Índice de Principios de política de Benjamín ConstantCapítulo XCapítulo XIIBiblioteca Virtual Antorcha

PRINCIPIOS DE POLÍTICA

CAPÍTULO XI

DE LA RESPONSABILIDAD DE LOS AGENTES INFERIORES

No basta haber establecido la responsabilidad de los ministros; es inoperante esta responsabilidad si no empieza en el ejecutor inmediato del acto de que se trata. Debe pesar sobre todos los grados de la jerarquía constitucional. Cuando no está marcado un cauce legal para que todos los agentes queden sujetos a la acusación que pueden merecer, la vana apariencia de la responsabilidad sólo es una trampa, en la que serán atrapados quienes confíen en ella. Si únicamente se castiga al ministro que da una orden ilegal y no al instrumento que la ejecuta, se sitúa la reparación en un escalón tan elevado que será difícil llegar hasta ella; es como si se dijera a un hombre atacado por otro que sólo dirigiera sus golpes sobre la cabeza y no sobre el brazo de su agresor, con el pretexto de que el brazo no es sino un instrumento ciego y que en la cabeza está la voluntad y, por tanto, el delito.

Objeción: si los agentes inferiores pueden ser castigados en cualquier circunstancia a causa de su obediencia, se los autoriza a juzgar las medidas del gobierno antes de cooperar en ellas. Como resultado de ello, toda su acción se entorpece. ¿Podrá disponerse de agentes cuando la obediencia es peligrosa? ¡Qué situación de impotencia la de aquellos que están investidos del mando! ¿Cuál no será la incertidumbre de cuantos están encargados de la ejecución?

Respuesta: si se prescribe a los agentes de la autoridad el deber absoluto de una obediencia implicita y pasiva, la sociedad humana habrá de sufrir instrumentos de arbitrariedad o de opresión que el poder ciego o furioso puede desencadenar a voluntad. ¿Cuál es el peor de ambos males?

Es necesario remontarse aquí a algunos principios más generales sobre la naturaleza y la posibilidad de la obediencia pasiva.

Esta obediencia, tal como se nos la elogia y recomienda, es, afortunadamente imposible. Incluso en la disciplina militar, la obediencia pasiva tiene límites que le impone la naturaleza de las cosas, pese a todos los sofismas. De nada sirve afirmar que los ejércitos deben ser máquinas o que la inteligencia del soldado está en la orden de su cabo. ¿Habrá de cumplir un soldado la orden de fusilar a su capitán dada por su cabo ebrio? Debe distinguir si su cabo está o no bebido; debe considerar que el capitán es una autoridad superior al cabo. El soldado necesita, pues inteligencia. y raciocinio. ¿Habrá de cumplir un capitán la orden dada por su coronel de ir con su compañía, tan obediente como él, a detener al ministro de la Guerra? El capitán necesita, pues, inteligencia y raciocinio. ¿Habrá de cumplir un coronel la orden dada por el ministro de la Guerra de atentar contra la persona del jefe del Estado? El coronel necesita, pues, los mismos atributos (1).

Al exaltar la obediencia pasiva no toma en consideración que instrumentos, en exceso dóciles, pueden ser utilizados por cualquier mano y volverse contra sus primeros dueños, y que la inteligencia mediante la cual el hombre reflexiona le sirve también para distinguir el derecho de la fuerza y al legítimo titular del poder del usurpador.

Que en principio, la disciplina sea la base indispensable de toda organización militar, que la puntualidad en la ejecución de las órdenes recibidas sea el resorte necesario de toda administración civil, no hay duda. Pero esa regla tiene sus límites, los cuales no pueden describirse, ya que es imposible prever todos los casos que pueden presentarse, pero se sienten, según advierte la razón de todos. Cada uno es juez y, necesariamente, el único juez; debe juzgar y asumir todos los riesgos que su juicio conlleve. Si se equivoca, sufrirá la pena. Pero en cualquier caso el hombre nunca podrá permanecer ajeno al examen y prescindir de la inteligencia que la naturaleza le ha dado para obrar y de cuyo uso no puede dispensarle ninguna profesión (2).

Es cierto que la posibilidad de ser castigado por obedecer sumirá a veces en una penosa incertidumbre a los agentes subalternos. Sería más cómodo para ellos ser autómatas fieles o perros inteligentes. Mas en todas las cosas humanas hay incertidumbre. Para que el hombre se librara de ella habría de dejar de ser un ente moral. El raciocinio no es otra cosa que una comparación de argumentos, de probabilidades y de posibilidades. Quien dice comparación dice posibilidad de error y, por consecuencia, incertidumbre. Existe para ésta, en una organización política bien constituida, un remedio que no sólo repara las deficiencias del raciocinio individual, sino que pone al hombre al abrigo de los efectos lamentables de tales deficiencias, cuando éstas son inocentes. Ese remedio, cuyo goce hay que asegurar a los agentes de la administración como a todos los ciudadanos, es el juicio por jurados. En todas las cuestiones que tienen un componente moral y que son de naturaleza complicada, el juicio por jurados es indispensable. Jamás podrá existir la libertad de prensa, por ejemplo, sin el juicio por jurados. Sólo éstos pueden precisar si un hecho, en determinada circunstancia, constituye o no delito. La ley escrita no puede tomar en consideración todos los matices posibles. La razón, el buen sentido natural común a todos los hombres, sí pueden apreciar esos matices. Los jurados son los representantes de la razón. Del mismo modo, cuando hay que decidir si ha obrado bien o mal un agente subordinado a un ministro, cuyas órdenes ha obedecido o no, la ley escrita es insuficiente. Es la razón la que debe pronunciarse. Es, pues, necesario en tal caso recurrir a los jurados, sus únicos intérpretes. Sólo ellos pueden valorar los motivos que han determinado la conducta de esos agentes y el grado de inocencia, mérito o culpabilidad de su resistencia o de su cooperación.

No se tema que los instrumentos de la autoridad se muestren, contando con la indulgencia de los jurados para su desobediencia, demasiado inclinados a su desobedecer. Su tendencia natural, favorecida por su interés y por su amor propio, es siempre la obediencia. Los favores de la autoridad tienen ese precio. ¡Cuenta ésta con tantos medios secretos para indemnizarlos por los inconvenientes que pueda ocasionarles su celo! El único defecto que podría achacarse al contrafreno sería quizá su ineficacia; pero ello no es una razón para suprimirlo. Los propios jurados no atribuirán una exagerada independencia a los agentes del poder. La necesidad del orden es inherente al hombre; en todos a cuantos se confía una misión, tal inclinación se fortalece por el sentimiento de la importancia y la consideración de que se rodean al mostrarse escrupulosos y severos. El buen sentido de los jurados comprenderá fácilmente que, en general, la subordinación es necesaria, y sus decisiones estarán generalmente a favor de la subordinación.

Me asalta una idea. Se dirá que introduzco la arbitrariedad en los jurados; pero otros la atribuyen en los ministros. Es imposible, repito, reglamentarlo todo, escribirlo todo, convirtiendo la vida y las relaciones interhumanas en un acta procesal, redactada de antemano, en la que sólo queden en blanco los hombres y que dispense a las generaciones futuras de todo examen, de toda idea, de todo recurso de inteligencia. Ahora bien: si, independientemente de lo que se haga, ha de quedar siempre en los asuntos humanos cierta dosis de discrecionalidad, pregunto: ¿No es mejor que el ejercicio del poder exigido por esa porción de discrecionalidad se confíe a hombres que lo ejercen por una sola vez, que no se corrompen ni se ciegan por el hábito de la autoridad y que están interesados a la vez en la libertad y el buen orden, que confiarlo a hombres cuyo único interés reside en sus prerrogativa particulares?

Es evidente que no se puede mantener de modo absoluto el principio de la obediencia pasiva. Pondría en peligro todo lo que se quiere conservar; amenazaría no sólo la libertad, sino la autoridad; no sólo a los que deben obedecer, sino a los que mandan; no sólo al pueblo, sino también al monarca. Tampoco se pueden indicar con precisión todas las circunstancias en que la obediencia cesa de ser un deber y se convierte en un delito. ¿Se dirá que toda orden contraria a la Constitución establecida no se debe ejecutar? En tal caso será necesario examinar qué es lo contrario a la Constitución establecida; el examen será entonces ese palacio de Strigiline al que los caballeros volvían sin cesar, pese a sus esfuerzos para alejarse de él. Pero ¿quién llevará a cabo tal examen? Supongo que no será la autoridad que dio la orden cuyo análisis se propone. Será necesario tener siempre organizado un medio de decidir en cualquier circunstancia, y el mejor es confiar la decisión a los hombres más imparciales, más identificados con los intereses individuales y públicos. Esos hombres son los jurados.

En Inglaterra se admite la responsabilidad de los agentes desde el primer escalón hasta el grado más alto, sin ninguna excepción. Un hecho muy curioso lo prueba, al que me referiré con tanto mayor gusto cuanto que, pese a no tener razón evidentemente, en la cuestión específica de que se trataba el hombre que se prevalió del principio de la responsabilidad de todos los agentes, resulta más manifiesto el homenaje rendido al principio general.

En ocasión de discutirse la elección de M. Wulkes, uno de los magistrados de Londres, considerando que la Cámara de los Comunes se había excedido en sus poderes en algunas de sus resoluciones, declaró que, visto que no existía ya Cámara de los Comunes legítima en Inglaterra, el pago de las tasas que se exigiesen en el futuro en virtud de leyes emanadas de una autoridad ilegal no sería obligatorio. Se negó, en consecuencia, al pago de todos los impuestos, dejó que se incautara de sus muebles el recaudador de contribuciones, acusando seguidamente al recaudador por violación de domicilio e incautación arbitraria. La cuestión se llevó a los tribunales. Nadie discutió la culpabilidad del recaudador en el supuesto de que la autoridad en cuyo nombre actuaba no fuese una autoridad legal; el presidente del tribunal, Lord Mansfield, se dedicó únicamente a probar a los jurados que la Cámara de los Comunes no había perdido su carácter de legitimidad; si el recaudador hubiera sido convicto de haber ejecutado órdenes ilegales o emanadas de fuente ilegítima, habría sido castigado, aunque solo se trataba de un instrumento sometido al ministro de Finanzas, siendo revocable por este ministro (3).

Hasta ahora, nuestras constituciones contenían un artículo que excluía la responsabilidad de los agentes, artículo que la Carta Real de Luis XVIII conservó cuidadosamente. Según tal artículo, no se podría pedir la reparación de ningún delito cometido por el depositario inferior del poder sin el consentimiento formal de la autoridad. Si un ciudadano era maltratado, calumniado, perjudicado de cualquier modo por el alcalde de su pueblo, la Constitución se alzaba entre él y el agresor. Así, por lo que respecta únicamente a esta clase de funcionarios había al menos cuarenta y cuatro mil inviolables, y quizá doscientos mil en los restantes escalones de la jerarquía. Esos inviolables podían hacer cuanto quisieran, sin que ningún tribunal pudiera actuar contra ellos mientras la autoridad superior guardase silencio. Nuestra Acta constitucional ha hecho desaparecer esa disposición monstruosa; el mismo gobierno que ha consagrado la libertad de prensa, libertad que los ministros de Luis XVIII habían intentado quitarnos, el mismo gobierno que ha renunciado formalmente a la facultad de desterrar, reclamada por los ministros de Luis XVIII, ese mismo gobierno ha devuelto a los ciudadanos su acción legítima contra todos los agentes del poder.


Notas

(1) Mi opinión sobre la obediencia pasiva ha sido combatida con razonamientos que creo útil referir, porque me parece que aumentan la evidencia de los principios que he tratado de establecer.

He preguntado si un soldado debía, por orden de su cabo, fusilar a su capitán. Se me ha contestado: Es claro que el soldado, por el mismo principio de obediencia, tendrá más respeto a su capitán que a su cabo. Mas yo había dicho también: El soldado debe considerar que el capitán es una autoridad superior al cabo. ¿No es exactamente la misma idea? ¿Es la palabra considerar la que asusta? Si el soldado no reflexiona en la diferencia de categoría que separa a esas dos personas igualmente llamadas a mandarle, ¿cómo aplicaría el principio de obediencia? Para que sepa que se debe mayor respeto a uno que a otro, es preciso que perciba la distancia que los separa.

He dicho que, en términos generales, la disciplina era la base necesaria en toda organización militar, y que si esa regla tenía límites, éstos no se podían describir, simplemente se sentían ¿Qué es lo que se me ha objetado? Que los casos de ese género son raros y perceptibles mediante el sentimiento interior y no son obstáculo a la regla general. ¿No se trata de los mismos principios e incluso de las mismas palabras? El sentimiento interior ¿no es equivalente de los límites que no se pueden describir, pero que se sienten? Y la regla general ¿no es lo mismo que en términos generales?

He dicho también que el gendarme o el oficial que hubiese cooperado al arresto ilegal de un ciudadano no se justificará por la orden de un ministro. Fíjese bien en esa frase: arresto ilegal. ¿Qué se ha objetado? Que los agentes inferiores sólo tienen dos cosas que examinar. Pensemos en esta expresión: dos cosas que examinar. Cuando afirmo que el examen es inevitable, no me equivoco, ya que los defensores de la obediencia pasiva terminan por aceptarlo bien a su pesar. Las dos cosas que deben examinar son: saber si la orden que se les da emana de la autoridad de que dependen, y saber si el requerimiento que se les hace se refiere a alguna de las atribuciones propias del que da la orden. Eso es todo lo que pido. Parece confundirse la detención de un inocente con una detención ilegal. Un inocente puede ser detenido muy legalmente si se sospecha de él. El ejecutor de una orden de detención, militar o civil, no tiene que investigar si la persona designada por la orden recibida merece o no la dctención. Lo único que debe interesarle es que la orden sea legal, es decir, emanada de la autoridad competente, y que cumpla las formalidades prescritas. En esto consiste mi doctrina y también la de mis pretendidos antagonistas. Ellos se expresan en estos términos: El gendarme o el alguacil ... sólo tendrá que ocuparse si su comisión procede de una autoridad competente o incompetente y si es conforme o contraria al curso ordinario de las cosas y a los procedimientos jurisdiccionales o administrativos habitúales. Fuera de eso, ejecutará a ciegas las órdenes que reciba, y hará bien. Sin duda, han bien. ¿Quién lo discute? Mas para saber si la autoridad que le da las órdenes es competente y si la orden es conforme o contraria al curso de las cosas y a los procedimientos de la justicia, ¿no es preciso que examine, que compare, que juzgue? No añado esta nota para contestar a un artículo de periódico ya olvidado, sino para demostrar que la tesis de la obediencia pasiva no puede sostenerse, que los que creen defenderla se ven forzados a abandonarla y que nunca podrá desterrarse de los asuntos humanos la inteligencia.

(2) Es conveniente observar que no faltan en Francia leyes aún vigentes que, al señalar penas contra los ejecutores de órdenes ilegales, que alcanzan incluso formalmente a los militares, obligan a éstos a comparar con las leyes las órdenes que reciben de sus superiores. La ley de 13 de Germinal del año VI expresa (art. 165): Todo oficial, suboficial o gendarme que dé, firme, ejecute o haga ejecutar la orden de detener a un individuo o que lo detenga efectivamente, si no es en flagrante delito o en los casos previstos por las leyes. para entregarlo inmediatamente al oficial de la policía, será perseguido criminalmente y castigado como culpable del delito de detención arbitraria. Es, pues, preciso que el gendarme o el oficial juzguen, antes de obedecer, si el individuo que deben detener está en el caso de flagrante delito o en alguno de los otros casos previstos por las leyes. Según el artículo 166, la misma pena será aplicable por la detención de un individuo en un lugar no destinado legal y públicamente a servir de cárcel, de juzgado o de prisión. Es, pues, preciso que el gendarme y el oficial juzguen, antes de obedecer, si el lugar al que van a conducir al individuo detenido es un lugar destinado legal y pÚblicamente a servir de prisión. El artículo 169 señala que, a excepción de los casos de flagrante delito determinados por las leyes, la gendarmeria no podrá detener a ningún individuo si no es en virtud de una orden de detención según las formas prescritas, sea de una orden de captura, de un auto de acusación o de una sentencia condenatoria. Es, pues, preciso que el gendarme y el oficial juzguen, antes de obedecer, si hay una orden de detención según las formas, o una orden de captura, o un auto de acusación, o una sentencia condenatoria. Existen, como se ve, bastantes casos en que la fuerza armada está llamada a consultar las leyes, y para llevar a cabo esta consulta es preciso que haga uso de la razón.

(3) Hubiera podido citar otro hecho, más significativo aún, en el mismo asunto. Uno de los principales comisarios ministeriales que perseguían a M. Wilkes se había incautado, asistido de cuatro agentes judiciales, de sus papeles y había detenido a cinco o seis personas acusadas de canplicidad. M. Wiikes obtuvo mil libras esterlinas de indenmización contra el agente, a pesar de que éste obró en virtud de una orden ministerial. Dicho agente fue condenado personalmente a pagar esa suma de su propio peculio. Los cuatro agentes ejecutivos fueron llevados también a los tribunales ordinarios por las personas detenidas, siendo condenados a dos mil libras esterlinas de multa. Por lo demás, he probado en la nota precedente que tenemos en Francia leyes del mismo género contra los ejecutores de órdenes ilegales, como gendarmes y carceleros, en materia de libertad personal, y rocaudadores de rentas públicas, en materia de impuestos. Los que han creido atacarme han atacado en realidad a nuestro Código, en su forma vigente y en la forma en que debe ser observado diariamente.

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