Indice de la edición cibernética El anarquismo expuesto por Kropotkin de Edmundo González BlancoPresentación de Chantal López y Omar CortesSegunda parte de la IntroducciónBiblioteca Virtual Antorcha

El anarquismo expuesto por Kropotkin
Edmundo González Blanco
Introducción
Primera parte



¿QUÉ ES EL ANARQUISMO?

Al comenzar el último tercio del siglo XIX, cayeron las postreras paletadas de tierra sobre el féretro que encerraba los restos de la democracia política y del liberalismo romántico. Los antiguos socialistas, los amigos de la unión de la clase obrera, y más aún los partidarios del progreso que soñaban debía realizar la democracia social, combatían, en efecto, por causas autoritarias y por una concepción diferente del individualismo, que hasta de entonces había reinado en las leyes con imperio casi despótico. El socialismo, que no es otra cosa que el absolutismo o la tiranía mal explicada y peor aplicada a la organización de la sociedad, fue, sin embargo, la doctrina más recibida y más extendida en aquel siglo denominado de la libertad, y los que tanto se vanagloriaban de haber roto las cadenas que en tiempos añejos aprisionaran a la raza humana en no sé qué degradante esclavitud, no se avergonzaron, a tales alturas de civilización, de mostrarse dispuestos a echar sobre sus cabezas la utópica coyunda del régimen socialista. Por si esto no bastase, sobre ambas filosofías se levantó otra nueva, azote de nuestras sociedades, porque tendía a romper sus lazos y a quitar un freno potente a ese animal feroz que se llama el hombre, cuando se le debería contener con otros diez más.

Esta filosofía, no creo necesario nombrarla, es la que tiene por ideal la supresión de todo Gobierno (verdadera anarquía), o sea, la abolición de todo poder político, reemplazado, en un nuevo orden de cosas, por relaciones enteramente sociales sobre el cambio y el contrato. Tal sustentan, en efecto, como realmente positivo e indestructible, dentro de sus principios, los secuaces de ese sistema tan extendido y tan poderoso, que, tomando nombre de destrucción, quieren ser llamados anarquistas.

Por lo demás, la doctrina anarquista, tal como se nos muestra en sus representantes, no aparece de ningún modo como teoría que pueda formularse en forma precisa y concreta. Anarquismo es un término vago, indeterminado y bastante mal definido. El primero que lo empleó con cierto doctrinarismo radical fue Proudhon (1), que intentaba fundir en una sola concepción el socialismo y el gubernamentalismo. Habiendo preguntado, en cierta ocasión, a uno de sus jóvenes lectores cuál es la forma de Gobierno a que debe darse la preferencia, el mancebo repuso:

Pero ¿podéis preguntar tal cosa? Vos sois republicano.
Soy republicano, a buen seguro. Pero esta palabra es muy indeterminada. Res publica o res populi significan la cosa o causa del pueblo, es decir, de la comunidad. Por tanto, puede llamarse republicano todo el que ame los intereses populares y las cosas que nos son comunes, bajo cualquier forma de Gobierno.
¿De modo que sois demócrata? (2).
No.
Pero ¿vais, acaso, a ser monárquico?
No.
¿Liberal?
Dios me libre.
¿Aristócrata, entonces?
De' ninguna manera.
¿Preferís, pues, un Gobierno mixto?
Menos aún.
Decidme, por gracia, ¿qué es lo que sois?
Soy anarquista.

Semejantes palabras sirven para orientar el juicio, pero no ofrecen punto alguno por donde se pueda empezar la discusión científica.

Tucker fue más concreto. En la página 112 de su Instead of a book, al discurrir sobre la etimología de la palabra, mostró inclinarse a una adhesión clara a su significación de lo opuesto a la arque, que equivale a principio, supremacía, mandato, poder, y a restringir un tanto la significación de lo opuesto al arcos, esto es, a la persona política, al jefe o al soberano. Concedía de buen grado a los puritanos aquel rabioso anarquista y superficialísimo sociólogo que el vocablo anarquía, considerado etimológicamente, puede tener varias significaciones. Pero, al mismo tiempo, observaba que con razón se había venido haciendo uso de la voz anarquía como expresión filosófica, y de la locución anarquismo como designación de una dirección filosófica, para expresar lo contrario de la soberanía, de la superioridad, de la autoridad, y que, con arreglo al derecho de posesión (¡empiécese a ver cómo se eliminan los odiados derechos económicos, sustituyéndolos por un derecho posesivo de conveniencia, en e! acto mismo de buscar una expresión para bautizar e! sistema!), se conservara fija esta significación, al extremo de que cualquier otro empleo que se dé a la palabra se considerará inadecuado y dará origen a errores.

A esta idea rinde asimismo parias e1 agitador a quien dedico esta obra, Kropotkin, tan renombrado hasta estos últimos tiempos. He aquí lo que dice:

Cuando, con una hijuela de la Internacional, se formó un partido que no reconocía autoridad, ni siquiera dentro de aquella asociación, como tampoco reconocía ninguna otra autoridad, ese partido se llamó primeramente federalista, y luego antiautoritario o enemigo de! Estado. Evitóse entonces el darle la denominación de anarquista. La palabra an-arquía (así se escribía en aquel tiempo) parecía a las gentes que enlazaba demasiado al partido con los prosélitos de Proudhon, cuyas ideas reformadoras combatía la Internacional. Pero precisamente por eso, por engendrar la confusión, se complacían los adversarios en designarlo de tal modo, además de que se hacía posible la afirmación, resultante ya del nombre mismo, de que los anarquistas, lo que buscaban era el desorden y el caos, sin pensar en nada más. El partido anarquista no tardó en aceptar la denominación que se le había dado. Primeramente, se hacía uso del guión que separaba la partícula an de arquía, fundándose en que la voz an-arquía, de procedencia griega, significa, escrita en esta forma, ausencia de soberanía o de Gobierno, y no desorden. Pero bien pronto se resolvió que debía ahorrarse al corrector una fatiga inútil, y al lector, el conocimiento del griego, y se comenzó a emplear el nombre tal como sonaba.

Con su brutal y antipática franqueza, Kropotkin ha sabido sintetizar en dos palabras los rasgos múltiples y variados del anarquismo: renegar de todo lo pasado y convencer sin restricciones a los proletarios de que deben concluir violentamente y por cualquier medio con el orden social. Parece aquí oportuno recordar los hermosos versos del poeta:

Aspira a ser partido, y su doctrina
es el odio, la fiebre y el espanto.
Pretende redimirnos, y, entre tanto
lo puede conseguir, nos asesina.

Pero, aunque el anarquismo, como sentimiento o como fe, tiene rasgos característicos en que no es dable apoyarnos, considerado científicamente, es una verdadera maraña de teorías semejante a la que alguna vez forman los ratones, entrelazando los rabos, hasta no poderlos ya desenmarañar. Esta confusión de ideas y de pareceres es la que hace tan difícil la determinación de los verdaderos caracteres del anarquismo, para los que emprenden su análisis sin la preparación necesaria. Eltzbacher (3) ha demostrado dicha dificultad, en una de sus tentativas de sistematización del anarquismo y de sus especies, analizando las diferentes definiciones que de él se han dado, todas las cuales le parecen oscuras, incompletas o erróneas. Pero los reparos que opone, son frecuentemente sofísticos, y carecen de importancia para el sociólogo.

No pretendo amenguar ni un punto el peso de tales reparos, y, en efecto, el lector los tendrá por formidables, mientras, a la manera de Eltzbacher, se represente al anarquismo como a una institución y vea en sus representantes otros tantos oráculos infalibles, cuyos menores detalles de opinión y de criterio hay que respetar para caracterizar escrupulosamente el conjunto del sistema.

El expositor alemán, aunque es jurista, no ha sido nunca sociólogo, pues de otro modo jamás se le hubiera ocurrido tan peregrina limitación. Para él, si se quiere saber lo que es el anarquismo, es preciso leer y estudiar de cerca a los autores anarquistas, a fin de sorprender en sus obras algo que revele más o menos lo que es la idea anarquista en sí, y a fin de sacar la unidad de la concepción de entre la variedad de juicios de sus mantenedores.

Para mí, por el contrario, no merecen tales autores que se les haga ese honor, ni los tengo por causas, y sí por efectos, de la anarquía contemporánea.

Sus elucubraciones no son producto del sentimiento anárquico, sino un oleaje turbio e inquieto de toda suerte de ocurrencias subjetivas. Como sentimiento hay que mirar el anarquismo, si se han de determinar sus caracteres en un sentido verdaderamente sociológico, y no como ambiente formado por unos cuantos publicistas que entienden un poco de cuestiones económicas o políticas, y que de todas ellas hablan y escriben, aprovechando, para adquirir notoriedad, la armonía que existe entre su espíritu vulgar y el espíritu de la gran masa, de quien son superfetaciones. Por eso, en el presente trabajo he tratado de hacer un análisis de sentimientos, de ideales, de aspiraciones, en el cual no tendrán los hombres casi ningún lugar.

En otra cosa difiero de Eltzbacher, y es en que, lejos de rehuir la. crítica de las concepciones que forman el fondo del anarquismo contemporáneo, la considero compatible con la determinación fría e imparcial de sus caracteres, viniendo a ser mi trabajo, no sólo un análisis, sino que también un examen de hechos e ideas.

Ciertamente que sería lisonjero no tener que establecer más que clasificaciones generales, pero no van así las cosas en el mundo. Las sociedades humanas viven o mueren según las doctrinas de los que las dirigen, y no es posible apreciar el sentido de estas doctrinas, sin atacar o aprobar al mismo tiempo los escritos que las explican y los ideales que las sancionan.

Al cabo de miles o de centenares de años, nos es fácil juzgar sin apasionamiento a los pensadores de Grecia o a los metafísicos de la India. Pero ¿nos sucederá lo mismo con corrientes sociales que no son ya una lejanía simpática, sino un yugo brutal que pesa con abrumadora pesadumbre sobre nuestras cabezas? ¿Podremos aplicar a tales corrientes, sin culpable tolerancia rayana en indiferencia, aquel socorrido lema que con mucha menos razón que imparcialidad estampó Eltzbacher en la portada de su l}bro: Ni afirmo ni niego; expongo?

En nuestra sociedad, la anarquía es algo sobrepuesto y como pegadizo, y no algo que encarne en sus entrañas. Si se hubiesen de estudiar sus caracteres por el método analístico riguroso de la ciencia experimental, habría que empezar por mirarla como uno de esos tumores que destruyen el cuerpo, al mismo tiempo que viven de él, pero que no tienen razón de ser en la economía orgánica y funcional del cuerpo mismo. Por sí, no puede vivir, y si a veces parece hasta dominar, se debe sólo a la debilidad de ciertas clases o de ciertos pueblos, o a las polarizaciones de un estado social de rutina, de incultura y de ambición.

¡Aquí, aquí se oculta la verdadera, la amarga anarquía! Nuestra sociedad la lleva en el corazón, como Luis XVIII llevaba a toda la Francia en el suyo. Está preñada de ambición, de incultura, de rutina, y, como la mujer preñada, siente invencibles deseos de comer cosas repugnantes. Este es el único sentido en que puede proclamarse la anarquía connatural en ella.

Como lo que, sobre todo, me propongo es facilitar en España el estudio del anarquismo extranjero, no he dedicado al examen del nacional más que el espacio estrictamente necesario. Tengo, por dicha, demasiado patriotismo para ensañarme en el último, y prefiero despacharme a mi gusto con los anarquistas transpirenaicos.

Quizá a alguno escandalice mi actitud, pero no lo puedo remediar. Afianzando mis convicciones, lo que es derecho y deber de todo publicista, véome obligado a mezclar características y críticas, como hacía el inolvidable Strauss en el terreno teológico. El único mérito que distingue a mi trabajo es el de estar lleno de verdad y el de ser el primero que no miente por hipócritas consideraciones, y que da el verdadero olor del anarquismo.

Preciso es, una vez siquiera, tomar las cosas como son. No escribo, no, una obra de arte, sino de lucha. Me sucede lo que a Jacobus: al arrojar al combate una ardiente convicción, sé que el combate no es una justa literaria o política, y sí una guerra a muerte. En este trabajo se encontrará la pasión, y la pasión de lo útil es la vida y da fuerza. El enemigo es potente, peligroso y terrible. ¿Sería posible atacarle sin ardor y sin odio?

Por otra parte, no trato de defenderme. Mi exposición me defenderá.

Esto es lo que tenía que decir, a modo de preparación. Y ahora, hechas las anteriores declaraciones con tanta franqueza, sólo me resta suplicar una cosa: que no se me acuse de pesimista, al extremo de suponer que niego en absoluto la utilidad de la ética anarquista para las evoluciones sociales del porvenir. Hoy por hoy, juzgo su influencia funesta.

Pero ¿quién sabe lo que darán de sí sus mismas monstruosidades, si los anarquistas se deciden, con sus recursos de propaganda y de influencia, a cooperar en la obra de civilización y de regeneración de la parte más sana y más noble de la humanidad? ¡Recordemos a aquella prostituta egipcia que construyó la pirámide de Rodopis con el producto de sus vicios!

Sería, por otra parte, frívolo y pedantesco limitarse a combatir la anarquía con la sola arma del ridículo. No podemos chancearnos con esta realidad abrumadora, que representa la siega y el destrozo de nuestros jardines, plantados en el corazón del mundo. Emerson, en The conduct of life, dice, con gran verdad:

Ninguna pintura de la vida puede ser veraz, si no admite los hechos odiosos.

Y tampoco ocultaré que, desde ciertos aspectos, la anarquía presenta un homeopático, pero indudable, fondo de verdad y de iniciativa. Evolución de las instituciones sociales por el esfuerzo individual y complemento de esta obra por la revolución: he aquí la parte de acierto que cabe conceder a los procedimientos anarquistas.

Mientras la propaganda por los hechos, es decir, la serie de actos violentos por los que se quiere llegar al fin, sean aplicaciones de un principio, y no simples venganzas, la anarquía tendrá sobre el quietismo social toda la superioridad de lo dinámico y renovador sobre la estático e inerte (4).

Una casa, como un barco, debe estar siempre habitada, para que no se deteriore.

Una sociedad, como un Estado, necesita hospedar en su seno los elementos más extraños, y recibir las corrientes más peligrosas si no ha de perder su vigor y su consistencia. Los efectos de la civilización se manifiestan en las revoluciones, lo mismo que en una batería los efectos de la electricidad.

En nuestras sociedades, los quietistas y los tímidos mueren ... o acaban por hacerse anarquistas.

Si ahora queremos juzgar con la equidad debida cómo la idea anarquista se desarrolla, según la disposición de espíritu de los que a ella se acogen, no pretendamos buscarla cerca de los publicistas de la anarquía, aunque nos parezcan degenerados, pues en ellos se encuentra tan desnaturalizada como en los centenares de agitadores y de malhechores que a sí propios se denuncian por sus actos. Tomémosla en los obreros inteligentes, de carácter exaltado, pero dulces y generosos, que, repugnando el crimen, participan, sin embargo, de las doctrinas, de que el crimen es mera aplicación.

Consideremos el caso típico de un hombre sincero, ni excepcional por su talento, ni exagerado por su bondad (5).

Podrían escribirse volúmenes enteros relatando casos de esta índole (6), bastante conocidos de aquellos a quienes el espíritu de observación lleva a las fábricas y a los talleres para ver y para analizar tanta miseria moral.

El compañero L., dice Desjardins, tiene cerca de treinta ... años. No ha conocido padre, ni madre. Su abuela le crió, y le llevó a la escuela de los Hermanos de la Doctrina Cristiana. Allí fué un excelente y aplicado alumno. Pero la instrucción que se le dió, comunicóle un placer tan intenso por la vida intelectual, con un orgullo tan grande de cuanto fuera sabiduría, que el trabajo manual le pareció repulsivo y degradante, desde entonces. La religión hubiera podido enseñarle resignación y humildad. Pero, habiendo ejercido de acólito de sacristía, vió, afirma, la religión entre bastidores, y renegó de ella. Al salir de la escuela, fué admitido en una fábrica de aserrar. Ganaba 1,50 pesetas por una jornada de once horas (7). No era robusto, y bien pronto fué la víctima del taller:

He sufrido (declara) la explotación en todas sus formas, y he arrastrado una existencia de bestia de carga, bajo un calor abrasador. ¿Qué crimen hemos cometido los hombres, me preguntaba yo a mí mismo, para vernos condenados a estos trabajos forzados? Hay una clase parásita que se nutre de nuestro trabajo. El rico, que no produce nada, tiene por suya toda la tierra. ¿Cuál es la causa de esta desigualdad monstruosa? (8).

Por otra parte, L. se esforzaba siempre en aprender, y siguió los cursos de la Escuela de Artes y Oficios. Hasta inventó un sistema de motor de gas, y sólo le faltaron recursos para conseguir una patente de invención. No pudo, por la misma razón, estudiar Medicina, y sólo recogió algunas ideas de esta ciencia en los libros en que se preparó a estudiar su propia máquina con pertinaz atención.

Se dice que estoy atacado de la tuberculosis, y me hallo, efectivamente, en el tránsito del segundo al tercer período. Examino con tranquilidad mi estado de salud. Sabré saltar a pies juntillas en el vacío, que es una cosa muy agradable.

De ahí saca pretextos para considerarse, por su inteligencia y por su cultura, superior a su posición social. La ciencia le embriaga, y las conquistas del adelanto material le deslumbran.

Ved (exclama) la marcha del progreso científico, el vapor, la electricidad, etc. Está plenamente convencido de que se anticipa a su tiempo, y cree que, si sus propias ideas no están muy difundidas, se debe a que los cerebros estrechos son refractarios a ellas. ¿Cómo atenerse todavía a las supersticiones antiguas de la ley y del patriotismo, de 1893?

Entre tanto progreso, ¿sólo el progreso social ha de quedar, estacionado? ¡Y esto en una época en que la ciencia proporciona a los hombres todos los medios de ser felices! Escuchemos a la gran piedad humana. La patria, ídolo monstruoso, es causa de que hombres jóvenes, que podrían trabajar y ser útiles, sean agostados en flor, y de que padres ancianos, mujeres y niños se vean privados de su sustento y condenados a la miseria. ¡Deshonremos la guerra por todos los medios posibles!

Y, no sólo es desinteresado el compañero L., sino que se siente héroe, por concebir tan sublimes ideas, y de buen grado se sacrificaría por ellas. Ha aceptado la gerencia de un periódico anarquista, sin retribución alguna, para sufrir los meses de prisión impuestos a sus compañeros. Moriría gustosamente por la causa, consolado con la mística esperanza de que la futura revolución, de la cual es insignificante obrero, está muy próxima.

¿No oís sus bramidos, por ventura? Todavía no es más que un lago sereno, pero ya se encrespará como el mar, y arrasará todos vuestros diques.

Hagamos constar los hechos honradamente. No siempre presentan los anarquistas ese tipo medio en la génesis de su carácter. Algunos son puramente exaltados. Otros son muy sensibles. No es la compasión para consigo mismos, sino para con los demás, lo que ha hecho de ellos unos insurrectos.

El citado Desjardins dice haber conocido uno que entró en la secta por haber visto a un maestro de taller pegar a un muchacho y romperle un brazo. Este hecho sencillo le reveló de pronto la monstruosidad de la autoridad.

Sabido es que Fourier creyó, por razones análogas, deber negar el menor elogio a la sociedad de su tiempo. Siendo dependiente de comercio, como viera, en tiempo de carestía, acaparar a su amo el trigo, negarse a venderlo y consentir que padeciese hambre el pueblo, con el fin de obtener mayores ganancias, sintió su corazón conmovido y su entendimiento indignado contra un estado social en el que tales cosas podían suceder.

Bien decía Balmes (9) que, para comprender a fondo los escritos de alguien, era muy conveniente conocer antes su biografía.

Podría ahora multiplicar los ejemplos de esta clase, si tuviera tiempo para ello. En el terreno teológico, tomaría a Paulus, y demostraría que su manía por la explicación psicológica de los milagros evangélicos, más que de un racionalismo subjetivo, o de un naturalismo arraigado, provino de las impresiones domésticas de su infancia. Siendo aún niño, perdió a su madre, y fue tanto el dolor del viudo, que no hallaba consuelo alguno, por lo cual sus facultades mentales se debilitaron en extremo, creyendo hallarse en medio de un sociedad de espíritas, cuya reina era su difunta mujer. Llegó a tal grado su locura, que el Consistorio de Lecomberry se vió precisado a prohibirle el ejercicio de sus funciones de diácono, por padecer absurdas y fantasmagóricas visiones.

Paulus había creído, en su infancia, en las visiones de su padre. Mas cuando llegó a hacer uso de sus facultades, fue tamaña la aversión que tomó a toda aparición y a toda visión sobrenatural, que durante toda su vida, esa aversión constituyó uno de los rasgos más salientes de su carácter (10).

Schmoller (11) hace una observación análoga, con respecto a Stuart Mill. La teoría del filósofo inglés sobre las cuestiones sociales resultó de la falsa idea que adquirió en su juventud, cuando su padre y lord Macaulay discutían sobre las cuestiones políticas, y cuando, angustiado por este conflicto de opiniones, trató de salir de él. Stuart Mill llegó a la conclusión de que su padre, radical doctrinario, quería resolver las cuestiones sociales geométricamente, mientras que lord Macaulay, que invocaba la experiencia histórica, aspiraba a resolverlas químicamente. A su juicio, estos dos puntos de vista eran falsos, pues no se debe proceder ni geométrica, ni química, sino físicamente. Y se atuvo toda su vida a tan falsa idea del método físico de la ciencia social, añadiendo la temeraria proposición de que las gentes que se dedican a la política no se engañarían con tanta frecuencia, si estuviesen más al corriente de los métodos de las ciencias físicas.

Sería fácil continuar todavía estas observaciones biográficas, que bastan para justificar ciertas vocaciones anarquistas. Si no, nos extraña la conducta de los que, como los personajes de los cuentos de Maupassant, renuncian a contraer matrimonio en su vida, porque la mujer de un íntimo amigo, recién casado, le propuso hacer traición a éste, o se resuelven a no salir nunca de la ciudad e ir al campo, porque, una vez que lo hicieron, les sucedió un percance cualquiera; si estos procederes no los encontramos raros, ¿cómo hemos de pasmarnos ante el que, generalizando un hecho malo de un semejante suyo, cobra odio a la sociedad entera? Hay que hojear también las memorias (12) de Kropotkin (aunque, en vez de hojearlas, convendría más estudiarlas) para encontrar, bajo diferentes formas, los sentimentalismos cursis que han convertido en anarquistas a los hombres más eminentes.

En la psicología social del sentimiento anárquico deben, ahora, distinguirse y analizarse dos factores: 1) ambición; 2) egocentrismo.

En el análisis del último entra el de otros muchos factores, cuyo papel y cuyos resultados, según los individuos, los medios y las razas pertenecen a un orden de cuestiones que no trato de examinar, por lo menos en los detalles.

Pero acerca del primero, con la envidia ya cualificada, tenemos suficientes datos. La ostentación de grandes riquezas y el modo de gastarlas ponen un objeto de sufrimiento más ante todos los que ya de por sí padecen, lo cual es ponerlo ante la mayoría de los hombres, porque padecen la mayoría.

Nuestra desgracia se funda más en la felicidad de otros que en los propios dolores y miserias. Arrebatad al rico esa felicidad que el pobre le atribuye, y veréis a éste, momentos antes, protestando contra el poderoso pujante, fraternizar con el poderoso caído, como Roquelaure corrió a abrazar con efusión al que creyó que le igualaba en fealdad. y es que el anarquista está enfermo y atormentado, no por la conquista de la felicidad colectiva, sino por la conquista de la desgracia colectiva.

A trueque de lanzar lejos el fantasma del propietario, del burgués, del capitalista, pasa gustoso por todo, hasta por la mutilación de su personalidad y por el truncamiento de sus esperanzas. El envidioso permite que le dejen tuerto, con tal de ver a su vecino ciego, y el socialista o el anarquista consienten la igualdad en la pobreza, ya que en la riqueza la igualdad es imposible.

¿Y no veis vosotros ahora otra consecuencia? Que hasta mi derecho llegue a no tener ningún sentido es la última pérdida que pueden sufrir el socialista y el anarquista, porque el socialismo y la anarquísmo no existen más que si se toma a pechos la imposición del yo, en vez de ser, como se supone, aspiraciones colectivas e igualitarias.

Escuchad (dice Baroja) a esos socialistas y a esos anarquistas, cuando razonan en el seno de la confianza, y hallaréis que todos sus argumentos giran alrededor de su yo, como un satélite alrededor de su planeta. ¿Por qué he de estar aquí fastidiado, mientras que ...? ¿Por qué yo, que soy ...? Desconfío de los socialistas y de los anarquistas pobres, y creo que, si fueran ricos, no serían demócratas ... Quisiera ver a muchos amigos socialistas o anarquistas en posiciones elevadas, para demostrarles que serían más tiranos, más insoportables, pero mucho más, que los de ahora, si ocupasen sus puestos ... ¡El advenedizo! ¡Y en España, en donde todos nos sentimos dictadores! Hay que ver la soberbia de un tabernero convertido en agente de policía, para comprenderlo. Aquí, el guarda de un jardín es tan déspota como un zar; un portero se da más tono que el propietario; un cocinero de casa grande le mira a uno por encima del hombro, y, si a mano viene, su señor saluda con finura; y al director de un periódico de importancia no se le puede comparar más que con Dios ... ¿Un Gobierno popular? ¡Sería encantador! Sé por experiencia cómo las gastan los demócratas. Fuí una vez a una Alcaldía a pedir una cosa justa, y el teniente de alcalde, un republicano y furibundo demócrata, con algo de socialero, después de someterme a un interrogatorio humillante, me mandó a paseo, sin oírme. Se va a pagar la contribución o a tomar la cédula. Le obligan a uno a estar en la escalera, se pierde todo el día, y, si se atreve a insinuar alguien la más mínima observación al escribiente, se le hace esperar hasta el último, si es que no le echan a la calle. Se quiere encontrar un expediente en una oficina. ¿Se puede ver a ...?, se le pregunta al portero, saludándole con finura, y, cuando no contesta con un bufido, vuelve tranquilamente la espalda, sin hacer caso. Está lloviendo, se está ensuciando la escalera, y la portera gruñe ... ¡Es un encanto! ... Será útil para los socialistas y para los anarquistas el Gobierno del pueblo. Pero para los demás, para nosotros, que somos tan plebeyos como ellos, y tan obreros como ellos, no. Si debemos desear algo, es que manden los aristócratas, porque en el Poder tendrán menos impaciencia, menos apetitos y formas más corteses.

He querido transcribir literalmente estas crudas observaciones de Baroja, a pesar de algunas bromas superfluas, porque corresponden a la realidad de todos los días.

Por no desviarme de mi método de observación y no detenerme en reparos y en dificultades sino brevemente y de pasada, no insisto en los múltiples aspectos del egocentrismo como causa de los sentimientos anárquicos.

Carácter distintivo del anarquismo y común a todas las escuelas que lo profesan, es considerar al individuo como verdadero objeto principal y como único fin supremo de toda vida social, a cuyo servicio y a cuya utilidad todos los demás seres han sido predestinados por la fatalidad o por el progreso.

Cuán vanas son esas arrogantes fantasías antropocéntricas, lo demuestra bien un estudio imparcial de la sociedad, basado en la psicología experimental y en la historia civil.

He analizado los caracteres psicológicos individuales del anarquismo, valiéndome de recursos puramente empíricos y sin echar mano de ninguna consideración de antropología criminal. Por más que. reconozca el interés del libro de Lombroso rotulado Gli anarchici, tengo que aconsejar una reserva suma a cuantos le hayan consultado o le consulten aún, y no me es dado eximirme de la penosa obligación de presentarle como la producción de un dilettante. Nosotros pensamos y hablamos con más moderación que el purista italiano, porque no tenemos para qué entrar en el examen de hipótesis sin base real todavía, y que han dado lugar a debates muy apasionados. Es tan difícil escribir la patología del sentimiento anárquico como la patología de la prostitución. Por eso, he procurado, en lo que precede, evitar, por punto general, las controversias sobre asuntos que hoy se discuten, para inspirarme en los datos definitivamente adquiridos por la experiencia psicológica y por la ciencia social.

Insistamos ahora en los postulados que fijan, y en algún modo compendian, la esencia del anarquismo.

El mejor modo de apreciar la insensatez de este sistema sería determinar sus relaciones con los sistemas socialistas que le han precedido, por vagas que sean todavía relaciones tan verdaderas. Sin esta previa determinación, no es dable examinar bien la concepción anárquica en sí misma. Como quiera, el esquema de proposiciones que la resumen puede hallarse en un notable trabajo de Desjardins, que me sirve de guía para estudiar cuestiones tan complejas y tan delicadas.

Primera proposición: La felicidad es un derecho para el hombre, y el objeto mismo de la vida.

Esta proposición puede tomarse en dos sentidos: como referente a la felicidad individual, y como referente a la felicidad común. Ha quedado, pues, olvidada, en ella, una distinción tan importante.

Por otro lado, aquí se habla, sin duda, únicamente de la felicidad moral, por lo cual viene ésta a ser colocada en el puesto y lugar de todas las demás (felicidad doméstica, económica, estética, intelectual, política, religiosa, etc.), es decir, que se llega, por tal camino, a la más lamentable confusión.

Como consecuencia de esto, ocurre advertir a los anarquistas si semejante diversidad de felicidades no hace muy dudosa la felicidad general y vaga que preconizan. La felicidad verdadera, la subjetiva, la vivida, es esencialmente contingente y movible, no fue ayer lo que es hoy, y sigue la ley del tiempo y del medio ambiente.

Los negros aseguran que los hombres blancos, con su ceño pensativo, trabajando siempre, guardándose del calor y del frío, y encerrados en su casa, no tienen ventaja alguna sobre ellos.

He aquí la felicidad ajustada al ocio, a la temperatura y al aire. libre. Lotze (13) refiere que un jefe de tribu india decía a un su huésped blanco:

¡Ah, hijo mío, tú nunca conocerás la gran felicidad de no pensar en nada y de no hacer nada! Esto es, después del dormir, la cosa más agradable del mundo. Así éramos antes de nacer, y así seremos después de morir. Tu gente, cuando ha acabado de cultivar un campo, va a roturar otro, y, como si no fuese bastante el día, he visto a algunos labrando a la luz de la luna. ¿Qué significa su vida, que consumen de este modo, comparada con la nuestra? ¡Ciegos, que todo lo pierden! Nosotros, en cambio, vivimos al día.

¡Encantadora felicidad la que se pasea y se agita a través de los tiempos y de los corazones! Para la mujer madre, consiste la felicidad en aproximar a los labios de su pequeñuelo el pezón fecundo; la felicidad consiste, para el avaro, en amontonar en su caja monedas de oro, sin pensar en utilizarlas jamás; la felicidad consiste, para el artista, en contentar los sentidos con las bellas formas, los hermosos colores, los melodiosos sonidos; la felicidad consiste, para el sabio, en escudriñar los dilatados espacios por donde giran los astros, para descubrir las leyes que ordenaron sus acompasados movimientos; la felicidad consiste, para el disoluto, en andar con la mortaja arrollada al carro de sus goces; la felicidad consiste, para el juez, en enviar cada año más condenados a presidio; la felicidad consiste, para el prior, en oír el ruido de las sangrientas disciplinas, que sale del silencio del claustro. ¿Son capaces los anarquistas de destruir esta rica variedad de felicidades, y de formar una felicidad universal, estática, uniforme? ¿Han creado, en sus talleres, el precioso instrumento que destruirá el ideal de dicha que los humanos se forjan, según las diferentes condiciones en que se hallan colocados? Si algo han descubierto que, por lo menos, nos acerque a tan maravillosa invención, que hablen, que expongan, que instruyan a la tierra. ¿Por qué ocultar en el fondo de sus fábricas de felicidad el nuevo aparato necesario al mundo?

Segunda proposición: El hombre es naturalmente bueno y capaz de felicidad.

He aquí, ciertamente, una magnífica y bella frase, de una indudable verdad subjetiva en boca de quien durante su vida toda muestre un gran corazón, pero sin fuerza objetiva que la pruebe.

El hombre es naturalmente malo, no alcanzando el menor grado de bondad sino por la educación doméstica, o por la acción lenta e incesante de la educación social (civilización), y creer lo contrario es el origen de una multitud de errores, que, sólo a fuerza de repetirse, se miran como verdades establecidas. Todo criterio de ese género es un impedimento absoluto para un estudio profundo de la sociedad.

Tercera proposición: La libertad individual completa, o el poder de hacer sin reservas lo que se quiere, es la condición de la felicidad.

La respuesta es fácil. Yo supongo, entiéndase bien, que la felicidad concierne solamente al individuo, y no al grupo o a la colectividad. Pero guardémonos de inferir de la libertad individual la felicidad individual, pues, lejos de venir la una en auxilio de la otra, tienen entre sí, por el contrario, una incompatibilidad natural. La una vive de la conciencia de su autonomía, y la otra corre tras las fugitivas mariposas del placer. Aparte esto, la idea que se forman los anarquistas de la libertad, es falsa, por cuanto ven en ella una expansión del individuo, un goce y un derecho, es decir, que la convierten en un cómodo recurso de egoísta sociabilidad. Nada menos verdadero. La libertad bien entendida es, por el contrario, un deber y la condición de todo progreso (14).

Si hay bajo la capa del cielo una cosa desagradable para todo el mundo, y especialmente para los espíritus juveniles, es la libertad civil y política. Esta libertad no da a los hombres derecho para hacer cuanto quieran, como creen las gentes vulgares. Lejos de ello, arroja a la voluntad individual que se reputa soberana, al movimiento fatal de la colectividad, con sus deberes, con sus tristezas, con sus sacrificios. De aquí el origen de un elemento característico de la evolución humana, que crece junto con el desarrollo de la individualidad, del cual es complemento natural el elemento altruísta o sociable, que sirve para dar la fuerza necesaria de abnegación en las condiciones más gregarias o más precarias de la vida colectiva.

Este ideal del altruísmo y de la sociabilidad, ¿es quimérico? No, puesto que es evolutivo.

Paralelamente a la persona individual va desarrollándose y adquiriendo mayor perfección la persona social. Boccardo (15) es quien ha impreso su sello en este individualismo. La marcha de sus ideas es como sigue:

A medida que el espíritu de individualidad se va paulatinamente acentuando, y a medida que se hace más vivo y más enérgico, nace y crece con él el espíritu de colectividad y de comunidad solidaria. La suprema ley biológica, en virtud de la cual, en la escala de los organismos, el progreso de la división del trabajo y de la dferenciación funcional corre parejas con el progreso de la correlación mutua de los centros vitales, tiene plena e incondicional aplicación a la evolución del más complicado y del más perfecto de los organismos, que es la sociedad humana. Aquellas mismas costumbres y aquellas mismas instituciones que, con el adelanto de la civilización, acrecientan y fomentan el respeto a la persona, que afianzan el sentimiento del derecho que consagran, y que protegen la libertad, son al propio tiempo las ocasiones que dan origen a un vínculo cada vez más estrecho de solidaridad universal y de dependencia recíproca, primero entre las personas que constituyen el Estado, y después, entre los diferentes Estados que componen la humanidad entera.

Esta noción fundamental es poco comprendida y muy discutida todavía, a pesar de no ser nueva, ya que la encontramos admirablemente expresada (en medio de contradicciones y de sombras) en algunos filósofos de los tiempos modernos.

Schopenhauer (observa Guyau) (16), al ensayar el dar a la persona más realidad que Platón, ha opuesto el principio de individuación a la individualidad en que toma forma. Puede preguntarse, en efecto, si la verdadera conciencia, el verdadero pensamiento, la verdadera voluntad, no salen en algún modo de los límites de la individualidad, aun conservando lo que hay de esencial en la personalidad nueva. La individualidad es siempre más o menos física, pero quizá lo que constituye la individualidad limitada no constituye la verdadera personalidad o el verdadero fondo luminoso y activo de la conciencia. Quizá el más elevado pensamiento o la más elevada voluntad, sin dejar de ser universales, permanecen todavía personaies, en un sentido superior, como el (vocablo en griego que nos es imposible reproducir. Chantal López y Omar Cortés) de Anaxágoras.

Antes de Guyau, había indicado su maestro Fouillée (17):

En el seno mismo de la persona, la universalidad aumenta con la individualidad, es decir, que un ser, cuanta más existencia tiene por sí mismo, tanto más la hace participar a otro. La impenetrabilidad y la incomunicabilidad constituyen el grado ínfimo de la existencia natural, representando residuos de las fuerzas ciegas y fatales, mantenidas, por su mutua lucha y por su recíproco equilibrio, en la lobreguez y en la inercia ... Cuanto más se posee un ser por la inteligencia, más capaz es de poseer a los otros por el pensamiento. El ser que se conoce mejor, ¿no es también el que mejor conoce a los otros seres? ... El espíritu, en cuanto inteligente, debe ser abierto, penetrable, participable y participante. Sin llegar a confundirse, dos espíritus pueden, a medida que son más perfectos, penetrarse más perfectamente uno a otro por el pensamiento.

Escribe Janet (18), en el mismo sentido:

Hay que distinguir cuidadosamente la individualidad de la personalidad. La individualidad se compone de todas las circunstancias exteriores, que distinguen a un hombre de otro, y que representan circunstancia de lugar, de tiempo, de organización, etc. La personalidad tiene sus raíces en la individualidad, pero tiende incesantemente a desprenderse de ella. La individualidad se concentra en sí misma. La personalidad aspira a salir de sí misma. El ideal de la individualidad es el egoísmo, el yo reducido a sí mismo. El ideal de la personalidad es la abnegación, el yo identificado con el todo. En su acepción propia y genuina, la personalidad es la conciencia de lo impersonal.

Volviendo, pues, a nuestro propósito, resulta que está muy en su lugar el anarquismo, al creer que la verdadera libertad consiste en no necesitar de nadie, y en vivir por el propio esfuerzo. Pero se equivoca al suponer que esto trae al hombre la felicidad. Lejos de ello, cuanto más libre es un ser, tanto menos feliz hay que considerarlo, en todas las manifestaciones de su vida. El cristal, cuyas luces se descomponen sólo para desfallecer y morir, es la organización menos libre, y, seguramente, la que menos sufre. La planta sufre más, porque está organizada para relaciones más libres. El animal siente más sufrimientos, porque posee una libertad relativa en sus instintos y en sus acciones. El hombre está dotado de libertad mayor que los demás seres, y sus sufrimientos son como la expiación de las ventajas inmensas que debe a semejante facultad.

Por otra parte, libertad significa amor, y no se puede amar sin sufrir. ¿No es ésta, por ventura, la venganza ordinaria del destino, que prohibe la dicha como una impiedad?

Si la ley cristiana (sentencia Murger) perdona a los que han amado mucho, es porque han sufrido mucho, y el amor terrestre no llega a ser una pasión divina sino cuando se ha purificado por las lágrimas.

Cuarta proposición: Todos los frenos exteriores o sociales, e interiores o morales, son ficticios, y deben considerarse como la causa de la desgracia y de la maldad.

Acaba de verse que la libertad no es más que un vano permiso para los que no saben servirse de ella. Y, como hasta ahora y en mucho tiempo han sido y seguirán siendo muy pocos los que posean esa ciencia, no sé por qué extrañar esos frenos que nuestra misma naturaleza ha creado. Pero dichos frenos no son la causa de la desgracia y de la maldad, que tienen su fuente en las ideas fijas e individuales. No se es desgraciado, sino respecto a la idea fija e individual de una felicidad absoluta. No se es malo sino en cuanto se hace de la sociedad y de sus ideales algo sagrado y fijo para el individuo. Dentro del individualismo puro no podría haber hombres malos, pues lo serían con relación a una idea social de carácter genérico, sino hombres que luchan con otros hombres, que son sus enemigos. Por donde se advierte que el anarquismo se contradice, al no admitir coacción alguna impuesta en nombre de principios sociales y hablar al mismo tiempo de derecho a la dicha y al bien. Tan candorosa y directa es esta contradicción, que a su lado deben avergonzarse todas las contradicciones débiles u ocultas.

Quinta proposición: El sistema de frenos, opuesto a la naturaleza, ha sido organizado por una clase de hombres, con objeto de contener y de explotar a los demás. No es posible llevar a más alto punto el error en las apreciaciones sociales. Semejante principio es la negación de toda experiencia, de toda ciencia, de toda historia. El espíritu menos acostumbrado a estas disciplinas se encogerá de hombros ante él o se indignará con indignación naturalísima. No hay, actualmente, rama alguna de la sociología que admita, en el menor concepto, ese modo de ver, sólo concebible en los inmundos filosofastros del siglo XVIII, pero incomprensible a estas alturas, aun para el más vulgar investigador.

Pongamos un ejemplo: ¿Qué contestaría un sociólogo de las religiones a quien, después de los progresos realizados por la mitología y ciencias congéneres, le espetase, como único criterio definitivo para comprender el origen de aquéllas, la explicación popular que hace de los cultos un invento humano, hijo de las hábiles imposturas de los legisladores y de los sacerdotes? Estoy seguro de que se limitaría a sonreír con lástima, o a preguntarle en qué época vive. Pero, si por acaso tuviera la dignación de ilustrarle, empezaría por decirle que lo que por tanto tiempo, y en países que han alcanzado un alto grado de civilización, se mantiene en práctica, a pesar de los duros sacrificios que exige, no puede ser una fantasía puramente inventada, sino que debe tener su razón de existir en la esencia misma de la humanidad.

Con este punto de partida, y admitiendo la buena fe de su interlocutor, tardaría poco en convencerle de cuán equivocada idea de la religión tienen los que la miran como el cumplimiento de ceremonias pueriles y la enseñanza de mentiras soporíferas que retienen a las muchedumbres en el trabajo mientras los clérigos se divierten.

Otro ejemplo: El lenguaje es un elemento social, como la religión, la moral o el arte. ¿Qué diría un lingüista a quien un reformador de la sociedad se empeñase en convencer de que el lenguaje es una invención convencional, formada para hacer al hombre mentiroso y darle un medio de ocultar su pensamiento; que en su creación no ha intervenido para nada la iniciativa individual y el genio de los pueblos, y que no tenemos necesidad de él para ser buenos y felices? ¿Qué diría, repito, el lingüista al reformador? Le diría que era un ignorante o un loco imbécil. Pues bien: eso pienso yo de los anarquistas cuando afirman que el sistema de instituciones sociales es un estado de cosas ficticio, malo y creado por la clase más sabia o más poderosa de hombres con el designio y propósito de engañar a los demás (19).

En verdad, el lenguaje es, en la ciencia de la sociedad, lo que el número y la extensión en la ciencia del cálculo; quiero decir, un elemento puramente teórico. Por eso, no se discuten las doctrinas recientes, que establecen para él una forma de evolución idéntica a la de la familia, la riqueza, las artes, las ciencias, la ética, las leyes, el Estado, los dogmas religiosos. La lingüística es inofensiva, como las matemáticas. ¿A qué discutir sus principios? Pero la sociología doméstica, económica, estética, individual, moral, jurídica, política, eclesiástica, no es inofensiva en todas estas manifestaciones. Luego sus descubrimientos no lo son, si no apoyan determinadas aspiraciones de reforma social. El anarquismo los niega, según regla que aprenden los niños tudescos respecto de los substantivos indeclinables. Los nombres que no se pueden declinar, como neutros se deben considerar, regla que, aplicada al caso de los anarquistas, diría:

No son verdades científicas las que no se ajusten a nuestros deseos y a la utilidad común de los hombres.

¡Con cuánta exactitud se ha hecho notar que hasta los fundamentos de la geometría se negarían o se falsearían, si estuviesen en oposición con nuestros intereses!

La verdad ha triunfado, sin embargo. El nuevo espíritu científico ha dado al traste con esa manera infantil de explicar el origen de las instituciones humanas por la iniciativa intencional de unos pocos constituídos en clase dominadora.

Las ciencias que estudian la sociedad marchan todas de consuno y paralelamente a substituir el concepto pobre y convencional de la invención, tradicionalmente aceptado, por el concepto maduro y naturalista de la evolución.

Ante la ciencia social en conjunto, las instituciones humanas no son una creación consciente de los individuos (o de grupos de individuos), sino un producto natural del carácter de los pueblos. He aquí la razón por la cual yo no puedo ser anarquista.

Sexta proposición: Es posible y necesario traer inmediatamente, rompiendo con todo el pasado, un estado de cosas perfectamente bueno y dichoso, no s6lo por la expropiación de los explotadores, como quieren los colectivistas, sino por el aniquilamiento definitivo de todos los frenos, tanto morales como sociales.

Con esta proposición anuncian los anarquistas una de las preocupaciones que han producido su separación de la democracia colectivista y, en general, de los sistemas socialistas: la insuficiencia de estos sistemas en la práctica.

Concretándonos al terreno económico, vemos que los socialistas habían augurado un futuro orden de cosas, en que todos los obreros, apropiándose los medios de producción, disfrutarían las ventajas que ahora envidian a las clases elevadas. Mas a esto responden los anarquistas sistemáticos, partidarios de un retroceso al estado natural, que, en primer lugar, la producción no podría satisfacer las enormes proporciones de la demanda. Como todos desearían la posesión de los productos más insignificantes, haríase imposible satisfacer todas esas necesidades, cada día más insaciables y más absorbentes.

Además, sería temerario aventurar que los hombres, una vez dueños de los medios de producción, se resignasen a fabricar productos que estimarían útiles o superfluos, según su personal temperamento o según sus peculiares aficiones.

¿Cómo supondremos, por ejemplo, que hubiese muchos hombres que quisiesen producir artículos de perfumería, el día en que se viesen libres para subvenir a sus necesidades más imperiosas, cuando hoy sólo se consigue hacer producción y consumo de esos artículos, gracias a la acertada división y a la jerárquica distribución del trabajo? Por consiguiente, no podemos afirmar que, una vez puestos los hombres en posesión de todos los productos, conviniesen en elaborar tales o cuales artículos, útiles para unos, y superfluos para otros.

También es falso el supuesto socialista con relación a la designación de labores a los diferentes obreros. En la hipótesis de la socialización de los medios de producción y de los productos, sería un problema difícil de resolver el reparto de las diversas funciones sociales entre los hombres. Nadie se resignaría a ejercer los oficios más bajos y más peligrosos (pocero, minero, marino, albañil, etc.). Las soluciones meramente teóricas del socialismo colectivista no llenan este vacío, y la división y la distribución del trabajo no podrían tener buen éxito el día que los hombres se apoderasen de los medios de producción. Muy pocos se someterían a la esclavitud de un trabajo bruto, como es el del labrador, verbigracia, y casi todos desearían ejercer oficios menos pesados y más inteligentes. Correríamos el riesgo de que cada jornalero quisiese ser funcionario público o escritor.

Relaciónese ahora con esta insuficiencia del socialismo el descontento de una raza como la eslava o la latina, conocidas por la fuerza de su imaginación y por el ardor de sus pasiones, y tendréis todo un nihilismo acrático con blasfemias, ateísmo y bombas.

El descontento traerá las diversas formas violentas, inherentes a las revoluciones, y la aglomeración en tropel de los intereses nuevos, de las necesidades nuevas, de las ideas nuevas. Todos querrán entrar a un tiempo en todos los goces colectivos o comunes. Pero estos goces, ¿quién los niega al individuo? ¿El amor? ¿La razón? ¿La justicia? No: la sociedad, el monstruo de cien cabezas que los cándidos socialistas quieren conservar.

Esta es la esencia del sistema anarquista, que no debe confundirse con los demás sistemas revolucionarios, para los que, arruinado todo, queda siempre la sociedad como algo superior al individuo.



Notas

(1) Qu'est ce que la Propriété?, 295, 305. En esta Memoria, aparecida en 1840, Proudhon habla todavía muy poco de la doctrina anarquista, cuya exposición detallada no emprendió hasta 1848, dándola por original suya, sin saber que tres años antes, (1845), la habia desarrollado, con gran vigor y copia de razonamientos, el alemán Max Stirner, en su libro Der Einsige und seine Eigenthum.

(2) Esta distinción entre la república y la democracia. que se halla también en May (The democracy in Europe, 16, 22), es más bien una cuestión de nacionalidades que de régimen. Por democracia se tiene la fe en el progreso y en la evolución, y, en general; toda reforma de las franquicias y de los derechos populares; y como república, el sabio inglés nos presenta el ideal político perseguido' en las revoluciones extravagantes y en las apasionadas luchas que han conmovido a la sociedad en nuestro Continente.

(3) Der Anarchismus, introducción.

(4) No deja de haber algún vislumbre de verdad en lo que el anarquista Godwin (A enquiry concerning political justice and its! influence on general virtue and happines, 348) aseveraba, escribiendo: La anarquia es un mal temible, pero el despotismo lo es más aún. Cuando la anarquía ha herido a centenares de individuos, el despotismó ha sacrificado a millones y millones de hombres, sin conseguir otra cosa que perpetuar la miseria, la ignorancia y el vicio. La anarquía es una catástrofe de corta duración, mientras que el despotismo es casi inmortal. No cabe duda que se trata de una terrible medicina para calmar todas las pasiones agitadas de un pueblo, hasta el instante en que sus efectos restituyan su soberanía a la razón. Pero cuanto más terrible es una medicina, tanto más seguro es su resultado. Esto recuerda la sentencia de Shakespeare, en su Hamlet: Los males desesperados, o son incurables, o se curan con desesperados remedios.

(5) Utilizo aquí notas tomadas por Desjardins durante el curso de un proceso. El anarquista L., condenado por una propaganda en la Prensa, hubo de sufrir prisión en Santa Pelagia. Uno de los jurados que formaban parte del Tribunal, dijo al salir: En suma: no hay más que un buen camino: el bienestar ganado por el trabajo. Desjardins apostilla: Esa conclusión ingeniosa de un honrado negociante merece retenerse. La palabra bienestar debía encontrarse necesariamente en la frase.

(6) Buen golpe de ellos reproduce Hamon en su Psichologie du socialiste-anarchiste, mosaico de confesiones, íntimas como todas las confesiones, y como todas también, repugnantes para un espíritu sano, normal, equilibrado.

(7) No garantizo más que la fidelidad de las notas, no la eXactitud de los testimonios recogidos por el Tribunal.

(8) Aqui debe intercalarse, aunque el compañero L. no haya hablado de esto, la lectura de algún escrito de propaganda, de algún periódico de tendencia acrático-comunista o de algún libro de Proudhon o de Kropotkin.

(9) El criterio, XI, IU, 6.

(10) Valbuena, Egipto y Asiria resucitados, I, 39.

(11) Sozialpolitik und Wirtschaft, XII.

(12) Autour d'une vie, I, 3; 11, 7; III, 4; IV, 5; V, 2; VI, 5.

(13) Mikrokosmus, II, 240.

(14) Véase a Fouillée, La science sociale contemporaine, introducción. Compárese con Secretan, Discours laiques, 205.

(15) Prefacio al volumen IX de la Biblioteca dell'economista.

(16) L'irreligion de l'avenir, 453.

(17) La philosophia de Platon, II, 714.

(18) Morale, 573.

(19) No se crea que exagero. Kropotkin (Paroles d'un revolté, 222, 224, 226), asegura que mientras que los hombres primitivos, practicando la solidaridad o la vida en común, sin que existiesen entre ellos otras desigualdades que las naturales, conservaban la libertad de todos los individuos, la civilización posterior creó la clase dominante de los guerreros, de los sacerdotes y de los legisladores, que se aprovecharon de la indolencia, de la inercia y del miedo de las muchedumbres, e inventaron las instituciones sociales, las cuales consagraron para siempre la miseria, la opresión y la esclavitud del pueblo. ¡De nuevo estás-aquí, inmortal Rousseau! Por lo visto, sigues gozando de buena salud, gracias a tu socorrida receta de la vuelta al estado de naturaleza, con la consiguiente destrucción de toda vida. civilizada.
Indice de la edición cibernética El anarquismo expuesto por Kropotkin de Edmundo González BlancoPresentación de Chantal López y Omar CortesSegunda parte de la IntroducciónBiblioteca Virtual Antorcha