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La nueva Atlántida

Tercera parte



Hará unos mil novecientos años reinaba en esta isla un rey, cuya memoria entre la de todos los otros adoramos, no supersticiosamente, sino como a un instrumento divino aunque hombre mortal. Era su nombre Saloma, y está considerado como legislador de nuestra nación. Este rey, que tenía un corazón de incomparable bondad, se entregó en cuerpo y alma a la tarea de hacer feliz a su pueblo y reino. Así que, comprendiendo lo muy abundante de recursos que era el país para mantenerse por sí solo sin recibir ayuda del extranjero, pues tiene un circuito de cinco mil leguas de rara fertilidad en su mayor parte, y calculando también que se podía encontrar la suficiente aplicación para la marina del país empleándola así en la pesca como en el transporte de puerto a puerto y también navegando hasta algunas islas cercanas que están bajo la corona y leyes de este reino; considerando el feliz y floreciente estado en que entonces se encontraba esta isla, tanto que si en verdad podía sufrir mil cambios que lo empeorara era difícil inventar uno capaz de mejorarlo, pensó que a nada más útil podía dedicar sus nobles y heroicas intenciones que a perpetuar (hasta donde la previsión humana puede llegar) la felicidad que reinaba en su tiempo. Para lo cual, entre otras fundamentales leyes de este reino, dictó los vetos y prohibiciones que tenemos respecto a los extranjeros que en aquel entonces (si bien esto era después de la catástrofe de América) eran muy frecuentes; evitando así innovaciones y mezclas de costumbres. Y aunque es verdad que entre las antiguas leyes del reino de China existe una semejante contra la admisión de extranjeros sin licencia, que todavía continúa en uso, por sus condiciones, es una ley mezquina de muy distinta índole que la que dictó nuestro gobernador, sobre todo porque en ésta se dan órdenes y se dictan disposiciones para el socorro de extranjeros en desgracia, conservando así un sentido de humanidad, como lo podéis haber comprobarlo.

Al escuchar lo cual (como era natUral) todos nos levantamos y saludamos.

Además, nuestro rey, continuó, deseando todavía juntar humanidad y prudencia, y considerando un acto injusto retener extranjeros contra su deseo, e imprudente dejar que a su regreso divulgaran los secretos de este Estado, tomó la siguiente decisión: ordenó que los extranjeros a quienes se les permitiera desembarcar pudiesen partir si lo deseaban, cuando quisieran; pero aquellos otros que por el contrario decidieran quedarse, tendrían muy buenos ofrecimientos y el Estado les proporcionaría medios de vida, con lo cual fue tan grande su acierto, que ahora, después de tantas épocas transcurridas desde la prohibición, salvo trece personas que en distintas ocasiones resolvieron volver a sus patrias en nuestras naves, no recordamos que regresara ni un solo barco. Lo que estos pocos que partieron puedan haber contado en el extranjero, lo ignoro, pero seguramente, fuere lo que fuere lo dicho por ellos, se les habrá tomado por visionarios. Ahora, respecto a los viajes de aquí a otras partes fuera del país, nuestro gran legislador creyó prudente limitarlos. Y esto es lo que no ocurre en China, pues los chinos navegan donde quieren o pueden, lo que demuestra que su ley de prohibición es una ley pusilánime y cobarde; mientras que esta limitación nuestra es una excepción admirable, pues conserva las ventajas que proporciona la comunicación con extranjeros y al mismo tiempo evita el daño, y ahora os aclararé esto. Pero antes tengo que hacer una pequeña digresión que más tarde encontraréis oportuna: habéis de saber, mis buenos amigos, que entre los excelentes actos de este rey, uno sobre todo gana la palma. Fue éste la creación e institución de una orden o sociedad, que llamamos la Casa de Salomón; a nuestro juicio la más noble de las fundaciones que han existido en la tierra y el faro de este reino. Está dedicada al estudio de las obras y criaturas de Dios. Hay quienes piensan que el nombre del fundador está un tanto corrompido, como si la intención hubiera sido llamarla la Casa de Salomona; pero en los registros está escrito tal y como se pronuncia, y yo tengo para mí que fue así nombrada por el rey de los hebreos, tan famoso entre vosotros y no desconocido para nosotros, puesto que poseemos parte de sus obras que vosotros habéis perdido, sobre todo aquella historia natural donde describe todas las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el musgo que crece en las tapias y todas las cosas que tienen vida y movimiento. Y esto me hace pensar que nuestro rey, sintiéndose semejante en muchas cosas a este otro gran rey de los hebreos que vivió muchos años antes que él, quiso honrarle dando su nombre a la fundación. Y el hecho de haber encontrado en registros antiguos que se nombra a esta orden o sociedad Casa de Salomón y también algunas veces Colegio de las Obras de Seis Días, me afinna aún más en mi creencia. Por lo tanto, estoy convencido de que nuestro rey había aprendido de los hebreos que Dios creó el mundo y todo lo que él contiene en el espacio de seis días, y por esto instituyó esta Casa para el estudio de la verdadera naturaleza de todas las cosas, y para que Dios recibiera mayor gloria en sus obras y los hombres más fruto en el empleo de ellas. Pero volvamos a nuestro propósito presente. Cuando el rey hubo prohibido a todo su pueblo la navegación hacia aquellos lugares que no estaban bajo su corona, dictó sin embargo esta disposición: que cada doce años se habían de enviar fuera de este reino dos naves designadas para varios viajes, y que en cada una partiría una comisión de tres individuos de la hermandad de la Casa de Salomón, cuya misión consistiría únicamente en traemos informes del estado y asuntos de los países que se les señalaba, sobre todo de las ciencias, artes, fabricaciones, invenciones y descubrimientos de todo el mundo. Teniendo también el encargo de traemos libros, instrumentos y modelos de todas clases. Los barcos, después de dejar en tierra a los hermanos, debían de regresar y aquéllos permanecer en el extranjero hasta que llegara una nueva misión. Por otra parte, las naves al partir no llevaban otro cargamento que abundantes provisiones de comestibles y gran cantidad de riquezas, que habían de quedar con los hermanos, destinadas a la compra de todas estas cosas y también para recompensar a aquellas personas que a su juicio lo merecieran. Ahora bien, revelaros cómo se las arreglan nuestros vulgares marineros para no ser descubiertos al desembarcar, y cómo se ocultan bajo banderas de otras naciones, y los sitios designados para estos viajes, donde se reúnen las otras misiones y los probables resultados de la experiencia, no me es posible hacerlo por grande que sea vuestro deseo. Pero con esto veréis que el comercio que mantenemos no es por el oro, la plata, las joyas, especias, ni por ninguna otra comodidad material, sino sólo por adquirir la primera creación de Dios, que fue la luz; para tener conocimiento, como os digo, del desarrollo de todas las partes del mundo.

Y al decir esto se quedó silencioso y todos nosotros lo mismo, pues, claro que estábamos atónitos de oír tan extrañas cosas con tal natUralidad dichas, y él, dándose cuenta que deseábamos decir algo, pero que no sabíamos cómo empezar, con gran cortesía nos sacó del apuro preguntándonos, condescendientemente, sobre nuestros viajes y aventuras, terminando por aconsejarnos que pensáramos bien cuánto tiempo de estancia deseábamos pedir al Estado, sin temor a parecer ambiciosos, pues él nos podía procurar tanto como deseáramos, y nosotros, conmovidos por sus palabras, nos levantamos dispuestos a besar el borde de su túnica, pero él no lo consintió, y con esto, despidiéndose de nosotros, se marchó.

Cuando nuestra gente se enteró de que el Estado acostumbraba a ofrecer medios de vida a los extranjeros que deseaban quedarse, nos costó no poco trabajo conseguir que alguno de los nuestros vigilara el barco, e impedir que fueran en seguida al gobernador a rogárselo ansiosamente, pero al fin, con grandes dificultades, conseguimos contenerles, hasta ponernos de acuerdo sobre qué decisión tomar.

Entonces, viendo ya que no había peligro para nosotros y considerándonos como hombres libres, empezamos a vivir con la mayor alegría posible, paseando y viendo sin nuestro guía todo aquello que había que ver en la ciudad y lugares cercanos; entablando conocimiento con las gentes de la región y no la de inferior calidad, en cuyo trato encontramos tal humanidad, tal franqueza y tanta benevolencia para acoger a los extranjeros, como si dijéramos, en su seno, que casi olvidábamos todo lo que nos era querido en nuestras patrias.

De continuo encontrábamos muchas cosas bien merecedoras de observar y relatar, pues desde luego, si hay en el mundo un espejo, digno de cautivar los ojos de los mortales, es este país.
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