Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Aparece la luz

Se ha dado publicidad a un documento oficial que aclara perfectamente la cuestión de la llamada comuna indígena, tan acremente censurada y comentada por varios periódicos de esta capital, y creemos que, como un acto de justicia, esos periódicos deben rectificar sus conceptos y pedir perdón, como buenos caballeros, a los que tan duramente ofendieron.

Por el documento aludido se ve que los indígenas están dando todos los pasos legales, apoyados en la justicia, para que esa misma justicia les devuelva lo que les pertenece. Por el mismo documento se comprende cuán criminales, cuán infames, cuán depravados son algunos dependientes de varias haciendas al hacer creer a los propietarios de ellas que los indígenas roban los productos de esas haciendas haciendo caer sobre los inocentes el crimen que otros cometen.

Estos actos imprudentes e injustificables sí llegarán más tarde, si continúan, a dar un resultado pésimo, porque como es sabido, todo tiene límites, y los indígenas al verse calumniados, al considerar que otros roban y se disculpan con ellos, pueden ejercer actos de represalias que tengan un resultado horrible. Creemos, por lo mismo, que los hacendados, por honor, por justicia, deben hacer escrupulosas averiguaciones y obrar con energía contra aquellos de sus dependientes que resulten culpables; haciendo esto, así como les hemos prodigado palabras amargas, les prodigaremos alabanzas y bendiciones.

Hemos tenido ocasión de conversar con varios indígenas suficientemente ilustrados, y nos han manifestado que las reclamaciones que están haciendo ante los tribunales para que los hacendados les devuelvan los terrenos que les han usurpado, tienen por base una promesa que les hizo D. Porfirio Díaz, cuando era pronunciado, promesa que encierra un compromiso solemne de hacerles justicia; o en otros términos, según se comprende, el Sr. Díaz para engrosar sus filas y hacer que los indígenas se adhiriesen voluntariamente al Plan de Tuxtepec, les ofreció que así que triunfase les daría lo que reclamasen, sin más que más, como premio a sus sacrificios. Si tal cosa es cierta, fue, no cabe duda, una imprudencia del actual Presidente, imprudencia que puede traerle funestos resultados; porque los mismos que lo elevaron pueden derrocarlo. También se comprende que el ejército que acompañó al general Díaz durante la revolución, no tenía conciencia de lo que hacía, sino que obraba guiado por una esperanza que todo era, menos el Plan de Tuxtepec. Grave compromiso es el de el héroe del 2 de abril, porque se halla en esta disyuntiva: o cumple su compromiso, atropellándolo todo, y entonces tendrá paz por un poco más de tiempo; o se niega a cumplirlo, y entonces, por esta nueva decepción, los indígenas se consideran desligados y comienzan de nuevo la guerra civil.

De cualquier manera que sea, a ser cierto lo que los indígenas nos han contado, el Sr. Díaz debe obrar con mucha prudencia y prontitud, pues de lo contrario le auguramos un mal resultado.

Nos presumimos que el dinero de los ricos debe andar muy listo para echar por tierra las justas pretensiones de los indígenas; pero estamos ciertos que los jueces que conocen de ellas no se dejarán comprar, porque esto sería un nuevo golpe que acabaría de desprestigiar a los defensores de Tuxtepec, golpe que a primera vista parece insignificante, pero que examinado con alguna atención, es de una trascendencia funestísima.

Está probado que hasta este momento no hay tal Comuna, que fue un sueño, una ilusión; pero también se puede probar fácilmente que ella tendrá vida si los mismos que la combaten la animan con sus escritos violentos, y los jueces no obran con entera justificación.

Que lo que reclaman los indígenas está puesto en razón, no cabe duda: en la conciencia de todos está que las haciendas se han ido formando insensiblemente no por el trabajo, sino por otros medios nada lícitos; de pequeñez en pequeñez se han formado todos fabulosos con perjuicio de innumerables víctimas de la sed de riqueza, y de pequeñez en pequeñez se han hundido en la miseria, más todavía, en el pauperismo, miles de pequeños propietarios que nada producen, y por lo mismo nada consumen; miles de hombres que se embrutecen más cada día, que se debilitan, que se mueren sin tener una esperanza, que los aliente. El paso dado por los indígenas es, o el último esfuerzo de la desesperación, o el principio de esa gran conjuración que meditan hace muchos años, y que para nadie es un misterio, conjuración que tiene por objeto la independencia de la raza indígena por medio de la guerra de castas.

Verdad es que en esta guerra ellos perderían porque carecen de elementos para combatir; pero mientras se les destruía, mientras se les sitiaba hasta en sus últimos atrincheramientos naturales que tienen en las peñas y en los desiertos, ¿cuántas víctimas, cuánta sangre, cuántos incendios, cuántos asesinatos se cometerían?

¿Hay necesidad de llegar a este extremo? ¿Es justo, es lógico este resultado?

No, y mil véces no.

¿Cuál es el medio que debe adoptarse para evitar ese extremo?

Uno muy sencillo:

Devolver a los indígenas lo que les pertenece, aumentarles el jornal; tratarlos con las consideraciones debidas a todo ser racional; ilustrarlos, alejarlos del escandaloso fanatismo de que son presa; disminuirles las horas de trabajo; conservarlos siquiera porque trabajan para enriquecer a unos cuantos.

Sólo esto puede conjurar la tormenta que se anuncia.

Si así no se hace; si el hacendado sigue encaprichado en llevar adelante su tiranía; si el gobierno persiste en ver con indiferencia a esos desheredados; si los hombres ilustrados no tratan formalmente esta cuestión hasta resolver el problema, entonces será lo que no debiera ser.

Una coalición de indígenas en toda la República daría por resultado la pérdida de grandes capitales y la miseria general en todo el país por algún tiempo. Quemando las fincas de campo, destruyendo las siembras, talando los montes, rompiendo puentes, asesinando a todo el que no fuera indígena, inutilizando los molinos, robando el ganado, se perderían en muy poco tiempo muchos millones de pesos y nos acabaríamos de hundir en la miseria.

Y que esto puede suceder fácilmente, no cabe duda; simultáneamente lo harán el día que quieran; y cuando los ricos sacudan el sopor que los tiene embrutecidos, cuando el gobierno quiera obrar con actividad, ya será tarde. Después castigarán, fusilarán, harán cuanto quieran, pero cuando ya no haya remedio.

Y aunque parezca exageración cuanto acabamos de apuntar, no lo es, porque, ya lo hemos dicho otra vez y lo repetimos ahora, nuestro suelo es muy extenso y despoblado; no tenemos vias férreas que nos hagan comunicar violentamente y poner en acción la fuerza pública; las fincas de campo lo mismo que los pueblos, están a grandes distancias unos de otros; hay muchas montañas, muchísimas inaccesibles, adonde pueden burlar la acción del gobierno; hay muchos revolucionarios que se aprovecharían del desorden para sacar la ventaja que no pueden sacar en medio de la paz; y sobre todo, sobran elementos para vivir la vida errante del salvaje.

Aun es tiempo, aun puede conjurarse la tormenta; menos política en el gobierno y menos egoísmo en los hacendados, menos morosidad en los jueces, menor indiferencia en la prensa y más estudio de esta cuestión social, y evitamos el peligro.

Aunque se nos ha llamado comunistas y se cree que queremos parodiar la Comuna francesa, nuestra conciencia nos dice que no es cierto; si ser comunista consiste en pedir justicia, en reclamar derechos, en aspirar al bienestar del obrero, en desear el mejoramiento de los indígenas, en pretender conseguir la armonía del Capital y del Trabajo por medio de las ventajas mutuas equitativas, entonces nos llenamos de orgullo porque nos llaman así; pero si ser comunistas quiere decir ladrón, asesino, enemigo de la sociedad y de la patria, entonces rechazamos ese honor. Creemos que no somos comunistas según la última comparación, y por eso estamos tranquilos en nuestra conciencia, pidiendo sin cesar que se haga en favor del que trabaja lo que el cristianismo y la civilización piden que se haga; por eso hemos emprendido la tarea de hablar en favor del indígena, y protestamos no abandonar esta cuestión hasta que sea considerada como preferente y necesaria para el bienestar de la sociedad y engrandecimiento de nuestra patria.

México está en peligro de perder su quietud interior; la riqueza rústica está amenazada de muerte; el gobierno está vacilante sobre su base. ¿Se dejará con indolencia venir el mal resultado? Quiera Dios que no.

Así lo deseamos, y así creemos que se realizará mediante una poca de voluntad de los que pueden hacerlo todo.

El Hijo del Trabajo. Año II. Época segunda. Núm 62, México.

Septiembre 30 de 1877, p. 1

José María González

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