Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

También son hombres

Los indígenas de nuestro país forman una porción muy numerosa de los habitantes de México; porción que hasta hoy, no obstante el adelanto y civilización en que nos hallamos; no obstante el sistema liberal establecido definitivamente en la República; no obstante la sabia Constitución y las Leyes de Reforma que nos rigen; esa porción, repetimos, permanece estacionaria y ajena a toda aspiración, alejada de todo participio en la cosa pública, ignorando de lo que es capaz, y no pensando siquiera en algo útil, sino sólo en vivir casi, en el primitivo estado de naturaleza.

Triste en demasía es el estado que guarda la clase indígena, y más triste es todavía la criminal indiferencia con que ven a esa clase todos los gobiernos -sin excepción-, y todos aquellos que, pudiendo, no hacen nada en favor del indígena. Ni una ley, ni una disposición, ni una palabra de consuelo para esos legítimos dueños de nuestra fértil patria; ni siquiera un cálculo financiero para sacar provecho de ellos en bien de la sociedad.

Día a día nos quejamos de la falta de inmigración, creyendo que ella nos traerá bienes incalculables; y día a día nos olvidamos que antes que traer esa inmigración debíamos aprovechar, siempre humanitariamente, esos tres o cuatro millones de brazos que harían más por México, que unos cuantos extranjeros que como el célebre Zorrilla y otros, comen nuestro pan con abundancia, y luego, allende los mares, nos insultan y nos ponen en caricatura, olvidando los favores que deben a los magnánimos hijos de la patria de Guatimoc.

Leyes, tratados, arreglos, convenciones, etc., se discuten, aprueban y ponen en ejecución para favorecer al extranjero; y esas leyes, tratados, arreglos, convenciones, etc., le salen a México contraproducentes; ¿por qué? Porque abriga en su seno víboras que más tarde lo muerden. Si hiciésemos lo que en los Estados Unidos se hace con los extranjeros ... Pero es mejor callar; quizá algún día la experiencia nos haga más cautos, y entonces obremos con más juicio.

Los indígenas son verdaderamente desgraciados, y no hay quien piense en hacerles felices; por el contrario, el mexicano, el extranjero, el rico, el pobre, el sabio, el ignorante, todos, generalmente todos, se esfuerzan, luchan por hacer más patente el desprecio con que se ve al verdaderamente desheredado. El gobierno tiene con las indígenas un manantial inagotable de hombres con que formar y reformar sus batallones; el hacendado tiene una fuente perenne de esclavos que cultivan la tierra; el habitante de la ciudad tiene innumerables bestias de carga que le traen a precios fabulosamente baratos los efectos que más necesita para vivir, y los curas, esos hombres vestidos con enaguas negras, esos vampiros, amigos, partidarios acérrimos de la tiranía, roban escandalosamente la miserabilísima ganancia de esos parias que se llaman indígenas.

Y ante un cuadro tan oscuro, tan feo, tan repugnante, ¿es posible que el hombre que trabaja y ama a la humanidad, por humanidad, pueda permanecer indiferente y mudo sin prorrumpir en maldiciones contra una sociedad tan egoísta que nada hace en favor de dos o más millones de seres racionales que se asimilan perfectamente al bruto? ¿Es posible contemporizar y hacerse cómplices de esa pléyade de defensores de la injusto y de lo absurdo, que nos predican a todas horas el respeto a la ley, a la propiedad, a las costumbres establecidas por la sociedad y quién sabe cuántas cosas?

No: la razón nos dice que esto es injusto y que debemos protestar contra ese crimen; que debemos clamar recio, muy recio -aunque para esto sea necesario el baldón, la cárcel, el martirio-, contra los predicadores de la usurpación del derecho humano.

Nuestros hambrientos conquistadores se repartieron a su gusto la propiedad de los indígenas, por consiguiente, esa propiedad trae por origen el robo, sin embargo, algo quedó a los conquistados. ¿En dónde está ese algo? ¿Lo han vendido? No. ¿Lo han regalado? Tampoco. ¿Qué se ha hecho? ¡Se lo han robado! ¿ Quienes? Las ánimas benditas.

Y hoy que los robados desean recobrar lo que en justicia les pertenece; hoy que se cansaron de ser tributarios de sus verdugos; hoy que piden justicia, se les llama comunistas, ladrones, enemigos de la sociedad.

¡Qué bien, qué bien estamos así!

Justicia, leyes sabias, pero pronto, muy pronto, es lo que se necesita para regenerar a los indígenas, para hacer productora y consumidora a esa numerosa población de seres humanos; dejemos a un lado a los extranjeros, ya sabemos lo que son; atendamos a lo nuestro primero, y habremos dado un paso gigantesco en el porvenir de México.

Para que la raza indígena desaparezca de la oscuridad y entre a la luz, se necesita devolverle lo que le han robado los ... ; dejarla en libertad de que elija a sus curas, a sus concejales, a sus alcaldes, a sus preceptores; que se vigile mucho a los tenderos, a los hacendados, a los tinterillos, etc., que se introducen entre ellos; que se procure la colonización de gente civilizada que explote la riqueza de los pueblos situados en toda la sierra, para que se cruce la raza, para obligar al indígena a que críe necesidades, para enseñarlo a productor, para ponerle de manifiesto las ventajas de la civilización: así, y sólo así, en muy poco tiempo veríamos desaparecer a esos hombres y a esas mujeres que usan el traje que usaron Adán y Eva, y que comen lo que comen los brutos que habitan en el monte.

Los indígenas son susceptibles de reforma y engrandecimiento, porque son aptos para todo; tienen sobrada inteligencia para nivelarse y aun superarnos -y en esto no hay exageración-, son muchos e ilustrándolos, los que hoy son dos millones, mañana equivaldrían al duplo.

Si nada se ha de hacer en favor del indígena, si la indiferencia ha de continuar para ellos; si el gobierno no se ocupa en mejorar la condición de esos seres desgraciados -que también son hombres-- entonces no nos quejemos. Hoy, por instinto proclaman el comunismo; mañana, por derecho, proclamarán la guerra de castas, y entonces no se les culpe. Algunos siglos ha que sufren resignados su maldita situación; ya se van cansando, ya se agota su paciencia, ya se indignan -hacen muy bien- ya reclaman; y en este caso no hay más que atenderlos con violencia; pues de lo contrario, están justificados por lo que hagan más adelante.

La protección decidida a los indígenas es cuestión urgente que debe llamar la atención del gobierno y de los hombres pensadores: nada de términos medios, nada de vacilaciones; los hechos y no las teorías son las que han de salvar la situación.

Dejemos a un lado a los extranjeros; bastante los hemos mimado; bastante les hemos probado que somos más civilizados que ellos; bastante los hemos enriquecido empobreciéndonos; bastante los hemos colmado de beneficios para recibir en pago ingratitudes.

A lo nuestro es a lo que debemos atender. Nuestra protección, nuestros cuidados deben ser ahora para esos mexicanos extranjeros que no han cometido más crimen que no hablar el castellano. Los execrables interventores franceses procuraron extinguir la raza indígena por medio del asesinato oficial; los hacendados procuran extinguirla por el asesinato del trabajo; el gobierno procura extinguirla por el plagio oficial; el clero por el asesinato de la conciencia, por el robo del jornal. Por consiguiente, hay una coalición tremenda contra esos desgraciados, ¿qué hacer entonces? Dejarlos obrar según les convenga, y culpar a aquellos que son la causa, desde un principio, de su desventura.

El Hijo del Trabajo. Año II. Época segunda. Núm 61, México.

Septiembre 23 de 1877, p. 1

José María González

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