Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo XIICapítulo XIVBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XIII

DEL DERECHO DE PAZ Y DE GUERRA

Quienes reprochan a nuestra Constitución no haber limitado suficientemente la prerrogativa del gobierno en el ejercicio del derecho de paz y de guerra han considerado la cuestión muy superficialmente y se han dejado dominar por sus recuerdos, en vez de razonar según los principios. La opinión pública casi nunca se equivoca sobre la legitimidad de las guerras que emprenden los gobiernos, aunque es imposible establecer máximas precisas a este respecto.

Decir que hay que mantenerse a la defensiva es no decir nada. Resulta fácil al jefe de un Estado obligar a su vecino, mediante insultos, amenazas y preparativos hostiles, a atacarle, y en ese caso el culpable no es el agresor, sino el que obligó al otro a buscar su salvación en la agresión. De este modo la defensiva puede ser, a veces, una astuta hipocresía, y la ofensiva una simple precaución de legítima defensa.

Prohibir a los gobiernos continuar las hostilidades más allá de sus fronteras es también una precaución ilusoria. Cuando el enemigo nos ha atacado gratuitamente y lo rechazamos fuera de nuestros limites ¿habría, deteniéndonos en una línea ideal, que darle tiempo a reparar sus pérdidas y a reorganizar sus fuerzas?

La única garantía posible contra las guerras inútiles o injustas es la energía de las asambleas representativas. Éstas aprueban las levas de hombres y consienten los impuestos. Es, pues, a aquellas, y al sentimiento nacional que debe apoyar al poder ejecutivo cuando la guerra es justa y deba llevarse fuera del territorio, con objeto de impedir al enemigo que nos cause daño, incluso para obligar a ese mismo poder a hacer la paz cuando se han logrado el objetivo de la defensa y la garantía de la seguridad.

Nuestra Constitución contiene sobre ese punto todas las disposiciones necesarias y las únicas razonables.

No somete, y con razón, a los representantes del pueblo la ratificación de los tratados, salvo en los casos de cambio de una porción de territorio. Conceder esta prerrogativa a las asambleas solo las perjudica. Después de concluido un tratado, romperlo es siempre una decisión violenta y odiosa; en cierto modo, supone infringir el derecho de las naciones, que sólo se comunican entre ellas por sus gobiernos. Siempre le falta a una asamblea el conocimiento de los hechos. No puede, en consecuencia, juzgar la necesidad de un tratado de paz. Cuando las Constitución atribuye esa función a la asamblea, los ministros pueden rodear a la representación nacional del odio popular. Un solo artículo puesto con astucia entre las condiciones de paz coloca a una asamblea en la alternativa de perpetuar la guerra o sancionar disposiciones atentatorias a la libertad o al honor.

También en esto Inglaterra merece servirnos de modelo. El Parlamento examina los tratados, no para rechazarlos o ratificarlos, sino para determinar si los ministros han cumplido su deber en las negociaciones. La desaprobación del tratado no tiene más resultado que la destitución o la acusación del ministro que ha servido mal a su país. Esta cuestión no enfrenta a la masa del pueblo, ávida de paz, contra una asamblea que parece dispuesta a no permitirle gozar de ella, y esa facultad contiene siempre a los ministros antes de firmar los tratados.

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