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La nueva Atlántida

Cuarta parte



Un día, dos de los nuestros fueron invitados a lo que ellos llaman la fiesta de familia, costumbre en extremo sencilla, piadosa y digna de admiración, que denota una nación compuesta de todas las bondades. He aquí cómo se celebra:

La fiesta la paga el Estado y se ofrece en honor de todo hombre que llega a reunir vivos treinta descendientes de su cuerpo, todos mayores de tres años. El padre de familia, que ellos llaman el Tirsán, dos días antes de la fiesta solicita para que le acompañen a tres de sus amigos preferidos, y el gobernador de la ciudad o lugar donde aquella se celebra acude también para atenderle y han de servirle todas las personas de la familia, así hombres como mujeres. Estos dos días los pasa el Tirsán en consulta, tratando de averiguar el estado de la familia. Si alguno de ellos es desgraciado o se encuentra arruinado se toman las medidas necesarias para aliviarle o proporcionarle medios propios de vida. Si otro está entregado al vicio o anda en malos pasos, se le reprende y se le censura. También se dan consejos a los matrimonios que se han de celebrar y la dirección que éstos deben dar a su vida, con otras diversas órdenes y amonestaciones. El gobernador, para poner en ejecución con su autoridad pública los decretos y órdenes del Tirsán, e impedir que sean desobedecidos, presta su concurso hasta el fin, aunque esto rara vez es necesario, tal es la veneración y respeto con que se acatan las órdenes de Natura. El Tirsán tiene también que escoger entre sus hijos al que ha de vivir en su casa con él y al cual se llamará de allí en adelante el hijo de la Vid. El porqué de este apodo se verá más tarde. El día de la fiesta el padre o Tirsán entra, después del servicio divino en el gran salón donde la solemnidad ha de celebrarse. El salón tiene al fondo un medio tablado; contra la pared, en el centro del tablado, se coloca una silla para el Tirsán, con una mesa delante y una alfombra. Sobre la silla hay un dosel de yedra redondo u ovalado. Esta yedra es algo más blanca que la nuestra, semejante a la hoja de un espliego de plata, pero más brillante, porque todo el invierno está verde. El dosel está curiosamente labrado con plata y sedas de diversos colores, incrustadas o entretejidas en la yedra, y suele ser obra de alguna de las hijas de la familia; la parte alta está cubierta con una fina malla de seda y plata, pero lo que llamaríamos lo esencial es de yedra natural, y los amigos de la familia cuando se descuelga piden siempre una hoja o ramita como recuerdo. El Tirsán hace su entrada seguido de todos sus descendientes, los varones delante y las hembras tras él. Si vive la madre de cuyo cuerpo desciende todo el linaje, al lado derecho, encima de la silla, se coloca en un travesaño una plataforma, con una puerta privada y una ventana de cristal tallado ribeteada con oro y azul, donde ella se acomoda, pero quedando invisible. Cuando el Tirsán entra se sienta en la silla y los descendientes se instalan contra la pared que da la vuelta al tablado, quedando en pie a su espalda por orden de edades pero sin diferencia de sexos. Una vez el Tirsán sentado, el cuarto lleno de gente pero guardando buen orden y compostura, entra por la puerta baja al extremo del salón un Taratán (que es una especie de heraldo), a cada uno de cuyos lados van dos pajecitos; uno lleva en la mano un rollo de aquel mismo pergamino especial amarillo y brillante, el otro un racimo de uvas de oro con un largo tallo. El heraldo y los niños van ataviados con mantos de satén verde mar; pero el manto del heraldo está sembrado de oro y tiene cola. El heraldo, después de hacer tres cortesías o más bien inclinaciones, se adelanta hasta el tablado y allí toma el rollo de manos del paje. Este rollo es un estatuto del rey que contiene concesiones de rentas y varios privilegios, dispensas y honores, otorgados al padre de familia, y siempre está redactado en un estilo directo: A fulano de tal nuestro bien amado amigo y acreedor, lo cual es un título empleado sólo en estos casos, pues dicen que el rey no es deudor a un hombre sino tan sólo por la propagación de sus súbditos. El sello que ostenta la cédula del rey tiene su imagen estampada o modelada en oro, y aunque tales títulos son desde luego expedidos y válidos, se varían sin embargo a discreción, según el número y dignidad de la familia. El heraldo lee en alta voz esta encartación y mientras dura la lectura el padre o Tirsán se pone en pie, apoyado en dos de sus hijos preferidos. Después, sube el heraldo al tablado y entrega el rollo al Tirsán, y todos los presentes lanzan en su idioma una exclamación, que dice algo así como Feliz el pueblo de Bensalem. En seguida el heraldo toma de las manos del otro paje el racimo de uvas, el cual es de oro, tanto el tallo como las uvas; pero las uvas están primorosamente esmaltadas; si en la familia abundan los varones, las uvas están esmaltadas de rojo con un sol pequeñito en medio; si las hembras, entonces están esmaltadas de un gris amarillento, con una media luna de plata. Las uvas son tantas como los descendientes de la familia. El heraldo entrega también al Tirsán el racimo de uvas y éste en seguida se lo da al hijo escogido de antemano para quedarse con él en la casa, el cual lo usará de allí en adelante ante su padre como una insignia de honor, y por esto es por lo que se le llama el hijo de la Vid.

Después de terminada esta ceremonia, el padre o Tirsán se retira y al cabo de un rato vuelve otra vez para asistir a la cena. Se sienta como antes, solo, bajo el dosel, pues ninguno de sus descendientes, sea cual sea su posición o dignidad, puede sentarse con él, a menos de pertenecer a la Casa de Salomón.

Le sirven a la mesa sus propios hijos varones, arrodillándose ante él, mientras que las mujeres se quedan en pie alrededor, apoyadas en la pared.

El espacio debajo del tablado tiene mesas a los lados para los invitados, a los cuales se les sirve con gran comedimiento y orden. Al final de la cena (que nunca dura más de hora y media aun en las mayores fiestas) se canta un himno que varía según la fantasía de quien lo compone (pues tienen excelentes poetas), pero el asunto consiste siempre en alabanzas a Adán, Noé y Abraham; de los cuales los dos primeros poblaron el mundo y el último fue el padre de los fieles. El himno concluye siempre con una acción de gracias por la natividad de nuestro Salvador, cuyo nacimiento es el único bendito entre todos los nacimientos.

Una vez terminada la cena el Tirsán se vuelve a marchar para decir a solas sus plegarias y después aparece por tercera vez a dar su bendición.

Los descendientes se quedan todos en pie a su alrededor como al principio, y él los va llamando uno a uno por sus nombres y a capricho, aunque rara vez altera el orden de edades.

Aquel a quien llama (la mesa ya quitada) se arrodilla delante de la silla y el padre pone la mano sobre la cabeza de él, o de ella, dándole su bendición con estas palabras:

Hijo de Bensalem (o hija de Bensalem), tu padre, el hombre por quien respiras y vives, te dice: La bendición del Padre Eterno, de Jesucristo y el Espíritu Santo sea contigo y haga los días de tu peregrinación felices y numerosos.

Esto lo va repitiendo a cada uno de ellos y después, si entre sus hijos se encuentra alguno de eminente mérito, para que los demás no se sientan humillados, lo llama otra vez, y apoyando los brazos sobre sus hombros, mientras ellos permanecen en pie, les dice:

Hijos, es un bien que hayáis nacido, alabad a Dios y perseverad hasta el fin.

Y al mismo tiempo entrega a cada uno una joya en forma de espiga de trigo, que usarán de allí en adelante al frente del turbante o sombrero.

Hecho esto todos se entregan por el resto del día a la música, bailes y otros placeres según sus costumbres. Y he aquí el relato completo de la fiesta.

Transcurridos ya unos seis o siete días, entablé gran amistad con un comerciante de la ciudad, de nombre Joabín. Era éste un judío circunciso, pues todavía permanecían entre ellos algunas ramas judaicas a quienes dejaban practicar su religión, lo cual era justo y acertado, pues son éstos de índole muy diferente a los judíos de otras partes; pues mientras que aquellos odian el nombre de Cristo y sienten un rencor innato contra los pueblos entre quienes viven, éstos por el contrario ofrecen a nuestro Salvador muchos altos tributos y aman tiernamente la nación de Bensalem. Seguramente, este hombre de quien hablo, nunca reconocería que Cristo nació de la Virgen, ni que fue más que un hombre, y predicaría cómo Dios le hizo señor de los serafines que guardan su trono, y le llamaría la Vía Láctea y el Eliah del Mesías y otros muchos altos nombres, a su juicio inferiores al de su Divina Majestad; pero, sin embargo, su lenguaje era diferente del de los otros judíos; y en lo referente al país de Bensalem, el hombre no acababa de ensalzarlo, teniendo la creencia, tradicional allí entre los judíos de que este pueblo provenía de las generaciones de Abraham, por parte de otro hijo a quien ellos llaman Nachoran, y que fue Moisés el que ordenó, por una secreta cábala, las leyes que rigen ahora en Bensalem, y que cuando viniera el Mesías a sentarse en el trono de Jerusalén, el rey de Bensalem se sentaría a sus pies mientras que otros reyes habrían de mantenerse a gran distancia. Pero, sin embargo, dejando a un lado estos sueños judíos, mi amigo era un sabio muy ilustrado y en extremo cortés, excelentemente considerado en las leyes y costumbres de esta nación.

Un día le dije entre otras cosas, la gran impresión que me había causado la relación que uno de nuestros compañeros nos había hecho de esta costumbre de celebrar la fiesta de la familia, pues nunca había oído de ninguna otra solemnidad donde Natura presidiera de modo tan absoluto, y que a propósito de la propagación de familias procedentes de la cópula nupcial, me gustaría saber cuáles eran las leyes y costumbres referentes al matrimonio y si eran fieles a una sola mujer.

- Razón tenéis, me contestó, para encomiar esta excelente institución de la fiesta de la familia, y desde luego hemos visto por experiencia que las familias que participan de las bendiciones de esta fiesta, siempre después se multiplican y prosperan de una manera extraordinaria. Pero escuchadme ahora y os diré lo que sé. Habéis de tener en cuenta, ante todo, que no hay bajo los cielos nación tan casta ni tan exenta de toda corrupción o impureza como ésta de Bensalem. Es la Virgen del mundo. Recuerdo haber leído en uno de vuestros libros europeos de un ermitaño que deseaba ver el espíritU de la fornicación, y entonces se le apareció un inmundo etíope, feo y pequeñajo; pero si hubiera deseado ver el casto espíritU de Bensalem, se le hubiera aparecido en la forma de un inmaculado y bello querubín. Porque nada hay entre los mortales más hermoso y admirable que las mentes castas de este pueblo. Pues habéis de saber, además, que aquí no existen burdeles, ni casas de disipación, ni cortesanas, ni ninguna de esta clase de cosas, y se considera con horror vuestras costumbres europeas que permiten tales licencias. Dicen que habéis quitado al matrimonio su ministerio, pues el matrimonio ha sido ordenado como un remedio para la concupiscencia ilegal, siendo la concupiscencia natUral un acicate para el matrimonio. Pero cuando los hombres tienen a mano un remedio cómodo y más agradable para satisfacer sus deseos de corrupción, el matrimonio queda casi abolido. Y ésta es la razón por la que hay entre vosotros tantos hombres solteros que prefieren llevar una vida libertina e impura a soportar el yugo del matrimonio. Y muchos de los que se casan lo hacen tarde, pasados ya la juventUd y el vigor de los años. Y cuando se casan, ¿qué es el matrimonio para ellos sino un negocio en el cual buscan conveniencia, alianza, dote o reputación, sin apenas deseo -casi indiferencia- de sucesión; en lugar de la unión legal de hombre y mujer que fue primero institUída? No es posible que aquellos que han derrochado tan bajamente lo mejor de su energía puedan por lo general tener hijos (que han de ser de su misma materia) como los hombres castos. Ni tampoco el matrimonio sirve de correctivo como debiera si estas cosas fueran toleradas sólo por necesidad, sino que con gran afrenta de este santo sacramento continúan todavía. Pues el frecuentamiento de estos lugares de disipación o el trato con cortesanas no es más castigado en los hombres casados que en los solteros. Y la depravada costumbre de cambiar, y el deleite de abrazos meretricios (donde el pecado se convierte en arte) hacen del matrimonio una cosa triste, como una especie de imposición o impuesto. Aquí se sabe que vosotros defendéis estas cosas como hechas para impedir mayores males, como abortos, desfloración de vírgenes, concupiscencia contra natUra y demás. Pero dicen que esta sabiduría es ridícula y la comparan al ofrecimiento de Lot, que para salvar a sus huéspedes de ser violados, ofreció a sus hijas; y añaden que poco se gana con esto porque los mismos vicios y apetitos continúan todavía imperando, pues la lujuria y concupiscencia ilegítima es como una hoguera que, si se cubren las llamas, se apaga del todo; pero si se la sopla, arde con más violencia. En cuanto a lo que se llama amor masculino, no tienen ni asomo de él, y sin embargo hay que conceder que no existen en el mundo amistades tan sinceras e inquebrantables como allí; pero en fin, hablando en general (como decía antes), nunca he leído de ningún otro pueblo que sea tan casto como éste. Su lema es que aquel que no es casto pierde su propia estimación, y dicen que la estimación propIa es lo primero, después de la religión, y el freno principal de todos los vicios.

Al terminar de decir esto el buen judío hizo una pausa, y yo, aunque con más deseos de seguir oyéndole hablar, que de hablar yo mismo, pareciéndome poco decoroso quedarme también callado, se me ocurrió decirle que me había hecho pensar en lo que la viuda de Sarepta dijo a Elías: que había venido a recordarle sus pecados" y que confesaba que la virtud de Bensalem era mayor que la virtud de Europa.

Al oir lo cual inclinó la cabeza y continuó de esta manera:

- Tienen también con respecto al matrimonio una porción de leyes sabias y excelentes. No permiten la poligamia, prohiben que se contraiga matrimonio entre parientes, y el desposarse hasta después de un mes de la primera entrevista. El matrimonio sin el consentimiento de los padres no se considera nulo, pero lo castigan en los herederos, pues los hijos de tales uniones no reciben sino la tercera parte de la herencia de sus padres. En un libro de uno de vuestros autores he leído de una imaginaria República, donde a los fUturos esposos se les permite verse uno a otro desnudos antes de los desposorios. Aquí esto les desagrada, pues les parecería un escarnio dar una negativa después del conocimiento de tal intimidad; pero a causa de los ocultos defectos que pueden tener los cuerpos de hombres y mujeres, tienen una costumbre mucho más cortés. En las cercanías de cada pueblo hay un par de estanques (llamados los estanques de Adán y Eva) donde se permite que uno de los amigos del hombre, y otra de las amigas de la mujer, les vean bañarse, privadamente, desnudos.

Y estando en esto de nuestra plática, vino uno que parecía un mensajero con una rica capa, que habló aparte unas palabras con el judío, el cual volviéndose a mí me dijo:

- Habéis de perdonarme pues se me ordena partir inmediatamente.

A la mañana siguiente volvió mi amigo a buscarme, al parecer muy alegre, y me habló así:

- El gobernador de la ciudad ha recibido el aviso de que uno de los padres de la Casa de Salomón llegará aquí de hoy en siete noches. Esto es un gran acontecimiento, pues hace doce años que no hemos visto a ninguno de ellos. Su llegada es cosa pública, pero sobre el motivo de su venida se guarda el secreto. Os proporcionaré a vos y a los vuestros un buen sitio para ver la entrada.

Le dí las gracias y le dije que me alegraba mucho le las noticias. Llegado que fue el día señalado, el deseado huésped hizo su entrada en la ciudad.

Era éste un hombre le mediana estatura y edad, bien parecido y de aspecto compasivo. Iba ataviado con una túnica de mangas perdidas de fino paño negro y una capa corta; las vestiduras interiores de excelente lino blanco, ceñidas con un cinturón de lo misno, le caían hasta los piés. Un sidón o esclavina cubría sus hombros. Los guantes adornados con piedras preciosas eran un primor. Los zapatos, de terciopelo color melocotón. Mostraba el cuello desnudo hasta los hombros. El sombrero, como un casco o montera española, dejaba asomar discretamente sus bucles color castaño. La barba del mismo color que el pelo, aunque algo más clara, la llevaba cortada en redondo. Le conducÍan en una carroza sin ruedas, especie de litera, con los caballos a cada extremo ricamente enjaezados de terciopelO azul recamado y a cada lado dos lacayos adornados de lo mismo. La carroza era toda de cedro, dorada y ornamentada con cristal, salvo el extremo delantero que tenía paneles de zafiros rematados con bordes de oro y el extremo posterior lo mismo, pero con esmeraldas de color perú. En medio del techo ostentaba un sol de oro resplandeciente y en el testero un querubín también de oro con las alas desplegadas.

Cubría la carroza un tejido de oro y azul. Le atendían cincuenta acompañantes todos jóvenes, vestidos con casacas sueltas de satín blanco que les llegaban a media pierna y medias de seda blanca, zapatos de terciopelo azul y sombreros de lo mismo adornados de finas plumas de diversos colores a modo de cintillos.

Delante de la carroza marchaban dos hombres destocados, con largas vestiduras de lino ceñidas y zapatos de terciopelo azul. El uno llevaba un báculo y el otro una vara pastoral, pero no de metal, sino que el báculo era de madera de balsamina y la vara pastoral de cedro.

Detrás marchaban todos los dignatarios y directores de las asociaciones de la ciudad.

El gran personaje iba solo en la carroza, sentado sobre almohadones azules de magnífica felpa y bajo los pies singulares alfombras, como de Persia, pero mucho más finas. Al pasar levantaba su mano desnuda en ademán de bendecir al pueblo. En la calle reinaba un orden perfecto, tanto que nunca ningún ejército podía haber presentado sus hombres en mejor orden que el que guardaba el pueblo. Tampoco en las ventanas había aglomeración, sino que cada cual se mantenía en ellas como si le hubieran colocado. Cuando el espectáculo hubo terminado, me dijo el judío:

- No me es posible atenderos como sería mi deseo a causa de una comisión que el municipio me ha encargado relativa a los festejos en honor de este gran personaje.

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