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PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XII

DEL PODER MUNICIPAL, DE LAS AUTORIDADES LOCALES Y DE UN NUEVO TIPO DE FEDERALISMO

La Constitución nada dice sobre el poder municipal y sobre la composición de las autoridades locales en las diversas partes de Francia. Los representantes de la nación habrán de ocuparse de ello en cuanto la paz nos haya devuelto la calma necesaria para mejorar nuestra organización interior; después de la defensa nacional, debe constituir el objeto más importante de sus meditaciones. No está, pues, fuera de lugar tratarlo aquí.

La dirección de los asuntos de todos pertenece a todos, es decir, a los representantes y a los delegados de todos. Lo que sólo interesa a una fracción debe ser decidido por esa fracción; lo que sólo se relaciona con el individuo, sólo debe ser sometido al individuo. Nunca se repetirá demasiado que la voluntad general no es más respetable que la particular cuando sale de su esfera propia de acción.

Imaginemos una nación de un millón de habitantes repartidos en cierto número de municipios; en cada municipio cada individuo tendrá intereses que sólo le afectan a él y que, por consiguiente, no deben estar sometidos a la jurisdicción del municipio. Habrá otros asuntos que interesan a todos los habitantes del municipio y esos intereses serán de la competencia municipal. Esos municipios, a su vez, tendrán intereses que sólo afectan al bien común de esa comunidad concreta y otros que serán comunes a un distrito. Los primeros serán de competencia puramente municipal; los segundos, de competencia distrital, y así sucesivamente, hasta llegar a los intereses generales, comunes a cada uno de los individuos que forman el millón de personas que integra la nación. Es evidente que sólo sobre estos últimos intereses tiene la población en su conjunto, o sus representantes, una jurisdicción legítima, y que si se inmiscuyen en los intereses de distrito, de municipio o individuales rebasan su competencia. Otro tanto ocurrirá si el distrito se inmiscuye en los intereses particulares de un municipio, o si éste atenta al interés puramente individual de uno de sus miembros.

La autoridad nacional, la autoridad de distrito, la autoridad municipal, deben permanecer cada una de ellas en su propio ámbito, lo cual nos lleva a establecer una verdad que estimamos fundamental. Hasta ahora se ha considerado al poder local como una rama dependiente del poder ejecutivo, cuando lo cierto es que, sin jamás estorbarlo, no debe depender nunca de él.

Si se confían a las mismas manos los intereses de las fracciones y los del Estado, o si se hace depositarios de aquéllos a los agentes de los depositarios de éstos, resultarán divergencias de diversos tipos, y hasta los mismos inconvenientes que, a primera vista, son excluyentes coexistirán. Se obstaculizará frecuentemente la ejecución de las leyes, porque siendo los ejecutores de éstas los depositarios de los intereses de sus administrados querrán favorecer los intereses que están encargados de defender, a expensas de las leyes cuyo cumplimiento se les ha encomendado. También se verán perjudicados los intereses de los administrados, porque los administradores querrán agradar a una autoridad superior; estos dos males se producirán simultáneamente. Las leyes generales no se ejecutarán debidamente y los intereses parciales serán descuidados.

Quien haya reflexionado sobre la organización del poder municipal en las diversas constituciones que hemos tenido, habrá observado que siempre el poder ejecutivo ha tenido que esforzarse para hacer cumplir las leyes y que ha existido siempre una oposición sorda, o, al menos, una tendencia a la inercia en el poder municipal. Esta presión constante de parte del primero de esos poderes, esa oposición sorda de parte del segundo, actuaban siempre como causas inminentes de disolución. Se recuerdan aún las quejas del poder ejecutivo, bajo la Constitución de 1791, sobre la hostilidad permanente que le manifestaba el poder municipal; o bajo la Constitución del año III, sobre el estado de estancamiento y pasividad en que se hallaba la administración local. Ello se debía a que en la primera de estas constituciones no existían en las administraciones locales agentes realmente sometidos al poder ejecutivo, y a que en la segunda esas administraciones se encontraban en tal dependencia que el resultado era la apatía y el desánimo.

Siempre que de los miembros de poder municipal se hagan agentes subordinados del poder ejecutivo, habrá que conferir a éste el derecho de destitución, de modo que el poder municipal sólo será vano fantasma. Si se hace nombrar por el pueblo, tal nombramiento servirá únicamente para darle apariencia de misión popular lo que le hará hostil a la autoridad superior y le impondrá deberes que no le será posible cumplir. El pueblo sólo habrá nombrado sus administradores para ver anular su elección y para verse vejado por el ejercicio de una fuerza extraña que, con el pretexto del interés general, se entremeterá en los intereses particulares que más independientes deberían estar de ella.

La obligación de motivar las destituciones es para el poder ejecutivo una formalidad ridícula. No siendo nadie juez de sus motivos, esa obligación le compromete sólo a desacreditar al que destituye.

El poder municipal debe ocupar en la administración el lugar asignado a los jueces de paz en el orden judicial. Sólo puede considerarse como poder respecto a sus administrados, o mejor, es su apoderado para los asuntos que conciernen a estos.

Si se objeta que los administrados no querrán obedecer al poder municipal debido a que dispone de poca fuerza, responderé que le obedecerán, porque les interesa. Los hombres de una misma comunidad tienen interés en no perjudicarse, en no enajenar sus afectos recíprocos y, por consiguiente, en observar las normas internas, y, por así decirlo, familiares que se han impuesto. En el último término, si la desobediencia de los ciudadanos afectara al orden público, el poder ejecutivo intervendría velando por el mantenimiento del orden, pero dicha intervención se realizaría a través de agentes directos y distintos de los administradores municipales.

Por lo demás, es una suposición totalmente gratuita que los hombres tienen tendencia a la resistencia. Su disposición natural es la obediencia, siempre que no se les veje ni se les irrite. Al iniciarse la revolución de América, desde el mes de septiembre de 1774 hasta mayo de 1775, el Congreso no era sino una diputación de legisladores de las diferentes provincias y sólo gozaba de la autoridad que se le concedía voluntariamente. No decretaba, no promulgaba leyes. Se contentaba con emitir recomendaciones a las asambleas provinciales, que eran libres de atenderlas o no. Ninguna de sus actuaciones era coercitiva. No obstante, se le prestaba obediencia con mayor espontaneidad que a ningún gobierno en Europa. No cito este hecho como modelo, sino como ejemplo.

No dudo en decirlo: hay que introducir en nuestra administración interior un verdadero federalismo, pero de un tipo diferente del conocido hasta ahora.

Se ha llamado federalismo a una asociación de gobiernos que conservan su independencia mutua y sólo se unen por lazos políticos exteriores. Esa institución es singularmente viciosa. Los Estados federados reclaman, de un lado, sobre los individuos o las porciones de su territorio, una jurisdicción que no les corresponde, y de otro lado, pretenden conservar, respecto al poder central, una independencia indebida. Así, el federalismo convive con el despotismo en el interior y con la anarquía en el exterior.

La Constitución interior de un Estado y sus relaciones exteriores están íntimamente ligadas. Es absurdo querer separarlas y someter las segundas a la supremacía del vínculo federal, dejando a la primera una independencia total.

Un individuo dispuesto a participar en sociedad con otros tiene el derecho, el interés y el deber de informarse del sano funcionamiento de la misma, porque de ello depende el cumplimiento de los compromisos que asuma. De igual modo, una sociedad que quiere unirse a otra sociedad tiene el derecho, el deber y el interés de informarse de su constitución interior. Debe incluso establecerse entre ellas una influencia recíproca sobre esos principios, porque de ellos puede depender el cumplimiento de sus compromisos respectivos, la seguridad del país, por ejemplo, en caso de invasión. Cada sociedad parcial, cada fracción, debe en consecuencia, hallarse en una dependencia mayor o menor, incluida su organización interna, de la asociación general. Mas al mismo tiempo es preciso que la organización de las fracciones particulares, en cuanto no afecte a la asociación general, goce de perfecta independencia; del mismo modo que aquella parte de la conducta del individuo que no amenaza en nada al interés social debe quedar libre, así la actividad de las fracciones que no perjudique a la totalidad debe gozar de igual libertad.

Tal es el tipo de federalismo que me parece útil y posible establecer entre nosotros. Si no lo conseguimos, nunca gozaremos de un sentido de patria pacífico y perdurable. El patriotismo que nace de los lugares en que se vive es, sobre todo hoy día, el único verdadero. En cualquier parte pueden hallarse los goces que proporciona la vida social; no así los hábitos y los recuerdos. Es preciso vincular los hombres a los lugares que les ofrecen recuerdos y costumbres, y para lograr ese fin hay que concederles, en sus hogares, en el seno de sus municipios, en sus distritos, toda la importancia política posible que no perjudique al bien común.

La naturaleza favorecería esta tendencia si los gobiernos no se resistieran. El patrimonio local renace de sus cenizas en cuanto la mano del poder apoya su acción. Los magistrados de los más pequeños municipios se complacen en embellecerlos. Conservan cuidadosamente los monumentos antiguos. No falta en ningún pueblo un erudito que guste de contar sus recuerdos y los de sus antepasados y a quien se escucha con respeto. Sus habitantes se complacen en cuanto tienen la apariencia aun engañosa, de formar una nación y estar unidos por lazos particulares. Se da uno cuenta de que si no se vieran detenidos en el desanollo de esa inclinación inocente y bienhechora, se formaría pronto una especie de honor comunal, por así decir, de honor de ciudad, de honor de provincia, que constituiría a la vez un gozo y una virtud. El apego a las costumbres locales entraña sentimientos desinteresados, nobles y piadosos. Es una política deplorable la que considera tales sentimientos como rebeldía. ¿Cuál es su resultado? En los Estados en que se destruye toda vida local se forma un pequeño Estado en el centro; se aglomeran todos los intereses en la capital; se dan cita en ella todas las ambiciones. El resto del país se inmoviliza. Los individuos, perdidos en un aislamiento antinatural, extraños al lugar de su nacimiento, sin contacto con el pasado, viviendo sólo un presente fugaz y sueltos como átomos en una llanura inmensa y rala, se desentienden de una patria que no ven en ninguna parte y cuyo conjunto no sienten, porque su afecto no puede descansar en ninguna de sus partes (1).


Notas

(1) Me satisface mucho estar de acuerdo en este punto con uno de mis colegas y amigos más íntimos, cuyos conocimientos son tan extensos como estimable su carácter, M. Degérando. Se teme -dice en las cartas manuscritas que ha tenido a bien mostrarme-, se teme lo que se llama espíritu local. Nosotros tenemos también nuestros temores; tenemos lo que es impreciso, indefinido a fuerza de ser general. No creemos como los escolásticos, en la realidad de los universales, en sí mismos. No creemos que haya en un Estado más intereses reales que los locales, reunidos cuando son iguales, equilibrados cuando son diversos, pero conocidos y sentidos en todos los casos ... Los lazos particulares favorecen la unión general, en vez de debilitarla. En la gradación de los sentimientos y de las ideas se mira primero a la familia, después a la ciudad, luego a la provincia, después al Estado. Si se rompen los eslabones, no se acorta la cadena, se la destruye. El soldado lleva en su corazón el honor de su compañía, de su batallón, de su regimiento, y de ese modo coopera a la gloria de todo el ejército. Multiplíquense los grupos que unen a los hombres. Personifíquese la patria en todos sus lugares, en todas sus instituciones locales, como en tantos otros espejos fieles.

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