aún menos escrúpulos. Comprometidos, sea por ambición, por imprudencia o por la necesidad, en empresas dispendiosas, contratan con comerciantes los objetos necesarios a esas empresas. Sus tratados son desventajosos y es natural que así sea; los intereses de un gobierno nunca pueden defenderse con tanto celo como los intereses de los particulares; es el destino común a todas las transacciones cuyo cumplimiento escapa a las partes interesadas y es un destino inevitable, entonces la autoridad toma inquina a los hombres que no hicieron sino aprovecharse de los beneficios inherentes a su situación; estimula toda acusación y calumnia que se intente contra ellos; anula sus tratos; retrasa o niega los pagos que prometió; adopta medidas generales que, para alcanzar a algunos sospechosos, afectan indiscriminadamente a toda una clase.

Para paliar tal inequidad se toma la precaución de presentar esas medidas como dirigidas exclusivamente contra quienes están al frente de empresas cuyo pago se suprime; se estimula contra algunos personajes odiosos o deshonrados la animadversión del pueblo; mas los hombres a quienes se despoja no se encuentran en el vacío; no lo han hecho todo pOr sí mismos; emplearon artesanos y fabricantes que les han suministrado valores reales; sobre esos últimos recae el injusto despojo que sólo parece ejercerse sobre los primeros y ese mismo pueblo que, siempre crédulo, aplaude la destrucción de algunas fortunas cuya pretendida enormidad le irrita, no se da cuenta de que todas esas fortunas, por fundarse en trabajos de los que él mismo había sido instrumento, tendían a dirigirse hacia él, mientras que su destrucción le sustrae el pago de sus propios trabajos.

Los gobiernos necesitan siempre cierto número de hombres que traten con ellos. Un gobierno no puede comprar al contado como un particular; ha de pagar adelantado, lo que es impracticable, o se le han de suministrar a crédito los objetos que necesita; si trata mal y desprecia a los que se los proporcionan, ¿qué sucede? Los hombres honrados se retiran, a fin de no realizar un oficio vergonzoso; sólo se presentan los hombres degradados; valoran el precio de su vergüenza y, previendo además que se les pagará mal, se pagan por sí mismos.

Un gobierno es demasiado lento, tiene demasiadas trabas y obstáculos en sus movimientos para estar al día de los cálculos desatados y las maniobras rápidas del interés individual. Cuando se quiere luchar a base de corrupción con los particulares, la de éstos es siempre más hábil. La única política vigorosa es la lealtad.

El primer efecto del mal trato de un tipo de comercio es apartar de él a todos los comerciantes a quienes no seduce la codicia. El primer efecto de un sistema de arbitrariedad es inspirar a todos los hombres íntegros el deseo de no tropezar con esa arbitrariedad y evitar las transacciones que podrían ponerlos en relación con ese terrible poder (5). Las economías fundadas en la violación de la fe pública encontraron en todos los países su castigo infalible en las transacciones que las siguieron. El interés pagado por la inequidad, pese a sus reducciones arbitrarias y a sus leyes violentas, fue siempre cien veces más de lo que hubiera costado la fidelidad.

Quizá debí enumerar, entre el número de los ataques contra la propiedad, el establecimiento de todo impuesto inútil o excesivo. Todo lo que excede de las necesidades reales dice un escritor cuya autoridad en esta materia no se discute (6) deja de ser legítimo.

Entre las usurpaciones particulares y las realizadas por la autoridad no existe otra diferencia que la siguiente: la injusticia de unas entraña ideas simples, fácilmente concebibles por cualquiera, en tanto que las otras, al estar ligadas a combinaciones complicadas, sólo puede juzgárselas por conjeturas.

Todo impuesto inútil es un atentado a la propiedad, tanto más odioso cuanto que se realiza con toda la solemnidad de la ley, tanto más indignante cuanto que es el rico quien lo ejerce contra el pobre, la autoridad armada contra el individuo inerme.

Todo impuesto, de cualquier especie que sea, tiene siempre una influencia más o menos enojosa (7); es un mal necesario, pero como todos los males necesarios, hay que hacerlo sentir lo menor posible. Cuantos más medios se dejan a disposición de la industria de los particulares, más prospera un Estado. El impuesto, por el mero hecho de quitar cierta porción de esos medios a la industria, es necesariamente nocivo.

Rousseau, que en fianzas no era ninguna lumbrera, repitió con otros muchos que en los países monárquicos el lujo del príncipe debía consumir el exceso de cosas superfluas de los súbditos, porque era mejor que tal excedente fuese absorbido por el gobierno que disipado por los particulares (8). Se ve en esa doctrina una mezcla absurda de prejuicios monárquicos y de ideas republicanas. El lujo del príncipe, lejos de reducir el de los individuos, les sirve de estímulo y ejemplo. No hay que creer que, al despojarlos, los reforma. Puede precipitarlos en la miseria, pero no mantenerlos en la sencillez. Lo único que ocurre es que la miseria de unos se combina con el lujo de otros, y esta es la más deplorable de todas las combinaciones.

El exceso de impuestos lleva a la subversión de la justicia, al desprecio de la moral, a la destrucción de la libertad individual. Ni la autoridad, que arrebata a las clases trabajadoras unos medios de subsistencia penosamente adquiridos, ni las clases oprimidas, que ven esos medios arrancados de sus manos para saciar la avidez de sus amos, pueden permanecer fieles a las leyes de la equidad en esta lucha de la debilidad contra la violencia, de la pobreza contra la avaricia, de la miseria contra el despojo.

Sería equivocado suponer que el inconveniente de los impuestos excesivos se limita a la miseria y a las privaciones del pueblo. Resulta de ello otro mal no menor, que hasta ahora no parece haberse señalado suficientemente.

La posesión de una gran fortuna inspira a los particulares, deseos, caprichos, fantasías desordenadas que no se hubieran concebido en una situación más precaria. Pasa igual con los hombres que están en el poder.

Lo que desde hace cincuenta años ha sugerido a los gobiernos ingleses pretensiones tan exageradas y tan insolentes ha sido la excesiva facilidad con que se han procurado imnensos tesoros mediante impuestos enormes. El exceso de opulencia, al igual que el exceso de fuerza, embriaga, porque la opulencia es una fuerza, y la más real de todas; de ahí los planes, las ambiciones, los proyectos que jamás hubiera concebido un gobierno que sólo poseyera lo necesario.

El pueblo no es mísero sólo porque paga por encima de sus posibilidades, sino también por el uso que se hace de su dinero. Sus sacrificios se vuelven contra él. No paga impuestos para tener la paz asegurada mediante un buen sistema de defensa. Los paga por tener la guerra, porque la autoridad, orgullosa de sus tesoros, quiere derrocharlos gloriosamente. El pueblo paga, no para que se mantenga el orden en su interior, sino para que favoritos enriquecidos con sus despojos turben el orden público mediante vejaciones impunes. Así una nación compra con sus privaciones las desdichas y los peligros; y en tal estado de cosas, el gobierno se corrompe por sus riquezas y el pueblo por su pobreza.


Notas

(1) Debo advertir al lector que en este capítulo se hallan diseminadas frases sacadas de los mejores autores sobre economía política y hacienda pública. He transcrito alguna vez sus propias palabras, creyendo no deber cambiarlas para decir lo mismo de modo más torpe. Pero no he podido siempre citarlos, porque he redactado este capítulo de memoria, sin tener mis notas a la vista.

(2) Smith: Richesse des Nations, V. 3.

(3) Necker: Administr. des Fin., II, 378-79.

(4) J. B. Say: Traité d'Economie politique. II, 5. Aplíquese esto al valor actual de los billetes de Banco en Inglaterra y reflexionese.

(5) Véase, sobre los resultados de las revocaciones y anulaciones de los tratados, la excelente obra sobre el Revenu public. por M. Ganilli. I, 303.

(6) Necker: Admin. des Finances, I, 2.

(7) V. Smith. lib V. para la aplicación de esta verdad general en cada impuesto en particular.

(8) Contrat social, III, 8.

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