Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Los obreros

Así se intitula el editorial del Monitor Republicano del jueves 16 del que cursa, cuyo editorial, escrito por el apreciable Juvenal, tiene por objeto neutralizar, por decirlo así, las ideas vertidas en el nuestro del domingo 12.

Mucho agradecemos al Monitor que se haya ocupado de nuestro humilde periódico, y más le agradecemos que, al hacerlo, haya sido en un lenguaje decente, como el que usa siempre Juvenal, y con razones lógicas y moderadas. Quisiéramos tener una instrucción elevada para contestar de la misma manera al Monitor; pero somos obreros, no tenemos más que buena voluntad, y como ignorantes, somos atrevidos, y por eso escribimos en el Hijo del Trabajo aquello que pensamos y sentimos en medio de nuestra desgracia, rodeados de muchos de nuestros hermanos que no hacen más que llorar y morirse de hambre en unión de sus esposas y de sus hijos.

Hace algún tiempo, en la época del Sr. Lerdo, empezamos a escribir en el Hijo del Trabajo, y entonces, principalmente en los últimos momentos de ese gobierno, nuestro lenguaje era moderado, y casi puede decirse que era humilde. ¿Por qué, se nos dirá, en aquellos momentos de desesperación no había energía en el lenguaje ni exaltación en las ideas? La respuesta es muy sencilla: porque entonces vislumbrábamos un porvenir mejor para la clase obrera, porque la revolución de Tuxtepec era para nosotros el nuevo Jesucristo que venía a redimirnos, porque, en fin, teníamos esperanzas y nos parecía inconsecuente todo lenguaje alterado que enardeciera los ánimos y los indispusiera contra el bien que creíamos alcanzar.

Ha pasado el tiempo, y un desengaño más ha venido a amargar terriblemente nuestra existencia social. La clase obrera no ha mejorado; tal vez, tal vez ha empeorado su situación. El rigor, el hambre, la falta de trabajo, el desprecio con que la ven no ya los pocos ricos que tenemos, sino hasta aquel que se pone una levita comprada en un bazar; las ningunas leyes que se hayan expedido a su favor, las exigencias crueles, horribles, desesperantes de los propietarios; el desarrollo escandaloso del agiotaje; la rebaja de precios del trabajo, la protección al juego de azar, etc., nos han exaltado, y no teniendo esperanza de mejoramiento, nos vemos obligados a lanzar gritos de desesperación, a dar el ¡alerta! a los obreros para que ellos por sí, y ante sí, remedien sus males. ¿Es esto lógico, es racional siquiera? Quién sabe. Pero cuando vemos la indiferencia con que el gobierno y los hombres de saber tratan cuestión tan importante, creemos que nos han dejado en libertad de obrar.

Muy lejos estábamos de escribir nuestro editorial del domingo pasado cuando supimos de una manera cierta que los propietarios de las fábricas del Valle no permitían a sus obreros la lectura de ningún periódico, y que los seguían tratando con un rigor extraordinario, al grado de castigarlos por cualquiera falta con quitarles el trabajo y expulsarlos del edificio. Aquí acabó nuestra paciencia, aquí no tuvimos ya más que indignación, e inmediatamente escribimos con sangre y fuego, como dice nuestro apreciable colega, el editorial ¡De rodillas, miserables!

¿Hay motivo para indignarse por la conducta de esos propietarios? ¿Creen acaso que la tiranía, que el abuso de su posición es el mejor medio de poner en armonía el capital y el trabajo?

Se comprende perfectamente cuál es la mira de esos señores al impedir la lectura de los periódicos.

Quieren que la ignorancia sea la señora del obrero, porque esa ignorancia es la cadena que lo ata fuertemente a la picota infamante del esclavo; quieren que el trabajador siga creyendo que hay amos y siervos; que ante las leyes divinas y humanas hay diferencia de derechos y de deberes; que un centavo más de capital constituye dos razas distintas en los hijos de una misma nación. Esto es imposible, y por lo mismo, no pudimos permanecer mudos o quietos ante un crimen de lesa civilización.

El obrero es ignorante porque temprano se entrega al trabajo y tiene muy pocos elementos para instruirse, por consiguiente, no es culpable si comete errores; pero el rico, el que no conoce el trabajo, el que abunda en elementos para ser instruido, si no lo es, es un infame, y si posee el saber y comprende cuán necesario es al hombre el desarrollo de las facultades intelectuales, si se opone a que otros seres humanos se instruyan, abusando de la ventaja que le da su capital, entonces es un criminal que merece severísimo castigo.

Por esto y por las razones expuestas en párrafos anteriores, es por lo que dijimos a los obreros que el único remedio a sus males era la revolución social que fácilmente nos llevará al no ser, pero nos llevará a todos. Dice El Monitor:

Latente, pero efectiva ha sido siempre la lucha que se ha entablado entre el rico y el pobre, y notemos que para bien de las sociedades ambas clases han tenido que unirse, a fin de que la humanidad llene sus fines y de que camine al punto adonde debe de llegar.

Perfectamente dicho: El rico y el pobre se han unido para bien de la humanidad: el rico ha puesto su dinero y el pobre su trabajo; de aquí ha nacido el contrato; pero es necesario escudriñar, hasta llegar al convencimiento, de que ambos han cumplido su compromiso. ¿Ha escudriñado esto El Monitor? Contéstenos con franqueza.

El pobre al unirse con el rico por medio del contrato tácito o expreso, ha cedido mucha parte de sus derechos naturales en bien de la sociedad; pero esta cesión la ha hecho, se comprende perfectamente, cuando ese bien es colectivo; más desde el momento en que el rico abusa, rompe el contrato, y desde ese momento el pobre, el obrero, el socio debe, o reclamar el cumplimiento del contrato, o dándolo por roto, obrar según las circunstancias.

Se nos dirá que el rico al ocupar al pobre le impone tales o cuales condiciones, y que una vez aceptadas no hay derecho a la queja. Enhorabuena. Estamos conformes. Pero si esa circunstancia ha de ser motivo para el abuso, entonces diferimos en opinión.

Y que hay abuso no cabe duda. ¿En qué consiste? Sería necesario escribir un volumen para indicarlo someramente. El Monitor es demasiado ilustrado para comprenderlo, y tiene bastante buena fe para confesarlo.

El pueblo obrero es el que más sufre y sin ser rico es el único contribuyente para el sostenimiento de los gobiernos, y el único por quien la riqueza tiene aumentos asombrosos. Creemos que no hay exageración en esto, y vamos a probarlo. El pueblo pobre es, sin disputa, la mayoría de la nación, y no teniendo propiedades no es contribuyente directo sino indirecto; pero indirecto en tan grande escala, que las dos terceras partes del precio de su trabajo pasan a manos de unos cuantos especuladores.

El propietario de una hacienda paga contribución directa, el de una finca lo mismo, el vendedor de comestibles, de lencería, y de todo aquello que constituye el comercio, también son contribuyentes directos, pero lo son porque a nombre de ellos se pone la boleta de pago en la oficina de contribuciones; pero examinando con calma, se verá que el consumidor es quien ha dado centuplicado el dinero con que se pagó. ¿Por qué? Porque le han robado en el peso y la medida y le han adulterado los efectos; porque le han rebajado el precio de su trabajo; porque le han aumentado la renta de su habitación; porque lo han obligado a aceptar condiciones que hacen vicioso el contrato; porque han abusado de su precaria situación; porque han roto los lazos de humanidad; porque, en fin, han establecido la diferencia que ha engendrado el odio.

Y esta organización viciosa de la sociedad, organización arraigada hace siglos, ha llegado o va llegando a su término: esa esclavitud social, hereditaria, tiene que dejar de ser, si antes no se da un pequeño cambio de frente, si antes no se cede algo de los derechos usurpados al pobre. Si hubiese un gobierno justo y sabio, estudiaría esta cuestión de tanta importancia, cuestión que al resolverse tiene que cambiar el modo de ser de nuestra sociedad. Pero no ha habido ni hay ese gobierno, y por consiguiente la cuestión sigue su curso y toma proporciones gigantescas.

No somos enemigos del capital ni de la armonía que con él debe tener el trabajo; no ha mucho dijimos que queríamos la conservacin y el aumento de la riqueza, porque así asegurábamos el pan de nuestros hijos; pero somos enemigos acérrimos de los abusos que se cometen con ese capital, y no dejaremos de clamar contra ese abuso.

¿Cómo podríamos preferir mejor a un montón de cenizas que a un telar? ¿Ni a unos escombros mejor que a un taller? Pero si en ese telar y en ese taller están la muerte física e intelectual del trabajador, esas cenizas y esos escombros serán el altar sobre que coloquemos a la revolución social.

No creemos que nuestras palabras sean de tanto peso que sirvan de doctrina a los obreros; ellos sin siquiera saber leer sienten lo que nosotros decimos; ellos sin comprender nuestros escritos se dirigen impulsados por una mano poderosa, al término anhelado; ellos buscan ya, no por la fe, sino por la instrucción, a esa nueva divinidad que los ha de redimir. Pero si realmente por nosotros se dirigieran, nos cabría la satisfacción de haber sido el eco de los obreros, eco que habría herido los oídos de los poderosos.

La Época, periódico que está muy arriba en la ilustración de nosotros, ha dicho en el número del 15 de este mes lo siguiente:

Se trata de una premisa tan clara como la luz, y de una consecuencia lógica, irreprochable. Es preciso decirlo de una vez; nos hallamos frente a frente de un pueblo que tiene hambre en la rigurosa acepción de la palabra. ¿Y sabéis de lo que es capaz un pueblo que tiene hambre? pues de todo sencillamente.

Más adelante dice:

Puesto que todos los elementos que contribuyen al bienestar de la República están manifestándose elocuentes, debemos apresuramos a facilitar su desarrollo. De lo contrario, una revolución sin sofismas, sin pretensiones engañosas, pero más formidable que todas las anteriores, conmoverá a México hasta sus cimientos: ésta es la revolución del trabajo, la revolución social.

Ya verá El Monitor que no somos los únicos que nos ocupamos de la clase obrera ni vaticinamos los horrores de la revolución social, sino que también La Época participa de nuestras ideas y presiente algo extraordinario, algo aterrador que ha de conmover hasta los cimientos de México.

Cuánto bien haría a la República y a los desheredados la prensa si se ocupara de llamar la atención del gobierno y de los ricos hacia esos útiles miembros de la humanidad: pronto, muy pronto ese horizonte negro que se descubre en lontananza se disiparía, y la luz, la luz hermosa de la regeneración vendría a alumbrar para siempre a nuestra infortunada patria. Por desgracia no es así, y por desgracia también lo que parece imposible a El Monitor se realizará más tarde o más temprano.

No creemos haber contestado victoriosamente a El Monitor, porque somos de muy poca capacidad y de poquísima instrucción; pero le aseguramos a fe de hombres de honor, que cuando escribimos no nos guía la pasión, ni el odio; nos guía el sufrimiento del obrero, el abuso del propietario, el egoísmo del rico, la indiferencia del gobierno, la tiranía del agiotista, la protección al juego, y todo aquello que, como elemento destructor, es la muerte del que trabaja.

Creemos estar en nuestro derecho cuando emitimos nuestras ideas; si son erróneas, periódicos como El Monitor están obligados a corregirnos e iluminarnos; pero nunca a juzgarnos mal.

Agradecemos mucho a nuestro colega el lenguaje mesurado que usó al ocuparse de nuestro editorial, y su favorable juicio al creer que escribimos la buena fe; pero le anticipamos, que siempre que sea necesario defender al obrero, como lo hicimos por los trabajadores de las fábricas del Valle, nuestro lenguaje será enérgico y ajeno a la hipocresía.

El Hijo del Trabajo. Año II. Segunda época. Núm 56, México.

Agosto 19 de 1877, pp. 1 y 2.

José María González

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